Juan de la Rosa

Capítulo XXV

UNA FAMILIA CRIOLLA EN LOS BUENOS TIEMPOS DEL REY NUESTRO SEÑOR

I

Pedro de Alcántara Altamira nació en humildes padres labradores, pero cristianos viejos, sin gota de judío ni de moro, en un cortijo a orillas del Tirón, cerca de Logroño.  Le enseñaron a rezar, le contaron ejemplos de aparecidos y condenados, y vio flagelar públicamente a los últimos sectarios de los famosos brujos y quemar a un hereje milonosista.  A esto se redujo su educación moral.  Cuando niño apacentaba las ovejas; un poco más tarde, cuidó de los bueyes del cortijo, y ya mozo, le dieron a empuñar unas veces la azada y otras la mancera del arado.

Labraba cierto día el terruño de sus padres, cuando un su vecino, más leído que éstos, se detuvo al pasar por el sendero, y exclamó:

— Ya es un hombre... ¡y qué guapo está el chico! Yo que él, me iría en derechura, de cualquier modo, a las Indias del rey nuestro señor, que Dios guarde!

Pensó entonces que realmente haría un disparate en vivir siempre y morirse de gañán y de perchero, y se dijo:

— ¡No señor! ¡allá me voy!

Y se vino en derechura, como pudo, en el séquito de un Oidor, a Santa María de Buenos Aires.

Proveyóse allí merced a una liberalidad de su amo,  de un quintal de añil y una caja de lentejuelas, para comercial en las provincias del Alto Perú, donde vio con sus propios ojos el maravilloso cerro de Potosí; habitó en sus faldas, y tuvo que dejarlo atrás, no sé por qué pendencia entre vicuñas y vascongados, con mil trabajos y pocos maravedises, llegando al fin a los amenos valles de Cochabamba, en los que le esperaba mejor suerte de la que él mismo se prometía.

Como "guapo chico" averiguó en Oropesa cuál era la muchacha más rica de las criollas casaderas, y le contestaron que doña Chabelita Zagardua.  La vio una sola vez en la iglesia, muy recatada, envuelta en su manto; no supo de qué color eran sus ojos, ni oyó el timbre de su voz, y la pidió y obtuvo en matrimonio de sus padres.  Esto, que ahora sorprenderá a mis lectores, era muy sencillo en aquellos tiempos para un español peninsular; porque había muchos padres que decían: marido, vino y bretaña de la España.  Y de este número eran los de doña Isabel, con el aditamento de que habiendo pedido de Vizcaya algún sobrino Zagardua para casarlo con su hija, y no llegando el novio, a pesar de que recibieron noticia de su venida hacia dos años, creían ya que naufragó en el charco o fue preso en el galeón, por los herejes, que hacían constante guerra el rey de las Españas por católico.

II

Don Pedro — era ya don desde que piso las playas del Nuevo Mundo — pudo haber tenido en doña Isabel una tierna y amantísima compañera, como lo son hasta ahora de sus maridos las ejemplares señoras de mi país; pero su orgullo peninsular no lo permitía, y quiso él que fuese solamente su más solícita y sumisa esclava, sin derecho a hacerle la más mínima observación, ni a merecer ninguna confidencia.

Vivió en el ocio y la abundancia, retirado casi siempre en la más hermosa y cercana de las haciendas de su mujer, con respetable provisión, incesantemente renovada, de los mejores cigarrillos y el más exquisito chocolate que podía mandar torcer y labrar expresamente para él y a su presencia la humilde y resignada doña Isabel.

Tuvo de ella cuatro hijos, que voy a nombrar por el orden de su nacimiento; Pedro de Alcántara, Enrique, Teresa y Carlos.

Estos crecieron mimados por su buena madre, venerando de lejos, después de Dios, al autor de sus días, sin molestarle con sus lloros, ni gritos, ni travesuras, en frecuente trato con los criados. Solamente los domingos y fiestas de guardar los lavaban y vestían de gala, para que se acercasen a besar las manos del "caballero grande", quién se sonreía a veces, y se dice que algunas los acarició con una palmadita en la mejilla.  Cuando por acaso llegaba a sus oídos alguna travesura de marca mayor, se limitaba a encogerse de hombros, y decía:

— Son criollos... ¿qué hay que esperar?

Estaba íntimamente persuadido de la inferioridad físico, moral e intelectual de sus hijos; creíalos condenados en remedio a ser enclenques, depravados y tontos por haber tenido la desgracia de nacer tan lejos de Logroño, en otro mundo.  No os sorprendáis, lectores míos: esto era lo que, como don Pedro, sentía y pensaba la generalidad de nuestros abuelos españoles.  Cada uno de los personajes de esta historia de mi vida no es más que un tipo de las especies de hombres de mis tiempos.

