Juan de la Rosa

Capítulo IV

COMIENZO A COLUMBRAR LO QUE ERA AQUELLO

La celda de mi maestro no tenía nada de particular que se distinguiese de la de cualquier otro religioso, ni creo necesario describirla para mejor inteligencia de mi sencillo relato.  Cerró él cuidadosamente la puerta, me hizo sentar en un escaño junto a la mesa, tomó al otro lado un sillón forrado de baqueta, y comenzó a hablar de esta manera.

— Más tarde comprenderás mejor que yo mismo lo que significa el alzamiento que acabas de ver; porque tú puedes conocer a fondo muchas cosas que yo apenas he entrevisto, a pesar de mis afanosos y clandestinos estudios de veinte años.  Cuando así suceda, como una luz más viva inunde tu inteligencia, acuérdate de mí, pobre fraile que te enseñé a leer, y piensa de qué modo los raudales de ciencia, que han de serte generosamente ofrecidos, me hubieran consolado de los tormentos de mi oscura vida.

Detúvose aquí por un momento.  En seguida se pasó fuertemente la palma por la espaciosa frente, como si quisiera librarse de algo que sobre ella pesaba, y continuó:

— El país en que hemos nacido y otros muchos de esta parte del mundo obedecen a un rey que se encuentra a dos mil leguas de distancia, al otro lado de los mares.  Se necesita un año para que nuestras quejas lleguen a sus pies, y no sabemos cuándo vendrá, si viene, la resolución que dicte su Consejo o simplemente su voluntad soberana.  Sus agentes se creen semidioses a inmensa altura de nosotros; sus vasallos que vienen de allí se consideran, cual más cual menos, nuestros amos y señores.  Los que nacemos, de ellos mismos, sus hijos, los criollos somos mirados con desdén, y piensan que nunca debemos aspirar a los honores y cargos públicos para ellos solos reservados; los mestizos, que tienen la mitad de su sangre, están condenados al desprecio y a sufrir mil humillaciones; los indios, pobre raza conquistada, se ven reducidos a la condición de bestias de labor, son un rebaño que la mita diezma anualmente en las profundidades de las minas.

"Bastaban estas razones para que deseásemos tener un gobierno nuestro, de cualquier especie, formado aquí mismo, para que estemos siempre a sus ojos.  Pero hay todavía otras no menos graves, que nos harán preferir nuestra completa extinción por el hierro a seguir viviendo bajo el régimen colonial".

"El hombre condenado a ganar su pan, el sustento material, con el sudor de su rostro, no puede ni siquiera cumplir libremente ese decreto providencial.  Si es agricultor, si ha podido obtener una porción de tierra en los repartos de la corona, le prohíben hacer algunos cultivos de los que resultaría competencia a las producciones de la Península; si quiere explotar los ricos filones minerales de nuestros montes y cordilleras, necesita gozar de influencias para contar con los brazos y hasta el azogue que entra en el beneficio; si se hace comerciante, ve que todo el comercio pertenece a una serie de privilegiados, desde las grandes compañías de Sevilla, Cádiz y Cartagena hasta los últimos pulperos españoles y genoveses; si se atreve a ser manufacturero, ve que le destruyen brutalmente los instrumentos de su industria.  Yo sé de viñedos y olivares que han sido arrancados o destruidos por el fuego; conozco criollos y mestizos que descubrieron minas fabulosamente ricas para abandonar desesperados su explotación a los españoles; este lienzo listado de verde que sirve de sobremesa es tocuyo de Cochabamba llevado a España para teñirlo, traído con el nombre de angiripola, vendido a sus primitivos dueños a precio inconcebible, sin permitirles que hagan ellos mismos tan sencilla operación; he visto, en fin, derribados muchas veces los telares en que se teje pertinazmente ese tocuyo.

