Juan de la Rosa

Capítulo VII

LA BATALLA DE AROMA SEGÚN ALEJO

El 16 de noviembre tuve el alto honor de ser llamado por Clemente a la presencia de la noble señora, que él decía estar en la sala de recibo.  Fui volando, y la vi desde el portón entreabierto de la antesala, con el Padre Arredondo y el licenciado Burgulla.  Hablaban los tres de pie con mucha animación, bajando la voz como si recelasen de ser oídos y volviendo a levantarla en el calor de la discusión que sostenían.  Como no advirtieron mi llegada, ni quise yo interrumpirles, tuve tiempo de sobra para examinar el lugar a que yo venía por primera vez y al señor licenciado que solo conocía de nombre, por la fama que pregonaba sus luces en la casa.

El portón cerca del cual me hallaba, igual en su forma y hechura al del oratorio, ostentaba, en vez del ángel del silencio, un animal que decían ser león por las crines y garras que tenía; pero era de color verde y con el rostro casi humano, como el de una vieja que estuviera haciendo un gesto horrible.  La sala, de la que podía ver la mayor parte, no difería de las demás habitaciones más que por unas molduras de estuco pintadas al óleo, que figuraban en las puertas y ventanas,

cortinajes de terciopelo verde, recogidos por cadenas de oro.  Las ventanas, por raro lujo en aquel tiempo, tenían grandes vidrios, no sin que se hubiesen puesto delante de éstos una tupida red de alambre.  En el testero, a uno y otro lado de la puerta que comunicaba al oratorio, había grandes espejos ovalados con marcos de plata, suspendidos a la pared por cadenas de los mismos, sobre mesas con tapa y pies de berenguela.  Bancas de madera pintada de blanco, con profusión de dorados, provistas de colchoncillos y cobertores de damasco, se arrimaban a lo largo del muro que daba frente a la entrada del patio, y algunos sitiales que hacían terno con aquellas, ocupaban ambos costados de la gran puerta de aquel lado, a la que seguía también el consabido portón, pintado éste de un gigantesco y temible alabardero.  El pavimento de ladrillos octógonos y otros cuadrados más pequeños, perfectamente unidos, no tenía más que unas tiras de gruesa alfombra del Valle, a los pies de las bancas y sitiales.  Grandes repisas de madera estaban por último, fuertemente clavadas casi en toda la extensión de las paredes, a la altura a que podía llegar la mano de una persona subida sobre las bancas, sosteniendo jarrones, enormes vasos, extrañas copas y otros objetos de plata y de cristal.

La figura del señor licenciado Burgulla era lo más risible que se puede imaginar, aunque él se daba un aire de importancia y gravedad como ningún otro letrado de su tiempo.  Menos que de mediana estatura, muy calvo, delgado, coloradito, cuidadosamente rasurado, con grande nariz terminada en punta, ojitos salientes y bailadores y orejas muy tiesas como las asas de algún vaso desenterrado de las huacas de los indios, aquel hombrecito, vestido de casaca negra, chupa blanca, calzón y medias azules, hacía los mayores esfuerzos por mantenerse derecho como un huso, estirado sobre las puntas de sus pies calzados con zapatos de enormes hebillas, y levantaba en el aire, cogido de media caña, con el pulgar y los dos siguientes dedos, su bastón de puño de oro y grandes borlas de seda negra.

— Repito que es increíble semejante desgracia —decía a doña Teresa—, nuestro Señor no puede permitirla.

— Y yo pienso lo mismo y tengo mis razones —agregó el Comendador de la Merced—. Aquello ha debido terminar el catorce por la tarde; estamos a 16; pasan dos días solamente, y el hombre, que dicen ha prestado declaración jurada ante el intruso gobernador, no es un pájaro, para venir hasta esta villa; porque hay más de cincuenta leguas.

— Distingo  —contestó el licenciado con vos de falsete—, el hombre ha debido tomar atajos; no ha dejado de caminar durante la noche; porque, como dice el príncipe de los poetas:

Mounstrum horrendum ingens: cui, quod sunt corpore plumx  . . .

