Juan de la Rosa

Capítulo XIX

¡AY, DE LOS ALZADOS! — ¡AY, DE LOS CHAPETONES!

Luis se había colado en mi cuarto por la ventana con la tenue claridad del alba del 25 de mayo, y aunque me llevaba la tremenda nueva de la derrota del Quehuiñal, no pudo contenerse de hacer una de las suyas, y me despertó introduciéndome a las narices las barbas de una pluma empolvadas de sutilísimo rapé.

— Oye, chico —me dijo con mucha gravedad, sin hacer caso de mis invectivas y estornudos—, has de saber que no estoy para gracias.  Nos han dado a los patriotas una zurribanda peor que la que te sacudió el Padre Arredondo.  Me hallo perfectamente informado de todo.  Figúrate que la cosa ha sucedido no sé cuándo, ni dónde, ni cómo  . . . ¿Qué podía hacer el pobre don Esteban sin nosotros?  Anoche vi entrar muchos caballeros y señores en casa del prefecto; ellos cuchicheando y ellas gimiendo.  "¡Ajá! —me dije— ¿por qué no me dan parte a mí de estas andanzas?" Y me encajé tras ellos hasta el portón de la antesala.  Un señorón del cabildo decía muy enojado, que era preciso salvar a Cochabamba de los furores de Goyeneche; los otros le aplaudían; las señoras rogaban al prefecto a nombre de todos los santos que se ablandase.  "Déjenme en paz; hagan lo que quieran vuestras mercedes, si ya no hay remedio" —les contestó el prefecto—. "Lo que es yo —añadió más enojado que todos— no voy por nada a ver al arequipeño, como hizo por mal de sus pecados don Francisco, ni le escribo una sola letra, ni consiento que vaya nadie a mi nombre, aunque vuestras mercedes revienten y me digan que soy un monstruo sin entrañas, y aunque venga él mismo y me ahorque y me descuartice" . "¡Bien! ¡Viva don Mariano Antezana!" — grité yo metiendo la cabeza y me corrí en seguida hasta la calle.

A poco salieron todos furiosos y todas hechas un mar de lágrimas.

"Este hombre no tiene corazón" —decían ellos del pobre don Mariano que es bendito—, "ha de salir con su gusto de ver degollar a sus paisanos y que no quede piedra sobre piedra en la ciudad".  "Parece que no tuviera mujer, ni hijos, ni perro quien le ladre a ese rabioso"  —agregaban ellas de aquel excelente caballero que tiene tanto cariño hasta por su mudo Paulito.  Se fueron luego al cabildo, ¡Qué afanes! ¡Que correteos! Han resuelto mandar comisionados... Hicieron llamar al sabio don Sulpicio del campo donde estaba.  Él les ha dicho las cosas más admirables en latín, que nadie ha entendido por supuesto.  Me parece que no quiere ir de ningún modo con los comisionados.  Pero, en fin, déjalos, hijo mío! Nosotros... ¡Vaya, nosotros sabremos hacer, también, lo que convenga!

Cada una de sus palabras me traspasaba el corazón como una espina, no porque yo comprendiese toda la magnitud de aquella desgracia, ni porque hubiera aprendido ya a amar hasta ese punto a la patria, sino porque yo mismo me consideraba perdido sin remedio ¿Qué va a ser de mí? ¿a donde voy? ¿para qué sirvo en este mundo?, ¡no puedo ya ser soldado! —me decía tristemente en mis adentro, con un egoísmo disculpable en mis cortos años y mi situación excepcional.

— ¡Calla por Dios! — exclamé por último—. Te conozco demasiado; eres un mentiroso; pero no sé por qué me figuro que ésta es la primera vez que hablas la verdad en toda tu vida.

— ¡Yo, mentir! — repuso él con indignación—. ¿No sabes que soy un costal de verdades? ¿Quieres convencerte por tus propios ojos, alma de cántaro? ¡Bueno...  ven aquí, asómate conmigo a la calle y  . . . ya verás! ¡Ay, qué caras, hijo, las de algunos caballeros tan guapotes, que se comían crudos a los chapetones, cuando nos enseñaban a gritar: ¡viva la patria! ¡Qué fachas las de las señoras encopetadas huyendo a burro a las haciendas, antes de que amanezca el día, como si fueran calacaleñas de viaje a Quillacollo con legumbres! ¡Tú no has visto lo lindo, pobrecito! ¿Quieres o no quieres? ¿sí o no? ¡Vamos! Quédate con tu libro . . . ¡ahí viene el Padre Arredondo con sus disciplinas a tomarte la lección! Yo me voy . . . me largo a ver al Mellizo y al Jorro.  ¡Que buena gente! ¡ya no hay más hombres, como dice la abuela!

