Juan de la Rosa

Capítulo XXIII

DE LA EDIFICANTE PIEDAD CON QUE EL CONDE DE HUAQUI CELEBRÓ LA FIESTA DEL CORPUS, DESPUÉS DE SU VICTORIA DE "LA ELEVADA MONTAÑA DE SAN SEBASTIÁN"

Serían las ocho de la mañana cuando me desperté al día siguiente, vestido en mi cama, con mi almohada mojada por las lágrimas que había derramado en mi sueño.  El claro sol de aquella estación seca del año a la que llamamos invierno en mi país de eterna primavera, brillaba en mi cuartito penetrando por la puerta que yo no me había acordado de cerrar aquella noche.  Oí trajinar como de costumbre a los criados en el patio; me pareció que hablaban alegremente, que reían, que se preparaban con afán a concurrir a una gran fiesta.  Las campanas de la Matriz llamaban con bulliciosos repiques a misa solemne; tronaban camaretas y petardos; no sé qué cuadrilla de danzantes pasaba por la calle, tocando cajas y zampoñas... ¿He padecido, acaso, una espantosa pesadilla en esta noche que me parecía eterna? —me pregunté ¾ .  ¡No es posible que Goyeneche haya venido a mi país!  Mi afán de ser soldado me ha hecho soñar un combate inverosímil entre las mujeres y los niños de Cochabamba con un ejército poderoso... Voy a ver a Luis.... iremos juntos a casa de la abuela.  ¿Cómo se han de reír de mí cuando les cuente lo que me ha pasado!

— Clemente, el doctor... su merced el señor Cañete, pide agua tibia para afeitarse —chilló Feliciana en el pasadizo.

— Allá voy,  qué gusto de servir al ilustrísimo doctor Cañete —respondió el zambo desde la cocina.

Estas palabras me volvieron a la conciencia de la tremenda realidad.

— ¡Ay, Dios mío! Esta es la celebración del Corpus Christi, que manda hacer don José Manuel de Goyeneche, a quien vi ayer a caballo en la Matriz, empeñado en matar mujeres y ancianos! —exclamé corriendo al convento donde agonizaba mi maestro.

— ¡Eh! Niño don Juan, buenos días —me gritó Clemente saliendo al patio con la caldera en la mano.

— Hoy es día de estreno... ¿por qué no se pone vuestra merced el terno nuevo que le mandó hacer la señora Marquesa?

Yo lo miré con asco y seguí mi camino.  En el patio principal había algunos indios con largos ponchos negros de lana, quienes después de haber concurrido al entierro de sus compañeros, limpiaban la casa, a órdenes de un mayordomo viejo, que los había traído de una de las haciendas más inmediatas de doña Teresa.  La señora estaba recogida aún en su dormitorio y me condujo a su presencia.

La encontré vestida y sentada en su ancho catre de madera barnizada, con cortinajes de rojo damasco.  Tenía la cabeza amarrada con un pañuelo de seda amarillo y fumaba su indispensable cigarro de papel, en que ponía dos terceras partes de tabaco, una de anís y un granito de almizcle.  Me miró fijamente y me dijo:

— Si vas al convento, dile a Fray Julio que estoy enferma muy sufrida... ¡oh! La jaqueca ¡sea todo por mis culpas, bendito Jesús mío! Dile, también que mañana enviaré al campo al mismo Padre Aragonés, y quizás al físico que me ha ofrecido el señor Cañete . . . ¡Ay! No puedo  . . . no puedo ni hablar, Juanito! En fin, yo mandaré después a mi confesor al Reverendo Padre Comendador de la Merced.  Vete, hijo mío... ¡ah! Que te den de almorzar en la cocina; porque el comedor está dispuesto para don Pedro Vicente y sus amigos.

— Se hará como manda vuestra merced, señora, mi ama —dijo en seguida la negra y me llevó a la cocina.

Yo comí con avidez lo que me dieron.  Hacía más de veinticuatro horas que no había tomado ni un bocado.