Nocte volat coeli medio terrxque, per umbram

Stridens, nec dulci declinat lumina somno.

Ante tal argumento, que el uno debió entender a medias y la otra de ningún modo, quedaron mudos el Padre y doña Teresa..

— Bueno —dijo después de un rato y tímidamente el primero—,  el señor licenciado tiene tal vez razón; pero . . .

— ¿Pero qué? ¿quare dubitas? —le interrumpió el aludido, levantando más su bastón.

— Videre et credere, sicut Thomam —repuso el Padre, muy contento casi triunfante por no haberle faltado el latín.

— Yo no puedo saber tanto como vuestras mercedes —intervino doña Teresa—, pero insisto en que lo mejor es enviar al muchacho al convento, donde dicen que entró aquel alzao, y sonsacarle después a su vuelta  . . .

— Accedo, es decir, no me opongo — replicó el licenciado—, fxminx intellectus acutus.

Pero, ya no pudo concluir su docta explicación de la tolerancia a que se inclinaba; porque doña Teresa se había vuelto del lado de la antesala, para repetir sin duda su orden de llamarme, y dio un grito al verme con la cabeza metida enteramente por la abertura del portón.

— Juanito — me dijo ella en seguida, procurando serenarse y casi con dulzura— , ¿has oído lo que hablábamos?

— Sí, señora —contesté naturalmente—, el señor licenciado decía no sé que cosas en latín.

— ¡Qué muchacho! —repuso tranquilizada, y prosiguió hablando conmigo, mientras que los otros lo hacían entre ellos, en secreto.

— ¿No has visto a tu maestro Fray Justo del Santísimo Sacramento?

— No, señora; porque me han dicho que no ponga los pies en la calle con ningún motivo.

— Han entendido mal: yo quiero solamente que no sigas vagando por las calles como los muchachos perdidos; pero no me opongo a que vayas a ver a tu maestro, con la condición de que vuelvas al momento.

— Gracias, noble señora.

Y sin esperar más corrí a la calle, como un alma en pena a quién permitieran salir del purgatorio.

Cuando llegué a la puerta de la celda de Fray Justo, la encontré solamente entornada y oí una voz muy conocida.  Pegando después el ojo al intersticio de dos tablas, vi sentado al frente en el escaño a mi tío Alejo en persona, y pasó y repasó la de mi maestro, que iba y venía con agitación.  El cerrajero que yo suponía muy lejos con los voluntarios, estaba casi negro con las intemperies,

Enflaquecido, con el traje estropeado y roto en muchas partes; tenía el sombrero en las manos, pero conservaba en la cabeza un pañuelo sucio, manchado de sangre, que se anudaba sobre su frente; sus pies desnudos, rajados, llenos de polvo, parecían no obstante más cómodos en anchas ojotas, que en los rusos que solían oprimirlos.

No pude contenerme más que un momento; abrí con estrépito la puerta; me precipité adentro; abracé sin decir palabra una después de otro a mis amigos.  Los dos dieron por su parte un grito de alegría y correspondieron a mis abrazos.  Alejo se puso después, de un brinco, en medio cuarto; se sentó sobre los talones y me presentó la palma de la mano, para levantarme en equilibrio y seguir sin duda bailando conmigo de ese modo.  Pero, ni yo tuve valor para poner el pie en aquella mano, ni ella siguió extendiendo más de un corto instante; porque mientras que yo me enjugaba los ojos, él volvía a ponerse de pie para darme las espaldas y hacer lo mismo con las mangas rotas de su chaqueta. ¡El dulce y triste a la vez recuerdo de mi madre acababa de levantarse a un tiempo en nuestra memoria!

Mi maestro, a quién tal vez hacía sufrir más ese recuerdo, se apresuró entonces a volver a la conversación que yo había interrumpido:

— Vamos, hombre —dijo con impaciencia— vuelve a sentarte y responde a mis preguntas.  Juanito tendrá gusto en oír estas cosas, como buen patriota que promete ser.

Alejo obedeció la orden no sin dirigirme antes una mirada llena de cariño y de compasión.

