Hombrecitos

Capítulo 20

AGRADECIDOS DE DIOS

Al profesor Bhaer, como a un buen alemán, le gusta­ban mucho las fiestas familiares, las que se realizaban en Plumfield todos los años. Veía en ellas una manera de entre­tener a los jóvenes, evitando así que se distrajeran fuera del colegio. Jo, con su gran espíritu, era el alma de ellas, y las niñas secundaban la labor, ayudando con muy buena voluntad a los preparativos.

La fiesta de este año tenía algo de excepcional, reinan­do verdadera emotividad en toda la casa. Todos los chicos tenían la misión de adornar una parte de ella de manera tal, que sorprendiera al profesor Bhaer.

Éste estaba intrigado con lo que le tenían preparado, pero se mantenía alejado, simulando ignorar lo que en su ho­nor realizaban.

¡Al fin llegó el día señalado! Hubo que enviar a los impacientes muchachos a dar una vuelta para que llegaran con buen apetito. Las activas mujeres quedaron arreglando la casa, poniendo la mesa y viendo los últimos detalles.

Al toque de la campana que llamaba al comedor, todos los chicos aparecieron luciendo sus galantes trajes domingueros y caras relucientes de bien restregadas.

Jo les esperaba, vestida de rica seda negra, con dos cri­santemos en el pecho. Nan y Daisy lucían trajes nuevos de invierno, finamente adornados.

Frente a frente, en cada cabecera de la mesa, se sentaron los esposos Bhaer. Al mirarse, rodeados de tantas caras felices, ambos pensaron en agradecer a Dios, que les había concedido realizar su obra y proponerse continuarla con igual voluntad y fe.

Como todos habían contribuido con algo para la fiesta, disfrutaban de ella tranquilos y satisfechos, comentando amenamente sobre la importancia y ventajas de sus respectivos aportes.

—Me gustaría saber —dijo Rob— quién fue el que implantó la festividad de Acción de Gracias.

—Los peregrinos —respondió de inmediato Demi.

—¿Y por qué lo hicieron? —observó Rob sin meditar.

—No lo recuerdo, ¿lo sabes tú? —preguntó Demi, dirigiéndose a Dan.

—Fue —respondió éste—para agradecer una buena cosecha, después de un tiempo en que casi murieron de hambre. Ellos dijeron: "Daremos gracias a Dios por su inmenso bene­ficio y le dedicaremos a Él este día", honrándolo de esta forma.

—¿Entiendes ahora, Robby? —le preguntó Jo.

—Sí, creo que sí.

—Bueno, es la fiesta de Acción de Gracias, y quiero repetirme pavo; ¿me sirves más, tía?

Y por segunda vez la complaciente Jo le servía otro poco de pavo al descendiente de los Padres Peregrinos...

Luego, después de brindar, la señora Bhaer dijo a los chicos, graciosa como siempre:

—Ruego a mis pequeños peregrinos que hagan algo entretenido hasta el momento del té. La verdadera entretención vendrá luego. —Y diciendo esto, empezó a levantar la mesa.

La hora del té transcurrió rápidamente. Éste fue servido con sencillez, ya que los chicos debían prepararse para recibir a los invitados.

A la hora indicada llegaron todos; tía Meg acompañada por los abuelos, el señor y la señora March; una niña muy pequeñita, que era traída por sus padres, tía Amy y tío Teddy. Además, venía con ellos un señor desconocido, a quien Teddy presentó a los Bhaer así:

—Éste es el señor Hyde, que tenía gran interés en saber de Dan.

El rostro del muchacho se iluminó de alegría al descubrir a su antiguo amigo. Sentados en un rincón de la sala, comentaron entusiasmados qué había sido de sus vidas.

Luego de los saludos, Jo propuso dar comienzo a la función. El escenario había sido levantado en el salón de clase, y frente a él, se alineaban los asientos que ocuparía el público.

La función se inició con un número de gimnasia ejecutado por doce muchachos. Luego hubo ejercicios de fuerza al compás de la música ejecutada por Jo en el piano. Uno de los que más se distinguieron fue Dan, quien, emocionado por la visita de su amigo, hizo tales demostraciones de agilidad y fuerza, que se temió por la seguridad de sus compañeros. El señor Hyde, no pudiendo contener su admiración, expresó, dirigiéndose al profesor Bhaer:

—¡Lindo muchacho! Pienso ir de viaje por Sudamérica. De hacerlo, ¿me permitiría llevarlo conmigo?

