Juan de la Rosa

Capítulo XVIII

TIRÓN DE ATRÁS. — QUIRQUIAVE Y EL QUEHUIÑAL

Goyeneche volvía entre tanto ciego de furor y sediento de venganza contra la indomable Oropesa.

Cuando después de Amiraya siguió su marcha triunfal a Buenos Aires, creía que las hordas de Pamacagua y Choquhuanca, y las fuerzas regulares destacadas de su ejército al mando de Lombera, extinguirían fácilmente el incendio que volvía a alumbrarse a sus espaldas en la provincia de La Paz; y no se figuraba que Cochabamba se arrojase de nuevo a la lucha, completamente inerme como la dejaba.

Seguro de su retaguardia, iba recibiendo en su camino a la antigua Charcas y a la Villa Imperial de Potosí, la sumisión de los pueblos indefensos, las aclamaciones de los pocos partidos del régimen colonial y el incienso quemado para él en los altares del miedo, por las almas débiles que, después de haber saludado con alborozo a la naciente patria, creían ahogada a ésta en la sangre de los mártires del 16 de julio y en la muy copiosa de Huaqui y de Amiraya.

Los patriotas que aún tenían aliento y esperanza, huían delante de él, para rehacerse más allá de las fronteras argentinas.  De todo el ejército auxiliar, cuyos jefes Castelli y Balcarce habían caído en desgracia y eran llamados por la Junta de Buenos Aires a dar cuenta de su conducta, sólo quedaban dos puñados de valientes, de los que el primero conducía con Pueyrredón por caminos extraviados los caudales de la casa de la Moneda de Potosí, con los que debía formarse el glorioso ejército de Belgrano, y el segundo, salvado aún de la derrota de Amiraya, seguía al emprendedor y animoso Díaz Vélez, para ser muy luego el núcleo de la vanguardia de aquel ejército.

El mal americano, el indigno compatriota de Melgar, podía considerarse dueño de los destinos del Alto Perú en aquel momento y prometerse la muy próxima realización de los sueños en que se mecía su alma pérfida y vulgar ¡Sería el Gran Pacificador del Virreinato de Buenos Aires! ¡llegaría en triunfo desde las montañas del Cuzco hasta la desembocadura del Plata! ¡la victoria arrastraría su carro por más de seiscientas leguas al través de las cordilleras, los páramos, los valle y las pampas de la América del sur! Arbitro entonces de tantas provincias, elegiría entre Fernando VII, José Bonaparte y Carlota, el amo que mejor le conviniese, para verse colmado de honores, dobladas sus cuantiosas riquezas, Grande de España o de Portugal, con derecho de presentarse ensombrerado ante la augusta persona del monarca¡  Nada le importaba el clamor de sus hermanos, de esos inquietos criollos, de esos despreciables mestizos, de esos embrutecidos indios entre los que había nacido.  No pensaba que iba tras él, contando sus víctimas, revolviendo los escombros y las cenizas que dejaba, la severa e indignada Historia, la única que distribuye eterna recompensa o eterno castigo a los hombres, y que le llamaría a él en todos los siglos venideros, por mil lenguas, inclusa la del pobre niño encerrado entonces, a pan y agua, por el obeso Padre Arredondo, ruin y miserable serpiente alimentada en el seno de la gran patria americana!

Para el grito de mi noble y valerosa Oropesa no tardó en disipar todos sus sueños y mostrarle la tremenda realidad. ¡El fuego de Murillo era inextinguible! ¡las frías cenizas arderían siempre como un reguero de pólvora, tan luego que dejase de pisarlas por un solo instante la planta del vencedor! ¡Goyeneche no llegaría siquiera a las pampas argentinas, donde gracias al sacrificio de Cochabamba se formarían los irresistibles centauros de la Independencia!

Dícese que al recibir la noticia del nuevo alzamiento le acometieron por primera vez las convulsiones violentas y dolorosas que después le sirvieron de pretexto para abandonar la imposible empresa en que estaba empeñado y retirarse a vegetar en la Península, muy envanecido de su título de Conde de Huaqui, que yo, lectores míos, no cambiaría con el mío, de comandante y edecán del Gran Mariscal de Ayacucho, con el que me honro en este hondo y escondido Valle de Caracto, en mi pobre viñedo, al lado de mi dulce y tierna compañera Merceditas.

