Juan de la Rosa

Capítulo XXII

EL LOBO, LA ZORRA Y EL PAPAGAYO

A pesar de que don Pedro Vicente Cañete prevenido de antemano por una carta del docto licenciado don Sulpicio, grande amigo y admirador suyo, se fue a derechura a honrar con su persona la casa de doña Teresa, no se había librado ésta de correr en parte la suerte que cupo indistintamente a todas las de los criollos ricos de la ciudad.  Invadida por un grupo numeroso de soldados ebrios, que habían dado muerte al infeliz pongo, comenzó el saco de ella por el oratorio y la sala de recibimiento.  Nada conseguía Cañete con sus melifluas amonestaciones, ni iracundas amenazas.  Por fortuna, llegó a la sazón el feroz Imas, con el objeto de ponerse de acuerdo con el digno asesor de Goyeneche, para cumplir órdenes de éste, "en servicio urgentísimo del rey" que ya veremos en seguida, y un solo grito suyo bastó para ahuyentar a la soldadesca despavorida, que no pensó ya más que en cargar con lo que pudo en las mochilas y los bolsillos.

Encontré yo las puertas desquiciadas.  El pongo yacía bañado en sangre, desnudo, sobre su estrado, a los pies del cuadro del arcángel San Miguel; todo el patio estaba sembrado de muebles rotos, urnas destrozadas y santos de estuco cruelmente mutilados y despojados de sus lujosas ropas de lama y resplandores de oro y plata.  La señora que había vuelto muy confiada aquella mañana con sus hijos y sus criadas, había tenido que refugiarse en las habitaciones interiores, donde sufrió las más mortales angustias, hasta la llegada salvadora de Imas.

Cuando me presenté en su dormitorio, cuya atmósfera apestaba con el olor a tabaco y anís —indicio seguro de su tremenda cólera, según saben mis curiosos lectores— se arrojó hecha una furia sobre mí, como si yo tuviese la culpa de lo que había ocurrido.

— ¿Qué quieres todavía aquí, insoportable vagabundo? —me preguntó, disponiéndose a sacarme los ojos; pero su feroz egoísmo se sobrepuso inmediatamente a todo otro sentimiento.

— ¡Oh, mis cruces! —exclamó—. Está bien... ahora es imposible... mañana... lo veremos —continuó señalándome la puerta.

No puedo deciros exactamente lo que aquella carta contenía.  Sólo creo que ella debió ser el último adiós de un hermano moribundo, implorando la protección de la señora para aquel "otro más desgraciado que él".

Me encaminé maquinalmente a mi cuarto.   Quería encerrarme a solas y llorar... ¡No tengo necesidad de deciros cuál era el estado de mi ánimo, después de las impresiones que  había sufrido aquel nefasto día 27 de mayo de 1812!

Al salir al patio, vi profusamente alumbrados los cuartos destinados para alojamiento del doctor Cañete.

— Hágase de cualquier modo.  Cogerlos y a la horca o al banquillo.  ¿Qué más quiere vuestra merced? —decía o más bien aullaba adentro un hombre, o un lobo en figura humana.

— Se hará.  Todo se consigue con maña, señor brigadier.  Los militares sólo quieren irse a la bayoneta... Calma, querido amigo. "Despacio que estoy de prisa", diré yo, como su Majestad el rey don Carlos III, que Dios tenga en su gloria,  contestaba otra persona con acento melifluo y zalamero, que parecía una beata.

— No quede ni semilla de insurgentes.  Delicta majorum immeritus lues, Romane! —gritaba la voz de falsete de nuestro antiguo conocido el licenciado.

Me acerqué a una de las ventanas, y al través de la rejilla de alambre y de los vidrios, pude ver a los personajes que hablaban de aquel modo y seguí escuchando su conciliábulo.

Los dos personajes que yo veía entonces por primera vez estaban sentados sobre sitiales, teniendo entre ellos una gran mesa redonda, sobre la que brillaban un candelabro de cinco luces y una escribanía de plata sobredorada.  El licenciado de pie, con el sombrero bajo el brazo, cogido siempre de media caña su querido bastón con borlas, se mantenía a respetuosa distancia.

El que hablaba aullando era de más de cuarenta años, de mediana estatura, seco, acartonado. Tenía escasos cabellos grises, frente deprimida, ojos saltones, que parecían nadar en sangre, nariz de dogo, boca grande, barba saliente, con pequeñas cerdas que la navaja no había podido limpiar en muchos días de viaje y campaña.  Vestía uniforme militar usado y raído.  Conservaba puesto y echado para atrás su sombrero grasiento y abollado.  Fumaba cigarrillos de papel, encendiendo uno tan pronto que había arrojado la cola de otro sobre la mesa o la alfombra.  De cuando en cuando sacudía el polvo de sus botas destalonadas, con un látigo de mango de plata.