Las calles estaban desiertas y silenciosas.  Por todas partes descubría las huellas del pillaje y la matanza del día anterior.  Entre tanto no cesaba ni un momento el alegre repique de las campanas.  En las esquinas clavaban apresuradamente postes de madera, para levantar altares.  Vi en la puerta de la Matriz dos o tres comparsas de danzantes, a quienes daban de beber sus respectivos mayores, o sean los devotos que las habían formado, para solemnizar la procesión.

Debo deciros aquí, muy de paso, porque el momento no es oportuno, que aquella fiesta era el acontecimiento más notable de cada año, en el marasmo de la vida colonial.  Ya no es posible que os forméis idea del entusiasmo general que despertaba; de los sacrificios que hacían las clases más pobres y humildes para los estrenos; de los grandes altares cubiertos de telas preciosas, espejos, vajilla de plata, urnas, santos y candelabros, que se elevaban más alto que los techos de las casas de dos pisos; de la infinita variedad de danzantes que a ella concurrían; de la inmensa cantidad de cántaros de chichas y botellas de mistela que se consumían durante una semana hasta el octavario.  Lo que ahora veis es nada.  Los concejos municipales por un lado y la difusión de las escuelas por otro, han extinguido casi por completo esas costumbres de "los buenos tiempos del rey nuestro señor" Algunos viejos, como yo, dicen que la piedad se muere; pero yo pienso que son el fanatismo y la ignorancia los que ya no pueden vivir a los rayos del sol de 1810.  Si el sabio barón de Humboldt, a quién espantaron aquellas cosas, hasta el punto de hacerle creer que los indios estaban más sumidos en la idolatría que antes de la conquista, pudiera hoy levantase del sepulcro para correr nuevamente los sitios de las cordilleras" diría con asombro: "esta es la misma espléndida naturaleza que yo he descrito, pero no veo ya aquí los salvajes que encontré, sino hombres que parecen muy civilizados". Y si preguntase: "¿quién ha podido hacer este milagro?" , contestaría yo: "las espadas de Arze, Belgrano, San Martín y Bolívar; la sangre de Murillo y de millares de mártires, entre los que se cuentan las pobres mujeres, los bulliciosos niños de mi querida Oropesa".

A pesar del imperio de las costumbres seculares, no era posible que el Conde de Huaqui consiguiese celebrar la fiesta con la pompa y regocijo de que he hablado.   Mis lectores se sorprenderán, más bien, de que le intentase, después de los horrores de que había sido víctima la ciudad el día anterior y cuando una parte de la soldadesca desbordada seguía cometiéndolos aún en los alrededores.  Pero el Conde contaba además con un sentimiento que conduce a la flaca humanidad a hacer las cosas más admirables:  el terror, mis jóvenes amigos; el terror que deificaba a los Calígulas y los Nerones; el terror que seca las lágrimas de los dolientes para hacerles sonreír amablemente a los verdugos; el terror que arrastra a los pies de los tiranos a las multitudes; el terror que hasta hace valientes a los hombres para luchar en defensa de lo que les inspira más miedo que la misma muerte; el terror, en fin, que convierte en implacables perseguidores de sus hermanos a los que nunca creyeron hacerles ningún daño y que sin él seguirían amándolos y consolando sus dolores.  Y si no hubo entonces los grandes altares, las infinitas comparsas de danzantes, la innumerable multitud devota de otros años, no faltó quienes erigiesen aquéllos apresuradamente a menos altura de la acostumbrada, quienes exhibiesen tres o cuatro comparsas, quienes concurriesen a la procesión, para merecer una mirada del héroe de San Sebastián, y quienes tratasen de asegurar su cabeza sobre los hombros entregando la de sus amigos, o aplaudiendo las sangrientas ejecuciones que el mismo día tuvieron lugar en medio de los repiques de las campanas, de los cantos religiosos, de las músicas, y danzas, y embriaguez del pueblo esencialmente católico a la manera que lo habían hecho el fanatismo y la codicia de sus conquistadores!

