Mujercitas

Capítulo XVI

Al día siguiente Jo mostraba una cara interesante y misteriosa. Meg lo notó, pero no quiso preguntar, porque había aprendido que la mejor forma de manejar a Jo era llevando la contraria; estaba convencida de que si no preguntaba lo escucharía todo. Por este motivo no se sorprendió cuando Jo tomó un aire protector que agravió a Meg.

Como Amy aún no estaba de vuelta, Laurie era su único amparo, aunque gozaba bastante con él, por el momento le temía un poco, porque era incorregible y no la dejaría tranquila hasta sacarle el secreto.

Jo no se había equivocado, porque tan pronto Laurie sospechó algo misterioso, quiso descubrirlo.

Laurie rogó, prometió, amenazó y se burló; aparentó indiferencia para saber la verdad; aseguró que lo sabía para luego decir que no le interesaba saberlo. Y al fin logró asegurarse de que era algo referente a Meg y al señor Brooke. Sintiéndose muy molesto de que su tutor no le hubiese hecho ninguna revelación, se puso a idear alguna venganza.

Meg estaba preocupada de los preparativos del regreso de su padre y había olvidado el asunto, pero repentinamente pareció apoderarse un cambio en ella.

Parecía otra, cuando alguien le hablaba se ruborizaba. A su madre respondía que estaba bien y a Jo le pidió la dejase en paz.

—Lo capto en el aire, se está enamorando. Tiene casi todos los signos: está de mal humor y nerviosa, no come, no puede dormir y se la ve pensativa. ¿Qué haremos? —preguntó Jo.

—Sólo esperar. Déjala sola; sé gentil y paciente; el regreso de papá lo arreglará todo —contestó su madre.

—Meg, hay una carta para ti. ¡Qué curioso! Teddy no coloca timbres a las mías —exclamó Jo al otro día, cuando distribuía la correspondencia.

De pronto un ruido de Meg hizo que la señora March y Jo levantaran la vista y la vieran mirando la carta con cara asustada.

—Es todo un error... ¡Oh, Jo! ¿Cómo pudiste hacerlo?

—¿Yo? ¿De qué hablas? —preguntó Jo confundida.

Los ojos de Meg se avivaron de ira, mientras sacaba de su bolsillo una carta arrugada y se la lanzaba a Jo, diciendo:

—Tú la escribiste y ese chico te ayudó. ¿Cómo pudiste ser tan perversa y ruin con nosotros?

Jo apenas escuchó, porque estaba leyendo con su madre la carta con curiosa escritura:

"Queridísima Margaret: No puedo contener más tiempo mi pasión y preciso conocer mi suerte antes de regresar. No me atrevo aún a comunicárselo a tus padres, pero pienso que nos darían su consentimiento si supieran que nos amamos. El señor Laurence me ayudará a encontrar un buen puesto, entonces, mi muchachita, me harás feliz. Te pido que todavía no digas nada a tus padres, pero envía una palabra de ilusión por medio de Laurie a tu leal John".

—¡El infeliz! Le haré una buena riña y le traeré a pedir perdón —gritó Jo.

Con una expresión poco usual, su madre le detuvo diciendo:

—Espera, Jo. Has hecho tantas bromas que primero tendrás que demostrar que no tienes parte en ésta.

—Le doy mi palabra, mamá, que no sé nada, ni nunca he visto esa carta. Si yo estuviera metida en esto, hubiese escrito una carta más sensata. Creía que habíais entendido que el señor Brooke no es capaz de escribir estas tonterías —añadió Jo, lanzando el papel al  suelo.

—La letra es como la suya —murmuró Meg.

—¡No la habrás contestado! —añadió la madre.

—¡Sí, lo hice! —dijo Meg escondiendo avergonzada la cara.

—Déjame ir a buscar a ese chico para que dé una justificación y obtenga una reprimenda. No descansaré hasta que lo agarre —dijo Jo, yendo hacia la puerta.

—¡Detente! Meg, cuéntamelo todo —ordenó la señora March, sentándose al lado de ella, pero sin soltar a Jo.

—La primera carta la recibí por medio de Laurie, que simuló no saber nada. Al comienzo me inquietó mucho y tenía el propósito de decírcelo a usted, luego recordé que usted le tenía simpatía al señor Brooke, de modo que creía que no le importaría que por unos días guardara mi secreto.

—¿Qué le dijiste? —interrogó la señora March.

—Sólo que todavía era muy joven para decidir, que no deseaba tener secretos con usted y que tendría que hablar a papá. Que sería su amiga por mucho tiempo y que estaba muy agradecida por su generosidad.

La señora March sonrió más serena y Jo aplaudió con énfasis diciendo:

—En cuanto a prudencia eres una doña María de Molina. Continúa Meg. ¿Qué te contestó?

