Juan de la Rosa

Capítulo X

MI DESTIERRO

"Es la Villa de Oropesa de Cochabamba el granero y el depósito de la abundancia de los pueblos confinantes en las provincias de La Plata, con que su población la ha hecho más grande que a otras ciudades de mayor carácter por el populacho que la habita . . .  En ninguna parte es más nociva que allí esta mala mezcla, aborrecedor de su primer origen".

Marqués de Castel-Fuerte.

Francisco Nina, arrendatario de las Higueras, una pequeña propiedad de doña Teresa, con seis colonos, a las inmediaciones del pueblo de Sipesipe, era un hombre de cuarenta años, mestizo, muy alto y grueso, carirredondo, lampiño, de aspecto bonachón, que ciertamente no engañaba.  Tenía un gran sombrero de lana de carnero, tapabocas amarillo como el mío, poncho y polainas de alpaca tejidos primorosamente en su misma casa, zapatos de suela raspada, con formidables espuelas de hierro, bien amarradas con largas correas un poco más arriba del talón. Cabalgaba —en montura de dos picos, con pellón de piel de cabra y estribos de madera muy pequeños para sus pies— una yegua blanca, barrigona como una vinchuca, según él mismo decía.

Yo monté como pude un jaco lanudo entre blanco y negro, muy asustadizo, ensillado lo mismo que la yegua, bajo cuya cola metía la cabeza para caminar, o no quería caminar de otro modo.

Tres horas cabalgamos, Pancho delante y yo detrás, a buen paso, pero parando más de trescientas veces, no por culpa mía —que aunque chambón me sujetaba del pico delantero de la silla y dejaba el jaco seguir a la yegua a su manera— sino por las incomprensibles señas y palabras que iba cambiando mi guía por el camino muy poblado de casas, con los rústicos parados en las puertas o detrás de las tapias de los corrales.  Unas veces silbaba, mostrando abiertos el índice y el dedo siguiente de la mano derecha, para cabalgarlos sobre el índice extendido de la izquierda; otras les dirigía después del silbido una pregunta en una sola palabra, como: ¿Y? —¿Tienes? —¿Ya?", recibiendo en respuesta alguna otra seña afirmativa, o palabras muy breves, como: "Sí —Se entiende —Ya — Está por haber — or supuesto"; de todo lo que pude colegir únicamente que se trataba de caballos, de alguna fiesta o expedición a la que todos parecían querer concurrir muy contentos.  Por lo demás, los hermosos campos que cruzábamos, aunque acostados, bajo frondosos árboles siempre verdes, como los sauces, molle, naranjos y limoneros que bordaban el camino (1), distraían mi vista con los cuadros risueños y animados que le ofrecían por todos lados.  Tropas de mujeres y niños pelaban el maíz o recogían el trigo en gavillas; reían alegremente; de vez en cuando resonaban ruidosas carcajadas, y más de una llegó distintamente a mis oídos el grito de ¡viva la patria!  En los rastrojos pastaban muchos rebaños.  Recuas de asnos, con grandes costales, de cuyas bocas, no bien cerrados por la redecilla de lana, se escapaban las mazorcas más pequeñas, cruzaban en todas direcciones.  Sus conductores, enormes y esbeltos hijos del valle, iban por detrás, con el grueso rebenque llamado verdugo en la mano; silbaban, daban gritos, para animar a las fatigadas acémilas; algunos tenían adornados los sombreros o monteras de flores amarillas del sunchu; no pocos llevaban colgado del cuello a las espaldas, el charango con que distraían sus momentos de descanso, a la hora de la sama o de la comida.

Por fin a eso de la una de la tarde llegamos a Las Higueras.  El sitio debió haber recibido su nombre de los hermosos y copudos árboles que la poblaban.  La casa estaba situada en un gran claro pedregoso en medio de ellos.  Era simplemente una sala con dos cuartos más pequeños a uno y otro lado.  Un largo corredor los precedía, dando frente al camino de la entrada.  La cocina era un sotechado de paja, que se arrimaba al lado de la derecha.  Los corrales de bueyes, asnos y gallinas se extendían al otro lado.  Los caballos tenían su lugar en el campo, a la entrada de la casa.  En el momento en que llegamos había dos grandes y relucientes potros amarrados en estacas, los que levantaron las finas cabezas y las largas y pobladas colas, relinchando alegremente.