Aquella mañana se había publicado el famoso indulto en nombre del rey.  Veíalo yo fijado en todas las esquinas, en grandes pliegos, manuscritos por supuesto, porque la imprenta no existía en ninguna parte del Alto Perú.  Los primeros vecinos que tuvieron conocimiento de él se apresuraron a salir de los templos o conventos en que se habían asilado, para ir a ver sus casas saqueadas, consolándose con la idea de salvar a lo menos intacto el pellejo.  Pero se les decía inmediatamente que les era preciso presentarse ante su señoría, e iban entonces a ofrecerle sus homenajes:

—Está bien —contestaba el invicto general—, yo he venido a enjugar las lágrimas de los fieles vasallos del rey nuestro señor, a quienes los insurgentes, los ingratos y perversos enemigos del altar y del trono, atormentaban bárbaramente, olvidando que debían su odiosa vida a mi clemencia.  Hoy están todos los buenos al amparo de las armas de su majestad; pero es preciso castigar a los malos... La comisión, que actualmente se ocupa de juzgarlos, necesita saber sus nombres, apoderarse de los que intentan evadirse.  ¡Ay del que los auxilie en su fuga! El que no denuncia al criminal se hace su cómplice y será igualmente castigado.

Veía estremecerse a estas palabras a los que menos tímidos parecían; muchos perdían el uso de la palabra y se desplomaban descoyuntados.  Sonreíase entonces, les deba una palmadita familiar en el hombro, y agregaba:

— Pero vuestra merced nada tiene que temer, mi querido amigo.  Yo sé que nunca se ha contaminado... ¡Vamos! Es indispensable que auxilien mis esfuerzos todos los buenos vasallos del rey don Fernando VII, que Dios guarde.  ¿Sabe ya la comisión lo que vuestra merced ha debido decirle de mi parte? ¿qué dicen Imas, Berriozábal y Cañete? ¡Oh! ¡que penoso es el deber de castigar!

Algunos patriotas notables habían caído ya en manos de los vencedores el día anterior, y muchos fueron presos en este Corpus Triste, como después le llamaron.  Estaban en capilla, esperando la muerte en horca o garrote, para el momento en que terminase la procesión.  Eran treinta poco más o menos, pero nuestros historiadores sólo recuerdan a los muy principales: Gandarillas, Ferrufino, Zapata, Azcui y Padilla.

En la portería del convento encontré al venerable Guardián hablando con un militar vestido de uniforme de gran parada, que era nada menos que Zubiaga, el mismo que se había apoderado de la casa y todos los bienes susceptibles de inmediata apropiación del miembro de la junta provincial don Juan Antonio Arriaga.

— Perdone, vuestra merced, señor comandante... se lo ruego por Dios y todos los santos de la corte celestial —decía el buen Padre Escalera, estrechando entre sus manos temblorosas la de aquel miserable—. La comunidad tiene que auxiliar en este momento al moribundo... Oiga, vuestra merced; ya principia el canto solemne del miserere en su celda... Tan luego que concluyamos, entrará vuestra merced en ella.

— Bueno . . . ¡qué lo he de hacer! ¡Acaben con mil de a caballo! —respondió el dignísimo ayudante e intendente de ejército del cristianísimo Conde de Huaqui.

El Guardián iba a volver apresuradamente al lado de mi maestro; pero me vio y se detuvo un instante para darme a besar su mano.

— Sígueme, hijo mío —dijo después bondadosamente.

El comandante se sentó de mal humor en una banca de madera que allí había, y se dispuso a encender un cigarro con el mechero.  La comisión que motivaba su presencia en aquel sitio era apoderarse de los libros y papeles que pudieran encontrarse en la celda de Fray Justo, "un hereje e insurgente fraile, indigno discípulo del gran doctor de la iglesia, a quién sería preciso enviar ante la Inquisición de Lima, si por desgracia no se moría".  Esto lo supe algunos años después, de los labios del capitán Alegría, quien oyó palabra por palabra la orden verbal de Goyeneche.  Probablemente alguno de los "buenos vasallos del rey", cuyo celo en servicio del monarca sabía despertar tan eficazmente el señor Conde, le daría a éste los informes más fidedignos sobre "el fraile atrevido" que se colgó de las riendas de su caballo, para impedirle castigar con su propia mano, en el templo, al "mal español don Miguel López Andreu".