"La instrucción, alimento del alma, luz interior añadida a la de la conciencia para hacer cada día al hombre más rey de la creación, no la pueden obtener más que contadas personas y de una manera tan parsimoniosa que parece una burla.  ¡Cuánto me he reído yo a veces de lo que en muchos años me enseñaron en la Universidad de San Francisco Javier de Chuquisaca! Hay verdadero empeño por mantenernos ignorantes; sabio es entre nosotros el que dice las mayores tonterías en latín, y ¡Dios tenga piedad del que aspira a conseguir otros conocimientos que los permitidos porque se expone a morir quemado como hereje filosofante!  En Cochabamba, aquí, por motivo que te diré a su tiempo, era crimen de lesa majestad el enseñar a leer a los varones.

"La religión  que han dejado oscurecer los mismos sacerdotes —acércame el oído, hijo mío—, no es ya la doctrina de Jesús, ni nada que pudiera moralizar al hombre para conducirlo gloriosamente a su fin eterno.  Hacen repetir diariamente el Padre nuestro y mantienen la división de las razas y las jerarquías sociales, cuando les era tan fácil mostrar en las palabras de la oración dominical, enseñada por Cristo en persona, la igualdad de los hombres ante el padre común y la justicia.  Debieran procurar que los fieles amasen a Dios "en espíritu y verdad"; pero fomentan las supersticiones y hasta la idolatría.  Veo en los templos —inclínate más— imágenes contrahechas que reciben mayor veneración que el Sacramento.  ¡Me han dicho que en cierta parroquia adoraban al toro de San Lucas o el león de San Marcos y le rezaban con cirios en las manos! Tal vez harán lo mismo en otras con el caballo de Santiago y el perro de San Roque.  Para obtener, en fin, bienes temporales multiplican las fiestas, inventan no sé que devociones, en medio de la crápula, a la luz del sol, de ese antiguo dios padre que el pobre indio adoraba más conscientemente, con más pureza quizás".

Volvió a hacer una pausa más larga en este punto.  Yo respeté su silencio; pero no pude dejar de llevarme a los labios una de sus manos descarnadas.

—Todo esto —prosiguió— es preciso que concluya.  En cada uno de los centros de población de estos vastísimos dominios hay ya un pequeño grupo de hombres que así lo han resuelto y lo conseguirán.  Hoy no los comprende todavía la multitud, y se sirven por eso de algún pretexto, para arrastrar aquella a  un fin gloriosísimo, de un modo que no choque a ideas inveteradas en la larga noche de tres siglos.  Debes saber que la misma esclavitud llega a ser una costumbre que

es difícil abandonar.  Me han contado de un hombre que, preso muy joven, puesto en libertad después de muchos años, volvió a pedir en la cárcel su querido calabozo, oscuro y sin ruido, cual decía convenirle en la indolencia y ensimismamiento en que había caído y de los que salió jamás.

"Un gran genio dominador, brotado del seno de la tremenda convulsión del reino de Francia, invadió la España y vio caer de rodillas a sus pies al rey don Carlos IV y al Príncipe de Asturias Don Fernando.  La noticia llenó de consternación a estas colonias de América; y de esta consternación por el destronamiento del rey legítimo, sale ya el sentimiento de la libertad.  Esos vivas que oyes a Fernando VII están diciendo a los oídos de la mayor parte de los hombres del cabildo ¡abajo el rey! ¡arriba el pueblo!

"Pero el intento oculto aún de esos hombres no es nuevo, no es de ayer solamente en este suelo en que has nacido, hijo mío"

Aquí se paró levantando las manos al cielo, para proseguir cada vez más animado:

— No cansaré tu atención con la más breve noticia de las sangrientas convulsiones en que la raza indígena ha querido locamente recobrar su independencia, proclamando, para perderse sin remedio, la guerra de las razas.  Recordaré, sí, con alguna extensión, un gran suceso, un heroico y prematuro esfuerzo, que conviene a mi objeto y nos interesa particularmente.