Una mujer de la misma edad que Pancho, más blanca, robusta como él, vestida de pollera de bayeta de Castilla (que así se llamaba a todo lo que venía de afuera, se hiciese o no en la Península) y camisa de tocuyo, descalza de pie y pierna, como todas las mujeres del pueblo en sus casas, esperaba parada en la puerta.  Un joven de 18 años, blanco como la mujer, casi tan alto y grueso ya como Pancho, con calzón de barragán, igualmente en mangas de camisa, pero calzado de medias de lana y zapatos de suela, salió precipitadamente de la sala, a tomar la brida del caballo de mi guía y sujetarle el estribo.

— Bueno, Venturita —dijo el arrendatario apenas puso el pie en el suelo, y dio un buen tirón de orejas al joven, que se rió con indefinible satisfacción.  Se acercó luego aquél a la mujer, y la saludó con una recia palmada en el hombro, caricia a la que ella le contestó con no menos fineza, con un fuerte papirotazo en las narices.

— ¡Mariquita! —gritó Pancho muy contento— ¡Mariquita! ¿a donde estás? Te traigo una cosa... ¡oh, que, cozasa!

— Chunco, tatitoi, ya voy con la merienda —contestó una voz fresca de niña, desde la cocina.

Entre tanto, Ventura se acercó a mí sin ceremonias, me tomó de la cintura con las dos manos y me levantó de la silla para ponerme en el suelo.

Entramos a la sala, y tomamos asiento en una banca sin espaldar, arrimada a la pared, tras una larga y ancha mesa de madera toscamente labrada.  Dos de los ángulos de la sala estaban ocupados por poyos de adobes, en que se hacían las camas de Pancho y de Petrona, su mujer.  En uno de los del otro lado había una mesa muy alta, que sostenía una gran urna de vidrio, en la que se veía una imagen de la Virgen de las Mercedes, contrahecha, con ojos más grandes que la boca, y mejillas más rojas que una cereza, teniendo en equilibrio en la palma de la mano un niño Jesús tan pequeñito, que parecía un juguete con el que ella se divertía.  El otro ángulo, al frente de éste, servía para depositar las monturas.  Los tirantes del techo, que se podían alcanzar con la mano desde los poyos o la banca, tenían colgada en ellos la ropa dominguera.

No bien nos hubimos sentado entró una rolliza joven, con la gran fuente de merienda en las manos; puso ésta sobre la mesa, y colocó a su lado un rimero de platos de barro enlozados, con cuatro cucharas de madera de naranjo y dos cuchillos, que fue a sacar detrás de la urna de la Virgen.

Pocas veces he visto un tipo tan bello de chola.  Sus rizados cabellos castaños, sus grandes ojos pardos, sombreados por largas pestañas, levantadas hacia arriba; sus redondas y sonrojadas mejillas; su boca de labios rojos un tanto gruesos, con dientes blanquísimos; su cuello blanco, como el de una señora de la sangre más pura y azul, todo en ella tenía algo de mejor, de más fino y delicado que en la generalidad de las mujeres de esa robusta raza cochabambina, mucho más española que india, que mereció tan mal concepto al excelentísimo señor Marqués de Castel-Fuerte, y de la que hablan con elogio los viajeros europeos, que la han conocido en sus mismos valles, recibido su sencillo y cordial hospedaje y conservado de ella gratos recuerdos.  Vestía lo mismo que su madre; las anchas mangas de la camisa dejaban ver sus redondos brazos, con hoyos graciosos en los codos; sus diminutos pies descalzos merecían pisar los más ricos tapices, pero se acomodaban los domingos, cuando más, en los zapatitos de badana blanca, adornados con lentejuelas, que yo venía colgados de una espina de algarrobo, clavada en la pared, a un lado del tirante guardarropa.

