Hombrecitos

Capítulo 15

EL JOVEN DOMADOR

Jo contemplaba el jardín desde una de las ventanas, cuando su atención fue atraída por los ruidos de una carrera desenfrenada. Era Dan que corría solo de un lado a otro, dando volteretas y arriesgados saltos mortales, hasta que finalmente cayó al pasto, vencido por el cansancio.

—¿Estás ejercitándote para algo especial? —preguntó Jo.

—No; es para dar escape a la máquina —le respondió el muchacho.

—¿Por qué lo haces así? Te hará daño, Dan.

—Es que no puedo contenerme —le replicó.

Jo lo observó con interés; el chico había crecido y tenía los rasgos enérgicos y la mirada ardiente. "Necesita más aire para sus ímpetus; bien lo veo. No se resigna a estar encerra­do", pensó Jo, y luego le dijo:

—También yo sentí eso, Dan. Es un ansia muy natural en la juventud; se llama libertad.

—¿Y por qué, si lo sentía, no se escapó?

—Porque sabía que era una cosa incorrecta y, además..., porque me daba pena mi madre.

—Pero yo no tengo madre que pase pena por mí.

—Pensé que la habías encontrado aquí. No es igual, pero he intentado reemplazarla lo mejor posible.

Dan, avergonzado, respondió expresivamente:

—Ha hecho usted demasiado por mí, mamá Bhaer. Pero a veces, como ahora, parece que algo se despierta en mí y necesito disparar, sacudirme, destrozar. ¿Por qué será?

—Querido Dan —le contestó con visible esfuerzo—; si te es muy necesario..., vete..., pero no te alejes demasiado, pues te extraño y te quiero a mi lado.

Esta repentina autorización entibió el vivo deseo de aventura del muchacho, pues exclamó:

—¡Por el momento, me quedaré! Si más adelante resuelvo marcharme..., se lo diré. ¿Está bien así?

—¡Claro que sí, hijo! —respondió Jo y se quedó pensativa hasta que le preguntó—: ¿Te agradaría servirme de mensajero?

—¡Por supuesto! ¿Tendría que viajar a la ciudad?

—Justamente. Franz ya está aburrido de hacerlo. Tú conoces los caminos y sabes manejar. A propósito, mañana es día de compras. Ordena a Silas que tenga el coche listo. Partirás al amanecer, procurando estar de regreso a la hora de las clases. ¿Será posible?

—Ya lo creo —respondió Dan alegremente, y salió corriendo en busca de Silas.

La tentadora expectativa del viaje no le dejó dormir en toda la noche, y bien temprano estuvo listo para realizar el nuevo trabajo. Ya en la ciudad cumplió con todos los encar­gos de mamá Jo, regresando a Plumfield a la hora convenida, cosa que causó gran sorpresa al profesor y satisfacción a la buena Jo.

Corría el verano con sus días cálidos y Laurie había enviado a Plumfield un hermoso potro. Se llamaba Prince Charlie, y galopaba todo el tiempo en la pradera. Los chicos se entretenían contemplando su perfecta figura, viéndolo trotar, pero como rápidamente pierden el interés por las cosas, también se cansaron de mirarlo. Sólo Dan no se aburría de contemplarlo. Todos los días le regalaba trocitos de manzana, hasta que el animal aprendió a conocerlo. Desde lejos lo llamaba con sus silbidos, y el caballo acudía a toda carrera en busca de Dan.

Laurie, su amo, de vez en cuando llegaba a Plumfield para informarse de cómo andaba su potro. El chico oyó decir que pensaba ensillarlo el otoño próximo.

—Será fácil domarlo —dijo Laurie—, pues es un animal noble.

—No creo que lo tolere —expresó Dan.

—Poco a poco se convencerá; no lo castigaremos.

—Tirará la silla —objetó el muchacho.

—Se la volveremos a poner hasta que la acepte. Al prin­cipio se sentirá extraño, pero nada más —dijo Laurie y se alejó.