"En noviembre de 1730 circuló en esta villa y los pueblos de nuestros amenos y fecundos valles, la noticia de que don Manuel Venero y Valero venía de La Plata, nombrado revisitador por el rey, a empadronar a los mestizos como a los indios, para que pagasen la contribución personal, el infamante tributo de la raza conquistada.  No era ella exacta; querían únicamente comprobar el origen de las personas, para inscribir, en su caso en los padrones, a los que en realidad resultasen ser indígenas.  Pero de esto mismo era muy natural esperar y temer infinitos males y abusos de todo género.

“Los mestizos, que formaban ya la mayor parte de la población, recibieron la noticia con gritos de dolor, de vergüenza y de rabia, levantados sin temor a los oídos de los guampos, que así llamaban a los que ahora chapetones.  Resueltos a oponer una vigorosa resistencia, a derramar su sangre y la de sus dominadores antes que consentir en esa nueva humillación, buscaban un jefe animoso y lo encontraron en seguida.

"Este fue un joven de 25 años, de sangre mezclada como ellos, oficial de platería, excepcionalmente enseñado a leer y escribir por su padre, o tal vez como tú, por algún bondadoso fraile.  Se llamaba Alejo Calatayud."

A este nombre me hice todo oídos.

"Vivía —prosiguió mi maestro— en una humilde casita de la calle de San Juan de Dios, a inmediaciones del hospital, con su madre Agustina Espíndola y Prado, su esposa, de 22 años de edad, Teresa Zambrana y Villalobos, y una tierna niña llamada Rosa, primer fruto del honrado matrimonio.  Debo advertirle que los pomposos apellidos que acabo de pronunciar, no son indicio seguro de parentesco con las familias de ricos criollos que los llevaron, siendo la de Zambrana fundadora de un mayorazgo.  En aquel tiempo los criados que nacían en casa de sus amos se ponían, de un modo más corriente que hoy, el apellido de la familia.  Puede ser que esto sucediera, con Agustina y Teresa; pero tampoco sería extraño que tuviesen sangre de orgullosos mayorazgos en sus venas, comunicada por las disipaciones que entretenían los ocios de sus señores en la monótona existencia a que los condenaba el bendito régimen colonial.

"Alejo oyó con no encubierta satisfacción las insinuaciones de sus compañeros y amigos los menestrales de la villa.  Fuera de los vejámenes que amenazaban a todos y que habrían bastado para decidirle a dirigir el alzamiento, quería vengarse él mismo de una afrenta personal.  El altanero don Juan Matías Cardogue y Meseta, capitán de milicias del rey, sin poderlo humillar en una disputa, lo había herido en la mano con su espada, y la cicatriz, presente a cada momento a sus ojos, le hacía muchas veces suspender su trabajo para sumirlo en sombríos pensamientos.

"El 29 de noviembre de aquel año —pronto harán ochenta los que han corrido— la familia del platero comía alegremente en su casita, cuando se aproximaron a ésta muy agitados Esteban Gonzales, José Carreño, José de la Fuente, un Prado, un Cotrina, cuyos nombres no he podido averiguar, y otros mestizos.  Llamando en seguida a Alejo junto a la puerta, con gran zozobra de su madre y de su esposa, le dijo uno de ellos que la ocasión había llegado; que la villa estaba casi enteramente desguarnecida, porque el revisitador había pedido del pueblo de Caraza una escolta para entrar con seguridad en ella, y había marchado allí en consecuencia la tropa de guarnición al mando de Cardogue.  Todos ellos siguieron después reclamando su auxilio y dirección, en cumplimiento de las promesas que les tenía ya hechas.

—"Vamos —contestó Alejo—, reunamos a los nuestros; apoderémonos de las armas con que cuenta la guardia del cabildo y de la cárcel, y levantemos bandera negra contra los guampos.

"Todo esto se hizo aquella noche y el día siguiente.  La multitud reunida a los gritos de ¡viva el rey! ¡mueran los guampos! —ve, hijo mío, cuán semejantes a los que oíste esta mañana— invadió la plaza; rompió las puertas del cabildo y la cárcel; se apoderó de las pocas armas, que no eran ni diez, ni estaban todas utilizables; y, al amanecer del 30 de noviembre, había cuatro mil hombres armados de hondas, palos y cuchillos en la pequeña altura de San Sebastián, donde Calatayud, situado en la Coronilla, agitaba su bandera de muerte, a los gritos delirantes de venganza.  El joven oficial de platería desafiaba así al poder más grande que ha existido y no volverá a existir nunca sobre la tierra.