La merienda traída por ella, el plato principal de los hijos de esos abundosos valles, ante el que es nada la famosa olla de la Península, ostentaba, en divisiones artísticas, formando figuras caprichosas, una pirámide de papas rellenas, en cuyo centro debía estar el ají de gallina y de conejo; un círculo de habas con charqui; cuadros de diferentes salsas, de riñones, de queso, de huevos, en todo lo que entraban principalmente el locoto y la tremenda ulupica.

Al ver a su hermosa hija, y también la apetitosa merienda, se levantó Paco entusiasmado, y gritó:

— Ajá, Mariquita ¡viva la . . . .

Pero su mujer le dio un pellizco, y me miró y dijo, cambiando de tono:

— Comamos, niño, harto y a gusto, como Dios manda, cuando no es viernes de cuaresma.

Y así lo hicimos todos, con las cucharas al principio y después con las manos.  Hablamos de mil cosas, reímos como locos, con o sin motivo alguno.  ¡Cuándo comencé entonces a bendecir mi destierro!  En aquella casa, entre aquellas buenas gentes, sentía el dulce calor del hogar en mi corazón, ese canto indefinible de la vida en el seno de la familia.

Terminada la merienda, Petrona se subió sobre la banca; tomó de una repisa un cantarito de roja y brillante arcilla y dos vasos barrigones, enlozados de verde, a los que llamaban loritos, y los colocó con aire de solemnidad sobre la mesa.  Los ojos de su marido brillaron de alegría.

— ¿Quieres? —me preguntó.

Yo comprendí que era la chicha, la bebida del pueblo, de la que tenía muy mal concepto, desde que muy niño oí a don Francisco de Viedma llamarle "el brebaje", y atribuirle cuanto creía malo en el país.

— No; soy muy niño todavía —le contesté.

— ¡Vaya! —repuso— ¿y entonces con qué te destetaron?

Y rió a carcajadas, acompañándolo al punto su mujer y sus hijos.

Él y Petrona solos tomaron sus dos o tres loritos cada uno.  Los hijos no podían hacerlo en su presencia; tomarían más tarde cuanto quisiesen; pero "no debían faltarles al respeto".

Entregado después a mis propias inspiraciones, sin que nunca se me dijese lo que debía hacer, como en la ciudad, pero libre de andar, de correr por donde me diese la gana, con la seguridad de encontrar una sonrisa de mis huéspedes al volver a la casita, fui feliz, gocé por muchos días, bendiciendo a la Providencia, que me había arrojado no sabía de qué manera a este mundo, en esos hermosos campos del jardín y granero altoperuano.

En aquella época trillaban las mieses en las eras.  Vi que no faltaban caballos; pero los ocupaban poco y preferían servirse de los bueyes.

— Los caballos tienen que hacer —decían.

Nunca pasé por las inmediaciones de una era sin oír, en medio de las alegres excitaciones de esa ocupación campestre, los gritos mil veces repetidos de...

— ¡Viva la patria!

Solo en la casita en que yo vivía no se tocaban nunca este punto, y cuando algún extraño quería decir algo sobre él en conversación, el propietario de aquella le hacía señas de callar, o pasaba bruscamente a otra cosa.

Una tarde hallé a Pancho y su mujer, que tenía un papel en la mano, hablando misteriosamente en el corredor.

— ¿Qué hacemos? —decía él—; yo no quiero que el niño sepa estas cosas.  ¿Qué diría la señora Marquesa?

— Que se vaya con Ventura —contestó ella, señalando con la mano la cordillera del norte.

— Sí, a los altos  . . . ¡eso es! — repuso Pancho.

Pero me vieron y callaron, para darme después la bienvenida, y decirme que la merienda nos esperaba con dos conejos muy gordos, de chuparse los dedos.

Por la noche, Ventura me hacía la cama en su cuarto, al lado de la suya, me dijo:

— En este mismo lugar dicen que dormía don Enrique.  Mi padre no se cansa de hablar de él.  ¡qué bueno! ¡qué generoso debió ser! ¡Y que guapo para andar a pie! ¡qué buen cazador! Las tarucas de los altos deben alegrarse mucho de que las haya dejado en paz.

