Jack y Jill

Capítulo II

La lucha contra el tedio

Durante algunos días nadie vio a los accidentados, pero éstos estaban permanentemente en todas las conversaciones. Para ellos, los primeros días después del desastre pasaron entre el sueño, el dolor y acostumbrándose a la idea de que por muchos meses no irían al colegio ni a jugar al aire libre. Pero como jóvenes de espíritu alegre que se reponen pronto, comenzaron a dar trabajo a sus enfermeras, las que debían hacer mayores esfuerzos para distraerlos.

En la Sala Número Uno, como llamaba la señora Minot al dormitorio de Jack, que era muy sencillo debido a su pasión por los deportes, el piso no tenía alfombra ni cortinas las ventanas, y su cama era estrecha y dura. Los únicos adornos eran unos patines, guantes de boxeo y una pequeña biblioteca con libros sobre deporte, caballos, salud, caza y viajes.

Ahora se había transformado en una habitación lujosa. Pero lo que más entristecía al inválido atleta era divisar, a través de la puerta entreabierta, sus trofeos deportivos apilados en un rincón dentro de la bañera y saber que, por un tiempo, todo eso debía ser dejado de lado.

Estaba a punto de llorar, cuando fijó sus ojos en la cara cansada de su madre, que preparaba vendas para curar sus heridas. Al mirarla, Jack recordó que hay una clase de valentía que vale mucho más que toda la fuerza del mejor atleta. Con qué valor y cariño lo había curado a pesar del esfuerzo que le costaba hacerlo y verlo sufrir.

—Acuéstate un rato, mamá, me siento muy bien. Frank me atenderá si necesito algo —propuso el muchacho.

Para la señora Minot, que estaba agotada, el rato se convirtió en tres horas y como Jack no tenía la menor intención de descansar, Frank se vio en apuros para entretenerlo.

—Te leeré algo —propuso Frank.

—Estoy cansado de la lectura, quiero hacer algo divertido —contestó Jack.

—¿Quieres jugar al naipe? —sugirió el hermano mayor.

—No tiene gracia jugar de a dos —se quejó el enfermo.

—¿Te gustaría tener un telégrafo o un teléfono para comunicarte con Jill? ¡Eso sí que sería divertido!

—¿Podrías?

—Comenzaré por construirte el telégrafo, así podrás enviarle cosas, si quieres —añadió Frank.

—¡Hazlo cuanto antes! Será una diversión para mí y también para Jill, porque sé que quiere comunicarse conmigo.

—Pero deberé dejarte solo por algunos minutos mientras preparo las cuerdas necesarias.

—¡Oh! No te preocupes; no necesitaré nada, y si me hace falta algo, llamaré a Ana.

—No, podrías despertar a mamá. Yo te arreglaré algo de modo que no necesitarás de nadie —y el joven inventor unió el atizador a la caña de pescar, fabricando un gancho que llegaba al otro extremo de la habitación.

—Aquí tienes un brazo. Trata de enganchar algo para ver cómo funciona —dijo, pasándoselo a Jack, quien lo tomó con tanto entusiasmo que, por alcanzar un pañuelo que estaba sobre la mesa, arrastró con él el mantel. Luego, al intentar correr la cortina rompió un vidrio de su ventana.

—No lo uses sino en caso de extrema necesidad. Quédate tranquilo y dentro de diez minutos tendrás tu telégrafo, así es que empieza a escribir el mensaje para Jill —propuso Frank.

Frank hizo un agujero en el cerco que separaba las dos casas; luego tendió una cuerda, haciéndola pasar por la abertura, la cual ató a ambos extremos y finalmente colgó de ella un pequeño canasto que se deslizaba por la cuerda, gracias al ingenioso sistema.

En el primer mensaje iban una naranja y una carta:

"Querida Jill: Siento mucho que no puedas venir a verme. Estoy bastante bien, pero aburrido de la inmovilidad. Tengo deseos de verte. Frank instaló un telégrafo para que podamos escribirnos. ¡Será entretenido! Cuando tú tires de tu cuerda, sonará una campana, y entonces sabré que me envías un mensaje. Te mando una naranja. ¿Te gusta la jalea? Todos me traen cosas ricas y quiero compartirlas contigo. Adiós.

Jack."

