Juan de la Rosa

Capítulo XIV

LAS ARMAS Y EL TESORO DE LA PATRIA

Mi amigo Luis, no volvió a meterse en mi cuarto por la ventana, ni yo pude verlo en ninguna parte, hasta que, unos cuarenta días después de la salida de Goyeneche, me tropecé con él de manos a boca en la calle.  Estaba muy pálido y triste, y caminaba con dificultad.  Una dulce sonrisa iluminó su semblante al levantar sus ojos, cuando por poco estuve yo a punto de hacerle caer al suelo.

— ¿Cómo estas? ¿que ha sido de tu vida? — le pregunté.

Él me miró como queriendo llorar, y me contestó:

— ¡Ay, hijo! ¡si no he podido ni moverme!

— ¿Te has enfermado?  . . .

— ¡Ojalá me hubiera dado el más atroz tabardillo, aunque el Padre Aragonés me hiciera sangrar tres veces al día y ponerme sinapismos permanentes desde la nuca a los talones.

— Pues, hombre ¿qué ha sucedido?

— Ya te dije que estaba seguro de que mi padre me sacudiría la ropa sobre el mismo cuerpo.  Pero esta felpa  . . . ¡oh! ¡esta zurribanda ha sido la peor de todas, Juanito!

Cambiando aquí de tono con su acostumbrada volubilidad, riendo unas veces, entusiasmado otras, continuó:

— ¡La cosa no era para menos chico! El "Invictus César" se había enojado más que de la batalla de Amiraya, del atrevimiento con que le metieron "los derechos del hombre" por las narices.  Informado de la sustitución de los hermosos versos del señor licenciado, por obra del diablo, averiguó quienes sabían francés en la ciudad, y le dijeron que unos cuantos, pero que mejor que todos el Gringo.  Sin más, ni menos, lo hizo conducir a su presencia con cuatro granaderos del Cuzco, indios más brutos que nuestros tatas de Arque y Tapacarí; lo trató peor que a un negro,  dio orden de que lo fusilasen por la espalda, sin confesión, como a hereje que debía ser precisamente.

En estas últimas palabras su acento volvió a ser melancólico, y aun creo que se le llenaron los ojos de lágrimas.  Pero no tardó en reírse, para proseguir, diciendo:

— Felizmente, el Padre Arredondo que estaba allí, tuvo la ocurrencia de querer levantarse alarmado, con lo que se le rompieron los brazos de la silla en que estaba y cayó de costado  . . . ¿comprendes Juanito? ¡Cayó el Padre Arredondo y se sacudió todo el piso de la sala como en un temblor de tierra!  Esto desarmó en parte la cólera de César, siguieron los ruegos del licenciado, con no sé cuantos latinajos, y mi padre pudo regresar con vida a nuestra casa.  Estaba rojo como un pimiento; registró sus papeles, y tomó un rebenque.

— ¡Mi pobre Luis! — exclamé yo en este momento solemne.  Él hizo un gesto de conformidad, y siguió más entusiasmado, como si hablase de otro que de él mismo.

— ¿Has visto castigar un rosal, hasta quitarle la última hoja, para que se llene después de frescas, hermosísimas y fragantes rosas? ¿no sabes de qué modos soban la lana para hacer el más mullido de los colchones? Bueno, hijo mío; todo eso es nada ante lo que mi padre hizo conmigo! ¡Cuarenta días, ni uno menos he estado en la cama, en el lecho del dolor, Juanito!

— ¡Cómo hubiera yo querido consolarte con mi compañía! —le dije enternecido.

— Mucho lo hubiera celebrado —repuso—.  Pero no me ha faltado distracción.  He aprendido de memoria los versos del licenciado, y he hecho un admirable descubrimiento.  No te rías ¡hombre!; me voy a enojar  . . . Mi padre mismo dice que es bueno; y vas a verlo ahora, en seguida, en este instante.

Creo inútil decir que, al pronunciar estas palabras, me había tomado del brazo y me arrastraba ya donde él quería, a su manera, y sin dejar de ir ensartando mil cosas por el camino.