— No lo he conocido —le respondí—; ni recuerdo haber oído hablar nada de él.

— Ya no pertenece al mundo —repuso Ventura; y hurgando en un agujero debajo de la cama, sacó una carabina antigua con muchos enchapados de oro y plata y continuó—: Mira su fusil; se lo regaló a mi padre, cuando volvieron de cazar la última vez en las lagunas.

En este momento entró Pancho, y le dijo con mucha naturalidad, aunque ellos tenían bien estudiada la escena que ante mi representaban:

— He ahí lo que tú debes hacer, grandísimo bellaco.  Toda vez que se te manda ir a los altos buscas lo primero el fusil de don Enrique. ¿O tal vez el niño quiere ir también contigo?

— Sí, ciertamente —me apresuré a contestarle; lo que le dio tal gusto que no pudo disimularlo.

Rayaba apenas el alba del siguiente día cuando Ventura y yo, montado él en la yegua y yo en el jaco, llevando la carabina, salimos al camino que conocía, para ir buen trecho por él, y tomar en seguida otro, que nos permitiese cruzar todo el ancho valle, en dirección a la cordillera del norte.  Pero no bien llegamos a la parte en que debíamos torcer con este objeto a la izquierda, hizo él

retroceder velozmente su cabalgadura, riendo como un loco; se bajó, se quitó el poncho y las espuelas, me alcanzó la brida, y me dijo:

—La pícara ha salido sólo por verme.  Vas ahora tú a ver lo que le hago.

Dicho esto volvió, caminando a pie con precaución.  Yo adelanté un poco para observarlo.  A algunos pasos de allí, a un lado del camino había una casa como la nuestra poco más o menos.  Una joven, parecida en figura y el vestido a Mariquita, estaba parada en  el poyo que había delante de uno de los pilares del corredor, y dándonos la espalda hablaba en aquel momento con alguna otra persona que debía hallarse dentro del cuarto.  Ventura se acercó a ella, la abrazó de

las piernas, se la puso sobre el hombro y corrió en círculo, dando gritos con su carga.  La joven por su parte dio primero un alarido al sentirse arrebatada, y siguió después riendo a carcajadas; mientras que dos ancianos de cabezas enteramente blancas, hombre y mujer, salían a la puerta y reían también de igual manera.

Aquella curiosa escena duró todo lo que Ventura pudo correr sin cansarse.  Depositó entonces suavemente la joven sobre sus pies en el suelo.  Pero esta, que estaba más roja que un tomate, le dio un fuerte pellizco en el brazo, y se escapó a brincos a la casa, sin que los dos viejos dejasen de reír y cada vez con más ganas.

Ventura parecía transportado de placer con aquel pellizco.

—Ven —me gritó, y cuando me hube acercado con la yegua en que él montó, les dijo desde allí mismo a los de la casa—: Voy a los altos... ¡Hasta mañana!

Como una cuadra más adelante, se volvió a mí, con el rostro radiante de alegría.

—¿Qué te parece? —exclamó—; es Clarita, mi prima . . .¡Mi novia!

—Muy linda, casi tanto como tu hermana —le contesté.

— ¡Oh! Mucho más! Ella y su hermano, el que fue la otra vez a la ciudad,  viven con nuestros abuelos que has visto salir a la puerta.  Cuando nos casemos por San Andrés, dicen que no ha de quedar uno en todo esto sin venir a bailar en la ramada que hemos de hacer en la puerta.

No sé qué más iba a decir, pero se detuvo y se demudó visiblemente.

Yo miré por todos lados, y no vi nada que hubiera podido causarle una penosa impresión.  Sólo me fijé entonces en unos acordes de violín que parecían salir de una casa ruinosa, situada más adelante, a un lado del camino de travesía que seguíamos.