Su furor rayó en el delirio cuando compareció a su presencia el infeliz Santiesteban, que capituló el 29 de octubre de 1811 según ya he referido en otra parte.  Lo hartó de improperios y de groseras injurias; se arrojó sobre él con los puños cerrados; lo contuvieron a duras penas sus secuaces; quiso mandarlo fusilar inmediatamente, no consintió en someterlo a un consejo de guerra más que cuando le dijeron que convenía hacer más solemne y ejemplar aquel suplicio; se enajenó, en fin, cuando el consejo absolvió al reo, y por sí y ante sí resolvió matarlo en su honra ya que no en su cuerpo, declarando en una orden general "que se le tuviese por inepto en el servicio, no empléandosele en cargo alguno de responsabilidad directa".

En realidad el pobre don Miguel Santiesteban era un buen soldado y estuvo bien absuelto por sus jueces militares; pero el futuro héroe de San Sebastián quería que él con sus solos cien soldados resistiese a un pueblo entero, para subyugar al que el mismo Goyeneche creyó necesario recurrir a todas sus fuerzas; y si Santiesteban hubiera resistido el 29 de octubre, habría sido más temerario que el mismo Cardogue que murió con todos los suyos despedazado por la multitud que capitaneaba el año 1730 mi progenitor el platero Alejo Calatayud.

No era posible que Goyeneche, ni nadie en su lugar se resolviese a dejar a sus espaldas un adversario como el pueblo cochabambino que, si desarmado como estaba era muy débil ante un ejército bien organizado y aguerrido, tenía en cambio una actividad incansable y hasta febril para resolver todo el Alto Perú en un momento, difundiendo su odio tradicional a la dominación española, el aliento de que ya había dado pruebas y sus elementos de resistencia, como por ejemplo sus famosos arcabuces de estaño y sus no menos célebres granadas de bronce y de vidrio.  Sentíalo ya el vencedor de Amiraya agitarse y rodearlo por todas partes.  Sin cuidarse de organizar un gobierno poderoso, ni ejércitos regulares, los impacientes patriotas que ejercían alguna influencia en cualquier partido o circunscripción de la provincia se contentaban con reunir bandas más o menos numerosas de guerrilleros armados de lanza, honda y macana; pedían del nuevo prefecto y la junta los recursos que fuese posible enviarles, o se pasaban sin ellos, y se arrojaban cada uno por su lado para propagar el alzamiento, cortar las líneas de comunicación de Goyeneche con el virreinato del Perú y hostilizar de todos modos al enemigo de la patria.  Ya hemos visto que Arze no esperó un momento para estrellarse en Oruro y arrojarse en seguida sobre Chayanta, donde fue más feliz y obtuvo el triunfo de Caripuyo.  A su ejemplo revolvía don Mateo Zenteno el partido de Ayopaya y llegaba hasta las cercanías de La Paz, o retrocedía para hostilizar por los altos de Tapacarí a las tropas de Lombera que recorrían la altiplanicie; y don Carlos Taboada, con sus infatigables misqueños, amagaba tan pronto a Chuquisaca como retrocedía al Valle Grande.  Otros guerrilleros que se hicieron menos célebres, pero que no eran menos activos y emprendedores fueron en sus excursiones hasta las proximidades de Potosí por un lado, y hasta las de Santa Cruz de la Sierra por el otro, consiguiendo ventajas sobre pequeñas partidas de tropas enemigas.  El triunfo más notable obtenido por uno de éstos, segundo de José Félix Borda, a quien ni siquiera nombró su jefe en el parte pasado a la junta provincial, fue el de Samaipata el 26 de marzo, sobre los refuerzos que pedía Goyeneche. El combate duró 16 horas, fue muy sangriento y quedó muerto en el campo el jefe enemigo Joaquín Ignacio Alburquerque, portugués brasilero.

Goyeneche quería, pues, volver inmediatamente sobre sus pasos.  No creo yo que vacilara entre seguir su marcha a las provincias de la Plata o tomar este partido, como se figuran sin razón alguna varios componedores de historia.  Si él se detuvo por cinco meses en Charcas y Potosí, fue solamente porque la estación de lluvias no le permitía volver por el camino de los valles que corta el invadeable Río Grande, ni por el camino de la altiplanicie en que el frío se hace más riguroso que en el invierno y que además queda cortado, como el otro, por los torrentosos aluviones de las quebradas de Arque y Tapacarí.