—Nada mejor para nuestro Hércules —contestó el pro­fesor—. Además, en él encontrará un espíritu servicial.

A la demostración de gimnasia siguió el diálogo teatralizado, en el que tuvieron una actuación muy lucida Tommy y Demi. Desde el pasillo, Silas y Asia gozaron mucho de la interpretación.

Emilio ofreció luego canciones muy bien interpretadas, todas de marineros, su verdadera afición.

Pero tampoco faltaron en esta reunión los ejercicios escolares, en los que cada uno demostró su capacidad. Estos ejercicios fueron de lectura, escritura y aritmética. Demi asombró a su tío por su lectura en francés; Tommy fue premiado en escritura y Jack en aritmética.

Se bajó el telón tras acalorados aplausos y el bullicio llenó la sala. Después de algunos minutos, volvió el silencio, ya que el telón fue corrido lentamente. Se escuchó una suave melodía y, ante la expectación general, apareció la niña pequeñita, a quien llamaban "princesita".

La escena mostraba un hogar y, ante él, sentada en un banco, Bess, la pequeñita, representaba a la hermosa Cenicienta del cuento. De pronto, una voz dijo: "¡Ya!, y ella, tras un breve suspiro, expresó:

—¡Ay..., quisiera ir al bale de la rena.

—¡Qué preciosa! —exclamó su madre en voz alta, olvidando que interrumpía la representación de su hija.

—No me haben —dijo ésta—. Así no vale.

Ya tranquilo el público, se escucharon tres golpecitos dados en la pared. Cenicienta debía preguntar: "¿Quién es?...", pero no lo recordó y, resuelta, abrió la puerta.

Una vez abierta, apareció el hada madrina. Venía cubierta con un manto rojo y sostenía una varita. Era Nan.

—Soy tu hada madrina. ¿Quieres ir al baile?

—Sí, tero... dijo Cenicienta.

—Bueno, entonces irás.

—Pero es que tero un traje nevo —dijo Cenicienta—. ¡Ponto, ponto!

—Así no es —corrigió Nan—, debes decirme: "¡No puedo ir vestida de harapos!"

—¡Es certo! —dijo la princesita.

Nan siguió representando su papel:

—Haré de tus harapos un vestido nuevo. Lo mereces porque eres muy buena y porque sabes sufrir con paciencia —y mientras hablaba así, desabrochó el delantalcito gris de Cenicienta, apareciendo un rico vestido de seda rosada, con la cola encogida.

El hada madrina la coronó con una hermosa guirnalda de flores y plumas, calzándole unos zapatitos plateados.

—Ahora necesito un cote para ir, madrina.

—¡Ahí lo tienes! —y extendió su varita mágica.

Y entraron cuatro grandes y desteñidas ratas que provocaron risas. Observándolas mejor, parecían verdaderas y daban la idea de un coche. Arrastraban una linda carroza he­cha con media calabaza gigante, completada con unas ruedas amarillas. La guiaba un estirado cochero, con peluca y som­brero tricorno, quien fustigaba a las ratas para hacerlas enca­britarse graciosamente. Era Teddy.

La carroza se detuvo y en ella se subió Cenicienta. Pero el coche era tan elegante como pequeño, y Su Alteza casi no cabía en el estuche. Luego partieron con gran pompa, mien­tras la princesita enviaba besos hacia donde estaba su mamita, con lo que terminó el acto.

Éste fue seguido por el baile de Nan y Daisy, quienes, luciendo los más extravagantes adornos, en su papel de hermanas orgullosas, estuvieron muy bien. El príncipe, solitario en su trono, contemplaba sus zapatos y jugaba con su espada. Al ver a Cenicienta, exclamó:

—¡Hola!... Y ésta, ¿quién es? —y con poca elegancia invitó a bailar a la recién llegada, mientras las envidiosas her­manas quedaron tristes en un rincón.

—Ahora debes perder el zapato —se escuchó la voz de Jo.

