Jack y Jill

Capítulo V

Merry y Molly, las otras misioneras

Veamos ahora en qué forma cumplieron las otras misioneras las tareas que se habían impuesto en su afán por ayudar en su pueblo con la sociedad secreta que deseaban establecer.

El señor Grant era un granjero de situación acomodada y quería dar a sus hijos mayores ventajas de las que había disfrutado él y mejorar su linda propiedad, de la que estaba orgulloso. La señora Grant era una excelente ama de casa, muy ocupada como para perder tiempo en elegancias, pero siempre dispuesta para ayudar a los pobres y a los enfermos. Tenía tres hijos varones, Tom, de diecisiete, y Dick, de diecinueve, que trabajaban en la granja; y Harry, de veintiún años, que trabajaba en un almacén. Aunque de modales rústicos eran buenos muchachos, y querían mucho a su hermana Merry, pero se burlaban buenamente de sus "gustos de señorita", como decían por sus modales delicados y su inclinación por las cosas bellas.

Merry era la mimada de la famila. Pese a que daba la sensación de que se encontraba allí por equivocación, parecía una fina rosa en un campo de trigo.

Cuando las niñas hablaron de la nueva sociedad, Merry pensó que tomaría más cariño al trabajo, y ayudaría a su familia a disfrutar de las cosas bonitas.

Esa noche, mientras se encontraba sentada a la mesa para la cena, miró a su alrededor tratando de encontrar la forma de comenzar su tarea.

La gran cocina–comedor, donde estaban, lucía limpia y ordenada pero fea, excepto un geranio rojo, florecido, en la ventana. La gente que estaba sentada alrededor de la mesa dejaba bastante que desear, comían con los cuchillos la carne de cerdo en vez de usar el tenedor, bebían el té de los platillos y se reían estrepitosamente cuando algo les causaba gracia. Sus hermanos eran buenos mozos y fuertes; el padre, un hombre de dulce expresión, y la madre, una mujer de aspecto agradable, con ancha frente y mirada tierna.

Esa noche Merry estaba tan pensativa que su padre lo advirtió porque el granjero no se cansaba de mirarla, como quien admira a un gatito, feliz de verla tan bonita, joven y feliz.

—Hijita, me parece que tienes algo que te preocupa. Ven y cuéntaselo a tu padre —dijo, golpeándose la rodilla.

—Primero limpiaré la mesa y tú, mamá, siéntate y descansa; Roxy y yo arreglaremos todo —contestó Merry.

—Me sentaré un rato —dijo la señora Grant, tomando su tejido, porque sus manos no podían estar sin hacer nada.

A Merry no le gustaba hacer la limpieza doméstica, pero puso todo de su parte en la desagradable tarea, vigilando a la perezosa Roxy, hasta que todo estuvo en orden; luego, llena de alegría, fue a sentarse en las rodillas de su padre.

—Sí, papá, quiero hacer algo —pidió la niña.

—No me extrañaría que se tratara de una muñeca —dijo el señor Grant.

—¡Pero, papá, hace años que no juego con muñecas! No, lo que quiero es arreglar mi dormitorio. Lo haré todo yo misma, y sólo necesito unas pocas cosas.

—Pero, hija —interrumpió la madre—, tu pieza esta siempre impecable, gracias a la educación que te hemos dado.

—Déjenme bajar algunas cosas del desván. ¡Las paredes están tan desnudas! ¡Me gusta tanto estar rodeada de cosas bonitas! —se quejó Merry.

—A mi me pasa lo mismo. No podría vivir sin mi linda hijita que me da más alegrías que una docena de ramos de flores —agregó el granjero.

—Es otra de las cosas que quiero tener: unos maceteros para adornar la ventana. Mamá dice que las plantas ensucian mucho, pero yo limpiaría con agrado —prosiguió Merry.

—Yo te traeré algunas —dijo su padre.

—Estaré contenta si mamá me permite arreglar a mi manera y prometo cumplir sin protestar —repuso la niña, dando gracias a su padre con un beso y sonriendo a su madre.

—Puedes sacar lo que quieras del armario azul, que está en el desván, y arregla tu pieza como gustes, y no te olvides de cumplir lo prometido —contestó la señora Grant.

—No me olvidaré. Mañana trabajaré toda la mañana y, por la noche, les mostraré lo que yo llamo una habitación bonita —contestó Merry, satisfecha.

Y mantuvo su palabra; esa misma tarde lluviosa en que Jill descubrió la verdad de su estado, Merry se puso a arreglar su dormitorio. En el armario azul encontró varios tesoros e, ignorando los agujeros de polilla, trató de sacar el mejor partido de ellos, tratando de imitar la sobria elegancia que reinaba en la casa de la señora Minot.

