Juan de la Rosa

Capítulo V

DE CÓMO MI ÁNGEL SE VOLVIÓ AL CIELO

Los días siguientes hasta los últimos de Octubre, en que ya no pude darme cuenta de las cosas que pasaban a mi alrededor, fueron de júbilo, de movimiento, de activa preparación para la guerra a que se había arrojado Cochabamba.  Recordaré tan solo las principales ocurrencias, o las que, sin serlo, llamaron particularmente mi atención.

El 16 a 17 —perdóneseme esta falta de precisión— llegaron los entusiastas voluntarios del valle de Sacaba, no tan altos ni fornidos como los de Cliza, ni mejor pertrechados, pero más despiertos, más bulliciosos, a órdenes de su jefe don José Rojas.

El 23 tuvo lugar la ceremonia de público reconocimiento de la excelentísima Junta de Buenos Aire, seguida de una misa solemne en la Matriz, "en acción de gracias, por el señor don Francisco Rivero, gobernador intendente y capitán general de la provincia".  Antes de encaminarse al templo las corporaciones de la junta de guerra y el cabildo, justicia y regimiento, don Juan Bautista Oquendo pronunció desde la galería, delante de todo el pueblo, recogido ahora en profundo silencio, el célebre discurso que recuerdan los historiadores y del que me ocuparé yo en seguida a mi manera.

El 10 de octubre la junta de guerra dispuso enviar una expedición armada a Oruro, bajo el mando de don Estevan Arze, para proteger, decía, los caudales públicos amenazado; pero en realidad, como me aseguró mi maestro, para propagar aquel incendio, cuyo objeto resultó más claro con otras expediciones posteriores.

El 16 del mismo octubre oí decir que habían nombrado a don Francisco Javier de Orihuela, diputado al congreso que debía reunirse en Buenos Aires.  Esto llenó de alegría el corazón de mi maestro, quién parecía transfigurado.

— Cuando los pueblos del Alto Perú y del Río de la Plata se encuentren representados en congreso —me dijo— el mundo verá que la independencia de América y el nacimiento de la república son decretos irresistibles de la voluntad divina.

Al día siguiente, 17, la falsa noticia de haber aparecido en las inmediaciones, en la misma Recoleta, una tropa enemiga comandada por el antiguo comandante general Jerónimo Marrón de Lombera, causó tanta alarma, tal confusión, tal atropamiento en la plaza, que no me atrevo a describirlos, aún después de haber intentado dar una ligera idea del alzamiento del 14 de septiembre.  A los toques de rebato, que sin poderlo evitar el gobernador sonaban en todos los campanarios, hombres y mujeres, ancianos y niños corrían a reunirse armados de lo primero que encontraban: honda, palo, azada, reja de arando, cuchillo, mando de sartén, piedra arrancada del pavimento, cualquier objeto que pudiera punzar, herir, contusionar de cerca o de lejos al enemigo.  Los gritos, las imprecaciones, los alaridos debieron materialmente haber hecho caer a las aves que volaban por los aires.  Difundida la noticia por los valles de Caraza, Cliza y Sacaba, en tan breve espacio de tiempo que parecía un milagro y que sólo se explicaría hoy por el prodigioso invento del telégrafo, llegaban de todas partes, de seis leguas a la redonda, corriendo desesperados a pie, reventando caballos, infinitos voluntarios, que no se conformaban con perder la ocasión de probar sus fuerzas con los chapetones y acreditar su amor a la naciente patria.  Baste decir que, cuidadosamente escogidos los hombre jóvenes, robustos, completamente aptos para el servicio podían formar un ejército de cuarenta mil soldados que nunca hubieran pedido sueldo para ser tales; lo que don Francisco del Rivero se apresuró a comunicar al general que venía conduciendo las tropas de Buenos Aires, como una prueba del delirio de entusiasmo con que Cochabamba mantenía su reto a la secular opresión española.

Yo obtuve licencia de mi madre para ir a ver algunas de estas cosas en compañía de Fray Justo.  Me sorprendió mucho no poder descubrir entre la multitud al que más bulla y confusión hubiera metido, al ocioso y vagabundo por excelencia, a mi amigo El Overo en una palabra.  Solo lo vi un día de lejos, muy limpio y decentemente vestido, al lado de un hombre alto y gordo, más rubio que él, a quién una mujer, que salía del templo, designó a otra con el nombre de gringo, y se persignaron las dos en seguida, como si hubieran visto al diablo.

