Juan de la Rosa

Capítulo IX

DE QUÉ MODO DEJAMOS DE REZAR UNA TARDE EL SANTO ROSARIO, Y DE LA ÚNICA VEZ QUE ESTUVO AMABLE DOÑA TERESA

Mi situación mejoró mucho con la visita de mi maestro a la noble señora.  Pude moverme libremente por toda la casa y hasta asomarme por un momento a la puerta de la calle, cuando ocurría alguna novedad.  Carmencita obtuvo permiso para recibir mis lecciones a medio día, en el comedor, en presencia de Feliciana.  Un sastre harapiento vino a tomarme medidas, en un hilo, en el que iba haciendo nudos, y se rió de mis vestidos que se habían quedado demasiado cortos.  Me dieron zapatos nuevos, para reemplazar los que de rotos se me caían de los pies.

Clemente anduvo muy listo, atentísimo conmigo, en las diferentes comisiones que para esto había recibido.

El primer jueves siguiente, cuando me llamaron a almorzar, encontré a doña Teresa, que iba a retirarse del comedor con sus hijos.  Se detuvo en la puerta que daba a la antesala, y me dijo.

— Cuidado que te olvides de que hoy es jueves y que tienes que visitar a Fray Justo.  Sería capaz de creer —¡Dios le perdone el mal juicio!— que yo lo he estorbado.  Este bruto de Clemente me ha traído ya mil incomodidades.

El aludido, que estaba poniendo a la sazón mi almuerzo en la esquina de la mesa donde yo acostumbraba tomarlo, se inclinó hasta el suelo como anonadado; pero yo vi que se sonreía maliciosamente.

En todo el trayecto hasta la plaza me figuré que me encontraba transportado por encanto a otra ciudad que la de Oropesa del Valle de Cochabamba, muy parecida, pero más bella y animada.  Y esta ilusión no provenía únicamente de mi largo cautiverio.  Las calles mejor empedradas y barridas diariamente, parecían más espaciosas; las casas recientemente compuesta o pintadas por lo menos, tenían mejor aspecto arquitectónico.  En la plaza mi ilusión fue más completa.  El suelo que antes era accidentado, con grandes hoyos en los que reunían las aguas pluviales, y montones de escombros y basuras, se hallaba perfectamente nivelado.  Creí que veía por primera vez, el centro, la vieja fuente pública, llamada de Carlos III, por haberla mandado construir expresamente dicho monarca, "en premio de los servicios de sus leales y valerosos cochabambinos, durante la rebelión de los indios".  No vi, por último, en toda ella, ni un solo de los feísimos puestos de recova; pues los habían removido a otro sitio, en un gran canchón, a espaldas de la casa de educandas de San Alberto.

Todo esto se había debido a un bando del gobernador, publicado el 4 de diciembre el año anterior, a los afanes del cabildo y al entusiasmo de los vecinos, para recibir dignamente la visita prometida y no llevada a efecto por el Delegado de la Excelentísima Junta de Buenos Aires.

En las calles y la plaza encontré muchos corrillos de mujeres del pueblo, que comentaban a su manera una proclama de la Junta Provincial, organizada en ausencia del gobernador Rivero.  La Junta había desmentido las especies alarmantes que hacían correr los pocos desafectos a la causa de la patria, y prometía hacer saber todas las noticias que recibiese del ejército, cuya situación no había cambiado a orillas del Desaguadero.  Llamó particularmente mi atención un corro numeroso a las puertas del cabildo, en el que hablaban con calor don Pedro Miguel de Quiroga y don Mariano Antezana, miembros de la Junta, teniendo a su lado al valiente Guzmán Quitón (que formaba por entonces un nuevo regimiento de caballería) y — ¡oh sorpresa! — ¡al doctor licenciado don Sulpicio Burgulla!