El de la voz meliflua de beata era de menos edad, más alto, delgado, ágil y listo.  Parecía organizado expresamente para hacer las más graciosas contorsiones del cortesano, o arrastrarse por el suelo como una culebra.  Su cabellera negra, larga, rizada, de color pálido, sus ojos pequeños, vivos, penetrantes, la nariz chata, los labios gruesos, denotaban un mestizo tal vez de las tres sangres española, cobriza y africana.  Su traje semejante al del licenciado, era más rico, más cuidado, como el de un pisaverde de aquel tiempo.  En aquel momento escribía apresuradamente en grandes pliegos amarillentos de papel de oficios.

Supe después que el hombre que aullaba era el célebre coronel don Juan Imas, el chapetón más fanático por su causa, el más inexorable de todos, insaciable de sangre y de oro, muy digno de acabar como uno de los famosos conquistadores del siglo XVI, a quien los indígenas dieron a beber derretido el metal que tanto ansiaba.  En cuanto al otro hombre de la voz de beata, supuse desde un principio que sería, y era en efecto, el paraguayo don Pedro Vicente Cañete, asesor de Goyeneche.  Gozaba ya gran fama de sapientísimo y admirable político entre los españoles y sus parciales, por su "dictamen sobre la situación de las colonias españolas", dirigido al virrey en 1810 y publicado por los patriotas en la Gaceta de Buenos Aires, documento notabilísimo, en el que exponía con clara penetración los peligros que amenazaban al régimen colonial, y aconsejaba con cinismo corromper cuanto antes con dádivas, honores y distinciones a los americanos influyentes mientras volviese a cimentarse el poderío español y fuese posible castigar severamente lo que por el momento se debía disimular.  Nadie sabía como él cautivar los corazones por medio de la lisonja; cada una de sus palabras era un halago; perpetua sonrisa animaba su pálido semblante; tenía maneras encantadoras; "era una dama", según decían sus admiradores ensalzando su amabilidad.  Sabía, también deslumbrar como nadie a los incultos y groseros hombres de su época, dejando caer alguna profunda máxima de sus labios, o trayendo a pelo o contra pelo alguna cita histórica, lo que le daba opinión de erudito.  Ya le hemos oído desde sus primeras palabras llamar "mi querido brigadier" a su compinche militar, que no era más que coronel, y apoyarse en un dicho de Carlos III cuando le apremiaban los negocios.  Tengo para mí que se inspiraba constantemente en el Príncipe y los Comentarios a Tito Livio del secretario florentino.  Este Maquiavelo del Paraguay debía dejar, en fin, larga y fecunda prole para desgracia de la república, como otros tipos de que he ido hablando en mis memorias.  No hay tiranuelo de mi país que no haya tenido a su servicio a algún Cañete.  ¡Cuantas veces he oído decir como en aquel tiempo: "es una dama y un pozo de ciencia", refiriéndose a alguno de estos zalameros y embaucadores "hombres de Estado".

— He aquí por dónde hay que comenzar, mi querido y fogoso don Juan —dijo Cañete, colocando su pluma en el lugar correspondiente de la escribanía.

— ¡Adelante! — contestó Imas con impaciencia.

— Su señoría dirigirá la siguiente nota circular a los alcaldes y regidores del Cabildo, a los curas y a los guardianes de los conventos: "Restablecida la tranquilidad en esta leal y valerosa ciudad de Oropesa del valle de Cochabamba, por las armas del rey nuestro señor, que Dios guarde, es de todo punto indispensable que el culto divino se celebre con el brillo y la pompa dignos de un pueblo eminentemente católico, apostólico y romano; y como el día de mañana es el destinado a la solemne fiesta del Corpus Christi"...

— ¡Demonio! Yo no entiendo una palabra de lo que vuestra merced está leyendo ahí, señor doctor —le interrumpió el coronel, dando un golpe con su látigo sobre la mesa—. Su señoría me ha dicho que hemos de constituirnos en junta de purificación de esta rebelde ciudad, para juzgar y ahorcar sumariamente a todo pícaro insurgente,  y vuestra merced me sale ahí con su fiesta y procesión de Corpus!

— Calma, mi querido brigadier —repuso Cañete con su más plácida sonrisa—. Los militares son una pólvora  . . . los rayos de la guerra, como dice...

— Nada importa quién lo dijo; lo que importa e...