— ¿Dónde la has visto tú?

— En todas partes.  ¿Dónde no está la abuela doña Chepa? Desde que se supo que venía el hombre de las tres caras se le ve a ella en la plaza y en las calles, haciéndose llevar de aquí para allá con la Palomita.  No quiso que se quedase un solo hombre en la ciudad.  Un día encontró al sacristán de las monjas Teresas en la plazuela y le dijo: "doña Marica, te has puesto por equívoco mis calzones y me dejaste tu pollera.  Dámelos para irme ahora mismo a presentarme a don Esteban".  Y el pobrecito chupacirios se avergonzó y se fue al momento camino a Tarata.

Recordé mi promesa de acompañar a la abuela y salté de la cama, para seguir al momento a mi amigo.

— ¡Vamos!  . . . yo quiero ir ahora en lugar de la Palomita — le dije, vistiéndome apresuradamente.

En ese momento oímos pasos precipitados de una persona que se acercaba a mi cuarto; la llave dio vuelta en la cerradura; Luis huyó como un gato; y la negra Feliciana no pudo ya verlo al meter la cabeza por la puerta y decirme estas breves palabras.

— Puede salir  . . . ¡ya no hay encierro!

Me senté sobre mi cama.  La noticia de mi libertad me hizo revolver mil ideas en mi mente.  No debo, no puedo huir ahora —me dije —. Es preciso que salga de otro modo que por la ventana de esta casa.  Iré a ver a mi maestro, si ya ha vuelto... le diré que me voy... que no quiero tener más familia que la de la abuela.  Quiero darle un último beso a Carmencita... ¿Y por qué no le he de decir también a doña Teresa mi resolución de ser soldado? ¡Qué se enoje! ¡que me llame "el mismísimo Enemigo!" Peor sería que dijese después que me fui como un ladrón...

Un hermoso rayo de sol penetraba ya por la puerta medio abierta; sentía yo trajinar más que de ordinario por la casa; la voz chillona de doña Teresa llegó varias veces distintamente a mis oídos, a pesar de que la señora no acostumbraba a ser madrugadora y se levantaba siempre a las ocho para irse en derechura al oratorio, donde tomaba el chocolate, sin dejar de quejarse del flato y la jaqueca.

— Todo ha de estar  limpio como un relicario, hija Feliciana —decía a gritos en el patio—. Hace tanto tiempo que no abren esos cuartos, que ya deben estar llenos de telarañas.

— ¡Ay qué gusto! —vino a gritar Clemente cerca de mi puerta para que yo lo oyese—. ¡Su mercé del señor Cañete en persona ha de vivir en nuestra casa, en los mesmenísimos cuartos de mi amo el señor marqués don Fernando!

— ¿Cañete? ¿será el doctor Pedro Vicente Cañete, el hombre medio zorro y medio culebra, el secretario de Goyeneche, de quien he oído hablar alguna vez a mi maestro? — me pregunté a mi mismo— ¡No, señor! ¡me voy de esta casa sin remedio! — añadí con resolución; pero en vano me dirigí cien veces a la puerta, porque otras cien veces retrocedí acobardado de la cara que pondría doña Teresa, y en vano miré otras cien veces la ventana, porque otras tantas sentí repugnancia a salir de aquel modo de la casa.

Eran ya las diez poco más o menos; el ruido, el trajín, los gritos fueron cesando poco a poco; creía yo haber tomado definitivamente mi partido; iba ya a abrir la puerta; pero volví a oír pasos de varias personas que se acercaban, y la puerta fue abierta, cuan ancha era, y ofreció a mi admiración el grupo más imponente, que yo no podía prometerme contemplar en aquel sitio.

Doña Teresa lujosamente vestida de guardapiés encarrujado de finísimo terciopelo verde, jubón de raso blanco bordado de oro y mantilla de felpudo azul de seda, llamado vellutina de Nápoles; adornada con sus grandes zarcillos, collar de enormes perlas y un sinnúmero de sortijas en los dedos de ambas manos; peinada de rodete, con el cabello enroscado en trenzas alrededor de un peine de carey, que alzaba sobre la cabeza de su portadora una coronación incrustada de oro y menudas perlas, casi tan grande como el espaldar de una silla moderna de junco; se apoyaba en un brazo del docto licenciado don Sulpicio, quien tenía en alto con la otra mano su bastón con borlas más grandes que nunca y flamanticas; y todo lo cubría a sus espaldas el hábito blanco del Comendador de la Merced, por sobre cuyo hombro aparecía a momentos la  cara de Feliciana, que se ponía de puntillas para arrojarme una mirada de odio con sus torcidos ojos.

