Jack y Jill


Capítulo XII

Alegrías y tristezas primaverales

Ese año la primavera llegó tarde. Aunque los días aún eran fríos y no se veían flores en los jardines, a Jill el mundo le parecía hermoso. Con ayuda de un aparato que había ordenado confeccionar el doctor, pasaba largas horas sentada junto a la ventana.

Ocupaba sus horas confeccionando canastos de mimbre, porque existía la costumbre de colgarlos llenos de flores en la puerta de los amigos, la víspera del primero de mayo. Los niños se habían puesto de acuerdo en que las niñas proveerían los canastos y los muchachos conseguirían las flores.

—Ese árbol es como un hotel de pájaros —dijo Jill mirando a un abeto frente a su ventana. Todos van a dormir y comer allí.

—Podrás llamarlo "La Posada del Árbol Sagrado" —sugirió la señora Minot, feliz al comprobar que la niña gozaba con los pájaros—. Tú podrías hacer de posadera y alimentar a los clientes con migas de pan.

A Jill le encantó la idea y todos los días iba a la ventana a arrojar migajas de pan a los gorriones, que no tardaron en domesticarse, viniendo a comer en sus propias manos.

El primero de mayo caía domingo, por lo tanto, los preparativos debían realizarse el sábado por la tarde. Aunque el día amaneció hermoso, hacía un poco de frío. Todos los jóvenes habían decidido hacer deporte por la mañana y juntar flores por la tarde, mientras las niñas terminaban los canastos. Los llenarían en la casa de la señora Minot, para ir luego a colocarlos en las puertas de sus amigos.

—Mamita, ¿me ayudas a ir hasta la ventana? Quiero cortar mis flores antes de que oscurezca —pidió Jill.

Ayudada por los vigorosos brazos de su madre, se puso dificultosamente en pie y, con la alegría de siempre, dio los pocos pasos que la separaban de sus flores que tanto amaba.

—¿Para quién son? —preguntó la madre, al ver que la niña no perdonaba una sola flor.

—Para la señora Minot —contestó Jill con emoción.

—Creí que serían para Jack —repuso la mamá.

—Tengo otras para él, pero ella se merece las más bonitas. Jack colgará el canasto en su puerta y se irá corriendo. Supongo que la señora no sabrá quién lo envía hasta que vea este jacinto. Ella sabe con cuánto cariño lo he cuidado —añadió la niña.

—Haces bien, hija. Ahora debes volver a acostarte, mientras yo voy a buscar un recipiente para que coloques tus flores hasta el momento en que las necesites —replicó la señora Pecq.

—No pensé que llegaría el día en que pudiera dar unos pasos y sentarme en el sofá. ¿Verdad que es una suerte no haber quedado como la pobre Lucinda?

—Creo que no hubiera sido capaz de soportarlo —Dijo la madre.

Luego la señora Pecq fue a ocuparse del té y Jill se quedó cantando una de sus canciones.

Después llegaron Molly y Merry para llenar los canastillos con Jill. Esperaron a los muchachos y cuando los vieron llegar, su desilusión no tuvo límites: traían una que otra flor y gran cantidad de ramas verdes.

—¡Qué vamos a hacer con esto! —se quejaron las niñas—. Nosotras sólo conseguimos flores de invernadero, pero son tan pocas que no alcanzarán para llenar todos los canastos.

—Bueno —replicó Frank—. No hay motivo para desesperarse así. ¡Vamos, Jack, antes de que comiencen a llorar!

Salieron y unos minutos después aparecían detrás de Ed, que llevaba una caja enorme, repleta de flores.

—¡No puedo creerlo! —exclamó Jill.

—Aquí tienen todas las que quieran —repuso Ed—. Uno de nuestros compañeros vive en el campo y se las encargué.

—Ed siempre tiene las mejores ideas. Espero que preparen un cesto especial para él —agregó Gus.