—Me escribe de una forma muy distinta, diciéndome que nunca envió una carta amorosa, lamentando que mi traviesa hermana Jo se halla tomado nuestros nombres.

Meg con desaliento se apoyó en su madre, mientras Jo iba de un lado para otro. Repentinamente se detuvo, cogió las dos cartas y luego de observarlas, dijo con determinación.

—No creo que el señor Brooke haya visto estas cartas. Ambas las ha escrito Teddy y conserva la tuya para molestarme pues no quise contarle mi secreto.

—Basta, Jo. Yo tranquilizaré a Meg y tú anda a buscar a Laurie, para poner término a tales travesuras.

Cuando Jo hubo salido la señora March aclaró con suavidad los sentimientos del señor Brooke.

—Ahora, hija mía, ¿cuáles son los tuyos?

—Prefiero no pensar en noviazgos, he estado muy angustiada. Si John no sabe de estas necedades no le cuente nada y exija a Jo y Laurie que se callen.

Cuando se escucharon los pasos de Laurie en el vestíbulo, Meg se escabulló al estudio y su madre recibió al culpable a solas. Jo, temiendo que no viniese no le había contado para qué le necesitaban en casa, pero lo advirtió tan pronto vio la cara de la señora March y continuó de pie, girando su sombrero, con apariencia de culpable. Jo fue despedida por su madre, mas resolvió quedarse paseando de un lado a otro del vestíbulo, por miedo a que el prisionero escapara. Durante una hora el tono de voces subió y bajó, pero las chicas nunca se informaron de lo ocurrido en aquella entrevista.

Cuando las chicas fueron llamadas, Laurie continuaba de pie al lado de la señora March, con una cara de remordimiento, que Jo en el momento lo perdonó; sin embargo, no consideró sensato dejarlo ver. Meg recibió las disculpas y se tranquilizó al confirmar que Brooke no estaba en conocimiento de la picardía.

—Hasta el último día de mi vida no diré nada de esto; Meg, perdóname, estoy dispuesto a hacer lo que desees como una forma de manifestar lo mucho que lo lamento —agregó avergonzado de sí mismo.

—Lo intentaré, pero te comportaste de una forma poco digna de un caballero —contestó Meg.

—Fue detestable y merezco que no me hables durante un mes; pero no lo harás, ¿verdad, Meg? —dijo Laurie con gesto implorante, a pesar de su mal comportamiento era difícil ponerle mala cara.

Meg lo perdonó y la señora March hacía grandes esfuerzos para estar seria cuando le escuchó decir que se postraría como un gusano ante la joven ofendida.

Mientras, Jo trataba de endurecer su corazón, logrando sólo tomar una expresión de reprobación. Como Laurie vio que no mostraba signos de ceder se sintió herido, le dio la espalda hasta que acabasen lo que tenían que decirle y luego hizo un saludo y se marchó en silencio.

Tan pronto como Laurie se hubo marchado,  Jo lamento no haber sido más benévola. Cuando su hermana y su madre subieron las escaleras, se sintió sola y deseosa de la compañía de Teddy. Después de una lucha consigo misma, decidió ir a la casa grande con el pretexto de llevar un libro que debía devolver.

—¿Está el señor Laurence? —preguntó a una de las criadas.

—Sí, señorita, pero pienso que ahora no puede verle.

—¿Está enfermo?

—No, señorita; acaba de tener un altercado con el señorito Laurie.

—¿Dónde está el señorito?

—En su cuarto. He llamado y no quiere responder.

Jo subió al cuarto de Laurie y golpeó en la puerta.

—Basta de llamar, o abro la puerta y te hago callar.

Jo golpeó nuevamente y entró antes que él pudiera volver de su asombro. Como ella sabía manejarle, simuló una expresión de penitencia, y arrodillándose, dijo:

—Perdonadme por haberme puesto tan furiosa. He venido a arreglar el asunto y no me iré hasta conseguirlo.

—Levántate y no hagas el loco, Jo.

—¿Puedo saber qué te sucede? No pareces estar cuerdo.

—¡Me han sacudido y no lo tolero!

—¿Quién ha sido?

—Mi abuelo; sólo porque no quise decirle el motivo del llamado de tu madre. No podía faltar a mi palabra, pues había prometido no decir nada a nadie.

—¿No podías complacer a tu abuelo de alguna manera?

—No, persistió en saber la verdad. Como no podía envolver a Meg en el enredo, soporté el regaño hasta que mi abuelo me cogió por la nuca. Me puse furibundo y escapé de un salto.

—Baja y haz las paces.

—¡Que me cuelguen si lo hago! No voy a soportar sermones y maltratos solamente por una pequeña picardía, no debería tratarme como a un niño.