Retrocedí de espaldas hasta la pared del frente en el que se abría la ventana, y saludé inclinándome hasta el suelo.  Ninguno de ellos pareció apercibirse de mi presencia; entraron solemnemente en mi cuarto, mirando las vigas del techo; Feliciana arrimó sillas a la mesa, en que se sentaron, poniendo en medio a la señora; buscó luego en el cajón la llave del arca, abrió ésta y se puso a sacar del fondo mi pobre herencia.

— ¡Acabemos, por la Virgen Santísima! ¡que se vaya mañana mismo, en el momento en que nos libre de los alzados su señoría! — chilló doña Teresa.

El padre sacó de la manga del hábito un papel amarillento, lo desplegó lentamente e hizo una señal con la mano a la criada.

—Ropa de él... muy vieja, inservible —dijo Feliciana.

— ¿Y cómo ha de estar de otro modo? ¿qué le dura en el cuerpo al perverso y vagabundo muchacho? — preguntó doña Teresa incomodada por la observación de la negra—. Está bien —continúo con impaciencia—, lo que sirva se pondrá en la petaca que ha de recoger el arriero. ¡Adelante! No quiero que me vuelva hoy la jaqueca.

— Zapatos nuevos de mujer.  Debe ser de la "niña"  . . .

— ¡Imposible! Son muy chicos.  La infeliz pecadora tenía los pies mucho más grandes que los míos... Déjalos en el arca! Adelante, porque ya siento que se me acomete el flato!

— Un atado negro, con una cuerda...

— Sí, ya sé.  El Reverendo Padre Fray Justo me dijo que era un recuerdo de familia — intervino el Comendador.

— Alguna brujería... ¡pobre gente! — volvió a decir la señora.

— Un baulito de madera...

— Exacto.  Vamos a ver lo que contiene — dijo el Padre, y prosiguió leyendo en el papel.— "Un paño a medio hacer con calados y encajes y"...

— Aquí está Reverendísimo Padre.

— "Una cajita de cartón"...

— con dos aretes, un alfiler y una sortija...

— Corriente.  "Una alcancía"...

— Rota. Le han sacado un pedazo de la tapa.

— Estaba recompuesta.  Debe tener...

— Cuatro escuditos de oro.

— ¡Eran cinco! Yo los conté, los puso por mis manos y mandé encolar a mi vista la tapa.

Al decir esto, el Comendador me miró con ojos de basilisco.

— ¿Qué hay que extrañar? ¿no es un perdido? ¿no me creerán nunca que es el Enemigo? — gritó la señora.

— Ingenaratur hominibus mores a stirpe generis— dijo aquí solemnemente el docto licenciado, que hasta entonces parecía absorto en la contemplación de una telaraña del tirante, con el bastón en las rodillas.

— ¡Eso es! Lo ha dicho muy bien el señor licenciado —repuso gritando más fuerte doña Teresa que no entendía una palabra del latinajo; pero que tenía la mayor admiración por todos y cada uno de los que ensartaba don Sulpicio, desde que con uno solo convirtió a la razón a su inflexible padre don Pedro de Alcántara, como ya queda dicho en otra parte.

Aquella escena me mortificaba cruelmente.  Cada una de las palabras de doña Teresa revelaba el odio que me tenía; la alusión a mi pobre madre me hirió en el corazón como una mordedura de serpiente; el desprecio que le merecía la cuerda de Calatayud hizo afluir mi sangre a la cabeza... . Comprendí que la señora trataba de librarse cuanto antes de mi presencia en su casa.  Su primer cuidado, después de preparar el alojamiento del "ilustre y sapientísimo Cañete", era disponer el viaje del "botado" a Chuquisaca.  Me prometí no deberle ya nada en mi vida, huir de cualquier modo, a cualquier parte, hasta Buenos Aires, donde podría hacerme todavía soldado de la patria.

Mientras que yo pensaba de este modo, Feliciana cerraba el arca y salía llevándose mis harapos para acomodar "mi equipaje".  Los otros tres respetabilísimos personajes se habían olvidado ya de mí, y hablaban de cosas más interesantes, reanudando la conversación que habían interrumpido para honrar mi humilde morada.