— ¿Qué hubiera querido vuestra Paternidad?

— ¡Me gusta la pachorra!  ¡Que siguieses con los otros, bendito hombre de Dios! ¡que no te viniese al olor de la chicha, como un guanaco!

— Pero si ya no hay ni rastro de chapetones en este mundo.  Y los otros se han de venir también como yo.

— No permita el cielo semejante torpeza.  Eso sería perder miserablemente los frutos de tan feliz victoria.  En fin  . . . que hacerlo.  Cuéntame a lo menos con algún orden lo que ha pasado desde que llegaron a Oruro.

— Allá voy, Reverendo Padre; allá voy.

Alejo meditó en seguida un momento; se rascó la base del cráneo tras la oreja; tosió; quiso hablar; se quedó con la boca abierta; hizo un movimiento de impaciencia, y comenzó a referirnos, por último, a su manera, lo que fue en aquel tiempo el episodio más notable de la guerra de la independencia y el triunfo más trascendental de los casi inermes patriotas, en esta parte de la América del Sur.

— Los orureños vivaron a la patria antes de que llegásemos nosotros.  Su gobernador . . .  quiero decir el de los chapetones, Sánchez Chávez, se había huido con mucha plata de las cajas reales; pero lo apresaron con toda felicidad en la Barca.

"Que recibimiento el que nos hicieron!  No quedó uno solo sin salir a nuestro encuentro hasta más de una legua, casi todos a pie, porque hay pocos caballos en la puna.  Nos gritaron desde lejos: ¡vivan los valerosos cochabambinos! Y nosotros los pagamos en la misma moneda, y seguimos dando aquellos gritos y silbidos de alegría que sabemos dar en la fiesta de toros de San Sebastián, y que se oyen a veces hasta en Colcapirhua.

"Cuando entramos en las calles de Oruro llovían tantas flores de las puertas, ventanas y balcones, que yo creí que habría tras del cerro más jardines que en Calacala; pero vi después que solo eran papeles y cintas de todos colores, picados con tijeras y perfumados, de riquísimas esencias.

"Estuvimos allí dos semanas.  Don Esteban creyó que debíamos arreglar como aquí las cosas del gobierno de la patria.  El paisano Unzueta me dijo, también, que le ayudase a montar dos cañones inservibles que había botados en el Reducto; pero no pudimos, y yo me aburrí tanto, que quise arrojar a uno de ellos a los fosos, y ya lo tenía levantado sobre mis hombros, cuando me rogaron que no me enojase de un modo tan feo que daba miedo; y yo les contesté bueno . . .  ¡ahí está!, y me fui a mi cuartel.

"El domingo (era 12 de noviembre, pero Alejo no sabía nada de fecha y recordaba solamente los días de la semana, como todos los de su clase) nos hicieron formar los jefes, don Esteban y don Melchor, en la pampa, cerca del Reducto; y dijeron que los de a pie debíamos juntarnos con los de Oruro, que eran un poco menos que nosotros, los infantes.  Son chiquitos, retacos; pero, ¡caramba! ¡cómo habían sabido andar en sus pampas! ¡y cómo gritan y silban, y qué valientes son, también en la guerra!  Ya lo verá, vuestra Paternidad, tú también, muchacho.

"Después de eso que iba diciendo, nos hicieron repartir provisiones de maíz tostado, harina, chuño y charqui.  A los que tenían mosquetes, trabuchos y fusiles, que eran muy pocos, ni ciento cincuenta siquiera, les distribuyeron, además, pólvora, balas, piedras de chispa... lo que necesitaban, según el estado de sus bocas de fuego.  Tocaron marcha los tambores y cornetas, y... ¡viva la patria! Salimos andando por la pampa, camino de La Paz, primero los fusileros, en seguida nosotros los de macana, después de la caballería, y al último los que no podían entenderse con los cañones que se empeñó siempre en llevar el paisano Unzueta.