Su forzosa permanencia en el sur del Ato Perú, le dio tiempo de ejercer a su sabor indignas venganzas.  Aquel hipócrita que mandaba purificar con solemnes ritos religiosos la casa de la Presidencia que había ocupado "el impío Castelli", antes de alojarse él en dicha casa; que se confesaba contritamente y comulgaba besando las baldosas del templo cada ocho días, y que decantaba generosidad y clemencia, hacía enmordazar y exponer públicamente respetables señoras acusadas de haberle llamado zambo o cholo; desterraba a otras a pie con sus tiernos hijos; confiscaba bienes; ordenaba diariamente sangrientas ejecuciones; veía ahorcar al frente de sus balcones media docena de hombres por una simple sospecha de conspiración.

No desaprovechó, tampoco, el tiempo para hacerse dueño de cuantos caudales pudieron encontrarse en la antes opulenta provincia, no sólo para el servicio del rey, sino también para el propio bodoque, como es bien sabido y puesto ya en evidencia por otros historiadores.

Auxiliábale en esto su cómplice de intrigas carlotistas, el arzobispo don Benito María Moxó y Francoli.  Este prelado fanático por la causa que él abrazaba, sea en favor del rey legítimo o de la infanta, fulminaba excomuniones contra los patriotas tan buenos católicos como él mismo; decía que la guerra de los pueblos contra los reyes era atrozmente impía; enseñaba la doctrina de la abyección ante los Calígulas y los Nerones; entregaba a merced de su cómplice los tesoros de la rica iglesia catedral que estaban a su cargo.

El despojo se verificaba ante los dignatarios del cabildo,  Les chanoines vermeils, et brillants de santé.

Solo uno de ellos —D'abord pále et muet, de colére immobile— se atrevió por fin a protestar.  Hablo del canónigo vizcaíno Areta, un héroe que eclipsa a todos los cantados por Boileau en su poema heroico-cómico del Lutrin, quién —es decir el preclaro y animoso Areta— se abrazó de uno de los gigantescos blandones que aún quedaban, y dijo estas memorables palabras, que sólo podía haber proferido entonces un español peninsular y que revelan el desprecio que todos tenían en el fondo por el general criollo.

—¡El zambillo de Goyeneche se burla de nosotros!

A cuyo ejemplo se levantaron los otros canónigos; se sintieron poseídos de santa indignación, y juraron morir mártires de su deber a los pies de sus queridos blandones!

Llegó la estación deseada.  Concluía el mes de abril, que según dicen los labradores de mi tierra, "tiene aguas mil, pero que no alcanza a llenar un barril", y los ríos y torrentes desbordados no podían proteger ya a la heroica Oropesa.  Goyeneche arrojó entonces una última mirada al camino de Buenos Aires y lanzó un hondísimo suspiro.  Su vanguardia, al mando del valiente Picoaga, le había despejado la frontera argentina; Díaz Vélez corría a refugiarse al lado de Belgrano; este eminentísimo americano hacía inauditos, pero muy estériles esfuerzos por reorganizar el ejército auxiliar, y apenas contaba con dos o trescientos hombres.  Sin la maldita Oropesa el Gran Pacificador  habría podido llegar al Plata sin disparar un tiro, mientras las fuerzas brasileras llamaban la atención de la junta de Buenos Aires por otro lado!

Se resolvió entonces lleno de furor.  Dispuso cerrar a la rebeldísima provincia en un círculo de fuego y de hierro, que iría estrechándose hasta anonadar a la ciudad reina de los fértiles valles.  Ordenó a Huisi, que entonces desbastaba la Laguna, tomar el camino de Valle-Grande; Lombera recibió el encargo de bajar de la altiplanicie por la ruta de Tapacarí o de Chayanta, como mejor conviniese; pidió refuerzos hasta de la lejana Santa Cruz de la Sierra; y él mismo tomó el camino de los valles de Mizque, con el grueso de sus mejores tropas, a cuya vanguardia colocó al atroz Imas de imperecedera memoria.

— ¡Soldados! —decía aquel malvado, quitándose la careta de magnanimidad, que nunca pudo tapar el estigma de sus horrendos crímenes de 1809—, sois dueños de las vidas y haciendas de los insurgentes.  Os prohíbo solamente —agregaba el hipócrita que debía profanar los templos—, os prohíbo solamente, bajo pena de la vida, invadir las santas casas del señor!