III

Pero con todo lo que Pedro tuvo, por ser sólo español, en el Nuevo Mundo, no estaba satisfecho.  ¡No había nacido noble fijodalgo! ¡El don se lo había dado aquí la costumbre, pero lo prodigaba a todos, y él oía dárselo corrientemente entre si a sus criados y hasta a sus esclavos negros y mulatos, llamándose don Clemente, doña Feliciana! ¡Nunca podría poner legítimamente un de antes de su apellido! ¡Y qué bien hubiera sonado éste entonces! ¡de Altamira!

Un mayorazgo su vecino le suscitó un día cierto pleito sobre linderos; por fortuna, y hasta esta ligera nube de su cielo quedó despejada.

He aquí de qué manera.

El perito nombrado por don Pedro, para una vista de ojos, fue un joven licenciado, cuyo nombre resonaba en toda Oropesa, por la notable circunstancia de que en la Universidad de San Javier de Chuquisaca había hecho tan prodigiosos estudios, que ya no le era posible hablar más que en latín, hasta para dar los buenos días, o pedir agua caliente para hacerse la barba, a sus criados.

Decíase que era tanto su ingenio, que a su novia doña Goyita, rica heredera de los Cuzcurritas, la había pedido en versos latinos que nadie pudo entender, sospechando únicamente el confesor lo que era aquello, por hallarse entre los versos palabras sacramentales.

Terminada la inspección de los lugares materia del litigio, tomando don Pedro su taza de chocolate en el corredor de su hacienda, que daba a un extenso huerto, el sabio licenciado le dijo  poco más o menos:

— Mi noble amigo, si no viviese aquí, diría como el Flaco; cur valle permutem Sabina?  Y a propósito —continuó su interlocutor— ¿no ha pensado vuestra merced en fundar, también, un mayorazgo?

— ¿Es? —preguntó don Pedro, poniéndose en pie como impelido por un resorte y dejando caer la taza al suelo—. Si, ciertamente... ya lo tuve pensando —agregó; pero en realidad la luminosa idea, que despejaba su cielo, acababa de entrar en su cerebro.

Dos años después estaba fundado el gran mayorazgo de Altamira.  El dinero —¿qué no conseguía un español acaudalado de la metrópoli?—, el dinero demostró que un antecesor de don Pedro acompañaba al mismo Cid Campeador en sus empresas contra los moros, y allanó toda dificultad con poco más o menos de sus perentorios alegatos.  El mayorazgo debía ser regular, conforme a las leyes de Toro; la línea de sucesión quedaba establecida como la de la corona del reino, teniendo derecho a ella las mujeres, a falta de varones solamente.

Desde entonces la suerte de los hijos del fundador del mayorazgo quedó irremisiblemente fijada por él, como si recibiría todos los bienes, con el glorioso encargo de transmitir a la posteridad más remota el noble apellido de la familia; Enrique serviría al Rey nuestro señor en las milicias; Teresa se casaría con quién quisiera tomarla por sus buenas prendas, o se la dotaría para ser monja carmelita descalza, en el convento aristocrático de Oropesa, pues el de clarisas era el de la gente de poco más o menos; Carlos tenía el perfecto derecho de elegir, entre los seis conventos de frailes, el que más le acomodase. Todo esto se hacía sin que doña Isabel interviniese de ningún modo; porque ¡por Santiago! ¿qué entienden de esas cosas, ni de lo que conviene a sus hijos las mujeres?  La pobre señora, que languidecía de enfermedad desconocida, desde que dio a luz a su último hijo, murió poco después, por otra parte.  Había cargado heroicamente su cruz, sin murmurar, como una santa.  Sus hijos la lloraron inconsolables al principio, pero el tiempo, que hace crecer lentamente la yerba sobre los sepulcros, extiende, también, el velo del olvido en la memoria de los que sobreviven.  Lloróla así mismo alguno que pudo hacerla más dichosa, aunque era igualmente peninsular  Hablo de aquel sobrino Zagardua, que se creía perdido en los abismos del océano o en manos de los herejes.  Este, que se llamaba don Anselmo,  había llegado precisamente el día en que se celebraban las bodas de su novia; pero, acostumbrado a amarla antes de verla, por encargo de sus padres, la adoró sin esperanza después de conocerla.  Don Pedro... dicen que no tomó su chocolate a la hora acostumbrada el día de la muerte de su esposa, y que no ocurrió lo mismo al siguiente.