"A la noticia del alzamiento el revisitador huyó despavorido a refugiarse en Oruro, y Cardogue con su pequeña columna volvió sobre sus pasos sin amedrentarse.  Era el capitán audaz y soberbio como los antiguos conquistadores; le parecían bastar sus bocas de fuego para infundir respeto a la multitud, que, por otra parte, le merecía solamente el más profundo y cordial desprecio.  El combate fue espantoso quedando la victoria por el mayor número, con total sacrificio de los vencidos.

"Como suele suceder en tales casos — ¡no lo permita Dios al presente!— la multitud sintió esa horrible, insaciable sed de sangre y de pillaje que extiende negras sombras, indelebles manchas sobre la gloria de sus más justos sacrificios y merecidos triunfos.  Desbordada en la villa inmoló a los españoles que no pudieron seguir en su fuga a Valero; entró a saco en sus casas, y no se detuvo ante las puertas de las de algunos criollos.  No sé si Calatayud autorizó sus excesos, pero debió consentirlos o tolerarlos, por lo menos.  Creo sí, que él no fue partícipe del pillaje, porque siguió viviendo y murió pobre, sin que su madre ni su esposa le viesen jamás en posesión de dinero ni otros objetos que no pudiera haber tenido antes honradamente con su trabajo.

"Para poner un término a esos criminales excesos propusieron entonces los notables criollos de la villa una capitulación, discutida después en cabildo abierto.  Reconocida siempre la autoridad del rey, se convino entre otras cosas de las que no tenemos noticia, que los cargos públicos no se conferirían más que a los hijos del país, a fin de que éstos protegiesen y amparasen a todos sus hermanos.  Se nombraron nuevos Alcaldes, entre ellos a don José Mariscal y a don Francisco Rodríguez Carrasco. El jefe del movimiento, Calatayud, obtuvo el derecho de asistir al cabildo y oponer su veto cuando le pareciese conveniente, hasta que el rey de España confirmase las capitulaciones.

"Dios sabe las consecuencias que hubiera tenido este gran acontecimiento, si la más negra traición no le pusiera un término atroz, más sangriento que su origen.  Puedo asegurarte, sí, que él alarmó sobremanera al virrey del Perú y resonó en Buenos Aires y la capitanía general de Chile.

"El alcalde Rodríguez Carrasco era compadre de Calatayud; había llevado a las fuentes bautismales a la niña Rosa; gozaba de la confianza de toda la familia.  Hombre audaz, mañero, ambicioso de títulos y honores, comprendió que podía sacar de aquella crítica situación un partido ventajosísimo para sus intereses.  Púsose primero de acuerdo con sus más íntimos allegados y amigos, y concluyó por fraguar una tenebrosa conjuración.

"Calatayud vivía entre tanto descuidado.  Sólo veía con dolor turbada la tranquilidad anterior de su casa por las incesantes quejas y reconvenciones de su esposa.  El confesor de ésta, don Francisco de Urquiza, cura de la Matriz, atormentaba su alma, afeando la conducta de su marido.

—"¿Por qué —decía Teresa— te atreves tú a llevar en la mano el bastón que no corresponde a los de tu clase? ¿no sabes que por voluntad de Dios debemos inclinar la cabeza ante los predilectos vasallos del rey nuestro señor?

"Alejo respondía con altivez, con el sentimiento profundo de la igualdad humana, despertado poderosamente en su alma:

"Porque soy tan hombre como ellos mismos; porque tengo fuerzas para proteger a mis hermanos desgraciados."

"Otras veces la mujer exigía confidencias más peligrosas del marido.

