Juan de la Rosa

Capítulo VI

MÁRQUEZ Y ALTAMIRA

Mi conductor, a quién seguí en profundo silencio, no se detuvo, aunque transportaba difícilmente su enorme individuo, hasta que llegamos a un gran portal de anchos pilares de ladrillo y estuco, que sostenían un arco, en el que había pintado el monograma de la Virgen y, abajo de este, lo que decían ser las armas de familia una cosa así como un toro paciendo en un campo de trigo.  La puerta pintada de verde estaba reforzada por clavos de grandes cabezas de cobre, y tenía abierto solamente el postigo, por el que penetramos, cuando el Padre se sintió con fuerzas de trasponer la alta batiente de piedra.

Un zaguán espacioso conducía al patio, que rodeaban habitaciones de planta baja.  A la derecha había un poyo de adobe enladrillado, asiento diario y cama nocturno del pongo, sobre el que, en la pared, se veía un gran cuadro al óleo, del arcángel San Miguel, aplastando con un pie el pecho del rebelde, en cuya boca abierta introducía la punta de una lanza.  Al frente, en la pared de la izquierda, se abría una puerta de una sola mano, que daba entrada al cuarto del criado de confianza o mayordomo.

El patio solitario, silencioso, con menuda grama que había crecido en las junturas de las losas desiguales de que estaba empedrado, tenía un aspecto de cementerio.  En el lado derecho había, alternando unas con otras, tres ventanas y tres puertas herméticamente cerradas, que yo nunca debía ver abiertas, porque habían pertenecido al señor de la casa, muerto hacía algunos días.  Al frente de la entrada había una gran puerta y dos ventanas daban paso y luz a una sala que servía de comedor, y se abría un callejón al segundo patio.

El lado de la izquierda, con puertas y ventanas como el de la derecha, contenía la sala de recepciones, una antesala y el oratorio de la señora.  Los dormitorios, cuartos de criados, despensa, cocina y demás dependencias debían estar y estaban, como vi  después, en el patio interior.

El Padre Arredondo me condujo a la primera puerta de la izquierda, que era del oratorio.  Estaba abierta; pero al otro lado del muro tenía un portón cerrado, de lienzo blanqueado de yeso y con un ángel grotescamente pintado, en actitud de recomendar silencio.

Una señora, ni joven, ni vieja, mucho menos obesa que el Padre, pero más que simplemente gorda, de color enfermizo, ojos pardos de dura mirada, nariz recta, boca grande casi sin labios, barba muy saliente y aire de extremo orgullo con fingida humildad, se reclinaba allí, envuelta en un brial de estameña y cubierta la cabeza de tocas negras de luto.  Tenía arrodillada delante de ella  —presentándole en una mano un brasero de plata y en la otra un cigarrillo— otra criada mulata, menos horrible que la que nos había introducido.

Volvió a detenerse allí el Padre; tosió dos o tres veces, y llamó al fin tímidamente con los nudillos de sus gruesos dedos en la tabla de la puerta.  Oímos pasos cautelosos, el portón se entreabrió lo bastante únicamente para que saliese una cabeza de negra con tupido y menudo vellón entre rojizo y cano, frente muy deprimida; ojos pequeños y bizcos, nariz achatada, pómulos muy salientes y boca desdentada, de la que oímos apenas estas palabras:

— La señora muy mala; el flato, la jaqueca . . .  Entre vuestra Reverencia sin hacer ruido.

Así lo hicimos, caminando de puntillas, y el portón se cerró tras de nosotros, dejándonos a oscuras.

Cuando mis ojos se acostumbraron a distinguir los objetos, a la sola luz que filtraba allí por una piedra de berenguela enclavada en la pared de enfrente, vi que nos hallábamos en un cuarto como de ocho varas de largo y seis de ancho, blanqueado y bruñido, con un zócalo rojo y amarillo, y cielo raso de lienzo también blanqueado y con una estrella igualmente roja y amarilla pintada en el centro.  Todo el muro debajo de la claraboya lo ocupaba un retablo, que contenía santos de estuco y madera, vestidos de lama, con resplandores de oro; grandes candelabros de plata de varias luces, y urnas de cristal con marcos enchapados también de plata.  A la izquierda había una gran mesa, con reclinatorio y dos enormes sitiales.  A la derecha se veía la otra puerta de comunicación a la sala, y a un lado de ésta una tarima cubierta de mullida alfombra y rodeada de almohadas forrados de damasco.

Un faldero blanco, rapado desde medio cuerpo, dormía, en fin, sobre el mismo almohadón en que ella se respaldaba.

El Padre, que sin duda había esperado acostumbrarse como yo a esa semioscuridad, fue el primero que habló.

— Noble señora, mi querida doña Teresa —dijo—, aquí está el muchacho.