—¿Cómo crees que se puede reparar este problema?

—Él tiene que confiar en mí cuando le digo que nada puedo contarle y pedirme perdón.

—Eso no lo hará. Entra en razón, Teddy, déjalo pasar y yo le aclararé lo que pueda.

—Huiré a algún lado y cuando mi abuelo me eche de menos, volverá a la cordura. Iré a ver a Brooke; en Washington hay alegría y allí me divertiré.

—Cállate y piensa en tus errores. Si tu abuelo dice que siente haberte sacudido, ¿dejarás la idea de huir? —pregunto Jo.

—Sí, pero no lo conseguirás —contestó Laurie.

Jo salió del cuarto, murmurando para sí: "Si puedo manejar al joven, podré hacerlo también con el anciano".

—¡Adelante! —se escuchó decir al señor Laurence con la voz más ronca que lo normal.

—Soy Jo, he traído un libro —dijo con suavidad al entrar.

—¿Deseas otro? —exclamó el anciano ocultando su ira.

—Sí, me gusta tanto el viejo Sam que quiero leer el segundo tomo —contestó Jo, con la ilusión de congraciarse, pidiéndole un libro que él le había recomendado. Luego subió a la escalerilla, se sentó en el último peldaño y fingió buscar un libro, pero en verdad pensaba cómo podía enfrentar el objetivo de su visita.

El señor Laurence algo sospechaba, luego de varios paseos por la sala, le miró a la cara y repentinamente le preguntó:

—¿Qué te ha hecho ese muchacho? No pude sacarle ni una palabra y cuando lo amenacé con sacudirle se escapó y se encerró en su dormitorio.

—Se portó mal, lo perdonamos y prometimos no contar nada a nadie. No puedo decírselo, mamá lo prohibió. Él ha pedido perdón y ha recibido su castigo. Además, callamos para resguardar a otra persona y si usted se involucra en esto los problemas aumentarán. En parte fue mi culpa, pero ya está todo arreglado; así es que, por favor, hablemos de "El Vagabundo" o de otro libro interesante.

—Baja y dime que este alocado muchacho no ha hecho algo fastidioso, de lo contrario le pegaré con mis propias manos.

La amenaza no asustó a Jo, sabía que el enojado anciano no alzaría un dedo contra su nieto. Bajó dóilmente y restó trascendencia a la broma, sin faltar a la verdad ni exponer a Meg.

—Bueno, si el muchacho se calló porque había hecho una promesa le perdonaré. Es un chico difícil de manejar —exclamó mientras se pasaba la mano por la cabeza.

—A mí me sucede lo mismo, pero siempre una palabra afable me calma.

—¿Piensas que soy poco afable con él?

—¡No, señor! Usted a veces es muy cariñoso y luego un poco violento, cuando pone a prueba su paciencia. ¿No lo cree?

—Tienes razón, hija, soy un poco violento y no sé dónde vamos a parar de continuar así.

—Se lo diré: huirá.

El señor Laurence, al escuchar esto, cambió de color, se sentó y dio una mirada aflictiva al retrato del hombre alto que estaba puesto sobre su mesa. Era el padre de Laurie, que se había escapado en su juventud para casarse contra los deseos del anciano.

—No lo hará, salvo que esté muy hastiado. A veces a mí me agradaría hacer lo mismo; así es que si algún día nos echa de menos puede buscarnos en los barcos que zarpen hacia la India.

Al decir Jo estas palabras se puso a reír y el anciano, obviamente, se notó más aliviado.

—¡Eres una ícara! Cómo te atreves a hablarme así? Bienaventurados  chicos y chicas! —exclamó de buen humor, y añadiendo: Vete y dile a ese chico que venga a comer y que todo está arreglado.

—Se siente ofendido, señor, no vendrá, porque cuando dijo que no podía contar nada, usted no le creyó. Pienso que la sacudida la tomó muy a pecho.

Luego el señor Laurence se puso a reír y Jo entendió que estaba ganada la batalla.

—Si yo fuera usted, le escribiría una disculpa formal. Eso le indicará lo necio que es y le hará bajar de buen humor. Pruébelo; le  gustan las bromas. Yo se la llevaré y le dará una lección.

—¡Qué diabla eres! Pásame una hoja de papel y demos fin a esta tontería.

La carta fue escrita en los  términos usados entre caballeros después de graves insultos. Jo introdujo el papel por debajo de la puerta y caminaba con tranquilidad cuando Laurie bajó

deslizándose por el pasamanos de la escalera y la esperó diciendo:

—¡Qué buena amiga eres, Jo! ¿Has sufrido un estallido? —agregó riendo.

—No hables así, da vuelta la hoja y comienza de nuevo —le contestó mientras se iba.

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