"¿Qué haces tú con esos papeles? ¿a quién has escrito misteriosamente durante la noche, cuando me creías dormida? —le preguntaba, sin conseguir más que respuestas evasivas.

"Las cosas llegaron a tal punto que Teresa asustada de perder su parte del paraíso, abandonó su hogar para asilarse en casa de una señora notable, doña Isabel Cabrera.

"Un día compareció Rodríguez Carrasco ante su compadre con la sonrisa en los labios, más jovial y afectuoso que nunca, y le invitó a celebrar en su casa no sé que fiesta de familia.  Alejo aceptó y fue allí solo, sin armas, deseoso de olvidar entre amigos las amarguras que sufría en su casita.

"Pero en medio del banquete, cuando los convidados parecían entregarse solamente a las expansiones de la amistad, circulando de mano en mano la copa, con palabras de afecto y ardientes votos de próspera fortuna, se abrió repentinamente una puerta de la adjunta sala; muchos conjurados salieron en tropel de ella; se apoderaron del confiado Calatayud, y . . .

— ¡Lo ahorcaron! —grité, creyendo concluir la frase—. Su brazo derecho fue puesto en la altura de San Sebastián donde hizo tremolar su negra bandera.

— No lo ahorcaron precisamente —contestó mi maestro ¾ .  La tradición, a la que doy entera fe, cuenta que lo ahogaron allí mismo o acribillaron a puñaladas y que llevaron sólo su cadáver a la cárcel.  Los informes judiciales aseguran que lo condujeron vivo, fuertemente amarrado de pies y manos; que se confesó en la cárcel y le dieron garrote.  En uno o en otro caso, es lo cierto que sólo después de muerto lo colgaron en público en la horca, con el bastón en la mano.  Después dispersaron sus miembros en los sitios más concurridos y visibles, en los caminos y las alturas, y mandaron su cabeza a la real audiencia de Charcas.  Pero ¿quién te lo dijo a ti?

Nadie —repuse—, solo oí hace tres años algunas palabras misteriosas a mi tío, el cerrajero, y he visto últimamente un cabo de cuerda  . . .

Debe ser —dijo el Padre tranquilamente—, el que yo recogí confesando a un moribundo y entregué a tu madre.  La superstición había conservado esa triste reliquia, atribuyéndole virtudes milagrosas, y era preciso que la guardase con respeto la descendencia de Calatayud".

Figuraos, si es posible, de qué modo sacudirían estas palabras todo mi ser.

— ¡Dios mío! — exclamé— ¿sería yo entonces?  . . .

— Su tercer nieto por tu madre  —concluyó mi maestro.

Hasta aquel momento había hablado de pie, paseándose algunas veces; ahora se detuvo delante de mí, encorvó su alto y delgado cuerpo; se apoyó en las palmas de las manos sobre la mesa, y me miró sonriendo cariñosamente.

— Por lo mismo debes saber estas cosas hasta el fin —continúo diciendo, y volvió a su interrumpida relación—. Entregadas al fuego las capitulaciones, por mano del verdugo, Rodríguez Carrasco ejerció tremendas venganzas a nombre de la majestad real ofendida; ahogó en sangre nuevos conatos de insurrección, y recibió el aplauso, afectuosas palabras, protestas de gratitud del virrey y de la audiencia de Charcas, para recibir después grandes recompensas y honores decretados por la misma corona.  Tuvo, entre otras, la satisfacción de llamarse en su loca vanidad "el señor capitán de la infantería española del imperio del gran Paitití", fabuloso emporio de riquezas que se decía existir oculto en las profundidades de nuestras selvas.  Pero la posteridad justiciera ha hecho de su propio nombre sinónimo de traidor como el de Judas".

Volvió a hacer aquí una pausa, para proseguir, paseándose, del modo que ha de verse, mientras que yo recordaba las palabras que El Overo me dirigió al creerse vendido por mí a mi madre, y que eran el grito de la conciencia que resonaba todavía contra el traidor, después de ochenta años, por boca de un niño.