El canto de miserere resonaba en el claustro silencioso y desierto, cuando el Padre Escalera y yo nos dirigíamos a pasos apresurados a la celda de mi maestro. "Ece enim in iniquitatibus conceptus sum", cantaba la comunidad compuesta de cinco a seis religiosos a lo más, quienes se habían colocado en fila a cuatro pasos del lecho del moribundo.  El Guardián tomó su puesto, para seguir inmediatamente el canto en el punto en que estaba, con voz menos cascada de lo que debía en su avanzada edad: "ecce enim veritátem dilexisti"... Yo me arrodillé en un rincón de la celda, de modo que pudiese ver al moribundo.

Nada más imponente que aquella escena.  El miserere, que siempre conmueve bajo las bóvedas del templo o en cualquiera situación, es tremendo, irresistible al lado de un hombre en la agonía...  La misma salmodia usada por la Iglesia, parece irremplazable por cuanto pudiera concebir el genio músico del más inspirado artista.  El hombre que entonces agonizaba era, por otra parte, un mártir, un justo, que había sufrido todos los dolores de este valle de lágrimas y luchando con valor en el combate de la vida.  Estaba recostado sobre sus almohadas, con los ojos cerrados, pero sus labios se movían, siguiendo con un murmullo apenas perceptible el canto de sus hermanos.  Su pálido semblante reflejaba la serenidad interior de la conciencia... Perdonadme, lectores míos, vosotros que habéis venido a este mundo en época distinta de la mía: ¡yo vi una aureola de luz que rodeaba su espaciosa frente! Cuando la comunidad salmeó el último versículo "domine, ui acuto bonae voluntatis tuae" le oí responder distintamente: "intelige clamorum meum".  En seguida abrió sus ojos, para mirar al cielo, y exclamó con voz fuerte: "lux ultra!"

Todo había concluido  . . . El alma desprendida de la materia volaba a la región luminosa que había visto abrirse más allá de la existencia terrenal! El Guardián se aproximó a la cabecera del lecho, para cerrar piadosamente los ojos del muerto, y la comunidad desfiló silenciosamente por el claustro solitario.

En ese momento entró el comandante Zubiaga, con el cigarro en la boca y el sombrero puesto de lado sobre una oreja, a la manera de los matones.

— Es cosa de un instante, Reverendísimo Padre —dijo el miserable, arrojando el cigarro y sacando una gran tijera de sastre del bolsillo del faldón de su casaca.

—Pero vuestra merced ha llegado muy tarde —contestó impasible el octogenario Guardián—. Mi hermano, que está libre en el cielo, no puede ya decirle lo que hizo de los papeles que tenía ocultos en el colchón de su cama.  Vea vuestra merced —concluyó, levantando la sábana y mostrándole una ancha abertura en el colchón.

— ¡Demonio de frailes! Parecen realmente hechiceros  . . . ¡oh! Nos veremos —repuso Zubiaga, amenazando con el puño al anciano sacerdote.

Este lo miró fijamente, y le señaló la puerta, diciéndole con voz firme.

— Voy a rezar al lado de un muerto, señor comandante.   Si vuestra merced no sale, yo iré a decirle a don José Manuel Goyeneche que los defensores del altar no respetan a Dios, ni a sus ministros, ni al más terrible de todos que es el que abre las puertas de la eternidad. ¡Ah! —continuó, oyendo los repiques y cohetes que anunciaban haber salido la procesión a la plaza—, he ahí lo que es la religión para los españoles!

Zubiaga avanzó un paso en ademán amenazador.  El Guardián levantó una cruz que estaba en la mesa entre dos cirios, y se arrojó sobre él, obligándolo entonces a huir despavorido. Yo creo que de otro modo el Padre Escalera lo hubiese descalabrado con el instrumento de muerte del Salvador.  ¡Qué grande e imponente estaba en aquel momento el reconstructor del templo de San Agustín!