No pude oír más que estas últimas palabras de don Pedro Miguel:

— Hemos dicho siempre la verdad a nuestro pueblo  . . . ¡que callen ahora los malvados!  Vencimos en Aroma... venceremos en todas partes!

El licenciado se puso en seguida en su lugar, estirado sobre las puntas de sus zapatos enhebillados; levantó su bastón con borlas en el aire; tosió para darse mayor importancia, y gritó con su voz de falsete:

— Excelsior! Audite, cives!

La multitud asombrada de su genio, lo contempló con tamañas bocas abiertas y concluyó por gritar a su vez:

— Viva don Sulpicio! ¡Viva la patria!

Mucho me sorprendió esta su conducta por entonces.  Más tarde comprendí que tuve en aquel momento ante mis ojos un tipo profético de la especie más dañina para las nuevas nacionalidades que se formaban: esos hombres llamados de ciencia y experiencia, adoradores del dios éxito; esos pedantes con canas que han embaucado a las inocentes multitudes, disculpándose de todas sus infidencias con un latinajo o una frase mal chapurreada en francés, y exigido respeto a sus blancos cabellos, cuando inclinaban ellos mismos la cabeza hasta el suelo, para besar los pies de los más despreciables y vulgares tiranuelos.

Mi maestro me esperaba ya a la puerta de su celda.  Me condujo de la mano hasta el escaño, y él ocupó su cómodo sitial.

— ¡Cuéntame ante todo tu vida —me dijo cariñosamente— y me hizo en seguida muchas preguntas, a las que yo respondí del modo que antes a las de Alejo.

Le referí estudiosamente con sus mínimos detalles mi descubrimiento de los libros en el cuarto del duende.  Sabía que esto lo alegraría; porque el estudio era para él su único consuelo; y vi en efecto, que se iluminaba su semblante.  Cuando concluí de hablar, me felicité interiormente.  Acababa ahora de comprender que la naturaleza y los consejos de mi santa madre me habían hecho incapaz de encerrar en mi corazón un sentimiento de venganza.  Encontraba, por otra parte, un indecible placer en ocultar mis propios dolores, para no aumentar una gota de amargura al cáliz de aquel hombre tan justo y bondadoso, a quien amaba y veneraba como a nadie ya sobre la tierra.

No pude, sin embargo, dejar de dirigirle, al último de esta conversación sobre mi vida actual, una pregunta de que él mismo parecía esperar y temer.

— ¿Quién soy? ¿puedo saber algo de mi padre?

El reflexionó por un momento, y me contestó:

— Tu buena madre quería que tú lo ignorases siempre.  Respetemos su voluntad.

Después de un largo silencio, para distraerme sin duda de mis tristes meditaciones, pasó a hablarme de los sucesos públicos que a todos preocupaban.  Me dijo que realmente había fundadas esperanzas de una gran victoria, tal vez final, de las armas de la patria.

— Creo que la Providencia protege visiblemente la causa de la justicia —añadió entusiasmado—.  Yo no pensaba, hijo mío, que tan gran revolución llegase tan rápidamente y felizmente a su desenlace.

Me habló, por último, de mis lecturas.

— Debes haber visto los horrores de la conquista en las obras de don Fray Bartolomé de las Casas, Obispo de Chiapa —me dijo—, pero no vayas a creer que los españoles fueron peores que la generalidad de los hombres en aquel tiempo.  No hay ya para qué recordar esos crímenes espantosos como un justificativo de nuestro anhelo de independencia, que proviene de otras causas más inmediatas.  Ten cuidado, por otra parte, de no dejarte alucinar con los libros de Herrera y Garcilaso, cuando hablan de la solicitud de los reyes de España por sus vasallos de estos dominios.  Las medidas con que desde la gran Isabel hasta el pobre don Carlos IV creyeron favorecerlos, han sido siempre muy perjudiciales.  De las encomiendas, que tuvieron por objeto la conversión de los indios al cristianismo, resultó su completa esclavitud y embrutecimiento en supersticiones más groseras que el antiguo culto al sol; de los repartimientos con que pensaban poner a su alcance los efectos de ultramar que necesitasen, vinieron los más odiosos y abusos y monopolios, la desnudez y la miseria de esos infelices, esquilmados por los corregidores y exterminados a millares cuando se rebelaron con Tupac Amaru; del tributo, que parecía iba a aliviarles de mayores despechos y servidumbres personales, nace su tal vez incurable abyección; de las comunidades conservadas por la conquista, sin las antiguas costumbres que proveían a la subsistencias de todos, provino la mayor degradación de los indios llamados forasteros, la holganza de los comunarios y el empobrecimiento general del país.  Todo lo bueno es imposible; lo que se juzga mejor se hace pésimo, cuando emana de un poder lejano, no nada ve más que por ojos ajenos, ni preside directamente a la ejecución de sus mandatos.

