Hombrecitos

Capítulo 18

"AHORA SOY JUAN BROOKE"

Los niños de Plumfield experimentaron dos sorpresas esa mañana. La primera fue no hallar a Jo en el comedor, lo cual les produjo la impresión de encontrarse en una casa vacía. La segunda ocurrió a la hora del estudio, pues el profesor no se hizo cargo de la clase.

Los chicos estaban preocupados. ¿Qué ocurría?

Esa mañana, Demi había sido despertado por su tía Jo de un modo extraño. Encontrándose aún medio dormido, había escuchado que ésta le decía entre sollozos:

—Demi..., hijo querido..., despierta.

—¿No es muy temprano?

—Sí..., querido —le dijo Jo, vencida por el llanto; pero debes vestirte en seguida. Vamos a tu casa.

Demi, abrazándose a su tía, le preguntó con miedo:

—¿Qué sucede, tía Jo? ¿Ocurre algo?

—Sí, hijo mío, algo muy triste. Tu papá está muy en­fermo... ¡Vamos a despedirnos de él!

—Está bien, tía. Pronto estaré liso —atinó el niño a de­cir con voz apagada, mientras se vestía en silencio.

El coche que Laurie había enviado esperaba. Daisy le salió al encuentro y, tomados de la mano, hicieron el triste viaje acompañados de sus tíos.

En el colegio, pasaba el tiempo y ninguna noticia llegaba de los ausentes. Franz se hizo cargo de la situación, dicién­doles a sus compañeros:

—Chicos, entremos a clases y comportémonos como si estuviera el tío. Que cada cual estudie su lección.

—¿Y quién va a hacer de profesor? —preguntó Jack.

—Yo tomaré las lecciones —respondió Franz—. Aun­que no sé mucho más que ustedes, siendo el mayor, creo que podré, por esta vez, reemplazar al tío.

Se repasaron las lecciones, mientras la paciencia, el tono agradable y la gran pena que reflejaba en su rostro Franz, inspiraban el mayor respeto.

De pronto, se escucharon en la sala pasos pausados. Era el profesor que llegaba. Al verlo tan demacrado, agotado y triste, los chicos comprendieron que Demi había quedado huérfano de padre.

Rob, abrazándolo, le dijo en tono de reproche:

—¡Papito, nos dejaste solos anoche!

El señor Bhaer no pudo responder. Estaba enormemen­te afligido. Estrechando a su hijo, escondió su rostro entre los dorados rizos de su cabellera, como buscando consuelo.

El pequeño, que no comprendía lo que había sucedido, le dijo con su clara vocecita:

—No debes apenarte, nos hemos portado bien... Hemos trabajado y Franz fue nuestro profesor.

—Les agradezco mucho, muchachos —contestó el se­ñor Bhaer—. Su comportamiento ha sido la mejor manera de demostrarme que han sentido lo sucedido. Esto hace que pueda confiar en ustedes. Es mi mayor consuelo.

—¿Y mamá? —preguntó tristemente Rob.

—Regresará conmigo por la noche, pues yo debo volver a la ciudad. Está acompañando a tía Meg, quien la necesi­ta en estos penosos momentos. ¿Y qué es de mi hombrecito? —añadió, refiriéndose a Teddy.

—Dan lo está entreteniendo en el jardín —dijo Franz.

Después de recomendar a los chicos que obedecieran a Franz, se disponía el señor Bhaer a regresar, cuando se vio detenido por Emilio, quien le dijo con mucha pena:

—Quisiera saber algo del pobre tío Juan.

—Murió como había vivido, en paz —le contestó—. Su vida fue armoniosa y buena; su muerte, ligera y simple. No sufrió, por eso no debemos afear tan bella muerte con el egoísmo de nuestra pena —añadió.

—¿Y llegaron a tiempo? —volvió a preguntar Emilio.

—Sí, se despidió de sus hijos, a quienes mantuvo abra­zados hasta el último momento... —y no pudo seguir hablan­do debido a la aflicción que lo amargaba.

El silencio envolvió la casa durante todo el día. Los chicos pasaron la tarde como si fueran las horas del domingo; se les vio sentados, conversando tranquilos, o bien, paseando por el parque.