No os he dicho aún, ni voy a intentar deciros lo que yo pensaba y sufría arrodillado en mi rincón, derramando abundantes lágrimas y conteniendo mis sollozos.  Eso es imposible.  Sabéis ya toda la humilde historia de mi infancia y podéis comprender muy bien mi dolor... Recuerdo sí, perfectamente, que cuando el oficial español amenazaba al Guardián, me puse de pie y di un saltó para interponerme.

Pensaba echarme a los pies del agresor para hacerle caer de bruces en el suelo, y no hubiese parado sin sentarme sobre su cabeza.

Pero él huyó, como ya sabéis, y entonces corrí a besar la mano del muerto, que colgaba a un lado del lecho, y permanecí allí mucho tiempo, repitiendo maquinalmente las preces del venerable anciano, que se había arrodillado junto a mí en la cabecera.

— Oye, hijo mío —me dijo éste por último, tocándome en el hombro.

Me volví a mirarlo atontado.  Estaba ya de pie, y tenía en la mano un misal lujosamente encuadernado, con cantos dorados.

— No pierdas ni un instante —continuó—. Esto te pertenece por encargo de Fray Justo  . . .  Ocúltalo cuidadosamente... ¡vete!

Yo tomé maquinalmente el misal; lo envolví en un paño, que me presentó el Padre; besé por última vez las manos de muerto y salí.

La procesión había terminado.  Debió naturalmente ser poco concurrida.  Supe más tarde que el Conde de Huaqui asistió seguido de su estado mayor, sus asesores Cañete y Berriozábal y unos diez o doce vecinos notables, "vasallos fidelísimos del rey" por el terror.  La inmensa masa  popular que inundaba otras veces las calles y la plaza, estaba representada apenas por tres o cuatrocientos miserables, de lo más abyecto y perdido del populacho.  El Conde había tomado,

como le correspondía, el guión.  Su aire era humilde y contrito  . . . rezaba en alta voz, arrodillado ante los altares! Hubo tarasca y gigantes, lechehuairos y tactaquis.  No había sido posible reunir  a los faillires, es decir a los únicos danzantes pasables y decentes, pues eran niños lujosamente vestidos a la manera de los treces de Sevilla, que bailaban cantando alrededor de una percha, en la que trenzaban cintas de todos los colores, pendientes de la punta del palo, que sostenía el devoto más alto, corpulento y robusto, elegido para el efecto.  Cuando yo salí a la plaza, las tres comparsas de que he hablado divertían aún a los curiosos; los diablos de ellas, todas los tenían con máscaras cornudas, trajes de arlequín y largas colas,  hacían grotescas contorsiones y gestos obscenos, mereciendo estrepitosos aplausos y risotadas.

Seguí mi camino; pero me detuvo muy pronto un espectáculo sorprendente, que era inconcebible en aquel tiempo, a pesar de todos los horrores ya cometidos por las tropas de Goyeneche.  Una partida de soldados traía por la calle de las Pulperías, unas veces arrastrado, otras empujado por las culatas de sus fusiles, a un religioso de la Recoleta, franciscano descalzo, de los de hábito gris, de jerga ordinaria.  El religioso no se resistía de ningún modo.  Era evidente que sus conductores querían atormentarle.  Jamás he oído mayores invectivas, injurias más groseras dirigidas contra ningún hombre.  Como unos diez pasos atrás del grupo, vi también al sordomudo Paulito.  Estaba con el traje desgarrado, cubierto de sangre; sus gritos guturales espantaban; seguía él al religioso a pesar de cuantos esfuerzos hacían los soldados para ahuyentarlo.

— ¡Ajá! El gobernador  . . . ¡que muera! —oí gritar al Maleso enteramente ebrio, que se había adelantado con otros de su laya por la calle.

— ¡Qué muera! ¡viva el rey! — contestaron sus dignos compañeros.