En la casita del confín del Barrio de los Ricos pasaban escenas divertidas, de risa y de tranquilo contento, cuyo recuerdo me conmueve ahora hasta las lágrimas.  Voy a  poner el ejemplo de una que dará idea de las demás, aunque acabó como no había comenzado.

El cuarto descrito al principio de estas memorias contiene además, al frente de la tarima, un catrecito de madera, de altas columnas, con blancas cortinas, recogidas de día por lazos de cinta de seda azul.  No me preguntéis por qué tanto lujo en la pobreza.  Me daréis la pesadumbre de creer que aún no os hice conocer el alma de Rosita, su cariño, sus delicadas atenciones con este vuestro humilde servidor, que acostumbra dormir en este catre, como un príncipe en dorado y blanquísimo lecho de plumas.

Rosita está sentada en su cómodo banquito,  y borda de oro (porque se le ha vuelto a permitir un trabajo moderado de dos o tres horas) un tahalí de rojo terciopelo, que algunas señoras notables quieren regalar al nuevo gobernador.  Alejo, que ha venido a despedirse para ir entre los voluntarios, con don Estevan Arze a Oruro, se arrima de espaldas a una hoja de la puerta.  Fray Justo en su silla, con la capucha caída, se muestra más jovial naturalmente.  Yo me cuadro delante de él como un recluta para darle mi lección.  El diálogo comienza entre él y yo.

— ¿Has aprendido ya las hermosas palabras de Oquendo?

— Si, señor, y creo que sin un punto.

— ¿Puedes repetirlas como él mismo las dijo de lo alto de la galería del cabildo?

— No tanto; pero . . . ¡quién sabe!

— Alejo, ponme a este muchacho sobre la mesa.

El interpelado se acerca con risa silenciosa en la que aparecen sus treinta y dos dientes; se sienta sobre los talones y me presenta la palma de la mano a dos dedos del suelo.  Yo que sé lo que debo hacer, apoyo mi pie derecho en aquella mano, me pongo recto como un bastón y me siento levantado casi hasta el techo, para quedar en seguida depositado sobre la mesa.

Reímos todos; Alejo vuelve a su sitio, y continúa el diálogo:

— Vamos, comienza.

— "Valerosos ciudadanos de Cochabamba; habitantes del más fecundo y delicioso país del mundo; fidelísimos vasallos de  . . .

— Ja, ja, ja, ja!  . . .  pase por la intención; y pasemos también nosotros a otro punto.

— "¿Juzgarán acaso en las provincias distantes que Cochabamba ha añadido un nuevo dolor al llagado pecho de su rey y . . .

— ¡Qué don Juan Bautista! Vamos a la peroración.  Allí está, hijo mío, todo lo bueno del discurso; los historiadores que hablen de él, harán muy bien de transcribirla, como el más bello ejemplo de los elevados sentimientos con que nuestro país ha levantado el grito de su independencia.

— "Yo veo que aspiráis a mayores glorias; vuestra fuerza rendirá la máquina que todavía sostienen en vuestras comarcas los enemigos del Estado y de la patria; esa vigilancia con que acumuláis vuestras tropas, esa unidad de sentimientos con que a pesar de la pintura que hace Cañete de los americanos, detestáis el egoísmo y queréis sostener con una pasmosa rivalidad los derechos de la patria y del Estado, es el más convincente argumento de que en vosotros no se halla más que un solo pensamiento y un solo deber.  Pero lo que más engrandece vuestra patria es la piedad y religión con que habéis procedido; de ella han nacido la paz y la tranquilidad que hacéis gozar a la patria en los mismos días en que podían verse la turbación y el desorden; y aunque este rasgo que tanto honor más bien debía excitarme al aplauso, no obstante, quiero en tercer lugar encargaros que en adelante será vuestro procedimiento conforme a la santísima ley que profesáis: esos nuestros hermanos europeos, que vulgarmente llamáis chapetones lejos de padecer algún insulto, sean el primer objeto de vuestro cariño; ahora es tiempo que resplandezca el carácter americano, de no perjudicar jamás a vuestro prójimo y de no tomar venganza de las injurias  personales; manifestad en todo vuestro porte, la nobleza de vuestras almas y la generosidad de vuestros corazones: no manchéis vuestras manos con la sangre de vuestros hermanos; detened los rencores, y al mismo tiempo que vais a fomentar la guerra más justa contra vuestros enemigos, dad la paz más dulce a vuestra fuerte y valerosa patria."

