Cantar II: Bodas de las hijas del Cid

Comienza este cantar con las campañas que el Cid inicia por tierras valencianas, en dirección al Mediterráneo, la "mar salada" que llama el juglar. Conquista y gana con facilidad Jérica, Onda, Almenar y Murviedro, con lo que se va cumpliendo aquella promesa del ángel, y afirmándose la fe y la confianza en el ánimo de los desterrados, ponen su mira en la propia ciudad de Valencia, rica y poderosa en aquel entonces. El miedo cunde entre los valenciano, mientras las correrías del Cid, que van durando ya tres años, desbaratan poco a poco la resistencia del moro con la toma de algunas villas de esa región, como Peña Cadiella. Talados sus campos, sin  pan  por  largo tiempo, abandonados por el rey de Marruecos, que estaba empeñado en otra guerra, el ánimo del moro valenciano decae.

Mal se aquexan los de Valencia

que non sabent ques far.

De ninguna part que sea

non lea vinie pan;

nin da conssejo padre a fijo,

nin fijo a padre,

nin amigo a amigo

nos pueden consolar.

Mala cueta es, señores,

aver mengua de pan,

fijos e mugieres

veer los morir de fanbre.

Delante veyen so duelo,

non se pueden huviar.

Pregona Rodrigo Díaz la guerra contra Valencia, y acuden de todos los reinos cristianos caballeros a acompañarle en la empresa. Cerca a la ciudad el Cid, estrechamente, por espacio de nueve meses. Según una historia árabe, dio un plazo caballeresco de quince días para que los sitiados solicitaran socorro a los reyes de Murcia y Zaragoza, y el poema recuerda este hecho en el verso que dice:

"Metióle en plazdo, si les viniessen huviar" (ayudar).

Cumplido el término de la vana espera, la ciudad se rindió y la enseña del Cid ondea sobra el alcázar. Gran riqueza es la que obtienen caballeros y peones: oro, plata, casas y heredades para los antiguos mesnaderos y parte del botín para los nuevos, y eso que eran tres mil seiscientos los que con el Cid estaban.

Afirma Ruy Díaz esta conquista después de vencer al nuevo emir de Sevilla, que, con treinta mil hombres de armas, vino a disputarle el dominio de la ciudad: con tres heridas graves salvó el emir, y muchos de los suyos; al atravesar el río, con la prisa de la huida, han de beber el agua, sin quererlo.

Piensa el Cid solicitar del rey don Alfonso permita a doña Jimena y a sus hijas abandonar Cartilla e irse a Valencia, "a estas tierras extrañas que nos pudiemos ganar". Para obtener tal merced, envía al siempre embajador Alvar Fáñez con un presente de cien caballos gruesos y corredores para el monarca. Contaría el buen Minaya al rey cómo el Cid, en señal de duelo por el destierro, había hecho juramento de no tocar su barba "por amor de rey Alfonsso" y cómo esa barba intonsa mucho se va alargando. Quizá le contara, entre las nuevas de Valencia, la llegada de un clérigo francés, que tiene por nombre don Jerónimo, hombre prudente y letrado, amante de guerrear, a quien el Cid ha hecho obispo, con gran contentamiento de los cristianos. Según la historia, en la consagración canónica de don Jerónimo  intervinieron el papa Urbano II y el arzobispo don Bernardo de Toledo.

En Carrión fue donde Álvar Fáñez halló al monarca, e hincado de rodillas, besándole las manos en señal de vasallaje, le dio el mensaje en nombre de su señor. Se complace sobremanera Alfonso VI con el don que le envía el Cid y accede a dejar salir de su reino a dona Jimena y a sus hijas, prometiendo protegerlas de los desaguisados y atropellos que pudieran cometer los ariscos infanzones y nobles durante las jornadas que deban realizar por tierras de la corona.

El favor del rey hacia el desterrado y las riquezas y triunfos del Campeador concitan en los cortesanos encontrados sentimientos; en unos, alegría; en el conde García Ordóñez, que no olvidaba la pasada afrenta, un reavivarse de su despecho y de su envidia; en los infantes de Carrión, que estaban en el séquito del rey, despiertan la codicia de gozar de aquel bienestar, casándose con las hijas del Cid, aun cuando les retiene la idea de la diferencia de linajes.

Llegado que hubo Minaya a san Pedro de Cardeña en busca de doña Jimena, después de prometer a los judíos Raquel y Vidas el pago de la antigua deuda, reunidos los nuevos caballeros que buscan luchar bajo las enseñas del Cid, pónese la comitiva en marcha. De Valencia sale al encuentro de los viajeros una hueste al mando de Martín Antolínez, mesnada que engrosará, con doscientos de los suyos, Avengalbón, moro amigo y alcaide de Molina. Y cuando se acercan de retorno y están a tres leguas, el Cid, alegre, envía nueva gente para honrar a su esposa.