— Los españoles dicen que nos han dado todo lo que ellos mismos tienen; que si nos hacen mal, es por error, no porque ellos lo deseen —observé yo tímidamente.

— Nunca nos convencerán de que todas sus leyes sobre industrias y comercio no tienen en mira el provecho de la metrópoli antes que todo —me contestó —.  Ya lo verás mejor que yo mismo con el tiempo.

— Han querido ilustrarnos; sus libros llegan hasta mí.

— No dan la luz al través de una pantalla; la luz que ellos temen hasta así opaca, hijo mío.  Su política sería imposible si hubiera una escuela solamente en cada lugar.  Te he dicho que en nuestro país, con motivo del alzamiento de Calatayud, se prohibió, por algún tiempo, enseñar a leer y escribir a los niños mestizos y aun criollos.  Una sola imprenta en manos de un americano en cada virreinato mataría al punto su poder.  Los libros que has encontrado por fortuna son demasiado raros en todo el Alto Perú.  En esta ciudad yo sólo se de tres bibliotecas particulares, de unos cuatrocientos volúmenes cuando más: la que destruye hoy la mano de una cocinera; la de los Boados y Quirogas, y la de los Escuderos ¡Y cuántos sacrificios de dinero, fatigas y peligros personales han costado!

— La revolución nos conduce a la herejía, según dice el sabio señor licenciado don Sulpicio.

— ¡Ah! Las imprudencias de don Juan José Castelli!

— Ha dicho en francés  . . .

— Lo que debiera haber repetido mejor en castellano, en quichua, si la sabe.  Eso es el credo de la humanidad, como el evangelio, de donde lo ha tomado la filosofía que a éste combate sin embargo.

— Quiso cantar uno de sus oficiales la marsellesa, compuesta, según mi amigo Luis, por el diablo en Estrasburgo.

— El Luisito Cros es un bellaco.  Su padre, que es alsaciano, debe haberle contado la verdad, y él trató de divertirse probablemente con tu ignorancia.  No, hijo mío —aquí se paró y prosiguió con acento que parecía inspirado—, esta causa es tan grande y justa que los mismos españoles respetarán un día a los que la han invocado.  Has visto ya que Figueroa murió por ella; pronto oirás hablar del esforzado Arenales.

En los jueves siguientes volvimos sobre el mismo tema.  No quiero ya recordar más sobre él en estas memorias.  Me expondría, tal vez, a fatigar la atención de mis lectores, y esta consideración me hace guardar en silencia los discursos de mi querido maestro, que parecerían hoy triviales y eran admirables en aquel tiempo de tinieblas.

Me apresuraré, más bien, a referir dos cosas que llenarán de admiración a mis curiosos lectores, como sucedió conmigo.

Una tarde en que todos los habitantes de la casa estábamos reunidos en el oratorio, para rezar el santo rosario, notó Doña Teresa y extrañamos los demás la ausencia de Clemente, que solía ser el más puntual, para llevar la voz, como ya dije en otra parte.