El canasto salió y quince minutos más tarde regresó con la naranja adentro.

—¡Se enojó! —exclamó Jack, cuando Frank le pasó el cesto con el mensaje. Pero, en cuanto tomó la fruta, la cáscara se abrió y cayeron de ella una carta, dos dulces y una lechuza tallada en una nuez.

—¡Esto es tan de Jill! ¡Es capaz de bromear aunque esté medio muerta! Veamos qué dice:

"Querido Jack: No puedo moverme, lo que es horrible. El telégrafo es un gran invento y nos divertiremos mucho. Sí, me gusta la jalea. La naranja estaba deliciosa. Mándame un libro, pero que trate de osos, de barcos y de cocodrilos. Vino a verme Molly Loo y dice que el colegio parece otro sin nosotros. Saludos.

Jill."

Jack le mandó el libro y una jalea, que se derramó en el camino. Jill contestó en seguida, con un gatito como préstamo que encantó al niño y al que comenzó a acariciar, pero en ese momento escuchó un prolongado silbido.

—Son los muchachos ¿quieres que suban? —preguntó Frank.

—¡Sí! —contestó Jack, escondiendo el gato, temiendo que lo vieran con un juguete poco varonil.

—¡Hola, amigo! —dijeron los tres a un tiempo.

—Pasen, muchachos. ¡Me alegro de verlos! —exclamó el enfermo.

—¿Te molesta mucho la pierna, Jack?

—No demasiado. Siéntense y sírvanse algo —ofreció Jack—. Todas las señoras me han mandado cosas ricas, y no logro comerlas porque son demasiadas. Ayúdenme a terminarlas.

En unos minutos los muchachos hicieron desaparecer todo. Durante media hora, las cinco lenguas funcionaron sin descanso hasta que sonó la campanilla anunciando un mensaje.

—Esa es Jill. Atiéndela, Frank —dijo Jack, mientras invitaba a sus amigos a ver el nuevo invento. Dieron gritos de alegría cuando llegó el canasto. Era un muñeco con una pierna vendada, y una carta que decía:

"Joven: He visto entrar a los muchachos y sé que lo estás pasando bien, por lo tanto te envío los caramelos que me trajeron Molly Loo y Merry. También te mando un retrato de Jack Minot. ¡Cómo me gustaría estar contigo! Tu

J.P."

—Enviémosle cada uno una carta —propuso Jack, idea que fue aceptada por todos.

"Querida Jill: Siento que no estés aquí. Nos estamos divirtiendo mucho. Jack está de excelente humor. Laura y Lot te enviarían cariños si estuvieran con nosotros. Apúrate en curarte.

Gus."

"Querida Alelí: Espero que te encuentres cómoda en tu "celda". ¿Te gustaría una serenata a la luz de la luna? Espero que pronto sanes, porque te echamos de menos. Tu amigo.

E.D."

"Señorita: Tengo el placer de comunicarle que todos estamos bien, y esperamos que usted también se encuentre bien de salud. Aquí hemos tenido un banquete. No me importaría romperme una pierna, si tuviera tantas cosas ricas para comer y ninguna tarea que hacer.

"Sin más. La saluda

Joe P. Flint"

"Querida Jill: Quisiera poder enviarte un poco de la entretención que me dan los muchachos. Como no puedo hacerlo, te mando todo mi cariño. Mañana mamá irá a verte y te contará cómo estoy. Buenas noches. Tu

Jack."

—¡Qué carta tan tierna! —se burló Joe, mientras sus compañeros se reían y Jack lanzaba su almohada contra el burlón.

El improvisado proyectil casi golpeó a la señora Minot en el momento que llegaba con la bandeja del té para su enfermo. Al verla, los muchachos se apresuraron a retirarse, sobre todo Joe.

—Frank, quédate y dime qué pasó —ordenó la mamá.

—No fue nada, mamá. Los muchachos estaban embromando a Jack por una carta que mandó a Jill.

Cuando el hermano mayor partió corriendo, la señora Minot aseguró a Jack que no había nada malo en su carta.

—¿Verdad que no está mal quererla? Es simpática, alegre y buena... Además, me quiere mucho, y no tengo por qué avergonzarme de ello —protestó Jack.

—No, hijo, y prefiero verte jugar con una niña alegre que con niños bruscos, de quienes aún no puedes defenderte —contestó la madre.