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El Cid envía gente al encuentro de los viajeros

Alegre se puso el Cid

como nunca más ni tanto,

de aquello que más quería

la noticia le ha llegado.

A doscientos caballeros

que salgan les ha mandado

a recibir a Minaya

y a las damas hijasdalgo.

El se estará allí en Valencia

Guardándola y vigilando,

sabe muy bien que Alvar Fáñez

ya traerá todo cuidado.

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Don Jerónimo se adelanta a Valencia para preparar una procesión. El Cid cabalga al encuentro de Jimena. Entran todos en la ciudad

Todos estos caballeros

ya reciben a Minaya,

a las damas, a las niñas,

a los que las acampañan.

Mandó Mío Cid a aquellos

servidores de su casa,

que guarden bien el alcázar

y las otras torres altas

y que vigilen las puertas

con sus salidas y entradas.

Manda a traer a Babieca,

poco ha que le ganara

del rey moro de Sevilla

en aquella gran batalla,

aun no sabe Mío Cid,

que en buen hora ciñó espada,

si será buen corredor

y si muy en seco para.

A la puerta de Valencia,

donde bien a salvo estaba,

ante su mujer e hijas

quería jugar las armas.

Con grandes honras de todos

son recibidas las damas,

el obispo  Don  Jerónimo

el primero se adelanta,

de su caballo se apea,

a la capilla marchaba

y con los que allí encontró

que preparados estaban,

con sobrepelliz vestida

y con las cruces de plata,

van a esperar a las damas

y a aquel bueno de Minaya.

Mío Cid el bienhadado

tampoco se retrasaba:

túnica de seda viste,

muy crecida trae la barba,

ya le ensillan a Babieca,

muy bien que le enjaezaban,

se monta en él Mío Cid

y armas de palo tomaba.

En el nombrado Babieca

el Campeador cabalga,

arranca a correr y dio

una carrera tan rauda,

que todos los que le vieron

maravillados estaban.

Desde aquel día Babieca

fue famoso en toda España.

Al acabar la carrera

ya Mío Cid descabalga,

y va adonde su mujer

y sus dos hijas estaban.

Al verle Doña Jimena

a los pies se le arrojaba:

"Merced, Cid, que en buena hora

fuiste a ceñirte la espada.

Sacado me habéis, oh Cid,

de muchas vergüenza malas;

aquí me tenéis, señor,

vuestras hijas me acompañan,

para Dios y para vos

son buenas y bien criadas."

A la madre y a las hijas

mucho el Cid las abrazaba

y del gozo que tenían

todos los cuatro lloraban.

Esas mesnadas del Cid

muy jubilosas estaban,

jugaban a juegos de armas

y tablados derribaban.

Oíd lo que dijo Rodrigo,

que en buen hora ciñó espada:

"Vos, Doña Jimena mía,

querida mujer y honrada,

y las dos hijas que son

mi corazón y mi alma,

en la ciudad de Valencia

conmigo haced vuestra entrada,

en esta hermosa heredad

que para vos fue ganada."

Allí la madre y las hijas

las dos manos le besaban

y en medio de grandes honras

las tres en Valencia entraban.

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Las dueñas contemplan a Valencia desde el alcázar

Con Mío Cid al alcázar

su esposa y sus hijas van,

cuando llegaron las sube

hasta el más alto lugar.

Vierais allí ojos tan bellos

a todas partes mirar:

a sus píes ven a Valencia,

cómo yace la ciudad,

y allá por el otro lado

tienen a la vista el mar.

Miran la huerta, tan grande

y tan frondosa que está,

y todas las otras cosas

placenteras de mirar.

Alzan entonces las manos,

que a Dios querían rezar,

por lo bueno y por lo grande

de aquella hermosa heredad.

Mío Cid y sus mesnadas

todos contentos están.

El invierno ya se ha ido

y marzo quería entrar.

Noticias os daré ahora

del otro lado del mar

y del rey moro Yusuf

que allí en Marruecos está.

88

El rey de Marruecos viene a cercar a Valencia

Pésale al rey de Marruecos

el triunfo de Don Rodrigo:

"En mis tierras y heredades

muy firme que se ha metido

y se lo agradece todo

a su Señor Jesucristo."

Entonces el de Marruecos

llamar a sus fuerzas hizo

y cincuenta veces mil

guerreros ha reunido.