IV

Dios dispuso las cosas de otra manera que don Pedro.  El hijo mayor que había nacido enfermizo y languidecía como su madre, debía morir sin llenar su gloriosa misión. Enrique no deseaba consagrarse al servicio de las armas; quería instruirse, devoraba todos los libros que podían llegar a sus manos; su primera lectura seria había sido por desgracia "la vida y hechos del Almirante don Cristóbal Colón", por el hijo de éste, don Fernando; obtuvo, a fuerza de ruegos y de lágrimas, el permiso de estudiar en Chuquisaca.  Teresa no encontraba novio por sus buenas prendas, que eran nulas, y no sentía afición a ser esposa de Jesucristo.  Carlos tenía aficiones artísticas y ardiente imaginación; aprendía fácilmente la música, pintaba, esculpía, sin maestros procurándose difícilmente modelos de escaso mérito.

A estas dificultades que oponían la constitución física y el carácter personal, agregó otra insuperable, un sentimiento que todo lo domina y que sólo dejan de comprender rarísimas almas, como la de don Pedro por ejemplo.

Una niña huérfana, criada bajo el amparo de la santa mártir doña Isabel, casi al igual de sus hijos, resultó ser un portento de bondad y de hermosura, admirable, increíble fenómeno, según el noble señor de Altamira; porque la chica tenía sangre de Calatayud en sus venas y era hija de su mayordomo! Amábanla cuantos la veían, hasta las mujeres que siempre tienen su poquito de envidia; pero Teresa que tenía más que nadie de esa pasión en el alma, odiábala de un modo que ya no es posible explicar.  Veía pálida, mordiéndose sus delgados labios, saludar afectuosamente, antes que a ella, a esa miserable botada; las personas que las veían por primera vez, tomaban a la una por la otra; creían que la bella joven era la hija de Altamira y "la poco agraciada" la huerfanita ¡Figuraos lo que esto haría sufrir a la hija de don Pedro, idéntica en el orgullo a su padre!

Carlos amó con delirio a la huérfana.  Lo mismo sucedió con Enrique, cuando volvió de haber hecho sus estudios en la Universidad.  ¡Teresa se encargó de hacer saber a sus hermanos que eran rivales! Voy únicamente a referiros dos episodios.

Un día los cuatro jóvenes se refugiaron de la tormenta en el hueco tronco del ceibo de que en otra parte os he hablado y al que ellos daban el nombre de el Patriarca.  Teresa y Rosa —ya se me escapó su adorado  nombre— se habían sentado a descansar en el suelo, cuando dieron un grito de espanto y volvieron a levantarse pálidas y temblorosas.  Una víbora negra asomaba entre dos piedras.  Enrique se lanzó sobre ella, la cogió y despedazó con sus manos, no sin ser cruelmente mordido por el reptil.  Teresa se acercó y le dijo al oído:

— ¡Míralos, tonto!

Rosa se había colgado del cuello de Carlos, y éste la sostenía entre sus brazos.

Otro día, un día de fiesta en que don Pedro celebraba con sus amigos, en la mesa, el de su cumpleaños, Teresa se aproximó al asiento de Carlos y le dijo:

— Ven... sígueme.

Y lo condujo de la mano al corredor que daba frente al huerto, y le señaló con la mano un banco de mirto que rodeaba un hermoso nogal; Rosa y Enrique estaban sentados en el banco, y el segundo, deshojaba una flor del campo entre sus dedos.

— "Si me quieres, no me quieres" —murmuró Teresa a los oídos de Carlos, y se escapó en seguida, riendo como una loca.

Los dos hermanos tuvieron poco después una explicación.

— Me ama —dijo Carlos.

— Yo la amo sin esperanzas —contestó el otro.

He aquí por qué el hijo de don Pedro, que debía servir al rey en las milicias, fue más bien el que eligió un convento entre los seis de frailes, y eligió precisamente el de San Agustín por auxiliar con sus esfuerzos al Guardián Escalera en la reedificación de su templo, lo que se consiguió, y en la reforma de los hermanos, lo que siempre fue imposible.  Don Pedro no consintió  en el cambio, sino después de haber visto a Carlos próximo a atentar contra su propia vida, para salvarse de la cogulla.

V

Cuando el inexorable padre supo al fin el amor de su hijo Carlos por la nieta de Calatayud, estuvo a punto de perder el juicio de cólera y de indignación.  ¡Sí, aquello era imposible! ¡su hijo no podía amar a esa mujer, que tenía algo de india! ¡menos podía hacerla su esposa! Probablemente era hechicera esa muchacha... ¿y cómo no?  Era natural que hubiese en esta tierra más brujos que en Logroño!  En vano su hijo se arrastró a sus pies inundándolos de lágrimas.  ¿Qué significaban esas locuras, esos extremos?  La cosa pasaría metiendo a Rosa en el beaterio de San Alberto, mientras se pudiese hacerla monja en Santa Clara.

