Hombrecitos

Capítulo 10

LA VUELTA AL NIDO

Era verano, y los esposos Bhaer, reduciendo las lecciones, procuraban mantener a sus alumnos al aire libre el mayor tiempo posible, haciendo excursiones y todo tipo de ejercicios. Los niños crecían rápidamente, por lo cual sus ropas se les hacían estrechas.

El ambiente era de constante alegría. Las noches, contrastando con el bullicio de los días, transcurrían tranquilas, sobre todo para la señora Bhaer, que aprovechaba de repasar sus costuras. Por su parte, aprovechando aquel silencio, el profesor se dedicaba a despachar su correspondencia.

En una de esas tranquilas noches, mientras Jo acostaba al pequeño Teddy, éste, señalando la ventana que daba al jardín, exclamó excitado:

–Mamita, ¡mí Danny... a pentana!

Jo pensó que se trataba de una alucinación del niño e intentó calmarlo. Pero ante la insistencia de Teddy apuntando a la ventana, Jo lo acercó a ésta e hizo que el niño llamara a quien creía haber visto. Nadie respondió. Convencido de que estaba equivocado y una vez en la cama, se durmió.

La señora Bhaer, sin embargo, se puso a revisar la casa con más atención que de costumbre. Su mirada recorrió el jardín, deteniéndose de pronto en los montecitos de heno. Algo blanco que se destacaba entre uno de ellos le llamó la atención. "Será algún sombrero de los chicos", se dijo, y con la intención de recogerlo se encaminó hacia allí. Luego advirtió que aquello no era un sombrero, sino la manga de una camisa que salía de entre el heno. Extrañada, Jo removió el heno, descubriendo a un niño dormido. ¡Era Dan! Tenía la ropa destrozada y sucia, y uno de sus pies se veía mal vendado. Daba pena.

—Dan —lo llamó con suavidad. El niño respondió medio dormido y muy débilmente:

—Mamá Bhaer..., estoy aquí de nuevo.

—¡Sabía que volverías, Dan! ¡Cuánto gusto me da verte!

Pero apenas se incorporó, reapareció su antiguo carácter y, mirando a la señora Bhaer, dijo con tono brusco:

—Estoy de paso; sólo deseaba ver a Teddy.

—Pero puedes entrar. ¿No nos escuchaste llamándote?

—Creí que no me querían aquí —respondió Dan.

—Haz la prueba y verás. Ven.

Ambos se dirigieron hacia la casa; el muchacho caminaba con dificultad. Tía Jo iba preocupada, y queriendo saber más sobre la vida de Dan en el último tiempo, le preguntó:

—¿Desde dónde vienes, querido? Parece que desde muy lejos.

—Sí; hace un mes que salí de casa del señor Page. Sin ser malo, su severidad me cansó. Luego trabajé en una chacra, pero un día peleé con el hijo del dueño; no esperé más y me puse en camino.

—¿En qué te viniste?

—A pie.

—¡Oh! Tu pie... ¿Desde cuándo lo tienes así?

—Hace tres días que me lastimé. Pero no importa, estoy tan contento de estar aquí...

—Me alegro mucho. Pero ahora debes curar esa herida —y se dirigieron donde el profesor para explicarle la situación.

—¡Bendita seas tú y tu obra! —dijo a su esposa el profesor terminada la conversación.

Dan, con la cabeza caída sobre un hombro, intentó in­corporarse. Pero el señor Bhaer le pidió tranquilidad diciéndole amablemente:

—De modo que cambias la granja por Plumfield. Espe­ro que esta vez nos entendamos mejor.

—Así será: gracias, señor —le contestó el muchacho haciendo esfuerzos por parecer simpático.

Luego lavó y curó el pie de Dan con el mayor cuidado, llevándolo después en sus brazos hasta la cama. Allí lo despidió como el más cariñoso de los padres diciéndole: "Hasta mañana, mi hijo". La señora Bhaer, por su parte, fue luego a arroparlo, cuando los brazos del muchacho la rodearon mientras murmuraba a su oído:

—Mamá Bhaer, no volveré a ser malo. ¡Créamelo!

Era la mejor recompensa que Jo podía esperar. Emocionada, le dio un beso.

Al día siguiente acudió el doctor. Los labios de Dan estaban pálidos y el sudor bañaba su frente, pero se llenó de valor para no gritar. Tenía dislocados algunos huesos y su curación fue más doloroso por haber dejado pasar varios días desde el accidente.

—Inmovilidad absoluta. Quizá puedas andar con muletas —dijo el doctor.

Dan se quedó impresionado. Para consolarlo, Jo le preguntó:

—¿A cuáles de tus compañeros prefieres?

—A Nat y a Demi.

—Ellos te acompañarán, ¿quieres?

—Sí, que vengan pronto —contestó el muchacho, entusiasmado.

Ambos chicos acudieron al momento y se entretuvie­ron sobremanera escuchando las aventuras de Dan. Jo, que lo había estado oyendo, le preguntó cómo había aprendido tantas cosas en tan corto tiempo. Entonces Dan le explicó:

—Un señor, llamado Hyde, me las contó. Siempre andaba por los caminos y los bosques observando la vida de los animales y tomando apuntes. Sabía mucho.

—Sería un sabio naturalista  —comentó Jo.

—Eso es. Y conocía tanto a los animales, que éstos se le acercaban. ¡Ah! Además, sabía muchas cosas de los indios, de los insectos, de los peces, de las piedras... Pero el señor Page se burlaba de él y decía que estaba medio loco.

No, no lo creo. Pero debes tener claro, hijo, que es bueno aprender de la naturaleza, siempre y cuando no dejes de aprender también a través de los libros.

—Sí, ya sé que así es...  —dijo Dan desganado.

Momentos después entraba Daisy con un ramito de flo­res silvestres para él, mientras Nan le servía la cena con toda amabilidad, gestos que le devolvieron la alegría a su rostro.

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