Ya se entraron por el mar,

en las barcos van metidos,

se encaminan a Valencia

en busca de Don Rodrigo.

Arribaron ya las naves,

ellos a tierra han salido.

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Ya llegaron a Valencia,

del Cid tan buena conquista,

allí plantaron sus tiendas

esa gente descreída.

Por fin al Campeador

le llegan estas noticias.

90

Alegría del Cid al ver las huestes de Marruecos. Temor de Jimena

"¡Loado sea el Creador

y Padre Espiritual!

Los bienes que yo poseo

todos ahí delante están,

con afán gané a Valencia,

la tengo por heredad,

como no sea por muerte

no la puedo yo dejar.

A Dios y a Santa María

gracias les tengo que dar

porque a mi mujer e hijas

conmigo las tengo acá.

La suerte viene a buscarme

del otro lado del mar,

tendré que vestir las armas

que no lo puedo dejar,

y mi mujer y mis hijas

ahora me verán luchar.

Verán en tierras extrañas

lo difícil que es estar,

harto verán por sus ojos

cómo hay que ganar el pan."

A su mujer y a sus hijas

al alcázar súbelas.

"Por Dios, Mío Cid, ¿qué es ese

campamento que allí está?"

"Jimena, mujer honrada,

que eso no os dé pesar,

para nosotros riqueza

maravillosa será.

Apenas llegada y ya

regalos os quieren dar,

para casar a las hijas

aquí os traen el ajuar."

"Gracias os doy, Mío Cid,

y al Padre Espiritual."

"Mujer, en este palacio

y en esta torre quedad,

no sintáis ningún pavor,

porque me veáis luchar,

que Dios y Santa María

favorecerme querrán

y el corazón se me crece,

porque estáis aquí detrás.

Con la ayuda del Señor

la batalla he de ganar."

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El Cid esfuerza a su mujer y a sus hijas. Los moros invaden la huerta de Valencia

Izadas están las tiendas;

ya rompe el primer albor,

en las huestes de los moros

a prisa suena el tambor.

Contento está Mío Cid.

Dijo: "¡Qué buen día es hoy!"

Pero a su mujer del miedo

la estallaba el corazón

y las hijas y las damas

también sienten gran pavor

que en lo que tienen de vida

no oyeron tal retemblor.

Acaricióse la barba

el buen Cid Campeador:

“De esto saldremos ganando,

no tengáis más miedo, no,

porpue antes de quince días,

si así place al Creador,

esos tambores morunos

en mi poder tendré yo;

mandaré que os los muestren

y así veréis cómo son.

Don Jerónimo irá luego

a colgar tanto tambor

en el templo de la Virgen,

madre de Nuestro Señor."

Este es el voto que hizo

Mío Cid Campeador.

Las damas van alegrándose

y ya pierden el pavor.

Esos moros Se Marruecos,

que muy corredores son,

se iban metiendo en la huerta

sin sentir ningún temor.

Los cristianos reúnen a su gente y con ejemplar brío y destreza atacan a los invasores, expulsándolos de las huertas y matándoles más de quinientos hombres. Pero entre los enemigos queda prisionero Álvar Salvadórez, y el impaciente Minaya sólo piensa en rescatarle, hasta que logra la promesa de Ruy Díaz de lidiar en cuanto aclare el alba. No era llegada aún la mañana cuando el obispo don Jerónimo reza su misa y al término de ella da la absolución a los guerreros y pide al Cid que le conceda el honor de las "feridas primeras" en el combate que se va a iniciar. Salen los castellanos en número cercano a cuatro mil contra los cincuenta mil que de Marruecos llegaron. Trabada la batalla, el Campeador alanceando moros tiñe su brazo en sangre hasta el codo y, rota su lanza, echa mano de la espada, desbarata las apretadas huestes marroquíes con el valor y el prestigio de su brazo y llega hasta el rey Yuzut, a quien de tres golpes pone en afrentosa huida.

Lograda la victoria, retorna el Cid a Valencia, y así, con la espada sangrienta y sudoroso el caballo, se detiene ante las damas que le aguardan. La dureza del oficio de la guerra y la fatiga no impiden, en un carácter como el del Cid, la gentileza, y de esta manera se dirige a ellas: "Ante vos me humillo, damas, gran honor os he ganado, vos me guardabais Valencia y yo vencía en el campo. Esto Dios lo quiso así, y con El todos sus santos, cuando por venir vosotras, tal ganancia nos ha dado".