— Agustina, Teresa y la niña Rosa fueron encerradas por el mismo Rodríguez Carrasco, en calidad de presas, en el convento de Santa Clara.  Por esto se creyó y aun se cree generalmente que la familia de Calatayud quedó extinguida.  Pero no fue así; Rosa consiguió salir ya joven, cuando murieron su abuela y su madre, y se casó en las inmediaciones del Pazo con un campesino criollo muy pobre, pero honrado y excelente hombre.

"La noble idea concebida vagamente por Calatayud comienza, por una parte, a brillar en las almas de esta tercera generación que levantará el padrón de infamia arrojado sobre su memoria.  Ya te he dicho, repito ahora, que en todos estos dominios hay hombres ilustrados, animosos, resueltos a todo género de sacrificios para llegar a la independencia de la patria.  Ellos son los que han fomentado este espíritu de imitación de las colonias, por constituir juntas de gobierno como hicieron en la Península, para rechazar la invasión del extranjero.  El 25 de mayo del año pasado Chuquisaca dio un paso en ese sentido; el 16 de julio, La Paz creó a inspiración de Murillo la famosa Junta Tuitiva.  Nada ha importado que nuestros dominadores sofoquen esos primeros movimientos.  En el día aniversario del grito de Chuquisaca ha dejado oír el suyo, más poderoso, Buenos Aires, de donde viene una cruzada redentora.  Hoy, 14 de septiembre, Cochabamba está haciendo lo que ves, y lo hace con tal resolución y nobleza, que parece asegurar un triunfo definitivo.

"Resta sólo decirte las causas inmediatas de esta alzamiento y lo haré en muy breves palabras.

"Sabes tú que el gobernador destituido y prófugo actualmente, remitió presos, a Oruro, a don Francisco del Rivero, don Esteban Arze y don Melchor Guzmán Quitón.  Estos consiguieron escaparse de allí hace muy pocos días; se vinieron al valle de Cliza donde los primeros gozan de grandes influencias; levantaron a esos pueblos; se pusieron de acuerdo con los patriotas de la villa, y esta mañana se presentaron en sus inmediaciones.  El arrojo de Guzmán Quitón que se adelantó con algunos hombres, a intimar rendición al cuartel de la tropa armada, ha bastado para que esta se sometiese.  ¡No se ha derramado, hijo mío, ni una sola gota de sangre! ¡Dios bendecirá los anhelos  de nuestro pueblo!

"Pero el cabildo debe haber terminado.  Esos gritos de júbilo, esos alegres repiques que vuelven a comenzar con más fuerza que esta mañana, nos lo están diciendo claramente.  Tu madre debe estar inquieta, por otra parte . . .  Ya es hora de terminar esta larga conferencia".

Salimos, en efecto, y no bien había dado yo un paso fuera del convento, me encontré cogido en brazos de María Francisca.  Mi madre estaba detrás de ella.  Se había detenido a respirar por primera vez libremente, al encontrarme después de inútiles pesquisas y angustiosos afanes.

Dejando para más tarde sus quejas y amonestaciones me hizo tomar inmediatamente el camino más corto a nuestra casita.  Yo la seguí silencioso, sin preocuparme de aquellas, sumido en hondas y muy distintas meditaciones.  Las palabras de Fray Justo, de las que seguramente no habré podido dar más que un inexacto trasunto, habían abierto un horizonte desconocido ante mis ojos, y si éstos no conseguían abarcarlo, comenzaban a esparcir sus miradas en un círculo más vasto que anteriormente.  Había, por otra parte, algunos puntos que me tocaban de cerca y que yo quería profundizar, prometiéndome descorrer el velo misterioso de mi origen.  Mi sabio maestro —cuyo nombre estoy exhumando del olvido en que no merece quedar sepultado— creía sin duda cuando me condujo a su celda, que es bueno hablar a veces a los niños como a hombres maduros.  Así se acostumbran a pensar; así principian a ver seriamente la vida, en la que les esperan amargas pruebas y difíciles combates.

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