La chusma se agolpó entonces en la esquina, sin excepción de los danzantes.  Los diablos de las comparsas repetían allí sus más grotescas contorsiones, sus gestos más repugnantes, preparándose a escarnecer a la víctima.

El hombre del hábito era efectivamente el gobernador Antezana.  Se había refugiado el día anterior en el convento de la Recoleta, situado fuera de la ciudad, a la otra orilla del Rocha, convento del cual no quedan hoy más vestigios que la iglesia y el nombre que ha conservado la aldea.  No sé, nunca he podido averiguar quién denunció a Antezana ante Goyeneche.  Este había enviado a prenderlo a uno de sus más celosos e íntimos servidores, con una partida de sus queridos y fidelísimos granaderos del Cuzco.  Requisado el convento con la mayor prolijidad, sin dejar de meter la cabeza en ningún hueco ni cajón de armario, ni en el mismo lugar donde se encierra el santísimo sacramento, resultó que fue imposible encontrar "al cabecilla principal de los insurgentes", y sus perseguidores iban ya a desistir de su empeño, cuando aquel Judas desconocido se acercó a besar la mano de uno de los religiosos sentados a la sazón en el coro, y saludó por su nombre al que había vendido por el miedo o por dinero, que esto último tampoco he podido averiguarlo.

¡Qué vía crucis esperaba al primer ciudadano, al gran patriota de mi país, desde el punto en que lo reconoció la chusma, hasta la casa de gobernación donde debía recibirlo su implacable vencedor! Son trescientos pasos más o menos; pero para darlos la víctima sufrió innumerables golpes y escuchó un continuo clamor de muerte de bocas que él mismo debió haber alimentado muchas veces con mano generosa,  o a las que enseñó con su ejemplo a saludar con alegría el nombre de la patria! ¡Ay! Yo he visto a los feroces soldados de Goyeneche estimularse a atormentar a Antezana con los gritos de seres humanos que habían nacido en mi hermosa tierra de Cochabamba, allí donde nacieron también los valientes y rudos soldados de Aroma, los activos e indomables guerrilleros de Arze, las mujeres heroicas que murieron junto a sus cañones de estaño en la Coronilla de San Sebastián! Loco de dolor, corrí entonces a ocultarme, maldiciendo a mis paisanos; pero he comprendido después que en todos los tiempos y en todas las zonas del globo, se han visto esas increíbles aberraciones, nacidas de la ignorancia y la miseria, del miedo, del egoísmo, que convierten a los hombres en animales más repugnantes que los inmundos y venenosos reptiles!

Pero no fue la chusma solamente la que descendió tan abajo aquel día, Goyeneche estaba rodeado en su salón de "los vasallos fidelísimos", de aquellos diez o doce caballeros criollos que le acompañaron en la procesión, y éstos, más miserables todavía que la chusma, hicieron beber la borra más amarga de su cáliz a la víctima. Me han dicho testigos oculares que cuando el conde de Huaqui se levantó sonriendo de su asiento, para adelantarse a gozar de la humillación del patriota, los antiguos amigos de éste, algunos de los que tal vez le halagaron en el poder, gritaban a porfía, procurando cada uno que su voz se oyese más que la de los otros, para asegurar mejor su cabeza:

— ¡Que muera! ¡vuestra señoría sabe que su obstinación nos ha conducido al abismo!

Yo creo esto, lectores míos, como lo que vi de la chusma con mis propios ojos. La víctima clamará siempre, mientras se escriba la historia, recordando éste su más cruel martirio.  ¡He visto, por otra parte, tantas cosas en este mundo! . . .

Goyeneche se sonreía, como ya he dicho, y su ingénita perversidad le indujo a burlarse del hombre a quien tenía irremisiblemente condenado a la muerte.

— ¡Ah, don Mariano! Yo no esperaba semejante visita —le dijo—. Cierto es que no me la hace vuestra merced de muy buena gana. ¿O acaso me engaño? ¿Vendrá vuestra merced a abjurar sus errores y a pedirme que los perdone a nombre del rey, cuya bondad paterna es inagotable? ¿Le parece que podemos entendernos?