"El mundo —conviene que lo sepa su Paternidad y tú, también Juanito— es, más allá de las cuestas de Challa, así como mi mano, como esta mesa; solo hay, a largos trechos, de leguas y más leguas, unos cerritos como el de San Sebastián o Alalai, o cadenas de cerros un poco más altos, como esta que acaba en el San Pedro.  Creo también que Dios no puso los árboles y las flores más que en nuestros valles.  Yo he visto por aquel lado más que el ichu y unos yerbas o arbustos que llaman tolas.

"Ese día llegamos apenas a un pueblo que tiene por nombre Caracollo, siempre en medio de la pampa.  Ni cansados como estábamos, pudimos dormir por la noche los de Cochabamba y del Valle.  El frío cuando cae la helada como cayó entonces, hace gritar, hasta en este tiempo de calores, a las vicuñas.  Dicen que por San Juan revientan con él las mismas piedras.  Pero nuestros compañeros, los orureños, se reían de nosotros, y dejándonos guarecer en las casuchas, durmieron al raso, en el suelo pelado, como unos angelitos.

"Al día siguiente, lunes, seguimos andando, sin poder alcanzar hasta la tarde unos cerritos, en medio de los cuales campamos al aire libre; porque no había más que una casa, de la hacienda de Pan-Duro o del Marquesado, en la que se alojaron los jefes.  Más allá seguía la pampa interminable, y parecía alfombrada de verde y amarillo, con los tolares más tupidos y altos que los que habíamos empezado a dejar a nuestras espaldas.  Solo sobresalían allí, en varias direcciones, las huacas o casas y sepulcros de tierra amasada de los gentiles.  Muy lejos, hacia la parte por donde teníamos que seguir la marcha al día siguiente, se elevaba un poco del terreno...  mire, vuestra Paternidad, como aquí, en la palma de mi mano, se levanta el lugar en que se anudan mis dedos; y mucho más lejos, sobre esa altura, se veían dos pequeñas y delgadas pilastras, casi juntas, que me dijeron que eran las torres de Sicasica, distantes más de nueve leguas todavía.  El camino que debíamos andar hasta allá, parecía, en fin, una cinta blanca extendida entre la yerba.

"El martes muy temprano, cuando nos acurrucábamos, pidiendo a las ánimas del purgatorio que hicieran salir el sol para calentarnos, los tambores, cajas, pífanos, clarines y cornetas tocaron la diana, con más ganas y más largo que nunca.  Nos formamos para seguir la marcha; pero don Esteban nos demoró recorriendo las filas a caballo, y le oí decir a don Miguel Cabrera, su secretario, que íbamos a vernos las caras con los soldados de los chapetones.

"A la hora del almuerzo (8 de la mañana) descansamos en el Reducto Viejo, a la orilla del único riachuelo que hay en esa pampa; encendimos fuego con los tolares, que arden aunque estén verdes; hicimos lagua y desayunamos, riendo alegremente, en chacota.  La pampa adelante de nosotros estaba desierta, silenciosa.  Entre las huacas pastaban algunas llamas y vicuñas.  Dos de éstas cruzaron a la carrera el camino, de este lado a este otro (de izquierda a derecha, según él accionaba); lo que nos dio tanto gusto, que nos paramos todos a un tiempo, y arrojamos al aire sombreros y monteras, con gritos y silbidos que debieron oírse hasta en Sicasica.

"— Bueno muchachos!— exclamó don Melchor, que ya había cabalgado su famoso bayo calzado de tres—, esto es prueba de que tendremos buena fortuna, aunque yo nunca lo he dudado.   Todo depende ahora de las lanzas y macanas. ¡Viva la patria!.

—"¡Viva la patria! ¡Viva Quitón! —le contestamos—, tiene fin, hasta que no se veía ni un poquito de nuestra sombra (las 12 del día); y nos mandaron hacer alto, como a media legua de donde se levantaba el terreno.  Vimos entonces por el lado de Sicasica una larga fila de bayonetas, que brillaba al sol sobre los tolares, aproximándose a nosotros muy lentamente.  Luego, cuando la cabeza de esa víbora con escamas de espejos se acercó al punto donde bajaba de aquella parte del terreno, fue recogiéndose en pedazos a uno y otro lado, y apareció de largo a nuestros ojos, tan recta y unida, que yo hubiera jurado que era realmente de una sola y misma pieza.  Despedía relámpagos de toda ella; la cabeza y la cola sobresalían y brillaban mucho más todavía, porque las formaban soldados de caballería, con lujosos cascos y corazas de acero reluciente como la plata.