¿Era realmente cristiano Goyeneche? ¿pensaba lo que es Dios aquel miserable? Yo creo que no; le concedo apenas la religión supersticiosa de los bandidos de la Calabria, que encienden cirios delante de la imagen de algún santo antes o después de un robo o un asesinato.  ´Él se confesaba a menudo, como he dicho, pero no es posible que descubriera entonces toda la lepra de su alma al sacerdote, a quien se proponía engañar más bien astutamente, para contar con el apoyo poderoso de la iglesia.  Mucho más creyente era el gran caudillo de la patria, Belgrano, que procuraba disipar las prevenciones nacidas en una parte del vulgo y fomentadas por Moxó, a consecuencia de las ligerezas e imprudencias de Castelli.

Los patriotas de Cochabamba sintieron la necesidad de reconcentrar sus fuerzas y prepararse a una defensa vigorosa; pero, hasta en esos momentos de inminente peligro, las pretensiones de los caudillos, acostumbrados a mandar cada uno por su lado a sus republiquetas o partidas de montoneros, arrojaron entre ellos un semillero fecundo de disputas y rencillas personales.  No quiero más que recordar de paso estas miserias, en un libro como éste que obedece a un plan especial, muy distinto de las áridas y ciertamente más útiles investigaciones de la severa historia.

Las fuerzas mejor organizadas eran las que obedecían al indomable Arze, que aspiraba a disciplinarlas y castigaba de un modo inflexible a los que se servían del nombre de la patria para entregarse a criminales excesos.  Tengo aquí a mi vista algunas de sus proclamas y órdenes generales, que aún no se han publicado en los libros que andan impresos.  Muchos miserables pagaron con la última pena, que él les impuso, el poco respeto que creyeron les merecían las personas o los bienes de los que llamaban tablas y sarracenos.

Tenía Arze cuatro mil hombres poco más o menos en el partido de Cliza, siendo Tarata su cuartel general.  La infantería era ya entonces mucho más numerosa que la caballería.  Fuera de los millares de caballos que había exterminado la guerra, Goyeneche se había empeñado en no dejar pelo de ellos después de Amiraya, y apenas se salvaron los que fueron conducidos a las crestas más inaccesibles de la cordillera por sus dueños.  Las armas y parque de estas tropas darán siempre a su posteridad la mejor idea del entusiasmo y decisión con que aquellos hombre lidiaban por el sublime ideal que llenaba sus almas, sin considerar los inmensos obstáculos, ni la debilidad de sus recursos materiales.

No llegaban a 500 los fusiles reunidos a costa de increíbles fatigas, y no todos estaban corrientes.  Yo he visto muchos que sólo tenían el cañón utilizable, ajustado a una groserísima culata, sin más que una mecha acomodada en el oído, a la que era preciso que prendiese fuego otro hombre que el que apuntaba el arma.

Los arcabuces de estaño, de que he hablado largamente en otra parte, serían por todo unos 600, pero don Esteban sólo recibió la mitad de ese número y la otra se distribuyó a las tropas de Zenteno.  Llegarían a más de 100 los cañones — de estaño también por supuesto — montados sobre cureñas tan toscas y primitivas, que ya he dicho se asemejaban a las carretillas en que se transportaban piedras.

Las famosas granadas de bronce y de vidrio no alcanzaban a llegar a dos millares. De este modo la mayor parte de los defensores de la patria, sólo tenían la honda, la macana y la lanza que, si pudieron darles la victoria en Aroma, no debían permitirles ninguna esperanza contra las fuerzas coómo las de Goyeneche; pero aquellos hombres se mecían más bien en las más halagüeñas ilusiones y habrían ido a buscar a los tablas con los pechos desnudos y sin más armas que las piedras que pudieran recoger sobre el terreno.  Poco les importaban igualmente las privaciones personales que sufrían.  La ropa con que habían salido de sus cabañas se les caía a pedazos del cuerpo; se les daba un puñado de maíz tostado y un retazo de charqui, y ellos gritaban; ¡viva la patria! E iban por ásperos cerros y fríos páramos, donde quería llevarlos su denodado caudillo.  Tengo, también, aquí, sobre la mesa en que escribo, una orden de puño y letra de don Esteban a su mayordomo de Caine, para entregar cierta porción de maíz a cada uno de los soldados que debían expedicionar con él a Chayanta.