— Excelsior, como dice vuestra merced, mi docto amigo. ¡Oh! No hay quién sepa manejarse mejor en este mundo! — decía el Padre Arredondo, admirando realmente al que él suponía más sabio que los siete juntos de Grecia.

— Odi profanum vulgus, et arceo, — contestó el licenciado. — Cuando estas gentes volvieron a gritar: ¡viva la patria!, al campo, Sulpicio, me dije yo; nullam, Vere, sacra vite.

— He vuelto cuando debía volver.  Me llamaron  . . . ¡querían que yo fuese a implorar compasión para ellos!

— ¡No faltaba más! Que paguen lo que han hecho — exclamó encolerizada doña Teresa.

— ¿Y qué respondió vuestra merced? — preguntó el Padre, disponiéndose a oír una contestación digna de aquel oráculo.

— Justum, et tenacem prositi virum  . . .

— ¡Oh! Admirable — exclamaron a un tiempo el Padre y la señora.

— Haud flectes illum, no si sanguine quidem fleveris!

— ¡Oh!

— ¡Toma patria!

— ¡Ay de los alzados! No seremos nosotros los que lloremos sangre al recibir la visita con que vuelve a honrarnos don José Manuel Goyeneche y Barreda.

— Nunc est bibendum, nunc pede libero!

— ¡Misericordia!— exclamaron en este punto las criadas en el patio, y un instante después se precipitaron trémulas en mi cuarto, trayendo en sus brazos a los niños lívidos y desencajados.

Oíase ronca vocería; resonaban tremendos golpes en la puerta de la calle.

— ¡Los alzados!... ¡quieren entrar!... dicen que van a degollar a todos los amigos de los chapetos —balbuceó la negra despavorida.

— ¡Ay, mi ama, señora marquesa! ¡huyan, por Dios, vuestras mercedes! — llegó a decir Clemente más muerto que vivo de miedo—. Están furiosos... parecen unos  condenados... apenas he podido cerrar la puerta con los aldabones.

Renuncio a describir el terror que se apoderó de los tres personajes que hacía un momento hablaban tan caritativamente de los alzados.  Doña Teresa se levantó temblando como si tuviera tercianas, y arrebató a Carmen de los brazos de la mulata, para estrecharla en los suyos; el licenciado se desvaneció no sé cómo, sin que nadie pudiera decir tampoco a dónde se había metido; el Padre quedó clavado en su asiento; pero no tardó en serenarse, recordando, sin duda y con muchísima razón, que el hábito hacia inviolable su casi esférica persona.

— Ahí están el Mellizo, el Jorro, el herrero  . . . quiero decir don Alejo —prosiguió Clemente.

— ¡El herrero! ¡Dios mío, esos furiosos van a degollarme con mis hijos! —exclamó doña Teresa con angustia, como si esa palabra "el herrero" le ofreciese a sus ojos la inevitable guadaña de la muerte—. ¡Ah! —gritó en seguida con alegría, como si renaciera en su alma la esperanza—. Acércate, Juanito, mira qué pálida está mi pobre Carmen! Corre hijo mío, a la puerta... dile a Alejo que se los lleve... ruégale en nombre de tu madre... de Rosita!

— ¡Excelsior! Feminae intelectus acutus — respondió a estas palabras la voz de falsete del licenciado Burgulla debajo de mi cama.

Aquel docto señor se había metido allí dejando caer su sombrero, pero sin abandonar su bastón, ni curarse con el susto de su manía de ensartar sus latinajos.

Miré a mi noble y cariñosa amiguita; estaba realmente pálida como un muerto y se abrazaba fuertemente del cuello de su madre; y yo salí resuelto entonces a todo, a rogar como un niño o a hacerme matar como un hombre por defenderla.  Pero no había llegado aún a medio patio, cuando noté que habían cesado completamente los tremendos golpes que antes resonaban en la puerta de la casa, y que los gritos de la multitud iban apagándose por grados, a medida que ésta se alejaba.

En el zaguán encontré al infeliz pongo sentado sobre su poyo, en la actitud de una de esas momias exhumadas de las huaras de sus antepasados y dándose diente con diente de susto; pero sin haberse resuelto a abandonar su puesto, porque sin duda era mayor su miedo a incurrir en la cólera de la "gran patrona", a quién estaba acostumbrado a reverenciar como a una temible e iracunda deidad.