"Don Esteban hizo tocar llamada de oficiales, y todos se reunieron en rueda, a un lado del camino, para recibir sus órdenes.  Nosotros nos miramos las caras...  Creo que estábamos un poco amarillos, y que las espuelas de los huauques de la caballería metían más ruido, como de campanillas.  Pero nos ajustamos bien las fajas de los calzones; terciamos los ponchos sobre el hombro izquierdo; alentamos los leques y monteras, y preparamos las macanas.  Nos dijimos, también que eran muy pocos  . . . Queríamos engañarnos nosotros mismos y animarnos los unos a los otros.  La verdad, Tata: serían más de la mitad de todos nosotros, y ya he dicho de qué modo deslumbraban sus armas desde lejos  . . . aunque yo no envidiaba a nadie con mi barreta.

"Cuando concluyó el consejo, se vino a nosotros el mismo don Esteban, en su alto y ligero frontino, con la espada desnuda ya en la mano, y nos dijo:

—"¡Muchachos! ¡Viva la Patria!

—"Viva la patria! ¡Mueran los chapetones! —le contestamos.

—"Muy bien, hijos míos —repuso ¾ ; ahí están los chapetones.  Vamos a ir sobre ellos.  Yo quiero estar a vuestro lado, para ver ahora lo que hacen las macanas. ¡Qué nadie grite y solo se cumplan sus órdenes! ¡Qué columna! ¡Adelante!.

"Desobedecimos sin querer ni pensar su recomendación de callarnos, pues gritamos más que nunca, y obedecimos su voz de mando, poniéndonos en filas en todo lo ancho del camino.  Entre tanto, don Melchor había hecho formar la caballería en dos escuadrones, a nuestras espaldas, y el paisano Unzueta porfiaba por hacer arrastrar sus cañones o carronadas, como él decía, sin poder alcanzarnos, ni ponerse nunca a nuestro lado, según se había convenido.

"Formados así con don Esteban a la cabeza, fuimos a paso largo al encuentro del enemigo, que no se movía y se estaba "como si tal cosa", con las armas en descanso.  Parecía que no nos había visto, ni que siquiera llegaban hasta allí nuestros gritos y silbidos.  Cuando estuvimos a unas cuatro cuadras solamente, salieron de sus filas algunos tiradores y comenzaron el fuego graneado en guerrillas.  Nuestros fusileros se adelantaron asimismo.

—"¡En batalla! —nos mandó a nosotros don Esteban.

"Y nos pusimos, del modo que mejor pudimos, en dos filas con el frente a los chapetones.

"Nuestra caballería avanzó entonces, y se puso a uno y otro lado, por escuadrones.  Creo que tronaron al mismo tiempo, no sé donde, las carronadas.

"Seguimos adelante, al trote  . . . gritábamos como en el momento de ir a sacarle la enjalma al toro; pero ¡brum! ¡bruum! Sonaron dos descargas; una nube blanca nos ocultó la vista del enemigo; cayeron no sé cuántos; la caballería cargó al escape; el fuego continuó, que era una maravilla.

" Quisiera saber Tata, quién gritó después el primero.  Tanto he oído decir: ¡yo! ¡Yo! A todos los huauques que he llegado a creer que fui yo mismo."

— Sea como quieras —dijo aquí mi maestro con impaciencia—, eso no importa nada.

— ¡Qué no ha de importar! —repuso Alejo— ¡si por eso no más hemos vencido!

— ¿Pero que fue? ¡Vamos hombre! No seas cargoso.

— ¡Huincui, Reverendo Padre! ¡huincui!, grité yo o gritó alguno de nosotros y caímos todos entre las tolas, de modo que si los chapetones nos vieron —lo que dudo, porque harto tenían que hacer con la caballería— debieron creer que nos habían muerto desde el primero hasta el último en las primeras descargas.