Colocó unas cortinas de felpa roja que alegraron las paredes, cuyo papel estaba ajado y descolorido. Sobre la cama tendió una manta roja con estrellas blancas, y cubrió la mesa con un mantel alegre, cuyos agujeros tapó con sus libros. Quitó la estufa de la chimenea y colocó unos leños para que ardieran libremente. En el centro de la pieza extendió la última de las alfombras trenzadas confeccionada por su abuela, y con unos candelabros de bronce adornó el pequeño escritorio, sobre el cual colgó un espejo, cuyo borde decoró con unos vuelos de tul blanca y la cinta roja de su cabello. "Éste es el toque de elegancia", pensó la niña, orgullosa. Sobre el muro colgó tres antiguos cuadros que, a pesar de no ser muy bonitos, le servirían hasta encontrar otros.

"Ahora los llamaré a todos para que vengan a mi cuarto. Por fin tengo un lugar agradable donde estar", se dijo Merry, cuando terminó la decoración. Había estado trabajando toda la tarde y ya oscurecía; por lo tanto, encendió las velas de los candelabros para que su tocador pareciera lindo e impresionara a sus padres y hermanos. Por desgracia, el fuego humeaba, por lo que debió entreabrir la ventana para que saliera el humo. Una leve brisa hizo volar las cortinas, a las que alcanzaron las llamas de las velas, de modo que cuando Merry abrió de golpe la puerta, segura de asombrar a su familia, se quedó horrorizada al ver las llamas y la mitad de su trabajo perdido.

Sus hermanos entraron rápidamente, arrancaron en seguida las cortinas y apagaron el incendio en medio de grandes carcajadas, mientras la señora Grant se lamentaba de los daños sufridos y Merry lloraba en los brazos de su padre.

*

Molly, la tercera de las integrantes de la sociedad de las misioneras tuvo dificultades, y sus primeros esfuerzos no tuvieron más éxito que las otras dos. Su padre salía temprano de casa y no regresaba hasta la noche, y luego se ponía a leer. Intercambiaba unas leves palabras con sus hijos a la hora del té y ya no volvía a verlos hasta el día siguiente, a la misma hora. El creía que estaban muy bien cuidados, porque los dejaba a cargo de la señorita Bat, que era muy trabajadora cuando entró al servicio de la familia, quince años antes, pero se estaba volviendo vieja y muy descuidada y todo en casa estaba revuelto.

La anciana señorita estaba convencida de que cumplía con su deber, preocupándose de tener la comida lista, cuidando a los chicos cuando estaban enfermos y vigilando que la casa no se incendiara. Molly se sentía feliz con sus animales favoritos, su libertad y el pequeño Boo a quien amar; pero ahora comenzaba a comprender que ellos no eran como los demás niños, y se sentía avergonzada por ello.

—Papá está muy ocupado, pero la señorita Bat debería atendernos a nosotros; si le pido algo, se queja de su reumatismo y debo ocuparme yo de Boo. Además, yo no puedo lavar mi ropa, ni los pantalones de Boo, y el pobrecito no tiene nada que ponerse. Si se lo digo a papá, se conformará con decirme: "Sí, hija, sí, ya me ocuparé de eso", y naturalmente no hará nada.

Así se lamentaba Molly, y en ese caso solía retirarse a un cuarto cerca del desván, donde habitaban sus nueve gatos. Éstos estaban acostumbrados al modo de ser de su ama, y algunos de ellos se subían a su falda, ronroneando suavemente, lo que tranquilizaba el enojo de la niña.

—Haré cuenta de que estoy en África, y que me encuentro en casa de un indígena, a quien debo enseñar a vivir como se debe. La señorita Bat no comprenderá lo que me pasa, y será muy divertido, pensó Molly, al inspeccionar el comedor el día en que empezó su misión.

La perspectiva no era muy alentadora. La mesa del desayuno permanecía tal cual, con su mantel lleno de manchas de café, pedazos de pan y cáscaras de huevo, y una salchicha en medio de una fuente. Los muebles estaban cubiertos de polvo; la chimenea, llena de cenizas, y la alfombra, sembrada de migas. Boo estaba sentado en el sofá con un brazo metido en un agujero de la funda, buscando algún tesoro escondido. Molly hasta ese día consideraba que lavaba y vestía bastante bien a su hermanito, pero hoy veía con más claridad y suspiró profundamente ante lo descuidado del niño.

"Primero limpiaré el comedor, y luego lo lavaré y peinaré. Me hace falta una bañera como la de la señora Minot, y toallas. ¡Las tendré aunque tenga que comprarlas yo misma!", pensó, mientras recogía las tazas con tal energía, que las ponía en peligro.

La señorita Bat, que se encontraba en la cocina, se sorprendió cuando Molly le pidió agua caliente y toallas limpias.