Esta casa era de altos y cubierta de tejas, a diferencia de las de un solo piso y cubiertas de paja o de una simple torta de barro, que generalmente habíamos encontrado por allí.  El balcón desvencijado tenía restos de barandado, sujetos con correas; el techo me pareció que se hundía por un lado; la escalera de adobe —tal como pude verla por sobre las tapias que rodeaban un patio cubierto de yerba— había perdido algunos escalones por la acción de las lluvias.  En la puerta que daba entrada al patio, vi, por último, al capitán don Anselmo.  No vestía ahora su viejo uniforme militar, sino la chaqueta y el calzón de los campesinos acomodados.

Tomaba el sol tranquilamente y fumaba en una grande pipa de barro.

El armonioso instrumento, cuyos acordes siguieron llegando más distintamente a mis oídos, debía obedecer a la mano maestra de un inspirado artista.  Jamás olvidaré el aire de aquella música que hoy mismo suelo repetirle a Merceditas, y que ella dice que haría llorar a una roca.  Es como una queja humilde, airada, tranquila, violenta, tierna, amenazadora alternativamente, pero siempre la misma, de un corazón en el que ha muerto la esperanza.

—La casa vieja . . .  el loco . . .  ¡qué bestia soy! —murmuró Ventura.

Y tomó en el acto un largo rodeo, por entre un rastrojo de maíz.  En vano le pregunté la causa de su agitación y trastorno; en vano porfié porque me dijera algo de las personas que habitaban aquella casa.  Siguió adelante mudo, taloneando a la Vinchuca y no se acordó más de mí en todo el resto poblado del camino.  Harto tenía que hacer, por otro parte, como su padre, con los

campesinos que iba encontrando o salían a sus silbidos.

Cuando hubimos llegado al terreno pedregoso que se extendía a los pies de la cordillera, con rastrojos de trigo y grupos de molles enanos, me recomendó que observase atentamente el suelo de mi alrededor.  Quería librarse, tal vez, por ese medio, de las nuevas preguntas con que temía que yo le importunase.

—Hay muchas perdices —me dijo—; pero se esconden entre las piedras, de modo que es muy difícil verlas.

En efecto, no descubrimos ninguna a tiro, aunque dos volaron repentinamente de los pies mismos de mi espantadizo jaco, que estuvo a punto de arrojarme al suelo y romperme el bautismo.

Tomamos después una quebrada seca, por cuyo cauce seguimos hasta un punto en que ya no era posible remontarlo.  Detúvose allí mi guía, se apeó y me hizo apear a su manera.  Me pidió en seguida la carabina; se adelantó con mucha precaución algunos pasos, hasta un recodo; apuntó de allí largo rato hacia la izquierda, y partió el tiro como un cañonazo, repetido más de seis veces por el eco.

Un momento desapareció Ventura tras un recodo, y volvió a saltos, con una hermosa vizcacha en la mano.

—Ahora hay que cortarle la cola, que puede dañar la carne, y poner el animal en las alforjas —dijo muy contento—, se lo mandaremos a Mariquita y ella sabrá lo que ha de hacer, separando la mitad para los otros.

Debíamos trepar la áspera pendiente de la izquierda por una senda en zig zag, y así lo hicimos por más de una hora a pie, con mucha fatiga, llevando cada cual de la brida a nuestros caballos.  Nos vimos entonces sobre el primer escalón de la cordillera, en que comienza a crecer el ichu y se cultivan las papas.  Ventura extendió los pellones cerca de un ojo de agua, que mandaba un hilo a perderse en las arenas de la quebrada; y sacó de las alforjas nuestro fiambre: un pollo relleno de ají, chuño con queso y un tamal de maíz.  Yo me senté dando frente al valle, ante el dilatadísimo y espléndido panorama que se ofrecía ahora a mis ojos, y exclamé:

— ¡Oh! ¡Qué hermoso!

Voy a intentar describirlo.  Tal vez pueda ofrecer siquiera una imperfecta idea de él a mis lectores.