Abrí con mucha precaución el postigo y saqué la cabeza.  La calle estaba desierta, cerradas todas las puertas y ventanas de las demás casas que la formaban.  La multitud seguía vociferando a lo lejos, en otra calle transversal.  Habían arrancado piedras del pavimento para arrojarlas contra la puerta, que tenía muy lastimados sus gruesos tablones de cedro.  Uno de estos estaba traspasado de parte a parte y casi desprendido de los barrotes, a pesar de los enormes clavos que lo aseguraban, y creí descubrir en él la huella de un tremendo golpe de la barreta de Alejo.

Quise llevar todavía más adelante mis investigaciones, con ánimo de volver a tranquilizar a la familia de doña Teresa.  Corrí a la esquina y vi a una cuadra de distancia en la calle transversal, una turba confusa de hombres, mujeres y niños del pueblo, que se arremolinaba gritando alrededor de un hombre montado a caballo, que gritaba también y accionaba con los brazos, agitándolos en el aire y levantándolos al cielo alternativamente.  Fuime acercando a pasos precipitados.

El caballero, a quien reconocí muy pronto, era el prefecto don Mariano Antezana.  Rogaba y amenazaba a un tiempo a la turba para que desistiese de su empeño de invadir las casas de los vecinos considerados adictos al gobierno de los chapetones.  Tenía a su lado seis o siete religiosos franciscanos que auxiliaban sus esfuerzos y predicaban generosidad y clemencia, paz y concordia, cumpliendo del modo más loable su misión sacerdotal.

Vi luego al sordomudo Paulito armado de un mosquete naranjero, asido con una mano de la cola del caballo, para no separarse un momento de su amo y profiriendo gritos guturales, inarticulados.  Reconocí, por último, a Alejo, el Mellizo, el Jorro y otros cuyos nombres no recuerdo, que capitaneaban a la turba, la excitaban y le comunicaban el furor salvaje de que estaban poseídos.

El primero blandía en el aire su barreta.  El Mellizo tenía un arcabuz de estaño en una mano y una lanza en la otra; arrastraba enorme sable; ostentaba dos puñales en el cinto; no podía sostenerse sobre sus pies de borracho.  El Jorro, a quien presento por primera vez a mis lectores, era, como lo indica su apodo, un mulato libre, de aquellos que siempre tuvieron la peor fama en el país.  Estaba armado hasta los dientes y ebrio como el Mellizo.

Sin sorpresa, pero con pena —me duele ahora mismo el decirlo — encontré allí a mi atolondrado amigo Luis, armado de su sable de gobernador del Gran Paitití y capitaneando la hez de su ejército de las Cuadras.  Su voz aflautada dominaba los aullidos de las mujeres y los gritos de los enronquecidos borrachos, como la de soprano de aquel coro infernal. Pero debo decir, también, que él no comprendía en su atolondramiento que aquello podía convertirse en pillaje y

carnicería, y os ruego que esperéis un instante para pronunciar vuestro último fallo sobre su conducta de aquel día.

— Hijos míos, queridos paisanos ¡maldita canalla! Les ruego  . . . ¡esto no se puede aguantar! ¡Por Dios y la Virgen Santísima!  . . . ¡voy a mandar que ahorquen a esta gavilla de pícaros! — clamaba el buen don Mariano sofocado.

— No queremos rendirnos  . . . ¡qué mueran los chapetones! — respondía Alejo, blandiendo su barreta.

— ¡Ajá! ¿conque van a entregarnos? ¿no somos más hombres que todos? —vociferaba el Mellizo, sin poder entenderse con el arsenal que llevaba en el cuerpo ni mantener a éste en equilibrio, cuando le faltaba el arrimo de la pared.

— ¡A degüello! ¡adelante muchachos! — aullaba el maldito Jorro como un chacal.

— ¡Mueran los chapetones! ¡mueran los tablas! — chillaba el Overo que, estoy seguro, hubiera llorado a mares si viera derramar una sola gota de sangre de aquel modo.

— ¡Viva don Mariano Antezana! ¡déjenos, señor! ¡muera, mueran los chapetones! —gritaba la multitud.