—¡No digas que no puedo defenderme! —exclamó Jack, molesto—. Mira los músculos de mis brazos...

La señora Minot se rió del enojo de su hijo, pero en eso se oyó la campanilla y tuvo que ir a recibir el canasto.

El último despacho del "Gran Telégrafo Internacional" —como lo llamaron desde ese día, fue un magnífico pedazo de torta de manzana y un queque recién salido del horno, con una carta que decía: "Con los mejores recuerdos de J.M."

*

En la Sala Número Dos, como llamaron al dormitorio de Jill, no reinaba tanta alegría, porque la señora Pecq tenía mucho que hacer, y Jill, para entretenerse, sólo contaba con las cortas visitas de sus compañeras y los juegos que ella podía inventar. Por suerte, poseía una gran imaginación. Pero la inactividad a que la obligaba el dolor de su columna vertebral comenzaba a aburrirla. Además, había notado la preocupación del médico, cuando la revisaba, y la mirada ansiosa de su madre, temiendo quizá que su hija quedara inválida.

El telégrafo resultó una gran distracción para los enfermos, pero terminó por aburrirlos, porque ninguno de los dos tenía gran cosa que decirse, fuera de los cambios de salud.

—Esta niña terminará por enfermarse de aburrimiento —comentó la señora Pecq a la madre de Jack, que la visitaba—. Está nerviosa y cualquier cosa la preocupa. Por ejemplo, el dibujo del papel del cuarto la hace sentirse rodeada de arañas, y no tengo otra habitación donde ponerla ni dinero para cambiar el empapelado de su dormitorio.

La señora Minot miró a su alrededor y comprendió que Jill no se sintiera a gusto allí. Estaba limpia y ordenada, pero era demasiado sencilla, sin cuadros ni adornos.

Jill se encontraba durmiendo en una cama plegable que el doctor Whiting le había enviado y cuyo colchón podía levantarse a voluntad. Lucía muy hermosa con sus largas pestañas negras que contrastaban con el rojo de sus mejillas afiebradas y su lindo pelo suelto sobre la almohada.

—Ánimo, amiga, debemos ayudarnos en esta dura prueba —repuso la señora Minot.

—Así lo haremos, señora —añadió la señora Pecq, estrechando la mano de su vecina.

—Lo que debemos hacer es rodearla de felicidad, y lo demás lo hará el tiempo. Empezaremos desde ahora, así tendrá una grata sorpresa cuando despierte.

Y mientras hablaba, la señora Minot tomó una revista que había traído y recortó varios dibujos coloreados que fijó sobre el papel del muro frente a la cama.

—No se preocupe, vecina. Tengo una idea que creo será beneficiosa para todos, si logro ponerla en práctica —dijo, alegremente, cuando se despidió de la señora Pecq.

Cuando Jill abrió los ojos, la pared desnuda con sus arañas se había transformado en un alegre conjunto de dibujos coloreados.

—¡Qué bonito! —exclamó la niña y preguntó: ¿Quién los trajo?

—El hada buena que jamás viene con las manos vacías —y la mamá señaló un hermoso racimo de uvas, unas flores y una bata al pie de la cama.

Luego llegaron Merry y MolIy Loo, con Boo, por supuesto. Entonces empezaron los comentarios:

—Es buena idea cubrir ese horrible papel con dibujos. Ahora recuerdo que en el desván de mi casa tengo revistas de modas antiguas, que son muy divertidas. Ahora mismo iré a buscarlas y recortaremos —exclamó Molly Loo.

Las niñas se entretuvieron mucho con los antiguos figurines y las hermosas modelos con sus trajes pasados de moda.

—¡Qué linda está esta novia! —exclamó Jill.

—Yo prefiero los elefantes. ¡Cuánto daría por ir de cacería! —añadió Molly Loo.

—¡A mí me gusta más "La clase de baile"! ¡Es tan elegante! ¡Qué lindo seria vivir en un castillo! —agregó Merry.

—¿No les gusta este barco? —preguntó la señora Pecq—. Me hace recordar a Inglaterra... Hay días en que añoro mi patria.

—Me gustaría ser una misionera —interrumpió Molly Loo—. Ayudaría a los niños y les enseñaría a ser buenos cristianos.