— Mientras andamos, y como yo no puedo tener ociosa la lengua, cuando encuentro quien me oiga hablar, voy a contarte de cómo hice el descubrimiento. Al otro lado del espacioso patio, en que mi padre y yo ocupamos dos cuartos arrendados, vive la beata Martina, muy amiga de doña Teresa.  Nunca ha podido vernos ni hacerse cruces, como si fuésemos dos diablos; mi padre, por ser Gringo; y yo, porque un día le amarré un cohete a la cola de su pelado, y se lo solté a su mismo cuarto, en momentos en que ella estaba en contemplación.  Sabedora de mi infortunio, se vino a la puerta, fingiendo compadecerse; pero dijo mil cosas del autor de mis días, entre otras que tenía cola, y concluyó con la moraleja de que en el cielo mandaba tarde o temprano el castigo a los impíos, que perturbaban a los justos en sus oraciones.  Le rogué, le supliqué por cuanto hay de más sagrado que me dejara sufrir en paz lo que ciertamente tenía merecido.  No se dio por entendida, y siguió en la prédica por más de una hora, hasta que por fin volvió mi padre de la calle, y la espantó con su presencia, que ya te he dicho que es, para ella, la del mismísimo Enemigo.  Entonces juré hacerle una mala pasada, y me salí con la mía.  Entre las curiosidades de que siempre están llenos mis bolsillos, tenía un medio cartucho de pólvora y un cascabel de cobre, sustraído éste de la cola de pavo de un indio danzante en la fiesta de Corpus.

Deshice el cartucho y llené de su contenido el cascabel, poniéndole una mecha proporcionada a la distancia.  Para arrojar más fácilmente el petardo de mi invención le amarré, por último, un cordel como de media vara.  Armado así, esperé que llegase la noche, y cuando mi padre puso cerca de mi cama una vela, para curar con manos cariñosas lo mismo que ellas hicieron airadas, le dije que me dejase la luz para estudiar mis versos, a lo que él accedió riendo de buena gana.  Salió después no sé con qué motivo.  Yo me incorporé al punto, no sin lanzar más de un quejido; encendí la mecha; hice dar dos vueltas en el aire a mi cascabel, y lo arrojé con tal acierto, que fue a tronar como una bomba en el mismo cuarto de la beata.  ¡Qué gritos, Juanito, los que dieron ella y su pelado!  Llena de susto, diciendo que el diablo había tronado en su cuarto, cuando ella se persignaba, vino a refugiarse a mi lado.  Yo me persigné entonces a su manera, y le dije, con mucha gravedad, que sin duda castigaba Dios de ese modo a las personas que no se compadecían realmente de las desgracias de su prójimo.

— ¡Vamos! ¡tú eres incorregible! —exclamé; pero no pude menos que reírme.

— Vas a ver todavía la conclusión —repuso él con aire de triunfo —¡aquí está, chico la gloria de toda mi vida!  Cuando mi padre supo lo ocurrido, es decir el estallido del diablo en el cuarto de doña Martina, no le fue difícil adivinar a quién se le debía ese prodigio.  Se me acercó muy serio, con las manos cruzadas sobre el pecho, y se limitó a hacerme una señal con la cabeza para que yo hablase.  Le conté todo minuciosamente, más muerto que vivo de miedo; él me oyó sin interrumpirme con ninguna pregunta; reflexionó un instante, y dijo: "¡ah, mon Dieu! ¡se aprovechará!". Y como, no contento de haber hecho antes los oídos de cobre o bronce para los cañones de estaño, buscaba con más ganas algo con qué vengar ahora los insultos a "su personalidad", como él dice, cree que las granadas "del sistema del garzón"  han de acabar con el ejército de Goyeneche.

— Bueno, ¡magnífico! —exclamé yo en este punto, sin poder aguantar sus mentira—. ¿Sabes, sin embargo, que no te creo ya ni una palabra? ¿que estoy por pensar que realmente estuviste enfermo de tabardillo o de lo que tú quieras y que tu padre no te dio tal paliza?