"Pero nosotros no queríamos hacernos los muertos solamente.  Sin que nadie lo dijese —aunque seguimos  gritando ya como siempre, incorregibles en esto, como somos y habían sido los orureños— fuimos a gatas, así, por entre las tolas".

Aquí el narrador se puso en medio del cuarto para continuar accionando con más espacio.  Quiso acompañar cada una de sus palabras del gesto o movimiento que le convenía o expresaba.

"Las balas silbaban que era un contento sobre nuestras cabezas, con un fuego nutrido, como de castillos de cohetes en el Corpus; el humo de la pólvora, con el viento que comenzó a soplar de ese lado, se nos entraba por las narices hasta los sesos, y creo que nos emborrachaba  . . . Íbamos adelante; de vez en cuando levantábamos la cabeza; pero ¡phis! Pasaba la bala, y volvíamos a tendernos en el suelo, para seguir siempre adelante.

"Cuando llegamos al lugar en que se levantaba el terreno —lo que había sido tan poca cosa como parecía de lejos ¡y consorocchi — tuvimos que pararnos, para subir más pronto.  Muchos, muchísimos cayeron allí, para no contar nunca este cuento.  Me pareció que vi entonces volver a escape por un lado a la caballería; y he sabido después que tuvo realmente que volver a rehacerse; porque en la primera carga se encontró con un cuadro formidable que no pudo romper de ningún modo.

"Ya no había huincui, ni cosa que valga.  Era mejor impedir que el enemigo cargase sus bocas de fuego.

"— ¡A ellos, hijos míos! ¡a ellos! ¡Palo y tente tieso! —gritaba don Esteban.

"No sé, Tata, si habrá habido en este mundo un hombre más valiente; pero no hay ahora ninguno como él, ni ha de haber ya nunca quien se le iguale.  Venía a caballo, a cuerpo descubierto, arreando a los rezagados con la espada.  Las balas le tenían miedo y se pasaban para matar a otros, como dice que hacen; porque buscan a los cobardes

"—¡Huactai, huauque! —nos dijimos nosotros mismos.

"Y trepamos a brincos, en desorden, como cabras por el monte.

"Desde este momento —perdone vuestra Paternidad— ya no puedo dar cuenta más de lo que hicimos yo y los más próximos a mis compañeros.

— ¡Bueno, hombre de Dios! —dijo mi maestro con más impaciencia; porque se había detenido a escuchar con avidez y le fastidiaba sin duda la más ligera digresión.

"El humo era tan espeso que no veíamos ya nada a dos pasos de distancia.  Yo quedé también como tuerto.  Un golpe más recio me aturdió, y la sangre caliente me chorreaba de la cabeza, inutilizándome este ojo (el izquierdo).  Iba a brincos, gritaba o credo que bramaba, con la barreta en el aire, cuando me encontré delante un granadero como una torre.

"Mi barreta cayó entonces sobre su gorra de cuero, y... ¡La Virgen de las Mercedes le dé la gloria!

"En seguida vi todo colorado... quise matar, matar sin descanso, y di golpes a todo lo que se me ponía por delante.  No me gusta alabarme; pero creo que rompí e hice volar en pedazos más de un fusil como chala y más de una cabeza como calabaza.  No sé, no puedo decir de qué modo me defendía... Una vez sentí cosquillas debajo del brazo, y solo después advertí que me había arañado la bayoneta de algún chapetón en el costado.

"Me encontré, en fin, solo en medio de la pampa.  La caballería iba a lo lejos en persecución de los dispersos, por el lado de Sicasica.

"Don Esteban nos mandó reunir de uno en uno con los oficiales; porque no oíamos ni voz de mando, ni atendíamos ni comprendíamos el toque de los tambores y las cornetas.

"Cuando estuvimos al cabo en montón, con los prisioneros al medio, que serían unos doscientos, se acercó el mismo don Esteban el frontino bien sudado, más brioso y herido en la tabla del pescuezo, y nos dijo a todos, aunque mirándome a mí, según me parece:

—"¡Valerosos cochabambinos! ¡a nuestras macanas el enemigo tiembla!