—¿Qué nuevo capricho es éste? —dijo la señorita Bat, entregándole a la niña todo lo que le pedía, y mirando a Molly que se había puesto un delantal limpio y estaba muy bien peinada.

—¡Hum!... —fue el único comentario que hizo a la señorita Bat.

Una hora de trabajo duro produjo notorios cambios en aquella irreconocible habitación barrida y los muebles sin su capa de polvo. Luego pensó en el trabajo que le daría Boo al bañarlo.

Subió al dormitorio para descansar, y cuando bajó para la hora de almuerzo, vio a Boo armando un trencito en medio del comedor, con pedazos de carbón que simulaban los carros y libros para rieles, sobre los cuales deslizaba su trineo amarillo cargado con un gatito asustado, el perro sin cola y los restos de una salchicha, que el niño mordisqueaba a ratos.

—¡Dios mío! ¿Por qué los hombres no pueden jugar sin desordenar? —suspiró Molly, recogiendo todo.

"Lo bañaré después del almuerzo", pensó la niña, mientras el joven "ingeniero" se maquillaba la cara con la sopa.

—Necesito dos ollas con agua caliente, señorita Bat, por favor, y la tinaja grande —pidió Molly, cuando la ama de llaves terminaba su cuarta taza de té, porque no le gustaba comer su propia comida.

—¿Qué piensa lavar ahora? —preguntó la señorita Bat.

—Bañar a Boo —dijo Molly.

—¡Pero, Molly! ¡Has perdido el juicio! ¡Qué ocurrencia bañar a ese niño después del almuerzo y resfriado! Moja la punta de una toalla y lávale la cara y las manos, pero no puedes bañarlo en un día tan frío como éste.

Para ciertas cosas las palabras de la señorita Bat tenían la fuerza de una ley. Por lo tanto, Molly tuvo que someterse y se llevó a Boo, diciendo con altivez:

—Le pediré permiso al papá esta noche, porque no soportaré que mi hermano esté sucio como un cerdo.

Cuando terminó de arreglar a su hermano, revisó su armario, los cajones de su cómoda, los de la mesa, y todo era un total desorden.

La niña tenía bastante ropa, pero toda descuidada; hasta su mejor vestido necesitaba que le pegaran dos botones, y su sombrero de los domingos tenía una sola de sus cintas para atar.

—¡Dios mío! ¡Qué desorden! ¡Qué pensaría de mí la señora Minot si viera esto! —dijo Molly, recordando que la señora había dicho que a una niña se la podía conocer mejor por el orden que tuviera en sus cajones.

"Vamos, misionera, pon un poco de orden", se dijo Molly, vaciando los cajones sobre la cama y comenzando a arreglarlos.

—¡Cuánto cuesta ser ordenada! —suspiró Molly, cuando todo estuvo en su sitio.

En cuanto terminaron de cenar, y antes de que su padre se marchara, la niña se le acercó y le dijo:

—Papá, necesito dinero para comprar unos botones para arreglar la ropa de Boo. Y otra cosa, ¿puedo bañarlo? Le hace falta y la señorita Bat no quiere que use la tina grande.

—Por supuesto, hija, haz lo que quieras, pero ahora estoy apurado —repuso el padre, tirando dos monedas sobre la mesa y saliendo muy apurado a una cita.

Con el permiso paterno, Molly metió a la fuerza a Boo en la bañera llena de agua, restregándolo de arriba a abajo, a pesar de sus gritos, que atrajeron a la señorita Bat hasta la puerta cerrada con llave. La anciana señorita se compadeció del niño, segura de que se enfermaría antes del amanecer.

Cuando terminó su tarea, Molly consoló al niño con caramelos, aprovechando de desenredarle el pelo rizado, y después le puso una camisa de dormir limpia y lo metió en la cama.

—Ahora di tus oraciones, querido, y duérmete bien tapado —dijo Molly algo preocupada por el efecto que podía tener la cabeza húmeda de su hermano.

Después de que el niño hubo rezado, Molly consideró que su labor del día había terminado y se fue a acostar agotada por su primera tentativa misionera. Pero antes del amanecer se despertó al oír la respiración entrecortada del niño, y asustada fue a llamar a la puerta de la señorita Bat, admitiendo que su predicción se había cumplido y que el niño estaba enfermo.

—¡Ya lo sabía! Tráemelo y no te asustes. Yo me ocuparé de él, y la próxima vez hazme caso —gruñó la anciana, mientras agitaba una botella de jarabe.

Molly dejó a su hermano con la señorita Bat, y se fue a acostar, humedeciendo su almohada con lágrimas de remordimiento.

Y así fue como todas las niñas fracasaron en su primer intento; aunque no se dieron por vencidas, como lo veremos luego.

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