— ¿A donde se ha metido el condenado? —preguntó la señora; y se persignó, como acostumbraba siempre; cuando aludía al enemigo o cosas del infierno.

Iba en seguida a mandarnos a buscarlo; pero entró el perdido con muestras de agitación, y dijo misteriosamente a doña Teresa:

— El capitán  . . . ¡Don Anselmo Zagardua!

La señora hizo un movimiento de sorpresa.

— ¿Qué quiere? ¡Dios mío! ¿que será? —exclamó muy contrariada.

— Está en mi cuarto.  Dice que el señor  . . .

— ¡Si, ya sé  . . . no hay para que nombrarlo, estúpido! ¿Qué le sucede?

— Que está malo  . . . Que la hinchazón ha subido hasta las rodillas.

— Hazle entrar  . . . pronto  . . . ¡aquí mismo!

Y apenas hubo salido Clemente, continúo doña Teresa:

— Feliciana, llévate a los niños  . . . que cenen y se acuesten. ¡Vayan todos! ¿Qué quieres tú ahí?  Vete a tu cuarto  . . . ¡cuidado con abrirme la puerta para nada!

Al cruzar el patio vi a Clemente que volvía con un hombre extraño, como de sesenta años de edad, alto y seco, vestido de uniforme militar muy usado y raído.  Caminaba con dificultad, apoyado en un grueso bastón porque le faltaba una de sus piernas, y la tenía de palo, y tan tosca como entonces era posible procurársela en el país.

Otra parte —no recuerdo si del 27 ó 28 de junio— fui llamado al comedor, media hora antes que de costumbre.  Doña Teresa me sonreía dulcemente a la cabecera de la mesa, rodeada de sus hijos.  Me hizo sentar en mi esquina, para que los acompañase, y me dijo que no me hiciera esperar desde aquél día.  Besaba con frecuencia a Carmencita.  Daba una palmada en la redonda mejilla de Agustín.

— Ven, hijo mío —continuó diciendo a Pedro; y cuando éste se hubo acercado, quiso abrocharle el cuello de la camisa y no pudo, y exclamó, dirigiéndose a la criada:

— Feliciana, querida Feliciana, aquí falta un botón.  ¿Por qué han descuidado hasta este punto al niño de mi alma?

Era otra, completamente distinta a la doña Teresa de siempre; era una señora amable, una cariñosísima madre, una ama que reconvenía sin cólera a sus criadas.  Su amabilidad conmigo llegó hasta el punto de darme espontáneo permiso de pasear por donde yo quisiese.

Salí contentísimo a ver a mi maestro; fui por el camino preparando el elogio de mi protectora, que pensaba pronunciar ante aquél, adornado si era posible de algún texto latino tomado al vuelo de los doctos labios del licenciado Burgulla.  Pero, no bien hube abierto la puerta de la celda me sentí sobrecogido de la más profunda aflicción, al ver el abatimiento, el indecible dolor que se retrataba en el semblante y toda la persona de Fray Justo.  Estaba de pie, con los brazos

cruzados sobre el pecho, inclinada la cabeza al suelo, como si mirase a sus pies una tumba recién cubierta.  Recordé haberle visto así mismo, al través de mis lágrimas, cuando vestían a mi madre la fúnebre mortaja.

Ni el estrépito con que abrí la puerta, ni un vivo rayo de sol que penetró por ella, bañándole hasta medio cuerpo, le arrancaron por lo pronto de su meditación.  Sólo por un movimiento maquinal se llevó la mano a los ojos deslumbrados, y adelantó la otra enteramente abierta, como para protegerse de algún súbito golpe que le amenazara.  Recobrando después la conciencia de lo que pasaba a su alrededor, me miró tristemente, y me dijo como si yo le llevase la confirmación de la desoladora nueva que había recibido:

— Ya lo sé; el desastre ha sido completo  . . . ¡Dios lo ha querido!