— Pero ¿por qué?

— Por que ya oí hace tiempo hablar de las granadas que alguno inventó mejor que tú en Tarata; porque eres un incorregible bellaco, un farsante, un...

— Lo que tú quieras... No me riñas y ve por tus propios ojos; porque ya hemos llegado.

Distraído con la relación de Luis, sin fijarme a dónde me llevaba, furioso por  creerme juguete de su bellaquería, llegué a la puerta del taller de Alejo, y me detuve asombrado.  El ruido de un volcán, la animación de una colmena ahumada reinaban en él, de un modo tan inusitado, que todos los transeúntes se detenían, como yo, para mirar adentro con la boca abierta.  El fuelle soplaba sin descanso, chisporroteaban los carbones encendidos en la fragua y en un horno extraño, construido a su lado; el martillo golpeaba incesantemente el hierro anaranjado sobre el yunque, la lima chirriaba, mordiendo el hierro y el bronce; muchachos en mangas de camisa, completamente tiznados, iban y venían al través de la puerta abierta recientemente en el muro fronterizo de la entrada, llevando y trayendo diversos objetos, de hierro, estaño, cobre, bronce y madera: Dionisio muy pálido, moviendo los fuelles; Alejo, golpeando con el martillo; el Gringo,

sin dar descanso a la lima junto a la mesa; el Mellizo, a quien conocía por primera vez, sin hacer nada, moviéndose por todas partes, daban órdenes a gritos y eran contestados lo mismo por los muchachos: todo esto entre el humo azulado o gas del carbón, a los resplandores de la fragua y del horno, en medio de un calor que, según Luis, era como el de la antesala del infierno.

— ¡Hola, muchachos! ¡viva la patria! —grito Alejo cuando pudo vernos—, ¡adelante, hijos míos! ¡manos a la obra como todos!

— ¡Y no hacerme travesuras! —añadió el Gringo, sacándose un momento de la boca el grueso cigarro de Santa Cruz que tenía en ella.

Cruzamos velozmente el taller, dándonos más de un encontrón con los muchachos, y llegamos a un espacioso corral, donde reinaban el mismo ruido y animación.  La sierra, el escoplo, el mazo de los carpinteros, dejaban oír allí sus desapacibles sonidos, entre otros gritos de mandato y de contestación como en el taller.  De un caño fijo en la pared y que correspondía al horno, chorreaba el bronce fundido sobre pequeños moldes esféricos; de otro caño que venía de la

fragua, brotaba el estaño, y corría por una canaleta, repartiéndose a otros moldes grandes y cilíndricos.  Algunos hombres retiraban los moldes completamente llenos, con el auxilio de grandes tenazas, palas y chuzos, y ponían los que estaban vacíos en seguida.  Otros sacaban de los moldes las bolas huecas de bronce, o los cañones de estaño.  Los carpinteros construían culatas y cureñas; ajustaban las piezas de hierro que salían del taller, con clavos calientes todavía, que venían de allí mismo.  El Mellizo discurría, también, allí por todas partes, sin hacer nada, agitándose y gritando más que todos.

Mi amigo me explicó minuciosamente todas aquellas cosas.  No me sería posible repetir aquí ni la centésima parte de lo que me dijo.  Pero no he olvidado las solemnes palabras con que terminó, con el aire, el gesto y la voz del docto señor licenciado.

— Per istam, Goyeneche!

Y yo se lo creí a pies juntillas.

— Mi maestro se engañaba — me dije —, este pueblo no tiene más que un solo pensamiento; habrá más de cuarenta mil soldados; las armas  . . . ¡aquí las estoy viendo!

¡Qué entusiasmo por la patria! ¡que sencilla resolución para los más heroicos sacrificios! ¡cuánto candor! ¡Cuán firme confianza en la macana, el cañón de estaño y la granada del sistema del garzón!  Cuando hoy recuerdo lo que vi entonces, lo que yo niño creía entre todos aquellos hombres niños, me parece que así, en nuestra ignorancia y sencillez, éramos muy grandes por la fe, por el sagrado fuego en que se abrasaban nuestras almas! Mientras que hoy... ¡Dios mío! ¿qué pensamos? ¿qué hacemos por la patria?