—¡Loado sea Dios, Reverendísimo Padre! ¡él sabe de qué modo ha de probar nuestra flaqueza!— contestó ella con voz desapacible, encendiendo un cigarrillo.

Siguióse un gran silencio; las dos criadas se sentaron a uno y otro lado de la tarima; el Padre se acomodó como pudo en un sitial; el faldero dio un gruñido y volvió a dormirse, y yo me quedé parado en medio del cuarto, dando vueltas a mi sombrero en las manos.  El aire se impregnaba entre tanto de un fuerte olor a tabaco y anís, con las columnas de humo que despedía la noble señora doña Teresa.

— ¡Qué tormento, Reverendísimo Padre! —se dignó por fin exclamar esta— ¡sólo nuestro Señor ha sufrido más que yo por nuestros pecados!

—Él sabrá recompensar esos dolores y amarguras  —repuso el Padre— mucho más ahora que . . .

— Sí —le interrumpió ella —; tengo valor.

Y volviéndose por fin a mí agregó:

— ¿Qué sabes hacer? ¿qué te han enseñado?

Yo me sentí más que dispuesto a llorar que a contestarle; pero recordé el encargo de mi maestro, y respondí:

— Señora, sé rezar y leer y escribir, contar, y ayudar a misa en latín.

— No está malo —repuso ella—; la pecadora . . . ¡Dios la haya perdonado!, no descuidó a lo menos la educación del pobrecito.

Al nombre de "la pecadora" un torrente de lágrimas brotó de mis ojos; me ahogaron los sollozos y no sé cómo pude oír las siguientes palabras:

— Está muy afectado —dijo el Padre—, necesita alimento y reposo; porque desde ayer no ha hecho más que llorar.

— Llévale, Feliciana —ordenó entonces la señora.

Pero yo me apresuré a abrir el portón y salí antes que ella, para respirar, para ver el sol, para correr no sé a dónde, llamando a gritos a mi madre.

La negra me tomó de una mano, me arrastró más que condujo a lo largo del patio; me siguió arrastrando por el pasadizo y por el patio interior, hasta que al cabo se detuvo delante de una puertecita entreabierta, diciéndome:

— Puedes entrar.  El ama muy mala  . . . ¡me voy!

Entré.  El cuarto que debía ocupar era "pequeño", con una alta claraboya circular enteramente abierta, por la que se descubría un techo lleno de amarillento musgo y un pedazo de cielo.  Me sorprendió encontrar allí, no puestos en orden todavía, mi catrecito, el arca, la mesa, las sillas de nuestra casita.  Creí que eran antiguos conocidos que debían sufrir lo mismo que yo; pensé que tal vez me seguían para hablarme de Rosita.  Una de las sillas, que daba frente a la puerta, parecía ofrecerme cariñosamente sus brazos; y yo me hinqué delante de ella, me recliné sobre el asiento y lloré no sé qué tiempo.  Era ya noche cerrada cuando volví a oír la voz de Feliciana, que decía:

— A cenar.

La seguí maquinalmente al comedor y entramos en él por una puerta que daba al patio interior, frente a la de mi nuevo cuarto.  Era una sala espaciosa, blanqueado y con cielo raso, por el estilo del oratorio.  En las esquinas había grandes y elevados armarios de madera pintada de rojo con filetes dorados, y al centro, una larga, ancha y sólida mesa, rodeada de sillas de brazos como las mías, pero mejor labradas y pintadas también de rojo y con dorados como los armarios.  Un solo velón puesto sobre la mesa alumbraba la estancia enteramente solitaria.

Feliciana me dejó parado junto a la puerta y se fue a abrir otra que comunicaba con la antesala, repitiendo su lacónica invitación a cenar.  Un momento después vi entrar una tras otra tres criadas con otros tantos niños.  Reconocí en la primera a la mulata que ya había visto en el oratorio; el niño que traía era de mi edad o poco menor que yo, pálido, de lánguidos ojos, envuelto desde la cabeza hasta los pies en una frazada de bayeta.  La segunda y tercera criadas, niños más pequeños, robustos, rubios, sonrosados, medio desvestidos, que reían jugando con las trenzas del cabello de sus conductoras.  El niño mayor fue puesto cuidadosamente en una silla; a los otros los hicieron sentar sobre la misma mesa a uno y otro lado del velón.  Entre tanto, Feliciana había abierto, con una llavecita que hacía parte de un gran manojo pendiente de su cintura, uno de los armarios de que he hablado, y sacó del él tres bizcochos y otros tantos platos y tazas; en los que sirvió no sé qué sopas y leche con azúcar a los niños.

La mulata hizo comer al que tenía a su cargo con una cuchara; los otros lo hicieron por sí mismos con las manos, y concluyeron por arrojar las sobras al suelo o sobre la misma mesa.  Terminada la cena, se volvieron todos como habían entrado.