—Ahora, manos a la obra —ordenó Jill—. Separemos las flores y cuando estén listos podrán llevarlos.

—Que elija Ed los que quiera —propuso Merry.

Ed eligió uno de mimbre azul, que Merry llenó con flores rosadas, adivinando que sería colgado en la puerta de Mabel.

Los demás también eligieron los suyos y entre risas y charlas los fueron armando. Cuando terminaron, cada uno escribió su tarjeta de felicitación.

Algunos leyeron sus tarjetas y otros las colocaron ocultándolas rápidamente, pero las niñas fueron menos tímidas.

—Léenos la tuya, Merry —pidieron—. ¡Escribes cosas tan lindas!

—Bueno —contestó la niña—. Ésta es para Ralph. Me dijo el otro día que pensaba colgar un cesto para su abuelita, así es que pensé que le daría una sorpresa enviando uno para él. ¡Es tan bueno! Dice así:

"Para quien me enseña la belleza que hay en el cumplimiento del deber".

—Le gustará mucho —dijo Molly—. Además adivinará quién se la envía, porque ninguna de nosotras usa un papel tan fino.

—Me parece que sería bueno colgar canastos en las puertas de las personas que no esperan recibirlos. ¿No es cierto? Por ejemplo, la señora Tucker, la niña irlandesa que estuvo tan enferma y el otro, al viejo Munson. ¿Quieren? —pidió Ed.

Todos aceptaron la proposición y varias personas se alegraron el día de la primavera con la ofrenda del grupo de jóvenes.

Cuando Merry regresó a su casa encontró varios canastillos colgados en su puerta, pero le llamó la atención uno que tenía una forma alargada. Lo tomó y descubrió en su interior una cala de greda, con una nota que decía: "Que el cariño que das a los demás me sea concedido a mí también."

—¡Qué bonito! ¡Ahora tendré algo hermoso y realmente mío! —dijo la joven, mientras pensaba en la sorpresa que se llevaría Ralph al encontrar sus flores.

*

—¡Levántate, haragán! ¡Ya sonó el despertador! —exclamó Frank, desde su cuarto al oír que el reloj daba las seis.

—Sí, ya voy —contestó Jack, con voz soñolienta, y dando una vuelta sobre sí mismo, se quedó nuevamente dormido.

Frank, que ya había empezado a lavarse, miró hacia el cuarto de su hermano y se volvió para tomar una esponja llena de agua.

Una vez junto a la cama de Jack, se detuvo un instante con la esponja en alto para mirar la cara sonrosada, sus pestañas rizadas y su boca entreabierta con expresión angelical.

—Tengo que hacerlo, o no estará listo para el desayuno —se dijo. Y apretando la esponja, dejó caer el agua sobre su hermano.

—¡Basta! ¡Déjame! —gritó Jack.

—Prometí despertarte a tiempo y sabes que me gusta cumplir.

—Sí. Pero no necesitabas empaparme de esta forma.

—Trata de quedarte despierto, de lo contrario tendré que hacerlo por segunda vez y será más divertido —añadió Frank.

—Me desperezaré bien primero... Es bueno para los músculos, después del fútbol que jugamos ayer.

El niño cerró los ojos y se olvidó por completo de estirarse, porque su cama estaba tibia y agradable. Al despertar se encontró dentro de la bañera con Frank a su lado, que lo amenazaba con echarle encima un jarro de agua fría.

—¡No lo hagas! ¡No!... El agua está demasiado fría...

—¡Procuraré que no vuelvas a dormirte! —exclamó el hermano, quitando sábanas, frazadas y almohadas de la cama.

—¡No me importa! Hace un día hermoso —dijo Jack.

—Apúrate o no estarás listo para desayunar —advirtió Frank. Ambos hermanos bajaron y devoraron su desayuno. Estaban terminando, cuando Frank dijo:

—Hoy es martes y aún no he buscado nada para la crónica del "Observador", que prometimos. ¿Tú tienes algo, Jack?