—No es necesario ir al Asia o África para ser misionera, Molly Loo. En cualquier lugar del mundo se puede hacer el bien —replicó la señora Pecq.

—¡Me encantaría que pudiéramos hacer el bien en nuestro pueblo! ¿Verdad, chicas? —exclamó Molly, entusiasmada.

—Sería espléndido tener una sociedad formada por nosotras y hacer reuniones y tomar decisiones —repuso Merry.

—Pero no dejaríamos entrar a los muchachos. Sería una sociedad secreta, y tendríamos nuestro santo y seña. ¡Qué divertido sería que encontráramos algunos salvajes por civilizar! —añadió Jill.

—Eso no sería difícil —repuso su madre, sonriendo—. Conozco una pequeña salvaje que necesitaría ser civilizada..: Comienza por casa, hija, y encontrarás en qué ocupar tus aptitudes de misionera...

—Soy yo ésa, ¿verdad? Bien; seré tan buena que la gente no me reconocerá. En los libros de cuentos, los niños enfermos siempre se vuelven buenos; veremos si en la realidad ocurre lo mismo —comentó Jill.

—Y tú, Merry, podrías hacer mucho en tu casa, ayudando a tu madre y dando buen ejemplo a tus hermanos. Una niña en una casa puede cambiar muchas cosas y convertir su hogar en un lugar bello y cómodo... Hay que trabajar, en lugar de soñar con castillos.

Merry se sonrojó, pero aceptó la observación de la señora Pecq y se propuso ser útil en su casa.

—¿Y qué puedo hacer yo? Después de las peleas con la señorita Bat, ni media docena de cocodrilos puede asustarme —dijo Molly Loo, refiriéndose a la anciana que dirigía la casa de su padre.

—No tienes que ir muy lejos para encontrar al pequeño salvaje que esperas —comentó la señora Pecq, mirando a Boo, que estaba resfriado y no tenía pañuelo; sus manitas, muy sucias, lucían sabañones y su vestuario estaba muy descuidado.

—Es verdad —reconoció la niña—; parece un verdadero salvaje... Trato de cuidarlo lo mejor que puedo, pero la señorita Bat no se ocupa de él y papá se ríe cuando le hablo del asunto.

Era cierto, porque el padre de Molly vivía siempre muy ocupado en sus negocios. La señorita Bat era una anciana que creía que su obligación se limitaba a atender a su patrón viudo, y no se preocupaba de los niños. Molly notaba que muchas cosas no marchaban bien en su casa, pero no sabía cómo arreglarlas.

—Y lo harás, querida —contestó la madre de Jill, animándola—. Y ahora que cada una de ustedes tiene una misión que cumplir, yo también seré un miembro de la sociedad, y pienso que haremos grandes cosas.

—No empezaremos hasta después de Navidad. ¡Hay tanto que hacer! —exclamó Jill.

—¡Qué lástima que tengamos que suspender la fiesta de Navidad! —se lamentó Merry—. Sin ti y sin Jack no será lo mismo, sólo tendremos que conformarnos con los regalos.

—Dentro de quince días yo estaré bien, pero Jack no; podríamos hacer un baile en su habitación, así él podrá divertirse —sugirio Jill.

—Podrías decírselo a Jack —propuso Molly Loo.

Mandaron la carta y, entretenidas, se habían olvidado por completo de la contestación, cuando sonó la campanilla. En el canasto venían papeles de colores y una caja de cuentas brillantes, cintas de colores, un carrete de hilo, agujas y una carta de la señora Minot.

"Querida Jill: Pienso adornar un árbol de Navidad para que tú y Jack se diviertan, con todos sus amigos. Te envío papel para que fabriques bolsas para los bombones, y algunas cuentas para que hagas collares. Si te hace falta alguna cosa, pídemela.

Ana Minot."

—¡Qué corazón tan bondadoso! —exclamó la señora Pecq, al darse cuenta de que su vecina había encontrado una distracción para su hija.

Las niñas dieron gritos de alegría ante los hermosos colores de las cuentas, e inmediatamente se pusieron a trabajar y no tardaron en lucir cada una un hermoso collar.

Una vez sola, Jill empezó a cantar alegremente mientras enhebraba las preciosas cuentas y fabricaba las bolsas.

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