Dan regresó donde el potro.

—¿Qué harás cuando te monten? —le preguntó con ca­riño. Pero al momento la idea y el deseo de realizarla fueron uno. "¿Qué pasaría?", se preguntaba mientras contemplaba al animal.

Sin pensar más ni en una ni en otra cosa, se halló montado sobre su lomo, pero sólo un instante. Charlie lanzó un resoplido, demostrando su sorpresa y su indignación, y de un salto lo lanzó al suelo. El golpe fue suave y pronto Dan se incorporó para decirle, riendo:

—Te monté..., ¿eh? Ven, probaremos nuevamente —y le silbó.

Y el caballo, que se había alejado del muchacho, no se dejó convencer. Pero Dan estaba decidido a dominarlo.

La siguiente vez llevó una cuerda y con ella lo guió por donde quiso hasta que lo consiguió bien ejercitado. Después, cuando confiado Charlie se le aproximó, saltó sobre el potro en pelo. El animal, como la vez anterior, intentó sacarse el peso de encima, pero ahora Dan se encontraba prevenido. El caballo, enfurecido, echó a correr tan velozmente, que el chi­co cayó de cabeza.

El golpe lo aturdió, pero no resultó mayormente lastimado. El potro, por su parte, daba cortas carreras a su alrededor, sacudiendo su cabeza con aire de vencedor. Sin embargo, pronto, olvidando su furia se le acercó. El chico, que permanecía quieto, observándolo, y como si el animal pudie­ra comprender, le dijo enérgico:

—Te crees vencedor, pero estás equivocado. Yo te mon­taré; te lo prometo —y su voz tenía la sonoridad de las soluciones definitivas.

En los días siguientes, Dan procedió con mayor cautela, tratando de habituar al animal a tolerar peso sobre su lomo, lo que fue logrando a golpes y caricias.

Por más que el pequeño domador pensara que su hazaña permanecía ignorada, no había sido así. Había un testigo, por el que luego se supo la verdad.

Cierta mañana en que Silas recibía órdenes del profesor Bhaer, le dijo:

—¿A que no adivina el señor la hazaña del chico?

—¿A quién se refiere? —preguntó asombrado el profesor.

—Pues a Dan.

—¿Qué ha hecho?

—Nada menos que domar al potro.

—¿Cómo? ¿Usted lo vio?

—Sí, señor. Todas las tardes lo observaba cuando se iba al prado solo. El chico es valiente; ¡lo admiro! ¡Cuántas caídas y como si nada!

—Usted, Silas, debió haberme avisado antes.

—No lo hice porque no había mayor peligro, señor. El chico se las arreglaba muy bien y el animal es noble.

Dan no desmintió a Silas, y contó cómo se había ganado al caballo a punta de caricias y dulces, cómo pudo al fin montarlo, valiéndose de una simple cuerda y una manta.

Tío Laurie rió cuando supo lo ocurrido. Charlie parecía ansioso de demostrar a su amo su nueva situación e hizo gala de su gran docilidad.

En poco tiempo, el hermoso potro aceptó la silla de montar y demás accesorios. Laurie perfeccionó el adiestra­miento, y luego autorizó a Dan para que lo montara. ¡Cuánto lo admiraron y envidiaron los demás muchachos!

Jo preguntó entonces a Dan:

—Dime, hijo: ¿no encuentras que ahora Charlie, además de hermoso, es simpático por ser dócil y útil?

—¡Ya lo creo! Ahora puedo dejarlo suelto sin peligro de que se escape. Supe domarlo, ¿no? —respondió orgulloso de sí.

—Caro que sí; admiro tu paciencia. Te tomaré de ejemplo para domar yo también a mi potrillo...

Dan, comprendiendo que se refería a él, dijo riendo mientras golpeaba cariñosamente al animal:

—Nos aprobarán a los dos. No nos fugaremos. ¿Cierto, Charlie?

Ir a Capítulo 16

Materias