Las tropas con que Zenteno debía guardar el camino que eligiese Lombera, no llegaban ni a tres mil hombres; su disciplina y armamento eran con mucho inferiores a los de las que acabo de describir ligeramente.  ¡Figúrense mis lectores lo que serían! ¡Díganme, sobre todo, si los hombres de hoy pueden compararse con los de aquel tiempo! ¡Díganme  . . . pero, no ¡por Dios, no me digan nada!; porque se me sube la sangre a la cabeza y la pluma se me cae de la mano!

Los dos caudillos patriotas de que estoy hablando tuvieron que hacer frente al mismo tiempo a sus respectivos adversarios.  Zenteno detuvo valientemente por algunas horas a Lombera en las altura de Quirquiave; pero fue vencido, porque debía ser necesariamente vencido, y corrió a refugiarse en las montañas de Hayopaya, en aquella porción de territorio alto-peruano donde los Andes en persona forman hondísimas quebradas, muy distintas de otras que apenas se abren entre los pobres estribos de las gigantescas cordilleras; en Hayopaya, en fin, que tiene su nombre muy glorioso y que no necesita el de Asturias del Perú, que le dan a porfía los historiadores americanos.

Arze salió al encuentro de Goyeneche... Pero, como este caudillo merece por mil razones nuestra atención más que otro cualquiera de aquel tiempo, seguiremos con más espacio sus huellas.

El extenso valle de Cliza termina al este de un ancho y elevado contrafuerte de la cordillera de Yurackasa, que lo separa de los valles de Mizque y de Pocona, formando una meseta menos fría y por consiguiente más fértil y cultivada que la gran Puna, a la que los geógrafos llaman hoy el Llano Boliviano.  Goyeneche debía subir precisamente a ella por alguno de los dos caminos del Curi o de Pocona, igualmente fragosos y escarpados, y cruzarla después en toda su extensión, pudiendo ser hostilizada con ventaja en primer lugar por la infantería en las cuestas y acometido de igual modo en seguida por la caballería en la altiplanicie.  Arze lo comprendió así perfectamente, y resolvió ocupar con sus tropas el pueblo de Vacas, situado en el centro de la meseta, a la orilla de las grandes lagunas a que ha dado su nombre y desde donde podía guardar los dos caminos de que he hablado.

Pero el tiempo, que en la guerra es más precioso que en todas las demás cosas humanas, faltó desgraciadamente para que el caudillo de la patria desarrollase su plan estratégico bien concebido.

El 23 de mayo por la mañana supo en Sacabamba — alturas de Tarata que primeramente había ocupado— la entrada de Goyeneche a la antigua ciudad de Mizque, el 21 por la noche, y la hábil retirada del caudillo Taboada, quién deslizándose por la izquierda del enemigo, trataba de cortar su retaguardia al otro lado del Río Grande.  Seguro entonces de que Goyeneche vendría por la meseta de Vacas, se encaminó a ocupar ésta, como he dicho, forzando la marcha y sin permitir un momento de descanso a su gente, hasta que ya muy cerrada la noche, consintió en que acampara éstas en los Paredones, cerca del pueblo de Vacas.

Uno de los suyos me ha referido que aquella noche no quiso que se desensillaran los caballos; que dio orden de ponerse en marcha al primer toque de los clarines, y que él veló personalmente a caballo, adelantándose muchas veces por el camino.  Me ha asegurado igualmente que serían las cuatro de la mañana, cuando supo por un indio del lugar, que había ido el día antes a Pocona y volvía por sendas extraviadas,  la noticia de que el enemigo debía levantar probablemente su campo de la villa del Chapín de la Reina (1) antes de amanecer, y que, profiriendo un gran grito de cólera, dispuso dar al momento la señal de marcha convenida.

Quería él posesionarse de la cima de la cuesta antes de que el enemigo llegara a ella.  Desde tan ventajosas posiciones hubiera entonces causádole inmenso daño, obligándole a retroceder harto escarmentado, o venciéndole tal vez definitivamente.  La desventaja de las armas podía compensarse desde allí con las que ofrecía a mano la naturaleza.  Los robustos vallunos habrían sepultado bajo las piedras de la cuesta sus dominadores, como los montañeses de la Suiza, que combatieron así mismo, sin armas, por su libertad.  Pero faltó tiempo, como ya he dicho, y el caudillo de la patria se vio en la necesidad de dar la batalla en las peores condiciones.  La vanguardia enemiga, a órdenes de Imas, coronaba las alturas, cuando los patriotas pudieron distinguirlas a los primeros rayos del sol de aquel nefasto día 24 de mayo.