Iba a hacer yo lo mismo a pesar del hambre que sentía, cuando Feliciana me tocó en el hombro para llamar mi atención, y puso en mis manos otro plato provisto de su cuchara.  Entonces me acerqué a la mesa y comí con avidez, como sucede en aquella bendita edad, cuando la naturaleza reclama imperiosamente sus derechos, sin considerar los sufrimientos del alma.

— Vete ahora —me dijo la negra tan luego que hube concluido mi ración—; ahí tienes el cabo de vela, y el pongo irá a hacerle compañía para que no tengas miedo del duende.

Así entré a la casa y vi por primera vez la familia mayorazgal de Márquez y Altamira.  Creo ahora necesario acabar de presentarla a mis lectores y decir algo de sus costumbres, para continuar la humilde relación de mi propia vida.

Doña Teresa Altamira, a quién hemos dejado con tocas de viuda y tan quejumbrosa de sus males en el oratorio, se había visto única heredera presunta de un rico mayorazgo, cuando pretendió su mano don Fernando Márquez, criollo como ella, de una de las principales familias fundadoras de la villa.  No podía, ni quería rechazar el partido; porque, según parece, no le quedaba ya otro alguno, ni era posible que encontrase galán más apuesto y que mejor le conviniera.  Pero había una dificultad y se la expuso temblando de miedo.  Su padre don Pedro de Alcántara Altamira, que había fundado el mayorazgo para dar lustre a su apellido, exigía que el que pretendiera al honor de ser su yerno usara aquel y lo hiciera llevar a sus hijos antes que el propio, contra la costumbre.

Negóse rotundamente  don Fernando a consumar el sacrificio, y creo que iba a dirigir por otro lado sus pretensiones cuando se le ocurrió a doña Teresa llamar en su auxilio al más rancio bachillero o licenciado de entonces, don Sulpicio Burgulla, quién arregló el asunto del modo más sencillo y obtuvo el triunfo más glorioso de su vida.

— Accentus, mi don Pedro —dijo el obstinado padre—, est, quo signatur, an sit long, vel brevis syllaba.

— ¿Y que de ahí? —preguntó el interpelado, con una ligera trasposición del acento y el cambio de una letra, mi noble y respetado amigo.

— De modo que don Fernando  . . .

— ¡Sería Marqués de Altamira!

— Y mis nietos  . . .

— ¡Simillime, señor don Pedro, per omnia secula seculorum!

Obviada la dificultad se unieron los novios in facie ecclesix con gran pompa y solemnidad en la capilla de la más rica de sus haciendas, con bailes de comparsas de sus indios, corriéndose toros y sortija por los convidados, y, sobre todo, con el mayor contento de don Pedro de Alcántara que pudo entonces decir su nunc dimillis, porque vio que no solamente le sobreviviría su apellido, sino que llegaría con el tiempo a tener por delante un título de nobleza para sus nietos ¡Los marqueses de Altamira!

El matrimonio había vivido en la abundancia, teniendo tres frutos de bendición, y hacía dos semanas apenas que don Fernando se había visto llamado por Dios, mediante una de esas pulmonías mortales de septiembre, y precisamente cuando le daba gracias de haberse curado de una herida de piedra, que recibió en el alzamiento del 14.  Doña Teresa le lloraba amargamente, sin perdonar a los alzados aquella herida que, según ella, había causado tan irreparable y eterna

desgracia.  Decía, también, que por el mucho amor que le había tenido y por cumplir un encargo que le hiciera de palabra al morir, consumaba el sacrificio de recoger en su casa y tener al lado de sus hijos a un muchacho vagabundo, que bien pudiera ser el mismísimo enemigo.

Había vivido siempre retirada en su oratorio, pero ahora no lo dejaba más que de noche para dormir.  Recibía muchas visitas de amigas, fuera de las de su confesor.  No faltaban nunca de su lado ni el faldero, ni sus dos criadas predilectas.  Cuando venían sus administradores de las haciendas, dejaban las espuelas a la puerta y comparecían por un instante a su presencia, para recibir órdenes caprichosas y casi siempre contradictorias.  Si ocurría algún asunto grave, mandaba llamar al confesor y al licenciado Burgulla para consultarse con ellos.

Los niños entre tanto andaban de su cuenta o entregados al cuidado de los criados, sobre los que ejercía despótica autoridad la negra Feliciana, comenzando por el marido de ésta, don Clemente.  El mayorazgo, que llevaba el mismo nombre de su abuelo con los aditamentos ordenados, era como se ha visto enclenque y enfermizo; no sabía ni siquiera leer, ni pensaba en otra cosa que en divertir su fatigosamente vegetativa existencia jugando a los muñecos.  El segundo, Agustín, de siete años de edad, bien constituido, despierto y vivaracho hacía las travesuras más inconcebibles, revolviéndolo todo desde el pajar a la sala, sin dejar de invadir a veces el oratorio.  Carmen, la menor de ambos, de cinco años de edad, era una criatura encantadora, juguetona como Agustín, pero muy dócil y amable.