El prefecto y los religiosos habían conseguido y alejar a ésta de las puertas de doña Teresa, explicándole que allí no encontrarían más que una viuda y tiernos niños inofensivos, por grande que fuese el chapetonismo de aquella; pero ahora la empresa era más difícil, porque en la casa de la multitud trataba de invadir vivían un oficial del ejército de Goyeneche, andaluz, herido en Amiraya, a quien conoceremos íntimamente más tarde, y un fiscal de la Real Audiencia de Charcas, don Miguel López Andreu, desterrado por Nieto, a consecuencia de su dictamen desfavorable a las intrigas carlotistas de Goyeneche y su participación en los sucesos del 25 de mayo de 1809; pero mal visto por los patriotas, por ser español y no haber querido abrazar definitivamente la causa de la independencia, separándose así del partido que abrazó Arenales, tanto por convicción cuanto por las persecuciones que sufrió del mismo Nieto.

No creo que mis lectores esperen que yo les refiera con todos sus detalles esa curiosa escena característica de aquel tiempo.  ¿Quién puede explicar de qué modo se mueve y agita, o se aquieta y recoge; ¿De qué modo aúlla y ruge, o enmudece; de que modo se enfurece hasta el delirio, o se aplaca hasta la humillación ese monstruo de tantos cuerpos llamado multitud? A veces un signo, una palabra basta para lanzarlo a los más criminales excesos, otras veces una sonrisa, una burla, un sarcasmo lo detienen, desarman y desvanecen  . . . Y esto fue lo que sucedió entonces del modo más impensado.

El caserón que la turba trataba de invadir tenía, a ambos lados de su gran portal una piedra, unas tiendas herméticamente cerradas en aquel momento.  Cuando la turba estaba más frenética y el prefecto y los religiosos perdían y la esperanza de contenerla, se abrió de golpe el postiguillo que en su parte superior tenía la puerta de una de dichas tiendas y salió a mostrarse por allí la hermosa cabecita de una niña de ocho a nueve años, de rostro blanco y sonrosado, grandes ojos vivarachos y ensortijada cabellera, como las de sus ángeles de los cuadros de Murillo que aparecen entre nubes con alas color de aurora.

— ¡Ay, Jesú! ¡que feyos! ¡y parece que han bebío! —exclamó con marcado acento entre andaluz y limeño.

— ¡Ahí están los chapetones! ¡una niña! ¡un angelito! —gritó el prefecto a la turba que inmediatamente cesó de aullar.

— ¡Déjelos, señó! —contestó la niña— no se amoleste vusarcé  . . . ¡que entrén! Aquí no hay nadies más que yo. El casero don Ramón se ha largao de madrugaa ... A don Migué Andreu se lo yevaron temblando de cuccho a su cama.

Y dichas estas palabras hizo un gesto de burla al Mellizo que porfiaba por ofenderla con su lanza; le sacó la lengüita, le guiñó el ojo, y desapareció riendo, y cerró al momento el postiguillo.

Una estrepitosa carcajada de todos aquellos que antes proferían gritos de muerte, contestó a la burda de la graciosa niña.  El Mellizo perdió, por otra parte, el equilibrio y se desplomó en el suelo, aumentando la hilaridad en que se desvanecían los furores de la turba.  Las mujeres decían que el señor prefecto tenía razón; que no era una niña, sino un angelito lo que habían visto; y los religiosos agregaban que Dios acababa de mandarlo para que no se cometiese un crimen.  Alejo se había quedado con la boca abierta y se rascaba la nuca, como en sus momentos de más apuro, y le oí, por último, decir las palabras con que siempre se declaraba vencido:

— Bueno  . . . ¡ahí está!

El Jorro aullaba todavía, pretendiendo forzar la puerta de la tienda, y el Mellizo volvía tambaleando a auxiliarle.  Pero el herrador tomó entonces resueltamente la defensa de la casa, sujetó de las solapas con una mano a sus dos compañeros; enarboló con la otra su barreta, y los anonadó con una mirada.

Aquellos dos miserables —no puedo darles otro nombre— eran también tipos proféticos, de otra especie dañina para la democracia.  Si el docto licenciado, a quien dejé metido debajo de mi cama, anunciaba la comparsa cortesana de los adoradores del sol naciente, esto precedían a la bulliciosa e inquieta falange de los populacheros, que promueve los motines, empuja a la muerte y al crimen a sus hermanos, y tiembla y enmudece, huye y se disipa ante el peligro.

Mientras que Alejo arrastraba donde él quería a sus humillados compañeros, sujetaba yo de una oreja a mi amigo "el gobernador del Gran Paititi".

— Eres el duende más perverso —le dije.

En seguida le expliqué la fealdad de su conducta.  El me miró con sorpresa; se ruborizó; se dio una fuerte palmada en la mejilla, castigándose a sí mismo, y se me escapó sin querer decirme a donde iba.