Un silencio profundo que había sucedido a ese ruido espantoso y continuado, al que se acostumbraban mis oídos me sacó, por el efecto del contraste, de la estática admiración en que me hallaba delante de un gran cañón de estaño, montado recientemente sobre cureñas, con ruedas de una sola pieza, de madera de algarrobo, como las de esas carretillas de transportar piedras muy pesadas, con el auxilio de una yunta de bueyes.  Había llegado la hora del descanso, y todos aquellos obreros cubiertos de sudor se ponían las chaquetas o los ponchos, para recibir un escasísimo salario, el absoluto y preciso para su alimentación, que un comisario del gobierno provincial les fue dado en seguida.

Volví con Luis al taller donde sólo había quedado el padre de éste, el Mellizo y Alejo.  El primero, como ya dije en otra parte, era un hombre alto y grueso, muy rubio y de color encendido.  Tendría más de cincuenta años; vestía con sencillez el traje de los criollos; no hablaba muy mal el castellano, y gustaba servirse riendo de algunas palabras en quichua, para hacerse más familiar con los mestizos.  ¿Cómo había venido al país? ¿era un humilde aventurero del trabajo, que había emigrado a buscar fortuna en un apartado rincón del Nuevo mundo? ¿o sería un jacobino arrojado a Cayena y fugado desde allí no sé cómo hasta los valles sobre los que se levanta el Tunari? No puedo responder nada de positivo sobre estas preguntas.  Luis mismo las ignoraba.  Me dijo muchos años después, que su padre había venido con Haenke, no sabía en qué condición; que se casó con una buena muchacha mestiza, la que había muerto al dar a luz a mi pobre amigo.  Creo que hasta su apellido de Cros no era el que propiamente debía él usar, sino alguna corrupción de éste, que ha servido después a toda su descendencia en el país.

El Mellizo tenía — según creo haberlo averiguado con mucha dificultad — el nombre de Sebastián Cotrina; pero era inútil servirse de dicho nombre para designarlo ni aun ante sus íntimos amigos, o para hacerse oír de él mismo.  Como sucede frecuentemente hasta el día, entre la gente del pueblo, el apodo había llegado a ser el nombre real de la persona.  Hablar de Sebastián Cotrina, era exponerse a que todos se mirasen las caras como si se hablara de un ente desconocido; nombrando a Chapacho (diminutivo de Sebastián) se conseguía a veces que el aludido se figurase que se trataba de él; pero diciendo: Mellizo, lisa y llanamente, no había uno solo de su clase que no respondiese: ¡lo conozco! Y si él estaba presente, saltaba a responder en persona.

No sé si contaría entre sus ascendiente al Cotrina compañero de Calatayud.  Era más cobrizo que blanco; frisaría en los treinta años; lo veo en mi memoria pequeño, gordinflón, de ojitos hundidos y brillantes, carirredondo, de nariz achatada, enteramente lampiño, inquieto, alborotador, bullicioso, gritón como él sólo.  Tenía la cabeza cubierta por un pañuelo azul, anudado sobre la nuca; llevaba gran mandil de cuero; no soltaba de la mano la primera herramienta que se le ponía delante el entrar en el taller; se movía, chillaba más que todos, y nunca hacía nada de provecho.  En el momento en que volvimos con Luis, ponderaba sus fatigas y el enorme trabajo realizado por sus manos o las de otros, pero bajo su indispensable dirección; y diciendo que  iba a aprovecharse de aquel momento de descanso, para desempeñar mil otras comisiones patrióticas, que él sólo podía desempeñar, salió corriendo, con herramienta en mano y mandil puesto, como estaba, y se fue derechamente a una chichería.

El Gringo, sin decir nada, aunque nadie tenía más derecho de alabarse del trabajo, chupaba su cigarro cruceño; alineaba en un rincón las bolas de bronce a que había dado la última mano; ponía sobre cada una de ellas la respectiva cuerdecita de esparto que requería su manejo; ordenaba cuidadosamente sus herramientas sobre la mesa, e iba, por último, a lavarse las manos en una batea de madera.