Entre criados solo nos resta hacer conocimiento con don Clemente y Paula.  Zambo el primero, es decir mestizo de indio y de negra, tenía cuanto de malo puede reunirse de ambas razas: astucia, bajeza, holgazanería, egoísmo, crueldad.  Sumiso a las órdenes de Feliciana, a quien había entregado los calzones, era el tirano de los demás y especialmente del pobre pongo a quien atormentaba de todos modos, sin motivo alguno.  En cuanto a Paula, cocinera, poco tengo que decir de ella.  Nunca la vi meterse más que con sus pucheros, ni vivía en la misma casa.

El pongo era, por último, como es sabido, algún infeliz indio miserable y embrutecido, que venía cada semana de las haciendas a cumplir su obligación de servicio personal.

Yo no sé en qué condición me hallaba en aquella casa.  Desde el día siguiente oí que me llamaban botado o sea el expósito.  No me ocuparon en ningún servicio de criado; pero tampoco me dijeron nunca lo que debía hacer.  Entregado a mis propias inspiraciones me hice melancólico, taciturno; pasaba horas enteras encerrado en mi cuarto, llorando a veces, sumido otras en tristes meditaciones, sin pensar algunas en nada de que pudiera acordarme después.  Me llamaban a comer cuando ya los niños se habían levantado de la mesa; me previnieron que al cerrar la noche, tan luego que oyese el toque de la campanilla, concurriese a rezar el santo rosario en presencia de la señora, llevando la voz don Clemente; me ordenaron, por último, que no pusiese los pies en la calle.  Uno sola persona, la niña Carmen, me inspiró entre toda aquella gente una profunda simpatía, un sentimiento de cariño, y, lo que es sorprendente, de compasión.

Para entretener mis ocios de todo el día resolví enseñarle lo poco que yo sabía; lo que me concitó el odio de sus hermanos, quienes, cada uno a su manera, querían que yo fuese suyo, es decir el muñeco más grande del uno, o el caballo del otro.

Felizmente no tardé en hacer un descubrimiento que me llenó de alegría.  Cerca de mi cuarto comenzaba un largo callejón que tenía de un lado la cocina, la despensa y la leñera, y de otro la caballeriza y el gallinero, terminando en una puerta cerrada con un simple aldabón.  Un día vi a Paula abrirla y entrar por ella, para volver a salir con unos papeles impresos en la mano, que sin duda necesitaba para hacer algún pastel en el horno.  Excitada mi curiosidad, no pude contenerme de ir a dar un vistazo por aquella parte desconocida de la casa.  Encontré después de la puerta un espacioso corredor que daba frente a un jardincito abandonado y que terminaba en un cuarto abierto enteramente.  Siguiendo mis investigaciones vi el cuarto lleno de libros forrados en pergamino, entre los que desde luego llamaron mi atención cuatro volúmenes mejor encuadernados en badana; con adornos y letras de oro en el lomo.  Abrí uno de ellos y, en medio de una viñeta grabada con figuras de indios cautivos y trofeos de armas, leí: "Historia general de las Indias Occidentales o de los hechos de los castellanos en las islas y tierra firme del mar océano, escrita por Antonio de Herrera, cronista mayor de su Majestad de las Indias y de Castilla".

Volviendo en seguida algunas hojas, encontré retratos grabados y fui leyendo nombre que ni yo mismo desconocía; Colón, Cortés, Pizarro, etc.

Aquellos libros eran un tesoro sin precio para mí; por lo que resolví llevármelos al punto a mi cuarto; pero a fin de evitar las diarias devastaciones de Paula, me detuve a la puerta de la cocina, y dije a aquella: que la señora no sabría lo que estaba haciendo, a condición de que se enmendase.

— ¡Qué tonto eres! —me contesto—. ¿Piensas que la señora o los niños han de perder su tiempo como tú vas a perderlo? ¿no sabes que mi finado amo el señor don Fernando, a quién Dios le dé la gloria—, nunca abrió ninguno de esos libros de su padre?  ¿ni qué quieres tú que haga con ellos un mayorazgo?

Corrido, avergonzado con estas razones, me excusé más bien como pude ante ella, para apresurarme a ganar mi cuartito, mientras que Paula seguía riendo de mi simpleza, que también fueron festejando con carcajadas los demás criados y el niño Agustín reunido con ellos en la cocina.  Pero yo tenía ya al fin un consuelo en mi orfandad y en el ocio a que estaba condenado; y desde entonces visité con frecuencia el cuarto de los libros y fue llenando de ellos mi larga mesa, que por muchos años solo había visto sobre sí el solitario volumen de la novela de Cervantes.

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