El sol brillaba en medio de un cielo tan límpido como sólo se puede contemplarlo desde allí, en la estación seca del invierno; ni la más ligera exhalación se elevaba de la tierra por el aire sereno y transparente; mis ansiosas miradas podían espaciarse libremente en un semicírculo de un diámetro de más de quince leguas.

La cordillera interior, llamada real de los Andes, venía a mi derecha con una altura uniforme; se levantaba y deprimía a trechos cerca del Tunari; tomaba su mayor altura en los picos de éste, que encierran la nevera que se distingue a grandes distancias como una perla engastada en azulado esmalte.  Deprimíase más hondamente en seguida, en las quebradas de Chocaya; volvía a levantarse, para continuar al N.O. y arrojar al E., una línea recta, el ramal tan alto como ella

misma en que yo estaba, y que se perdía a lo lejos, no sin elevarse bruscamente en picos más altos y cubiertos de nieve que el Tunari, donde toma el nombre de Yurackasa, o sea de las Abras Blancas.

Los contrafuertes de estos dos grandes ramales, prolongándose a veces en cadenas de cerros, acababan de formar con ellos los cuatro valles de Caraza, Cochabamba, Sacaba y Cliza.  Entre el primero de éstos y el segundo brillaba, en una depresión de los cerros, la gran laguna de Huañacota.  Sobre el de Cliza, al confín del horizonte, veíanse reverberar, también los lagos de Vacas.

El fondo de los valles, las llanuras que encierran, las faldas más bajas de los montes debían ofrecer a la vista, en la estación lluviosa del verano, todos los matices del verde desde el más sombrío hasta el amarillento, con los huertos, los bosques de sauces, los sembrados de toda especie que entonces contienen.  En la de invierno, en que yo los admiraba, presentaban grandes manchas de verde oscuro en las partes pobladas de árboles vivaces, entre los que se distinguían

los rojos tejados y campanarios de las aldeas.  El resto cubierto de rastrojales, o ya enteramente despojado de toda vegetación, presentaba los matices más variados de musgo y amarillo, desde el más opaco hasta el blanco de las eras.

Desde el punto en que yo estaba se descubría la parte sur del valle de Caraza; la mitad más hermosa del de Cliza, desde la villa de Orihuela; casi todo el de Sacaba, menos uno de sus más bellos rinconcitos; el del Abra; todo, absolutamente todo el de Cochabamba, con sus menores detalles.  Podía yo dibujar en el papel su configuración, el curso de los torrentes y de los ríos, el plano más perfecto de los pueblos del Pazo, Sipesipe, Quillacollo, Tiquipaya y Colcapirhua.

La reina de aquellos valles, la ciudad de Oropesa de Cochabamba, se extendía al confín del valle de su nombre, a los pies de la cadena de cerros que separan a éste del de Sacaba.  Uno de sus barrios, el del sur, se perdía entre las graciosas colinas de Alalai y San Sebastián; el del oeste llegaba hasta las barrancas del Rocha; los del norte y del oriente desaparecían en medio de huertos y jardines.  Entre las altas columnas de los sauces llamados de Castilla, sobre las copas de los más bellos sauces indígenas y de los frutales, se levantaban sus blancas torres, los rojos tejados de sus numerosas casas.  Al frente de la ciudad, separado de ella por el lecho del Rocha, exhausto con las sangrías que reparten sus fecundas aguas, se extendía, en fin, hasta cerca del pie de la cordillera, adelantándose hasta él mismo por la quebrada de Taquiña, el frondoso vergel de Calacala, sobre cuyos bosques de eterna verdura, se levantaban dos o tres grandísimas copas de diez veces centenarios ceibas.

— ¡Oh! Qué hermoso! — repetía yo, notando los detalles después del conjunto.