—Tampoco. En vez de jugar este mediodía, vamos a trabajar en eso. Espero que Jill nos ayude.

—Yo podría copiar algo y facilitar algunos recortes —sugirió la madre—. Pero me parece que si aceptaron la obligación de redactar el periódico de la Logia, deben hacerlo por sí mismos, aunque les lleve un poco de tiempo.

—Lo que pasa es que perdimos el entusiasmo. Si hubiera más adeptos a la Logia, las reuniones resultarían más divertidas.

—Recuerdo que cuando en este mismo pueblo teníamos un "Ejército del Agua Fría", en el verano realizábamos procesiones con estandartes y reuniones campestres —comentó la señora Minot.

—No creo que hayan hecho mucho bien, porque la gente sigue bebiendo igual que antes —se quejó Frank.

—Yo, en cambio, creo que sí hicieron bien, porque muchos de esos niños de entonces han permanecido fieles a su promesa. El pueblo hoy día es mejor de lo que era en aquellos tiempos, y si todos cumplimos abnegadamente con nuestro deber, lo será más aún. Cada joven que entra a la Logia, es un adicto más, y es importante que no se preocupen sólo de lo que es "divertido", sino también de lo que es bueno.

La señora hablaba con entusiasmo, pues tenía mucha fe en que había que arrancar a la juventud del vicio de la bebida antes de que la tentación resultara irresistible.

Con el fin de entusiasmarlos, Frank intervino:

—Voy a darles una sorpresa que les tenía reservada. Ed y yo fuimos a visitar a Bob, y nos prometió formar parte de la Logia, si lo aceptaban. En la reunión de esta noche, pienso proponerlo.

—¡Magnífico! —exclamó Jack.

—Nadie lo objetará, y será muy bueno para él. El capitán estaba encantado; en cuanto a Ed, me gustaría que hubieran visto su cara, cuando Bob dijo que aceptaba.

—No debemos olvidarnos del "Observador". Si regresan temprano, prepararemos un número especial en honor al nuevo miembro —propuso la mamá.

—Yo volveré temprano, pero si quieres que Frank lo haga, recomiéndale que no pierda el tiempo enamorando a Annette —bromeó Jack.

—¿Quieres que te dé un tirón de orejas? —dijo Frank, molesto.

—¡No podrías! —contestó Jack, y salió corriendo hacia la "Habitación de los Pájaros", en donde no se permitían las peleas.

—¿Quieren hacerme un favor? —preguntó Jill, al verlos llegar—. Bájenme a la terraza. Ustedes son los únicos que pueden moverme sin que sienta dolor.

—¡Ya lo creo! ¡Vamos, princesa! —contestó Jack, feliz.

Los muchachos formaron una "sillita de la reina" con sus manos y en ella bajaron cuidadosamente a su amiga. La niña dio las gracias a Frank con un ramillete de flores, el que no tardaría en ir a parar a manos de Annette.

Cuando los muchachos volvieron a mediodía, trabajaron con empeño en la elección de recortes para el periódico: como eran muchos los que trabajaron en él, pronto quedó listo.

Después, Frank y Jack se marcharon para jugar fútbol, pero se encontraron con Gus, quien les propuso ir a pasear en coche.

—Yo no puedo ir —contestó Frank con tristeza.

—Tenemos reunión de la Liga —se quejó Jack, porque ambos disfrutaban de los paseos en coche con sus amigos y amigas.

—¡Qué lástima! Olvidé que hoy es martes. Ahora ya no puedo hacer nada, porque ya invité a los otros muchachos. ¿No pueden faltar esta vez? —propuso Gus.

—No me gusta... pero quizás por una vez —vaciló Jack.

—¡No podemos! —repuso Frank—. Bob se sentiría decepcionado si no estamos para su presentación.

—Y Ed también —agregó Jack, mientras se alejaba corriendo.