—¡Bien! ¡viva el valiente don Esteban! ¡Sus palabras son dignas de pasar a la historia, hijos míos! —exclamó mi maestro entusiasmado.

Pero volviendo al punto a preocuparse de la idea que desde antes le atormentaba, agregó con severidad:

—¡Y sin embargo te has venido! ¡y se vendrán los otros  . . . ! y el mismo don Esteban!

Alejo, entusiasmado por suarte con sus propios recuerdos, no fijó su atención en estas últimas palabras y continuó su relación interrumpida.

—"No sé ya de qué manera explicar nuestro contento, los gritos, la algazara con que contestamos; y nos pusimos a recoger en seguida las armas abandonadas en todo el campo.  Una hora después, cuando más, estuvimos ya en Sicasica.  Parecía que nos habían crecido alas en los pies . . . ¡Con qué gusto se corre así, como nos hicieron correr tras de ellos los chapetones!

"Lástima fue que no hubiese ya nada que hacer. Encontramos muchos muertos en el camino, y muchos más, a montones, cerca del pueblo.  Los huauques de la caballería nos esperaban en la orilla del riachuelo que pasa por delante, desmontados, tendidos en el suelo, regalándose con la comida y las copas de aguardiente que les traían las mujeres de Sicasica; y nos recibieron con

silbidos de burla, y nos gritaron de todas partes:

—"¡Eh! ¿Dónde están los chapetones?

"Pero no fueron ellos, tampoco, los que dieron fin con los últimos chapetones. Los vecinos del mismo pueblo y los indios de la comunidad, reunidos al sonido de los pututus habían recibido antes a los palos y pedradas a los dispersos que llegaban, de modo que no quedaron más enemigos vivos que los que nosotros tomamos prisioneros en el mismo campo de la guerra.

"Me han dicho, pero no creo, que escapó con algunos oficiales, su jefe, el brigadier... no recuerdo su nombre... ¡una cosa así como peroles!"

—¡Pero te has venido como un huanaco! ¡y se vendrán todos al olor de la chicha de San Andrés!  —exclamó nuevamente mi maestro.

"Descansaba yo tranquilamente, cuando me mandó llamar don Esteban — continuó

diciendo impasible Alejo—. Estaba en la mejor casa del pueblo, con todos los jefes reunidos en consejo.

"— Hoy mismo, sin pérdida de tiempo... ¡adelante! — decía muy irritado.

"— No puede ser —contestaba don Mechor—, esperemos noticias de los patriotas de La Paz.

"— Es inútil.  Volvamos sobre Oruro —gritaba Unzueta.

"En este momento me presentaron a don Esteban.

"— Alejo... tú te llamas Alejo ¿no es verdad? —me preguntó.

"— Sí, mi general —le contesté—. Vuestra señoría me conoce desde que hablábamos en la huerta de Cangas, cuando salí de penitente el Viernes Santo.

"—Es verdad —repuso riéndose, y me dio la mano.

"Con razón lo queremos todos y somos capaces de hacernos matar por él.

"— Quiero premiar tu valor y tus esfuerzos que me han asombrado —continuó ¾ . Pídeme alguna cosa, para dártela en presencia de tus compañeros.

"— Señor  . . .  mi general —le respondí—,  quisiera irme ahora mismo a Cochabamba.

"— Demonio! ¡he ahí lo único en que piensan estos salvajes! —exclamó él, dando

un puñetazo sobre la mesa."

— Y tenía razón ¡es así! Tú y todos los huauques no pueden vivir sin ver lo verde, como animales —dijo Fray Justo con enojo.

Creí que Alejo iba a encolerizarse como acostumbraba; pero lo vi con sorpresa inclinar tristemente la cabeza.

—No tenía razón, ni vuestra merced, Tata —contestó después con dulzura.

— ¿Y por qué? ¿Vas a decirme ahora que no querías venirte por la chicha de San Andrés? —insistió imprudentemente mi maestro.