Y hoy mismo, después de haber recorrido en mi aventurera vida muchos lugares renombrados de la América, admirando ya únicamente en mi imaginación aquel cuadro, cuyas bellezas sobrepasan a la que ésta puede concebir, repito esas palabras, sin temor de que los que me oyen las supongan hijas de una exageración de mi amor por la tierra en que nací, que ya no he de ver y en la que quisiera que descansen mis huesos bajo de uno de sus frondosos sauces.  Recuerdo que el gobernador Viedma llamaba a mi país "la Valencia del Perú", y añadía que era tan bello como el que más de su querida España.  Tengo, por otra parte, a la vista el libro de D'Orbigny, que acababa de enviarme mi compañero de armas don José Ballivián.  El sabio viajero francés dice que "esas llanuras sembradas de edificios, esos campos ricos y abundosos despertaron en él la memoria de su patria! "¿Cómo, pues, un hijo, de tan amenos valles no ha de poder pregonar que son "el país más fecundo, bello y delicioso del mundo?"

Estas últimas palabras de Oquendo vinieron naturalmente a mi memoria en aquella ocasión.

—"Valerosos ciudadanos de Cochabamba" —comencé a decir.

Pero Ventura me interrumpió, y quiso él mismo repetir el discurso de que he hablado en otra parte.

— ¡Cómo! ¿lo sabes tú? —le pregunté con sorpresa.

— ¿Y como no? ¿Quién no lo sabe? Yo creía más bien que a ti no te gustasen esas cosas.

— ¡Si sólo sueño con ellas, Ventura! ¡Si yo quisiera ser tan grande como tú para pelear por nuestra patria!

— ¡Ja, ja, ja, ja, ja!

— ¿Porqué te ríes?

— Porque mi padre te ha mandado aquí, creyendo que podías hacerle quitar sus tierras con doña Teresa.  Pero lee esto, y después te diré lo demás.

Con estas palabras puso en mis manos el papel que sin duda tenía en las suyas Petrona, cuando la sorprendí hablando misteriosamente con su marido.   Era una proclama del gobernador Rivero, dirigida a la provincia de su mando después de su regreso de la derrota de Huaqui.  Voy sólo a copiar algunos fragmentos.

—"¡Hijos de la valerosa provincia de Cochabamba, compatriotas y hermanos! Sabéis que el ejército auxiliar combinado con nuestras tropas, que se situó a las márgenes del Desaguadero, con el designio de sujetar los movimientos del que a la banda opuesta estaba colocado, ha sufrido el 21 de junio próximo pasado una derrota  . . .".  "Con este conocimiento, he determinado que en la provincia de Cochabamba no quede hombre desde la edad de 16 hasta 60 años, que no empuñe la espada. . .".  "Si entre vosotros hay algunos que por enfermedad o por otras causas justas no puedan participar la felicidad de trabajar en tan sublimes objetos, estoy persuadido de que reemplazarán su deber con franquear a los otros sus armas y todos los demás auxilios con que les sea posible contribuir a esta grande obra.  Desde mañana debe principiar nuestra total reunión en los pueblos por barrios, y en los campos por haciendas, para dirigirnos a las quebradas de Arque y Tapacarí, donde se prefijarán nuestras operaciones.  Hasta aquellos puntos, cada uno debéis proveeros de lo necesario para vuestra subsistencia...".  "Apresuraos, hermanos, convenciéndoos de que vuestra vigilancia asegurará la victoria: elegid vuestros capitanes para militar bajo la voz de los que ocupen vuestra confianza: redoblad los votos de la que tenéis en el Dios de los ejércitos . . . ".  "Obras, en fin, hermanos míos, por el estímulo de nuestro interés común, sin dar lugar a que en ejercicio de la autoridad de que por vuestro consentimiento estoy encargado, haga sentir a los que seáis indolentes todo el rigor de las leyes...".

Niño como era yo entonces, este lenguaje patriarcal tan franco, cariñoso e insinuante al principio, como severo y de amenaza en conclusión, me conmovió profundamente.  Hoy, viejo como soy, comparando los tiempos en que aún vivo con aquéllos de tan nobles sacrificios, pedidos y prestados con tanta naturalidad y sencillez, no puedo trasladarlo a esta hoja sin sentirme emocionado mucho más todavía, y  . . . ¡diantres! Yo creo que he llorado; porque una gota ardiente ha caído sobre mis dedos temblorosos!