La pobre Rosa aceptó resignada su suerte.  Amaba a Carlos; pero comprendió que éste jamás podría unirse con ella, y que no le quedaba a ella en el mundo más que enterrarse viva en un convento.  Pero el impetuoso Carlos no pensaba de ese modo.  Lo arrostró todo, la cólera de su padre y la misma indignación de Rosa, y la arrebató de su provisorio encierro.

Don Pedro perdió realmente el juicio con esto, hasta que obtuvo separar para siempre a los amantes.

Quejóse a la autoridad —no estaba por desgracia don  Francisco de Viedma en la ciudad y le reemplazaba un personero—. Quejóse, digo, de "las malas artes y maleficios con que la hechicera perdía el alma de su hijo".  Y consiguió sin dificultad el auxilio de los sabuesos de la policía.  Excitado el celo de éstos, aguzado su instinto por largas dádivas de dinero, los amantes fueron conducidos pocos días después a su presencia.  Dispuso inmediatamente enviar a Carlos a Buenos Aires, con carta al Oidor, su antiguo patrono, en que le decía "que casase allí al joven, con hija de buenos padres, sea quien fuese", y en cuanto a Rosa, quiso hacerla monja el mismo día.

Don Carlos conducido a viva fuerza, maniatado, hasta la primera jornada, se escapó durante la noche. Al día siguiente lo hallaron sobre un cerro, sentado en una piedra.  No hizo ningún ademán de huir de sus perseguidores cuando éstos se pusieron al alcance de sus ojos.  Miraba él absorto al sol naciente sin pestañear; hablaba con los cactus que crecían entre los peñascos; reía a carcajadas... ¡estaba loco!

No fue posible, tampoco, encerrar a Rosa en el convento.  Un nuevo ser palpitaba en sus entrañas... Entonces —¡oh! No vais a creerme! ¡ojalá no fuera cierto Dios mío— entonces don Pedro pensó en hacerla morir de vergüenza en la miseria.

Mandó que Teresa cortase con sus propias manos los cabellos de la hechicera, y que sus criados expulsasen a ésta de la casa a medio día, con esa marca infamante que entonces daba a conocer a las mujeres perdidas.  ¡Y Teresa se complació en cortar las hermosas trenzas que ella había envidiado, así como envidiaba todos los demás encantos de la bruja!  ¡y los criados la arrastraron hasta la puerta y la empujaron brutalmente a la calle, gritando que era digna de morir apedreada!

Enrique, es decir Fray Justo, le proporcionó un asilo en la casita del cerrajero Alejo, y la protegió como a una hermana.

VI

El mismo día en que volvieron a traerle privado de razón a don Carlos, el orgulloso don Pedro perdió al hijo de su propio nombre, el mayorazgo.

Seis meses después, consintió en casar a su hija doña Teresa con don Fernando Marqués, del modo que ya hemos visto al principio de mis memorias.

Al año siguiente, cuando Dios le llamó a comparecer a su presencia, recibió todos los auxilios de la religión y bendijo a su nieto, el que debía ser don Pedro de Alcántara, Marqués de Altamira.

Había dispuesto en su testamento que su hija y el esposo de ésta entrasen en posesión de sus bienes, como curadores de don Carlos, después de cuya muerte correspondería a aquélla el mayorazgo.  Don Fernando tenía, según ya dije, un bondadoso corazón, y quiso cuidar personalmente, en su casa, del pobre loco, socorriendo además a Rosa y a su hijo; pero su esposa, perpetuamente atormentada del flato y la jaqueca, dolencias imaginarias de que se disfrazaba su feroz egoísmo, no consintió que se le hablase de "cosas tan tristes que más valiera olvidar", y como el pobre hombre temblaba ante la mirada de los duros ojos y se moría de susto a un grito de su mujer, permitió que ésta arreglase el asunto a su manera, para consultar mejor su tranquilidad.  Don Carlos fue entregado, en consecuencia, a los cuidados del tío de Anselmo Zagardua y su esposa doña Genoveva, concediendo a éstos el usufructo de una de las haciendas, que resultó ser la más pequeña y abandonada.  En cuanto a Rosa y a su hijo, sabemos ya hasta qué punto llegó con ellos la generosidad de la noble señora Marquesa.