—¡No se vayan! ¡Nos divertiremos mucho! —gritó Gus.

Y tuvieron su recompensa, porque en su casa los esperaba un sacerdote famoso que, recordando los días en que también él formaba parte de las filas de una asociación de muchachos que difundía el bien, se ofreció a darles una conferencia.

*

Habían llegado los días del mes de junio, y por todas partes se notaba la proximidad del verano. La juventud se preparaba para las vacaciones.

—Nosotros nos vamos este año a las montañas —contó Gus—. ¿Por qué no van ustedes también?

—No podemos, pensamos ir a la playa. Nuestros enfermos necesitan aire y mar —repuso Frank, dando una palmada a su hermano—. ¿No te das cuenta del aspecto enfermizo de este niño?

—No te burles. Sabes que mamá te prohibirá que tomes un libro durante un mes, porque vives quejándote del dolor de cabeza. Yo estoy muy bien, así es que te cuidaremos a ti —respondió Jack.

—Ya verás cuando te toque estudiar —repuso Gus con importancia, pues el año siguiente entraba a la Universidad de Harvard.

—Yo no pienso seguir estudiando. Deseo trabajar en cuanto me sea posible. Ed dice que talvez sea tenedor de libros. Me parece mucho más entretenido que estudiar años y años.

—Creo que te convendrá. Te asociarás a Ed y trabajarán juntos, Devlin, Minot y Cía... Suena bien, ¿verdad, Gus? —propuso Frank.

—No resultará —añadió Gus—. Ambos tienen el corazón demasiado blando, y jamás harán fortuna. A propósito, Ed se fue a su casa enfermo a mediodía. Parecía sentirse muy mal —djo Gus, preocupado.

—Ya el sábado no se sentía bien. Le dije que faltara al colegio, pero no quiso oír hablar de eso. Iré a ver cómo sigue —agregó Jack, también preocupado.

—Déjalo tranquilo hasta mañana. Sabes que no le gusta que se preocupen por él. Vamos a remar un rato —dijo Frank.

—Iré corriendo hasta su casa, mientras ustedes preparan el bote. No tardaré —gritó Jack, alejándose.

Cuando regresó, venía cabizbajo. Los demás lo esperaban ya con los remos en la mano.

—¿Cómo sigue? —preguntó Frank desde el bote.

—No muy bien. Fue el médico. Parece que tiene fiebre. No entré, pero me mandó saludos y quiso saber quién había ganado el partido de fútbol —contestó Jack.

—Dentro de unos días estará bien —comentó Gus.

—Lo que le ocurre a Ed es que estudia demasiado y además trabaja. Es natural que se agote. Mamá lo invitó a pasar con nosotros las vacaciones; nos divertiremos pescando y remando; ¿Vamos río arriba o río abajo? —preguntó Jack, mientras se deslizaban en medio del río.

—Río arriba, hasta el puente. Es lo que hacemos siempre.

—Excepto cuando las chicas van por el otro lado —rió Jack.

—Fíjate lo que haces y déjate de decir tonterías —ordenó Frank, que hacía las veces de capitán.

—Ah, comprendo... Diviso un bote con niñas.

—¿Quieres que te demos una zambullida? —amenazó Gus.

—No me disgustaría, el tiempo está tan caluroso... —dijo Jack.

El bote había alcanzado ya al de las niñas. Entre ambas embarcaciones se cruzaron amables saludos.

—Es una pena que nuestro bote no pueda llevar a cuatro personas. Podrían dejar a Jack en el de ustedes, y venir a pasear en el nuestro —les dijo Frank.

—En éste caben perfectamente, ¿por qué no se pasan? —repuso Julieta.

—No creo que sea prudente —intervino Frank—. Será mejor que Gus cambie su lugar con Annette.

—Creo que estarán aún mejor si me dejan a mí en el embarcadero —propuso Jack, dándose cuenta de que estaba de más.