Cuando hube concluido de leer, Ventura habló de este modo:

— El ejército ha salido ya a ocupar las quebradas.  Pero mi padre debe reunir hoy y mañana a los que aun quedan en estado de pelear y tienen caballos.  A fin de que tú no le avises a doña Teresa que él es cabecilla de alzados, y queriendo evitar al mismo tiempo que yo le siga a la guerra, nos ha mandado aquí, con el pretexto de que se pasa el tiempo de preparar el barbecho.

— ¡Volvamos, Ventura! —exclamé.

— No te agites —repuso él—, haré lo que me ha ordenado hoy mismo.  Esta noche dormiremos en casa de uno de los indios, aquí, muy cerca.  Mañana nos bajamos como galgas; me hago dar un pellizco más con Clarita; llegamos a almorzar, y tú le dices a mi padre que te has fastidiado, o, más claro, que eres un buen patriota.

Al decir esto se levantó; montamos a caballo, y seguimos subiendo la pendiente ya muy suave.  Cien pasos más arriba, dio Ventura un silbido y apareció como por encanto un perro negro, de orejas tiesas y puntiagudas, un tanto lanudo, el inteligente alco americano, en una palabra.

— Es el Ovejero; él solo, cuida más de cien ovejas — me dijo su amo con satisfacción.

Y siguiendo al Ovejero por una delgada senda que serpenteaba entre el pajonal, llegamos al rancho de que me había hablado Ventura, y que estaba situado al pie del segundo escalón de la cordillera, mucho más bajo que el primero.

Aquella noche —extendido en el lecho más blando que pudo prepararme Ventura— soñé que me había vuelto un gigante diez veces más grande que Pancho y cien veces más fuerte que Alejo; y que, armado de uno de los cedros de Tiquipaya, a guisa de macana, abatía centenares de granaderos con altas y belludas gorras de cuero.  Mis víctimas exhalaban tristísimos lamentos; el aire vibraba a mi alrededor con los acordes del violín que había oído yo por la mañana.  Me encontré después repentinamente, sin saber cómo, caballero en mi jaco, que me arrebataba del campo de batalla, corriendo tras de la Vinchuca, en dirección a la casa vieja, en cuya puerta me esperaba doña Teresa con su faldero en brazos, y se reía de un modo que daba miedo.

Recuerdo también — ¿y cómo poder olvidarlo? — que al despertarme asustado de la risa de doña Teresa, oí cantar a Ventura en la puerta de la choza, a la luz de la luna, un harahui imitado del de Ollanta.

Urpi huihuaita chincachicuni  . . .

Pero ¿qué estoy haciendo? ¿pueden acaso comprender mis jóvenes lectores esa lengua, tan extraña ya para ellos como el siriaco o el caldeo?

Mejor será que ponga aquí otra imitación pésima en castellano, que les dará a lo menos una remota idea de aquellos tiernísimos cantos populares, olvidados ya, cuando apenas comienza a nacer, harto enfermiza y afectada, por desgracia, la nueva musa lírica de nuestra literatura nacional.

"Una paloma se me ha perdido

En la enramada.

Tal vez la encuentres ¡oh golondrina,

Que inquieta pasas!

"Oye sus señas, como en mi duelo

Posible es darlas;

Porque no hay nadie que decir pueda

Belleza tanta.

"Hermosa Estrella de la Alegría

—Así se llama—,

Sus ojos mismos son dos luceros

De la mañana.

"Ninguna has visto sobre la tierra

Como ella blanca;

Porque lo es menos la pura nieve

De las montañas.

"Al ver su rostro la flor soberbia

de la achancara

Se dobló mustia sobre su tallo,

Quedó humillada.

"Su tierno arrullo los corazones

De piedra, ablanda;

Y en dulce aroma que da a la vida,

Su aliento exhala.

"Dile que al verla, siempre a su lado

su pobre Ollanta,

No envidia a Inca sus andas de oro

Y de esmeraldas.

"Y dile, dile, que si no vuelve,

Que si es ingrata

Morirá sólo, junto a su fuego,

Que ya se apaga.

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