—¡Certo! —respondió la niña, mientras se descalzaba para colocar su zapatito en medio del escenario. Luego le dijo al príncipe algo que no estaba en el libreto—: Tenes que seguí detrás de mí —y salió corriendo, cojeando, mientras el príncipe, enamorado, la perseguía.

En el tercer acto se realizó la búsqueda de la hermosa desconocida y la prueba del zapatito. Teddy, que era el ayudante del príncipe, probó el zapato, primero a las envidiosas hermanas de Cenicienta. Nan tomó tan en serio su papel que, al simular cortarse el dedo grande del pie, para que le cupiera el zapato, hizo exclamar a Teddy:

—¡Con tuidado, po favó!

Al llamado del ayudante, apareció la princesita poniéndose su humilde delantalcito gris. Se calzó el zapatito que Teddy le ofrecía, exclamando alegremente:

—¿Ven? ¡Toy la princesa!

El público se emocionó ante las lágrimas con una de las hermanas, pidiendo perdón a Cenicienta. Era Daisy. Nan pre­firió manifestar su arrepentimiento en forma más dramática y simuló desmayarse, permaneciendo tirada en el suelo hasta que terminó la representación.

El desenlace fue rápido y ruidoso. El príncipe entró precipitadamente y, con gran ostentación, cayó de rodillas, be­sando la mano de la princesita de los cabellos dorados.

Cuando volvió la calma, apareció Nat con su violín, sorprendiendo a los esposos Bhaer con una encantadora me­lodía. A la abuelita le saltaron las lágrimas. Jo, mirando a Laurie, le dijo en voz baja:

—Esa música es tuya; lo sé.

Laurie le respondió:

—Nat "debía" darte las gracias de una manera diferen­te, como sólo él sabe hacerlo. No podía ser de otro modo.

Después de que los aplausos premiaron al pequeño músico, ejecutó éste una canción movida, dando lugar al baile. Tía Amy llenó de orgullo a Dan, bailando con él. Jo debió aceptar todas las invitaciones para no desilusionar a los chicos. Desde luego, las parejas que se formaron fueron la de Daisy con Nat y Nan con Tommy. Pero lo que nadie esperaba era que tío Teddy invitara a bailar a Asia. ¡Lo orgullosa que se puso!

Terminado el baile, los mayores se fueron a la sala. Desde allí, seguían los juegos de los niños y comentaban ale­gremente.

Laurie buscó a Jo y le preguntó:

—¿En qué piensa la hermana feliz?

—En mi tarea cumplida, en el éxito obtenido este vera­no; en el futuro de "mis hijos", querido Teddy —respon­dió Jo.

—Sí. ¡Has triunfado! Cada año es mejor tu cosecha. ¡Debes sentirte verdaderamente feliz! —le dijo, convencido.

—¡Mi famosa escuela! —observó Jo—. Sin embargo, tú no creías en ella. Ahora te gusta. ¡Mira qué hermoso grupo de chicas y chicos! ¡He aquí el resultado de mi tarea!

—Jo, me convenciste. Tanto que, cuando mi Bess sea mayorcita, la enviaré a educarse a tu "Escuela de Plumfield".

—Lo que me dices me enorgullece, Teddy. Tu princesita de cabellos dorados educará a "mis hombrecitos" sin proponérselo. Todos desean merecer su sonrisa.

Mientras se producía esta conversación, Laurie no había perdido el tiempo. Se había deslizado entre los chicos y les había propuesto que hicieran una ronda. Los niños, toma­dos de la mano, entraron corriendo a la sala, y rodearon a los esposos Bhaer, entonando muy alegres:

"El trabajo del verano terminó

y se fue con sus horas de calor;

felices recogimos la cosecha

y en la fiesta el verano dijo adiós.

Lo que mejor hemos logrado

es la alegría de todos los que estamos,

y queremos a mamá y a papá Bhaer decirles:

—¡Gracias, padres, de todo corazón!"

La alegre ronda infantil se fue cerrando, hasta dejar a la pareja estrechamente aprisionada. Era como una flor que fuera ajustando sus pétalos. Los esposos Bhaer sólo veían caras risueñas y ojos brillantes que con su mirada agradecida los acariciaban dulcemente.

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