Todos aceptaron sonrientes y poco después Jack fue llevado a tierra, continuando las parejas en su paseo.

Jack no se sentía contento. Pensaba continuamente en Ed y parecía muy preocupado por su amigo. Se puso a cortar hojas de menta para la señora Pecq y luego se fue hasta su casa para jugar con Jill.

Al día siguiente, Ed había empeorado y durante una semana siguió en el mismo estado, sus amigos iban a diario hasta su casa para conocer las novedades, pero no los dejaban verlo. Estaba gravemente enfermo. Tanto que el sábado por la noche Ed había partido para ese viaje del que no se regresa jamás.

Por la tarde Jack había estado inquiriendo sobre su estado, y le habían dicho que reposaba sin sufrir. Joven e ignorante, creyó que esa noticia significaba una mejoría y que el peligro ya había pasado. Un rato más tarde estaba leyendo en la sala, cuando entró Frank con una expresión tan triste que daba a entender la mala noticia. El niño siguió leyendo y él, que sentía que debía decirle la verdad, y no sabía cómo, se sentó a su lado y le pasó un brazo por encima de los hombros, preguntando:

—¿Qué estás leyendo, Jack?

El tono tembloroso de la voz y el gesto cariñoso le hicieron adivinar la verdad.

—¿Ed se...? —no pudo terminar la palabra, y Frank fue incapaz de contestarle, sólo hizo un breve movimiento de cabeza. Jack dejó caer su libro y ocultó su rostro en el almohadón del sofá. No lloraba, sino que trataba de convencerse de que no era cierto. Luego dijo, desesperado.

—¡No sé qué voy a hacer sin él!

—Sé que es duro para ti... Y para todos nosotros.

—Tú tienes a Gus y yo no tengo a nadie. Ed siempre fue bueno conmigo.

Frank advirtió en sus palabras como un involuntario reproche. En efecto, él no era tan bueno como Ed, y no era de extrañar que Jack lo quisiera tanto y sintiera tan profundamente la pérdida de su amigo.

—Me tienes a mí. Seré bueno contigo... Llora, hermano, eso te hará bien.

La señora Minot, enterada, abrió la puerta de la sala y al verlos abrazados se retiró silenciosamente. Habían aprendido por sí solos a reconfortarse, apoyándose uno en el otro.

Todos querían mucho a Ed, y ese cariño se exteriorizó en el acto del funeral. Las niñas habían adornado la iglesia con lindas flores, y el sacerdote pronunció unas bellas palabras elogiando sus cualidades.

Cuando Frank y Jack regresaron a su casa, encontraron a su madre hablando con Jill de las hermosas palabras que pronunció el sacerdote. Ambos coincidieron en ello y dijeron:

—Sería lindo que dijeran de nosotros lo que se dijo hoy de Ed.

—Traten de merecerlo. Me sentiría orgullosa de que pudieran decirse tales cosas de ustedes. Es bueno que hayan comprendido que en el dolor hay una parte hermosa —observó la señora Minot.

—Nunca había pensado en la muerte —dijo Frank—. Ahora tengo la impresión de que, frente a ella, todos tratamos de ser mejores y piadosos.

—Eso fue lo que me dijeron Merry y Molly —agregó Jill—. Me trajeron estas azucenas para que las guardara en recuerdo de Ed.

—Yo no necesito nada para recordarlo. Mi cariño me impedirá olvidarlo —suspiró Jack—. Sé que no está bien lo que voy a decir, pero no comprendo por qué Dios lo dejó morir.

—Hay muchas cosas que no podemos comprender, Jack. Y, sin embargo, debemos pensar que están hechas para nuestro bien. Eso es la fe. Cuando eras pequeño, tenías miedo a la oscuridad, pero si yo te hablaba te dormías, confiando en mí. Dios es más sabio que todos los padres y madres del mundo. Confía en El y no tendrás dudas ni temores —le dije amorosamente, su madre.

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