— Bien, ¡magnifico!

Alejo no puede contenerse y comienza a gritar:

— ¡Viva don Juan!  No hablo por el señor Oquendo sino por ti, muchacho! ¡Viva don Juan de . . .

— De nada, ni de nadie —concluye mi madre con voz fuerte que parece airada.

Alejo queda mudo, inmóvil como una estatua.  Todos guardamos silencio.  No sé en qué pensarán los otros; pero yo me pregunto a mi mismo: ¿cuál sería la palabra que iba a salir de los labios del cerrajero?

La mañana siguiente a la grande alarma del 17 de octubre me desperté al oír de la habitación una voz cavernosa, especie de ronquidos de cerdo articulados.  Me incorporé sin hacer ruido, entreabrí las cortinas con mucha precaución y sólo pude ver al principio un enorme bulto blanco en el que acabé por reconocer al R.P. Robustiano Arredondo.  Estaba sentado en una de las sillas, encajado como por fuerza entre los brazos de ésta, y conversaba con mi madre, parada en su presencia, con el librito de la Imitación cerrado en una mano.  Probablemente aquel extraño y tan matutino visitante llegó en el momento en que ella tomaba a esa hora la receta de Fray Justo, sin contentarse con la dosis nocturna.

No creo que haya en toda la redondez de la tierra un hombre más digno de su apellido que este R.P. Arredondo, Comendador del convento de la Merced.  Proverbialmente obeso en la villa, todo su cuerpo y cada una de sus partes componentes aspiraban a tomar una forma esférica y se redondeaba como mejor podían: su abultada cabeza, calva y reluciente, sus rubicundos carrillos, su nariz colorada como un tomate, sus hombros, sus manos y, más que nada su enorme abdomen.  Moralmente era, también, un tonto redondo, como él mismo se dará a conocer en el transcurso de la historia, en la que aparecerá varias veces.

Las primeras palabras que oí distintamente excitaron a tal punto mi curiosidad, que por nada del mundo me hubiera consolado si no escuchaba hasta lo último la conversación.  Para que no advirtieran que estaba yo despierto, resolví por esto extenderme de nuevo en mil cama, cubrirme la cabeza con las sábanas y hasta contener la respiración, en cuanto me fuese posible sin asfixiarme.

Y he aquí puntualmente lo que escuché:

— La noble señora quiere dar cumplimiento a la voluntad de su marido; pero con una condición, que le dijo a él mismo en sus últimos instantes y fue aprobada por él.

— ¿Y cuál es esa condición?

— Que te separes definitivamente del niño, que no pongas los pies en su casa, ni él venga a verte con ningún motivo.

— ¡Oh, cuán generosa es la noble señora!

— Aceptas ¿no es verdad?

— ¿Y como puede creerlo Vuestra Reverencia?

— ¡Rehúsas, entonces desgraciada?

— No, tampoco es eso lo que pienso.

— No, te entiendo . . . ¡Pero se me ocurre una cosa!  A fin de que tú misma no desees verle, recógete a uno de los conventos de monjas  . . . ¡a Santa Clara, hija mía!

— No creo que sea necesario; no R.P. ¡Dios lo dispondrá de otra manera!

— Amén, así sea.

Una pausa muy larga.

— Necesito pensarlo.  Si Vuestra Reverencia quisiese volver dentro de ocho días...

— Sí, volveré, hija mía.  Pero procura llevarme antes la respuesta.  No me muevo a medio día del confesionario, y hasta acostumbro dormir la siesta allí mismo, para estar pronto a oír a los pecadores. ¡Uf.! ¡Uf!  . . . parece que esta silleta quiere retenerme aquí para siempre.