Mi tío, el fuerte, el bueno y sencillo Alejo, con la cabeza amarrada y con mandil como el Mellizo, después de haber trabajado con ahínco, estaba completamente bañado de sudor, y apiñaba sobre el yunque, con sus manos callosas y ennegrecidas, unas moneditas de platan, que era su salario, y sobre las cuales caían no pocas gotas relucientes de su rostro.

— ¿Qué te parece esto, muchacho? — me preguntó.

— ¡Oh! Muy lindo, admirable —, le respondí, transportado realmente de placer por lo que había visto.

— Ahora aprenderán revolución — dijo el Gringo, dejando caer el cigarro de la boca; y fue a ponerse tranquilamente una especie de redingoto, que había dejado en la trastienda o dormitorio.

— ¡Si, muchacho — repuso Alejo — esto es revolución!

— Hay mucho salpetre en el valle; el señor Haenke ha enseñado a hacer una buena pólvora; los cerros son de plomo; no falta estaño; se consigue un poco de cobre; tenemos mucho mundo de gente —añadió el Gringo desde adentro.

Mi tío le oía con embeleso, con aquella risa silenciosa de infinita satisfacción en la que mostraba sus treinta y dos dientes.

— ¡No hay más, muchachos! —exclamó— ¡viva la patria!

— ¡Viva! ¡vivaaaa! — contestamos Luis y yo.

— Sí; casualmente he sacado una copia del bando de la junta de guerra.

— Muy bien.  Vas a hacerme un rollo limpio, muy limpio con esos reales.  Pero veamos antes el bando de la junta.

Desdoblé el papel, hice que me ponía los anteojos; tosí, me enderecé como el escribano don Ángel Francisco Astete, y me preparé a leer, imitando, también la voz un poco gangosa de éste mismo.

—¡Espera! —gritó Luis, y se armó de una lanza, para ponerse a mis espaldas, representando la fuerza pública.

—Veamos —dijo Alejo.

— Adelante, pequeñito diablo — añadió el Gringo por su parte.

Y yo leí, del modo que he dicho, aquél célebre bando, del que sólo copiaré aquí las partes principales.

"Don Mariano Antezana, Presidente de la Junta Provincial de esta ciudad, con los señores vocales de ella, en nombre de su Majestad el señor don Fernando Séptimo, que Dios guarde, etc.

"Por cuanto en las presentes ocurrencias se hace necesario acudir a todos los medios oportunos" . . .  "Siendo uno de ellos el que todo el vecindario contribuya a los santos y loables objetos de la defensa de la patria y armamento y conservación de sus tropas...

"Por tanto, ordeno y mando que todas las personas de esta ciudad y de toda la provincia, sin distinción de sexo, ni edad, concurran con el donativo que fuere del agrado de cada uno, para el sostenimiento de las tropas; pero, para que no sea sensible el desembolso, se les señala como contribución, la suma de ocho reales! . . .

— ¡Viva la patria! —gritó la "fuerza pública" a mis espaldas.

El Gringo se encogió de hombros y se salió a la calle.  Alejo meditaba, rascándose el cráneo tras la oreja, como le ocurría cuando no atinaba con lo que debía hacer.

— Bueno — dijo al cabo de un rato—, ahí están mis ocho reales; ponlos a un lado, y hazme el rollo con el resto.

Lo hice así, del mejor modo y con la limpieza recomendada; le puse luego el rollo al bolsillo, porque él no quiso tocarlo por no ensuciar el papel con sus manos; y me miró entonces con aire malicioso, diciéndome:

— ¡Que no adivinas! ¡Vaya, tonto!, ¡Esto es para la abuela!

En seguida bajó la cabeza, y añadió muy conmovido, creo que llorando:

— Está aquí con Clarita.  Vinieron a hacer curar a Dionisio. ¡Está ciega!  Viven en mi casita del Barrio de los ricos  . . . donde tú vivías con "la niña".

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