Notando por último el asombro, la estupefacción con que yo le oía, me refirió la derrota que habían sufrido las armas de la patria en Huaqui, el 21 de junio de 1811.

El tiempo no pudo borrar la profunda impresión que dejaron sus palabras en mi ánimo.  Creo hoy que él veía y me hizo ver claramente desde entonces las consecuencias espantosas de aquel suceso para la causa de nuestra independencia.

El armisticio, que tenía suspensas las hostilidades, no podía conducir a ningún resultado favorable.  La conciliación de los intereses de la España y de la América es ya de todo punto imposible.  Goyeneche ha dado traidoramente el golpe irreparable a la revolución, so pretexto de que Castelli habló de libertad y recordó a los indios el Tahuantinsuyo de los Incas, de lo alto de las misteriosas ruinas de Tiahuanaco.

"La cruzada argentina que en Suipacha contaba a lo más con 1.500 hombres, llegó a las márgenes del Desaguadero convertida en grande y poderoso ejército de 12 mil hombres, que los mismos segundos de Goyeneche, altivos y soberbios españoles, creyeron muy difícil contener hasta en la posición elegida con todo acierto por su jefe.  Esa oleada que cruzó de sur a norte nuestro territorio, arrastró consigo todos los recursos del país que tenía dispuestos la revolución de Cochabamba y la feliz victoria de Aroma.  Perdidos ahora, no sé cómo pueden repararse.  Estas provincias nuestras tan separadas del mundo por grandes cordilleras y desiertos, no renovarán ni un mal fusil, ni un viejo mosquete que el enemigo recoja en el botín.  Desde hoy la guerra será un sacrificio heroico, desesperado del Alto Perú, con el que se conseguirá a lo menos asegurar la independencia de las provincias del río de la Plata"

¡Como quisiera yo que nuestros historiadores nacionales repitan mejor cada día estas palabras!  Así contestarían victoriosamente a los apasionados cargos de un escritor argentino que, desconociendo mil generosos esfuerzos de las provincias de Potosí, Chuquisaca y La Paz, sólo ha querido hacer justicia a Cochabamba.

Cuando me volvía a casa pensativo y cariacontecido, oí la vos de Alejo, que me llamaba a la otra acera de la calle, en donde él se había detenido con un objeto largo y pesado, más grueso que su barra, envuelto en una tira de cotense.

—Apuesto —me dijo— que su Paternidad te ha afligido con su tema de que ya no hay remedio.  No lo creas, muchacho.  Estamos bien, mejor que nunca.  Nuestros paisanos no entraron en combate, porque los habían mandado no se a dónde, y cuando regresaron al oír los cañonazos, hicieron retroceder a los chapetones.  Todos sin que falte uno  . . . digo mal, menos los pobres infantes, que habían muerto hasta el último, con su jefe y sus oficiales, se han de venir a nuestros valles.  Entonces nos veremos las caras.  ¡Si soñaran los chapetones lo que les espera!

Al pronunciar estas últimas palabras levantaba en el aire aquel objeto extraño que tenía en la mano.

—El Padre Justo —prosiguió— cree también que esto no es bueno.  Pero has de saber, Juanito, que aquí tengo yo con qué exterminar el ejército del rey Jerjes.  Si tú quieres, puedes venir mañana a mi taller, y  . . . ¡ya verás! ¡ya verás si el Gringo, el Mellizo, el Jorro y yo sabemos o no más que el Padre Padilla, que había inventado la pólvora!

Y dicho esto se alejó precipitadamente con dirección al cabildo.  Yo continué mi camino, encontrando ya en las esquinas corrillos de mestizos, en los que hablaba de la puerta de su cuarto a Feliciana, que estaba adentro.

— Así son, así son los ingratos —dijo elevando la voz para que yo oyese—. ¿Por qué lo extrañas, mujer? Ellos ríen cuando llora el alma, y ponen cara de perro cuando ella se ríe.

Y volviéndose súbitamente a mí, me gritó:

— ¿No es verdad, hijo del aire?