Burlado cruelmente por la ciega fortuna, resolvió entonces el animoso Arze esperar al enemigo en el punto donde sólo había conseguido llegar por más prisa que se diera, y que tiene el nombre de Quehuañal.  Colocó sus grandes cañones de estaño en una pequeña altura, a su izquierda; formó en primera fila a sus escasos fusileros y arcabuceros, y ordenó convenientemente a la retaguardia su caballería; poniéndose él mismo a la cabeza de ésta; porque comprendía que no le era ya posible confiar más que en sus lanzas sobre aquel terreno.  Imas desplegaba entre tanto sus guerrillas, y el grueso de las tropas de Goyeneche ganaba apresuradamente el último peldaño de la cuesta de Pocona.

Desde los primeros tiros que cambiaron los combatientes, comprendieron los patriotas la inmensa desventaja de sus armas.  Los proyectiles arrojados por los cañones y arcabuces de estaño no alcanzaban a ofender al enemigo, cuando las balas de éste sembraban ya la muerte en sus filas, y sucedía lo mismo, y con mucha más razón, con las granadas.  Muy pronto se hizo oír también por ellos el estampido de los verdaderos cañones de bronce de la artillería enemiga, y se vieron expuestos sin defensa posible a la metralla.  ¿Qué más puedo deciros? Lo único serio de parte de los patriotas debía ser y fue la carga de sus escuadrones valientemente conducida por su caudillo. Pero los soldados de Goyeneche habían sido enseñados, sobre todo, a resistir en cuadros a las caballerías, con que principalmente contaban sus enemigos, y los formaban agrupándose en el momento oportuno, hasta sin esperar la orden de sus jefes, de modo que los ya diminutos escuadrones de Arze es estrellaron inútilmente en esos muros de hombres erizados de bayonetas, que pocas veces consiguen romper las caballerías mejor organizadas.

Una hora después de haberse disparado los primeros tiros de las guerrillas de Imas, el feliz Goyeneche se veía vencedor por tercera vez de "los incorregibles insurgentes de Cochabamba".  El campo estaba sembrado de no pocos cadáveres.  Dicen que fueron treinta los del ejército victorioso. No lo creo, y no haré pleito por ello.  Lo que aseguro es que fueron muchos los de los patriotas, pero nadie se tomó el trabajo ni de contarlos.

— ¿Para qué íbamos a contar? —decía uno de los jefes españoles— ¿Qué significa esa canalla de mestizos, que nos ha obligado a volver a exterminarla, cuando podíamos estar camino a Buenos Aires?

Don Esteban Arze huyó con pocos soldados de caballería, tomando a su derecha el camino del Curi, no para poner en salvo su persona, como decía el vencedor que se atrevía a llamarle "inquieto y cobarde insurgente", sino para buscar inmediatamente a Taboada, con quien debía arrojarse pocos días después a la temeraria empresa de querer apoderarse de Chuquisaca, para volver a retar a su enemigo del punto más inesperado.  Pero perseguido por la suerte adversa que cupo a todos los grandes caudillos de la independencia en los primeros años de la guerra y que sólo debía ser vencida por la más admirable constancia del heroísmo, fue derrotado nuevamente por la tropa de guarnición de aquella plaza, en el punto de los Molles, a una legua escasa de la antigua Charcas, cuyas blancas torres y elegantes edificios contemplaba desde el campo de batalla, anhelando llevar hasta ellos su bandera; y se retiró entonces al partido del Valle-Grande, para seguir luchando siempre por la patria y sufrir más amargos desengaños.  Dieciocho patriotas, que cayeron vivos en manos de sus vencedores en los Molles, fueron fusilados la tarde del mismo día.  Taboada siguió al sur con algunos de sus parciales y fue cogido en Tinguipaya y ahorcado en Potosí con tres de ellos.  Su cabeza desecada en sal y remitida a Chuquisaca, quedó expuesta por mucho tiempo en los Molles.  Los últimos patriotas de aquella animosa e infatigable tropa, que intentaron pasar a todo riesgo la frontera para incorporarse al ejército auxiliar, fueron cogidos, en fin, en Suipacha, y los que no murieron en la horca afrentosa, se vieron condenados a agonizar lentamente en el espantoso presidio de Casas Matas, del que tengo que referiros muchas cosas en su tiempo y lugar.

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