— Dios vaya con Vuestra Reverencia.

— Y te acompañe y te ilumine, hija mía.  ¡Uf!  . . .

No bien hubo salido el Padre Arredondo, salté del lecho en camisa como estaba, y corrí a arrodillarme a los pies de mi madre, que se había desplomado pálida como una muerta sobre su banquito.

— No madre mía — le dije—, yo no me separaré nunca de tu lado  . .  . ¡aborrezco a esa noble señora que no sé lo que quiere conmigo!

Mi madre me miró fijamente con esos sus grandes ojos que parecían más bellos inundados de lágrimas; exhaló un grito desgarrador con la palabra "hijo" que le era tan difícil pronunciar, y me estrechó fuertemente contra su corazón, para seguir llorando sin consuelo.  No oía mis ruegos, ni respondía a mis halagos, ni sentía los besos con que yo porfiaba por secar su copioso llanto.  Creo que transcurrieron así horas enteras, hasta que apoyándose en mis hombros con manos temblorosas, se levantó para ir a arrojarse sobre el lecho que yo había abandonado, como sí estuviese quebrantada por largo martirio corporal en el potro del tormento.

Aquel mismo día tan aciago para nosotros reaparecieron los síntomas más alarmantes de su enfermedad.  En un momento en que creí que no era muy necesaria mi presencia, dejando como dejaba al Padre Aragonés, María Francisco y otras dos mujeres al cuidado de la enferma, corrí al convento de San Agustín; comuniqué todo lo que había pasado a mi querido maestro; y oyéndome él agitado por un temblor nervioso, le vi caer sobre el escaño, y oí que murmuraba con voz sorda, llena de infinito pesar y no acostumbrada cólera:

— ¡La han asesinado!  . . .

No hubo más remedio, en efecto, para salvarla.  A pesar de los más solícitos cuidados de que volvió a verse rodeada, se moría, se moría velozmente; y creo ¡Dios mío! que deseaba morirse ella misma antes de dar la respuesta ofrecida al Padre Arredondo.  El día en que éste debía volver recibió el viático y la extremaunción de manos de Fray Justo, que parecía sufrir mucho más que la moribunda a quién auxiliaba.  Cuando llegó el Comendador de la Merced acezando

de fatiga, por haber caminado a lentos pasos las tres cuadras que distaban de su convento a la morada donde sin sospecharlo dejó una semana antes la sentencia de aquella muerte, la víctima estaba recostada de espaldas contra sus almohadas.  No lo vio; pero sintió sus resoplidos y el pesado ruido de sus pisadas.

— Puede Vuestra Reverencia llevarlo —le dijo— ¡ya nunca le veré, ni él a mi sobre la tierra!

En seguida sus ojos que se nublaban miraron a Fray Justo, de pie a la cabecera del lecho, y a mí, arrodillado a los pies.  Quería enviarnos su última despedida.

— No puedo ya acompañaros; me voy  . . .  ¡me llaman!

Y pronunciadas estas palabras con el más dulce y tierno acento, levantó lentamente el brazo derecho y señaló con el índice al cielo.

¿Quién consiguió arrancarme a viva fuerza de entre los brazos aquel cuerpo rígido y helado, que yo estrechaba pidiendo que me sepultasen con él, si yo no podía comunicarle mi propia vida? ¿qué hicieron allí? ¿cómo pasó el tiempo, hasta que clavaron ese negro ataúd, que porfiaban por llevarse? ¿que vi, qué oí estúpidamente en los momentos en que faltaron lágrimas de mis ojos y no resonaron mis propios gritos de dolor en mis oídos?

Tengo conciencia de que, no sé cuándo, ni cómo, me encontré a la puerta de nuestra casita, entre Fray Justo que me cerraba la entrada y el Padre Arredondo que me arrastraba de la mano.  Recuerdo que el primero me dijo:

— Síguele; tu madre lo ha querido.

Recuerdo, también que me hizo este encargo:

— Por tu madre que está en los cielos, por el amor de tu maestro y amigo que velará todavía por ti en la tierra, no des nunca ningún motivo de queja a las personas entre quienes debes vivir.

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