Antezana lo miró primero con asombro y después, con imperturbable serenidad.

— Soy patriota  . . . no permitiré que me calumnien como a Rivero —contestó—. Vamos, señor oficial —continuó señalando la puerta al que comandaba la partida—. Estoy pronto a comparecer ante Dios.

Goyeneche dio entonces un grito de cólera, y empujó con tal fuerza al gran patriota, que, me han dicho, le hizo caer de espaldas.

— Sea en buena hora . . .  que se confiese, si quiera —dijo en seguida al oficial.

No es todo.  Oíd este rasgo de la clemencia del Conde de Huaqui, que es perfectamente histórico.  La partida había llegado ya a la esquina sobre la que caía el ancho balcón de aquella casa, cuando el conde salió a éste y llamó la atención del oficial, para decirle de modo que lo oyesen todos y especialmente Antezana:

— Que no le tiren la cabeza  . . . la necesito intacta, para clavarla en una pica en media plaza.

Antezana escribió a su esposa en aquel momento supremo, antes de confesarse para morir fusilado: "Después de haber sufrido los insultos y las mayores inconsecuencias de un pueblo a quien he servido con honor, sólo me resta esperar la muerte"  . . . "Dios me dé sus auxilios, y a ti conformidad"  . . .

He tenido una vez en mis manos este documento, que se encuentra ya transcrito en otros libros.  Es un pequeño pliego de papel grueso y resistente, del llamado "de hilo para cartas" en aquel tiempo.  Está escrito de letra redonda española, bien perfilada; no hay un rasgo de más, ni un ligero borrón; debió ser simétricamente plegado para cerrarlo; la mano que lo escribió y plegó no pudo temblar un solo instante.  ¡El patriota miraba de frente la faz de la muerte y sólo inclinaba la cabeza ante Dios!

Antezana fue fusilado a las tres de la tarde, en un poyo de adobes, en la acera del oriente de la plaza, llamada del sol, por recibir a éste en la tarde, bajo un pequeño balcón, pintado de verde, conocido con el nombre de "la lorera" único que había en ella en medio de las casas de planta baja que la formaban.  A esa hora Gandarillas, Ferrufino, Lozano, Azcui, Zapata, Padilla y treinta otros patriotas, habían muerto ya en distintos lugares, la mayor parte en el cuartel de la Compañía, fusilados también algunos, en horca y garrote los que no obtuvieron esa única gracia, que sólo con ruegos se podía obtener de los verdugos.

El tribunal de sangre de Imas, Cañete y Berriozábal seguía funcionando sin descanso, para entregar nuevas víctimas al Conde de Huaqui.  Recibía ahora en el cabildo infinitas delaciones; era ya numerosísima la lista de los patriotas denunciados como cabecillas, o como audaces difamadores de la persona del invicto general.  Haber dicho alguna vez que era mestizo o zambo, sin reconocer su clarísima estirpe, era crimen tan grande como haber comandando una republiqueta.  Los miembros del tribunal escogían de la lista los nombres que les parecían principales, según sus informes, para fijarlos al otro lado del indulto, ofreciendo premios de dinero a los que entregasen vivos o muertos a los insurgentes que los llevaban.  Tuve más tarde una de estas listas en mis manos en la que leí el nombre de Alejo Nina, el pobre cerrajero, mi tío, que aquel día se empleaba a dar sepultura a los suyos, para evitar que los arrojasen en una fosa común, donde yacen hoy confundidas todas las víctimas del cerro y de la ciudad, y que no fue otra que la antigua cantera abierta en el flanco de la histórica colina que mira al oriente.

Así fue cómo el Conde de Huaqui celebró la fiesta de Corpus Christi después de su victoria de "la elevada montaña de San Sebastián", estas fueron las que Torrente llama "medidas de severidad templadas con la sucesiva dulzura del jefe realista y con sus promesas de olvidar para siempre la negra esclavitud”.

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