Esta "historia de una familia criolla en los buenos tiempos del rey nuestro señor", se hallaba escrita sin orden, una veces en forma de diario, otras en fragmentos sueltos, sin ilación, en el cuaderno de donde la he compendiado.  Hay páginas que una pluma ejercitada y más diestra que la mía explotaría con ventaja, para hacer una novela.  Yo me contento con lo dicho, que basta y sobra para la inteligencia del sencillo relato de mi prosaica vida.  Sin embargo, como deseo haceros conocer mejor las ideas y tremendos dolores del personaje principal que hasta ahora ha figurado en estas memorias, voy a copias en seguida dos fragmentos:

"El Padre Arredondo, que engorda como un cerdo, díjome ayer, en la puerta de su templo:

— "Sorprende la piedad de las mujeres cristiana, tales como sabemos educarlas nosotros".

"Y me refirió una cosa atroz, inverosímil hasta de parte de una fiera, si las fieras supieran hablar y pudieran comprometer hablando la vida de sus cachorros.  ¡Una madre ha denunciado en México a su hijo, ante el Santo Oficio, como a hereje filosofante; ¡por que le había visto  leer el Contrato Social y el Cándido! El infeliz encerrado en una prisión, ha conseguido evadirse por milagro; pero lo persiguen en las selvas donde ha huido, como a una bestia feroz, más temible que un mixtli.

"Qué sería de mí, si una mano curiosa removiese los colchones de mi cama? ¡Un fraile que lee y comenta a Rousseau!... ¿Podría yo explicarles que en esta filosofía nueva encuentro verdades hijas del Evangelio, aun cuando los filósofos combaten el Evangelio mismo? ¿Comprenderían ellos que la religión de Cristo puede hermanarse con la revolución? ¿Es posible separar este monstruoso consorcio del altar y del trono?...

"¡No, Dios mío! ¡Ellos me condenarían por hereje!

"Pero ¿qué importa? Morir quemado, a fuego lento, en las hogueras de la inquisición ¿no sería para mí un martirio más dulce que este fuego que me abrasa y penetra hasta la médula de mis huesos?"

En el otro fragmento, se lee:

"En vano he querido cansar mi cuerpo en la fatiga, para encontrar un momento de olvido en el sueño.

"He recorrido mi infancia.  Vi una azada en un terruño medio labrado y trabajé con ardor, todo el día, como nunca ha podido hacerlo el pobre indio en espera de él su propio sustento y el de sus hijos.

"Volví de noche al convento.  He recorrido sin descanso los silenciosos claustros, hasta que la luz del alba dibujó mi sombra en las blancas paredes, y la campana llamó a la oración a mis hermanos.

"Vine a orar solo en mi celda... ¡No he podido! ¡Yo creo que he dudado de tu misma justicia, Dios eterno!

"Pero, ¿quién ha sufrido lo que yo en este valle de lágrimas? ¿cuál de las pruebas se puede comparar a la que estoy condenado?...

"¡Ah, yo la he visto afrentada públicamente como una vil ramera!  Cuando la turba veía al pobre fraile recoger en sus brazos a la mujer desamparada, para conducirla a la humilde casita del cerrajero ¿qué decía? ¿qué pensaba, Dios mío?

"Hay inmensos desiertos más allá de esta cordillera del norte, cuyas crestas he hollado mil veces.  Un día me detuve a contemplar de allí un océano de blancas nubes, cuyo confín no alcanzaban mis ansiosas miradas.  El velo desgarrado por el viento, disipado al calor de los rayos de un sol esplendoroso que se levantaba en el espacio, descubrió a mis ojos la selva más grande e impenetrable de la tierra, con extensas  sabanas y caudalosos ríos... ¿No podríamos huir allí, para vivir en medio de las tribus salvajes; o de las mismas fieras que no son tan despiadadas como estos hombres?

"Hay más allá, muy lejos, en el norte de este continente, pueblos que ha educado para la libertad de la doctrina evangélica de Jesús; que han combatido gloriosamente por sus fueros; en lo que el hombre se llama ciudadano... Yo sería allí uno de esos altivos republicanos; podría levantar la cabeza con el sentimiento de mi propia estimación, para merecer la de todos los demás¡ Soy joven todavía... ¡cómo arde la sangre en mis venas! ¡qué fuerzas siento en mis brazos! ¡cómo alienta mi pecho la sola idea de abandonar esta mazmorra! Yo me haría desgastador de los bosques; yo tendría mi hogar en un claro desmontado por mis brazos con el hacha; yo... ¡Delirio! ¡ella no lo consentiría jamás! He olvidado mis juramentos ¡El cadáver del hombre del siglo se ha agitado, a una llamarada del infierno, en el sudario de la cogulla, como si pudiese volver a la vida!

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