Cuando a la caída de la tarde regresaron los esposos Bhaer, los chicos supusieron por Jo que los mellizos se ha­bían quedado a acompañar a su afligida madre, a quien no debían abandonar.

Por su parte, Jo también buscó alivio en sus hijos, pre­guntando por ellos apenas llegó a la casa. Luego, como se encontraba agotada, dijo:

—No puedo soportar la fatiga. Me quedaré aquí y uste­des me servirán un poco de té. Teddy se quedará conmigo.

Inmediatamente, todos se pusieron en actividad, disputándose el honor de servirle.

Dan, observando al pequeño Teddy, a quien el sueño ya vencía, pidió permiso para llevarlo a acostarse. Obtenido éste, le condujo en sus fuertes brazos hasta su camita.

Nat, que también quería colaborar, dijo:

—¿Qué podría hacer yo para ayudar, señora?

—Hacerme escuchar alguna hermosa melodía —le respondió, melancólica Jo.

Al poco rato, el niño ejecutó, con todo su sentimiento, lo que ella le había pedido. Nunca había tocado mejor. Es que en ese momento, Nat ponía en su música todo el calor de su corazón.

Pasados tres tristes días, en la clase de la mañana, el profesor Bhaer, mostrando una esquela, les anunció a los mu­chachos:

—Tengo algo que comunicarles; atiendan —y los chi­cos escucharon emocionados la lectura de la siguiente carta:

"Mi bueno y querido hermano Fritz:

"He sabido que decidiste dejar a tus ovejitas en Plumfield, temiendo causarme molestias. Quiero decirte que, muy al contrario, la visita de los niños me consolará, y será benefi­ciosa para Demi. Además, desearía que los chicos escucha­ran lo que dirá mi padre con respecto a mi Juan. Sé que sus palabras les serán muy provechosas a todos.

"Podrían entonar algún himno piadoso, de esos tan dul­ces que tú les has enseñado. Esa música sería la más apro­piada y me agradaría mucho escucharla. Diles, pues, de mi parte, que los espero, enviándoles al mismo tiempo mis cariñosos saludos.

"MEG

Pocos momentos después, los chicos, guiados por Franz, se dirigían al sencillo funeral del señor Juan Brooke.

Una vez allá, Meg salió a recibirlos. Su semblante no resplandecía de alegría; sin embargo, estaba dulce y tranqui­lo. Al verla, con su acostumbrada sonrisa, Jo no pudo evitar decirle en voz baja:

—Creí que no podrías soportarlo, Meg.

—Su amor me sostiene, Jo. El cariño no decayó nunca durante diez años. ¡Para mí, Juan no ha muerto!

Nadie había faltado al funeral. Meg estaba acompañada por los niños, por algunos de sus padres, por el señor Laurence, y por las amistades del difunto. Todos llenaban la casa.

Juan Brooke, pese a su vida dedicada al trabajo y a su hogar, tenía muchas amistades. Gente rica y pobre, ancianas y jóvenes; todos se habían reunido para testimoniar su afecto.

Después del breve servicio religioso, el profesor Bhaer dio la señal convenida, y la voz de los alumnos se elevó en las notas de un himno que parecía lleno de luz. Cantaban con religiosa inspiración, confundiéndose sus voces, como confundidas estaban sus almas, que se llenaban de paz con la hermosa melodía.

Meg, entre tanto, acariciaba a sus mellizos. Daisy tenía apoyada su cabecita en su regazo, mientras que Demi le aca­riciaba su mano. Mirando a todos los presentes, se sintió am­parada por tan buenos amigos. Comprendió que ellos estaban dispuestos a apoyarla, y su pena fue cediendo ante la convic­ción de que sólo viviendo para los demás, como había vivido su esposo Juan, volvería a encontrar serenidad y consuelo.

Pasaron varias semanas antes de que Demi regresara a Plumfield. Y aunque Jo se proponía reemplazar al padre en todo lo posible, comprendió que el niño "ya no era el mismo", como lo comentó con su esposo. Y así, a los diez años, el niño comenzó una vida nueva; y la empezaba con una herencia..., la hermosa herencia del recuerdo de haber tenido un padre digno. "Ahora soy Juan Brooke", decía con énfasis de niño, pues ya no le agradaba que lo llamaran Demi.

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