Alejo quiso hablar; pero me miró y volvió a inclinar la cabeza.

— ¡Vamos responde!

— ¡Qué sea lo que quiere vuestra merced! —gritó al fin Alejo demudado y espantoso—. Yo supe ya en Oruro "la mala noticia"  . . . no me dijeron que "la niña" consintió en que el muchacho se fuese a vivir en "aquella casa"... yo quería... ¡caramba! El mismísimo don Esteban me dijo que hacía bien, Reverendo Padre!

— ¡Basta! Perdóname, mi buen Alejo —le interrumpió Fray Justo, y estrechó fuertemente una de sus manos entre las suyas.  Yo me apoderé de la otra y lloré con él; porque aquel hombre fuerte y sencillo quiso llorar y lloró entonces como un niño.

Un instante después oímos repicar en todos los campanarios, gran tropel de gente, frenéticas aclamaciones de alegría en la plaza.  Los Padres del convento corrían por los claustros, para salir precipitadamente.  Uno de ellos, que debía ser patriota, entreabrió la puerta de la celda y gritó:

— ¡Victoria! ¡los porteños han vencido! ¡es ciertísima también la noticia de Aroma!

Mi maestro no esperó más, para salir en cuerpo, como estaba, sin acordarse de su manto.  Alejo y yo le seguimos; pero en la puerta de la celda me detuvo el cerrajero, y me dijo con profunda convicción:

— Ya no hay rastro de chapetones, muchacho.  Don Francisco (el gobernador Rivero) no quiso creerme, ni tampoco su Paternidad.  Ahora verán si era necesario quedarse en la puna sin motivo.

El gentío era inmenso en la plaza.  En la esquina del cabildo el escribano don Franciso Ángel Astete, subido sobre una mesa que habían sacado de una pulpería inmediata, leía en voz el bando en que el Gobernador hacía saber a "los valerosos habitantes de Cochabamba" la victoria de Suipacha, alcanzada por las tropas auxiliares que venían de Buenos Aires, y el felicísimo triunfo de Aroma del que no se tenían todavía noticias oficiales.

No puedo dar una idea del regocijo popular en aquel día y el siguiente.  Nunca, jamás, ni cuando la proclamación definitiva de la independencia, después de Ayacucho, se ha visto demostraciones semejantes.  Las nuevas generaciones y las que han de venir hasta el fin de los siglos, no oirán, sobre todo, más bulliciosos repiques de campanas.  Y esto por tres razones igualmente perentorias: 1°. no se festejarán jamás con ellos otros triunfos tan memorables; 2°. Había más templos habilitados en la ciudad, 3°. Se rajó entonces, tañida sin descanso por cuarenta y ocho horas consecutivas, la gran campana de San Francisco.

Cuando ya casi cerrada la noche, enronquecido a fuerza de gritar, como todos: ¡viva la patria!, volví a la casa de doña Teresa, encontré en la puerta a Clemente y tuve miedo.  Su sonrisa de satisfacción —una vez conocido su carácter, como ya lo conocía— me hizo estremecer, con la idea de que esperaba mucho de malo.  Me tomó, en efecto, del cuello y me arrastró ante la noble

señora, refugiada otra vez en su oratorio, cuya atmósfera estaba más irrespirable con el olor a tabaco y anís.

— Aquí está mi ama y señora Marquesa, el vagabundo —dijo—,  aquí esta el que más grita entre los alzados en la plaza.

— ¡No me engañaba, Dios mío! —exclamó la señora—; ¡es el mismísimo enemigo!

Se persignó en seguida dos veces, para librarse de las asechanzas del que acababa de nombrar, aunque indirectamente, y añadió:

— Llévale sin tardanza y que cumplan mis órdenes.

Debía estar y estuve dos días encerrado en mi cuarto, a pan y agua solamente; con el aditamento de que, al abrirme, no solo me repitieron que no pusiese los pies en la calle, sino, "ni en el patio principal, ni un palmo más allá del pasadizo, a no ser para ir a rezar el rosarios en el oratorio, o a misa los domingos muy temprano con Clemente".

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