Volví a la casa de doña Teresa, muy contento de llevarle noticias tranquilizadoras; pero me encontré con la puerta cerrada a piedra y lodo.  En vano llamé con el aldabón y grité con todas las fuerzas de mis pulmones.  Nadie contestó.  La casa parecía completamente abandonada.  Supe después que, tan luego salí yo, la señora se había refugiado con sus hijos y sus criadas en una de las casas vecinas.

Me encaminé a la casita de la abuela.  Desde media cuadra antes de llegar a ella oí la voz de la anciana que reprendía a alguna persona con cólera, y vi desde la puerta una escena curiosísima que no he podido olvidar en toda mi vida.  La abuela estaba de pie en medio cuarto, apoyaba con la mano izquierda en su báculo y agitaba con la derecha un grueso rebenque de correas trenzadas, teniendo arrodillado a sus pies al pobre Dionisio.  Tras de ella, arrimado a la pared, dando vueltas a su sombrero en la mano, con su barreta entre sus piernas cruzadas, se veía a Alejo confuso, avergonzado.  Clara lloraba silenciosamente sentada en la tarima.  Luis se acurrucaba a espaldas de ésta, atisbando a momentos por sobre sus hombros y volviendo a esconderse, como si el sentimiento de su culpabilidad le hiciese temer lo que viesen los ojos ciegos de la anciana.

No os he dicho aún que él se había hecho visitante diario de la familia durante mi encierro y era ya grande amigo de Clarita y apasionado admirador de las ideas y sentimiento de la abuela, quien le trataba a su vez con cariño y procuraba corregirle, como a mí, de sus travesuras.

— ¡Miren que gracia! —gritaba con indignación la anciana ciega— ¡ir a apedrear puertas, asustando a las señoras y a los pobrecitos niños! ¡querer robar! Los chapetones no están en la ciudad  . . . ¡están viniendo por el Valle! Como ya no hay hombres en este tiempo, se han corrido los que decían que iban a comérselos vivos.  ¡Toma chapetones, pillo! ¡Qué no me venga Alejo... ese borracho, ese animal!

Al decir esto descargaba tremendos latigazos sobre la cabeza y las espaldas del muchacho, o sobre los ladrillos del pavimento, cuando el infeliz Dionisio, sin atreverse a huir, procuraba evitar los azotes, retorciéndose como una culebra.

—Basta,  abuelita —exclamé, entrando al cuarto—, Dionisio no tiene la culpa  . . . hay otro, que es un duende muy malo y que lo habrá llevado a gritas; ¡mueran los chapetones!

—Sí, señora doña Chepa —añadió Luis, saltando de la tarima y poniéndose de rodillas al lado de su amigo—, yo soy ese duende  . . . ese pillo; yo quiero que me azoten.

La anciana se detuvo con el látigo levantado; se sonrió, y buscó con su mano temblorosa al pillete que acababa de hablar.

—Está bien —dijo con dulzura—, lo han hecho, sin pensar  . . . no lo volverán a hacer ¿no es verdad, hijos míos? Alejo, ese bruto —añadió volviendo a exaltarse— es el que me ha de pagar esta incomodidad y las lágrimas de mi Clara!

El herrador, estimulado por el ejemplo de Luis, creyó que le tocaba implorar a su vez el perdón de la abuela, y se acercó a ella murmurando algunas  palabras ininteligibles; pero la anciana lo rechazó con rudeza, y le dijo que no volviese sino después de haberse presentado al prefecto, para ser miliciano, y verdadero patriota.

— Yo he de ir, también —añadió—; he dicho que he de ir, y veremos entonces si me siguen esos cobardes. ¡Oh! Ya no hay hombres, ya no hay hombres!

Y fue inflexible, y Alejo salió desesperado en dirección al cabildo.