— Sí, mi valiente amigo; lo que importa es castigar ejemplarmente a los ingratos y rebeldes vasallos del rey.

— ¡Hum!... no lo entiendo.

— Ahora lo entenderá vuestra merced.

Diciendo esto Cañete tomó otro pliego, volvió a sonreír y leyó: "Indulto general en nombre del rey"

Imas se puso en pie y aulló una enérgica interjección española que no se encuentra en el diccionario, ni es posible trasladar al papel.

— No aguanto más, señor doctor —dijo ahogándose de cólera—. Yo... yo... ¡vamos! No soy un muñeco!

Cañete parecía más complacido.

— Divis orte bonis, optime Romulae —comenzó a decir el licenciado don Sulpicio, y hubiera repetido la oda entera de Horacio, si una mirada de Imas no le hiciera enmudecer y quedarse clavado como una estatua.

— Entre paréntesis ¿qué quiere este original? —preguntó el coronel a Cañete.

— ¡Ah! Se me olvidaba... es mi docto amigo, el señor licenciado... no, el señor doctor de quien he hablado tantas veces con su señoría —respondió Cañete con su sonrisa más encantadora—. Perdone vuestra merced, mi don Sulpicio —continuó dirigiéndose a este, para conducirle hasta la puerta—, perdone vuestra merced, si le he detenido tanto tiempo.  El placer de verle, de estrecharle entre mis brazos... ¡ya se ve! Vuestra merced no es lingua amicus, verbo tenus! Mañana... a cada instante nos veremos.

El licenciado se deshacía en reverencias y contorsiones, pero no osó resollar, mirando de soslayo, con temor al furibundo coronel, y salió andando de espaldas hasta el patio.  Una vez en éste, respiró; se puso apresuradamente el sombrero, y echó a correr hasta su casa.  Cañete cerró tras él la puerta y volvió riendo a ocupar su sitial.

— El muñeco irá ahora a repetir por todas partes lo que ha oído —dijo—. Vea vuestra merced la conclusión de nuestro indulto, mi exaltado y carísimo brigadier.

Imas hizo un movimiento de cólera.

— "Pega, pero escucha", diré como Temístocles, mi fogoso don Juan! —exclamó el paraguay—. Oiga vuestra merced.

Y siguió leyendo:

— "Indulto a nombre del rey, etc. A condición de prender o denunciar a los cabecillas e instigadores de la insurrección; y advirtiendo que si los culpables no se presentan en el acto, o cuando más en  el término de tres días, a las justicias establecidas y a sus respectivos párrocos, serán juzgados militarmente como contumaces y...

— ¡Por Santiago! Vuestra merced sabe más que las arañas ¡Vamos! Vengan esos cinco... apriete, señor doctor! — exclamó Imas transportado de alegría.

Desgraciadamente en ese momento oí ruido de pasos en el zaguán, y vi aparecer un grupo de oficiales, que venían sin duda a pedir órdenes de aquellos personajes; por lo cual me fue preciso abandonar mi puesto de observación y dirigirme definitivamente a mi cuarto.

— ¡Dios mío en qué garras ha caído mi pobre país! —pensaba yo a pesar de mis pocos años.

Me arrojé vestido sobre mi cama; quise llorar y no pude.  No os diré el dolor, las mortales angustias que sufrí durante toda aquella noche.  Pensaba en mis amigos, en los que habían muerto... en los peligros que amenazaban a los que aún vivían  . . . Para mayor tormento comencé a oír tristes plañidos cerca de mi cuarto, por la parte del jardín.  Habían depositado en el corredor el cadáver del pongo, y su pobre mujer, llegada de no sé cómo aquella noche del campo, le velaba en compañía de Paula.  Una y otra dirigían alternativamente sus quejas al muerto, en esa especie de canto monótono que usan las mujeres indias en tales casos.

— Eras mi padre y mi madre —plañía la esposa en quichua—, eras mi único arrimo y consuelo... ¿con qué valor me has dejado? ¿no oyes, acaso, mis lamentos?...

—¿Cómo has tenido corazón para abandonar a tu pobre compañera? —decía a su vez la caritativa Paula—. ¿Es posible que no respondas cuando te llama? ¿vas a dormirte así en el seno de la temible Pacha mama?

La naturaleza pudo más al fin sobre mí que todos los dolores del alma.  Cerca ya del amanecer me quedé dormido pesadamente... ¡Debéis pensar, mis caros lectores, que entonces era apenas un niño de doce años el que hoy anciano os cuenta, con sencillez y verdad, los tremendos sucesos de 1812!

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