No pude contenerme.  Aquellas injurias, después de sus últimas humillaciones y del pasado martirio que le debía, me hicieron perder toda la paciencia.  Le azoté fuertemente la cara de mono con la mano, y seguí a pasos lentos el camino de mi cuarto.

— ¡Atrevido! ¡Insolente! ¡Botado! — me gritó Feliciana.  La miserable debió haber quedado frotándose la cara, con más susto que indignación.

Aquella noche no me llamaron ni a rezar el rosario, ni a cenar.  Tenía por fortuna un resto de vela y fui a encenderlo en la cocina.  Quise leer y no pude.  Reflexionando en lo que había hecho, me felicitaba por ello, como me sucedió en otra ocasión, en que creía tener a la mano la venganza y no quise tomarla.  Sabía ahora que así como no aplastaría nunca al enemigo vencido, no sufriría, tampoco, en lo sucesivo, la humillante ofensa, sin rechazarla al punto con dignidad.

Repentinamente mi puerta se abrió con estrépito y cayó un bizcocho sobre la mesa, delante de la que yo estaba sentado.  Volví la cabeza y me pareció ver la punta del vestido de Carmencita.  La hermosa niña, escapándose no sé cómo, me traía la parte que podía de su propia cena, y se volvía volando, para que no advirtiesen su ausencia del comedor.  Una lágrima dulcísima cayó de mis ojos sobre la página del libro que leía la comedia de El valiente justiciero, de Moreto; tenía hambre, pero no mordí una sola vez el regalo de mi única amiga en aquella casa, que guardé cuidadosamente en el arca como un objeto sagrado.

Al día siguiente a la hora en que doña Teresa solía levantarse de la cama, me llamó al oratorio una de las mestizas.  Encontré a la noble señora sentada en su tarima, con su faldero en las rodillas y entre dos de sus amigas vestidas de hábito de la orden tercera de San Francisco.  Debían estar hablando sin duda caritativamente de mí; porque éstas se persignaron al verme, y exclamaron casi a un tiempo.

— ¡Jesús, tan niño todavía!

— ¡Pobrecito!

— He pensado —me dijo la señora— que te vayas hoy mismo a las Higueras.

— Será lo que mande y quiera vuestra merced —le contesté, sin saber de qué punto se trataba.

— Pancho —continúo ella— ha venido con su sobrino que debe quedarse en la ciudad; tu irás en el caballo de éste como puedas.  Dime ahora lo que necesitas.

— Nada, señora.

— Está bien.  Como el pobre Clemente se ha enfermado y Feliciana tiene que asistirle, Paula cuidará de ver lo que te falte.

Dichas estas palabras me señaló la puerta.  Pero yo no salí tan pronto, como hubiera querido, para no oír estas otras palabras caritativas que dijo en quichua una de sus amigas, llamada doña Martina:

— ¡Pobre Teresa! ¿Qué víbora recogiste en tu casa?

Paula vino poco después a mi cuarto; puso en una silla un poncho,  un tapabocas de género de algodón tejido en el Beni, y me dijo:

— Don Pancho espera en el patio con el caballo.

Salí tras ella, recogiendo el poncho y el tapabocas.  Todos los criados y los niños Pedro y Agustín rodeaban al enfermo Clemente y reían con él a la entrada del callejón.  Ninguno respondió a mi saludo de despedida, ni menos se acercó a estrecharme la mano.  Se iba el botado; lo mandaba la señora con  don Pancho, por haber pegado a don Clemente  . . . Aquello era muy divertido.  Pero ¡no! Una cabecita rubia, más bella en su desgreño matinal, arrimada a los barrotes de la ventada del dormitorio, pensaba de otro modo.  Al irme anonadado de aquella casa, no sabía si por algunos días o por siempre, tuve el consuelo de ver a mi generosa amiguita, que me mandó un beso con sus deditos sonrosados.

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