La abuela, conducida por mí, ocupó su asiento en la tarima al lado de Clarita; me hizo sentar al otro lado; llamó a mis dos amigos; les mandó ponerse de pie a su frente, y habló de esta manera:

— Cuando yo era pequeñita... así, como la mitad de mi palo, ahorcaron a un hombre en la plaza, y todos dijeron: "está bien hecho; era un ladrón".  Algunos años después, hicieron morir a mi padre en la horca y descuartizaron su cadáver, pero todos lloraban.  Un hombre vestido de negro vino a nuestra casa, con unos papeles sucios en la mano, seguido de diez milicianos, y le ordenó a mi madre que se fuera conmigo, porque nuestra casa era del rey.  Íbamos por el campo...,  no teníamos ya más refugio que el de la familia de mi madre.  "¿Era ladrón?", le pregunté.  Ella se puso encendida de cólera y de vergüenza y me dio una bofetada.  Después se sentó en el suelo, me tomó en sus brazos lloró mucho y me dijo: "Si hubiera robado, yo misma me hubiera alegrado de su muerte.  Los guampos lo han ahorcado porque él quería que no fuesen nuestros amos.  Decía que solamente los que nacen en esta tierra y saben amar a sus hermanos debían ser corregidores, justicia y alcaldes".  Los patriotas no pueden ser ladrones, hijos míos.  Si los guampos de ahora ahorcan a esos que van a romper las puertas de las casas de los criollos, yo seré la primera en alegrarme.  Los patriotas deben ir a pelear con los soldados  . . . ¡yo les mostraré el camino! ¡Ya no hay hombres!

Aquel día la excitación popular no pasó del apedreamiento de algunas casas habitadas por chapetones o por familias sospechosas de chapetonismo.  Contenidos los furiosos por el prefecto y por los buenos frailes de San Francisco, la ciudad quedó tranquila.  Veíanse huir a pie o  a lomo de borrico familias de patriotas criollos a sus haciendas, especialmente por la parte del valle de Sacaba.

Reinó en el cabildo una completa anarquía.  Muchos vecinos notables hablaban únicamente de aplacar la ira del vencedor, mandaron con este objeto dos comisiones.  Algunos patriotas exaltados decían que era preciso resistir hasta el último a Goyeneche; se imaginaban poder contar todavía con tropas formadas de los dispersos de Quirquiave y el Quehuiñal y ponían su última esperanza en los arcabuces y cañones de estaño, las granadas y lanzas que aún habían quedado en los almacenes del gobierno provincial.  Eran de este partido Lozano, Ferrufino, Ascui, Zapata, Padilla, Luján, Gandarillas y otros.  El prefecto Antezana declaró que, en su concepto, la situación era desesperada; que resignaría su autoridad en el cabildo, pero que él nunca imploraría la piedad del vencedor para sí.  Este primer ciudadano de Cochabamba, como otra vez lo he llamado, no era ciertamente de armas tomar, ni podía dirigir en la guerra a las multitudes, como el activo y audaz don Esteban Arze; pero tenía la conciencia de su deber y un valor civil capaz de hacerle ver tranquilamente la más afrentosa muerte, sin inclinar la cabeza más que ante Dios para recibirla.

Luis y yo permanecimos todo el día 25 y el siguiente al lado de la abuela.  El padre de aquél estaba harto ocupado con sus granadas y cañones para poder pensar en su hijo, y yo no podía, ni tenía muchas ganas de volver a casa de doña Teresa.  La anciana nos mandó varias veces a averiguar lo que ocurría en el cabildo y las noticias que iban trayendo los muy pocos dispersos que llegaban a presentarse a las autoridades.  Oía con el mayor desprecio las razones de los que pensaban someterse; aplaudía la opinión de los exaltados; se enojaba contra el prefecto.

— Es un caballero muy bueno, muy respetable —decía—, ¡pero no es un hombre! ¡ya no hay hombres, hijos míos!

El 26 por la mañana se supo que Goyeneche había entrado en la villa de Orihuela, donde inmediatamente hizo fusilar al "cabecilla de alzados Teodoro Corrales".  Decíase que no perdonaba a ningún patriota de los que tenían la mala suerte de caer en manos de sus "tablas"... Estas noticias aumentaron el pavor de unos y la furia de otros.  Se formó una gran pueblada que, como el día anterior, capitaneaba el Mellizo y el Jorro.  Alejo estaba ya honrosamente ocupado de los preparativos de la resistencia con el Gringo.  Los amotinados trataron de invadir el convento de San francisco, en el que decían se habían refugiado los chapetones.  Apedreaban las puertas, iban ya a derribar la que se abre al atrio del templo, cuando la comunidad apareció en las ventanas de la torre, y puesto el guardián en una de ellas levantó en sus manos la sagrada custodia.  Al mismo tiempo la gran campana rajada por los repiques de la victoria de Aroma hizo oír tres veces su bronco tañido, como en la hora de la misa en que se alza el santísimo, y toda aquella turba delirante, ebria de licor y de venganza, se prosternó de rodillas y se dispersó en seguida.

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