El extraordinario botín que han dejado los vencidos permite al Cid dotar a las damas del séquito de su esposa con esplendidez, y casarlas con algunos de sus vasallos, y además enviar al rey Alfonso, de los mil caballos que le han tocado en el reparto, doscientos que apareja con gran riqueza, “para que no diga mal del que en Valencia manda”.

Minaya, el habitual embajador, con Pedro Bermúdez y una comitiva de doscientos caballeros, parte muy de mañana en demanda del rey; caminan sin tregua de día y de noche, atraviesan sierras y valles y ríos hasta llegar a Valladolid a su presencia.

Los de la corte creen que es un ejército el que avanza hacia la ciudad y no simples mensajeros. Las noticias que recibe del desterrado y el poder que revela esta embajada impresionan fuertemente el ánimo del monarca, que recibe de buen grado los presentes y retorna al Cid en su gracia.

Entre los cortesanos, esta riqueza concita la admiración de la mayoría; la envidia y el temor en el conde García Ordóñez y en sus parientes, que reconocen que en la honra que gane el Cid ellos quedan afrentados; la codicia de los infantes de Carrión que, en pláticas secretas, como acostumbran, deciden pedir al rey que interceda ante Rodrigo Díaz para que les dé por esposas a sus hijas, "para honra de ellas y provecho nuestro". Alfonso VI, después de pensarlo por largo rato, decide negociar el matrimonio en las vistas que ha de tener con el Cid, en el lugar y tiempo que fije el desterrado.

Se alegra el Cid de haber vuelto al favor real, pero, intuitivamente, las bodas que quiere el rey para sus hijas doña Elvira y doña Sol no le satisfacen. Consentirá, aunque le preocupen la desigualdad de linaje y el orgullo que siempre han demostrado los infantes en la corte, porque el rey lo aconseja, "él que más vale que nos".

Fijadas las vistas para orillas del Tajo y al término de tres semanas, el rey se dirige a ellas con sus condes, potestades y mesnadas de leoneses, gallegos y castellanos. En la comitiva, nadie más felices que los infantes de Carrión, que han comprado ricas especies para sus bodas, pagando algunas y adeudando otras, en la esperanza de que tendrán mucho oro después de que el Cid les entregue a sus hijas por esposas. Mío Cid, mientras tanto, se prepara en Valencia para la entrevista; a Galindo García de Aragón y Álvar Salvadórez les encomienda que guarden la ciudad, sin abrir las puertas de día ni de noche, pues deja en ella su mujer y sus hijas, "en que tiene su alma e so coraçon"; a los demás capitanes y al "coronato" don Jerónimo se los lleva consigo en buenos palafrenes y gruesas mulas.

El encuentro de Alfonso VI y el Cid es una escena ejemplar del rito establecido en el antiguo derecho germánico para que un soberano perdonara a un vasallo caído en desgracia o recibiera la sumisión del vencido que solicitaba misericordía. El Cid se echa al suelo de hinojos y clava las manos en la tierra, mientras muerde y arranca con sus dientes las yerbas del campo en señal de acatamiento a la autoridad de su señor natural. El rey le da sus manos a besar y le obliga a levantarse, lo que el Cid niega hacer mientras de viva voz, "que le oyan todos cuanto aquí son", no le dé acogida en su reino, lo que el rey Alfonso, de buen grado, expresa con estas palabras:

aquí vos perdono

e dovos mi amor,

en todo mío reyno

parte desde oy.

El rey le tiene por huésped durante todo ese día, admira la crecida barba y no quiere separarse de Ruy Díaz por oírle contar las historias de sus triunfos. A la mañana siguiente, después de la misa que les cantara el obispo don Jerónimo, reunió el rey a los condes, infanzones y mesnadas, y delante de ellos pidió al Campeador que diera por esposas a los infantes de Carrión sus hijas doña, Elvira y doña Sol. Era costumbre desde los tiempos visigóticos que los hijos de los nobles fueran criados y casados por el rey. Don Alfonso había criado a las hijas del Campeador y tenía derecho a disponer el matrimonio que creyera de provecho para ellas; por eso el Cid consiente, a pesar de su vago recelo de que este acto real no tendrá buen término. Es el rey quien toma simbólicamente en sus manos a doña Elvira y doña Sol y las da por veladas a los infantes y, a requerimiento de Ruy Díaz, nombra a Minaya como representante suyo para que entregue de vero las doncellas a don Diego y a don Fernando González, con quienes el Cid cambia espadas en señal de parentesco y amistad.

El juglar no cesa de poner en boca del héroe testimonios de su no participación en el matrimonio de sus hijas; al rey le dice; "vos me casáis a mis hijas, no soy quien las casa yo", "ya que casáis a mis hijas según vuestra voluntad, nombrad vos quien las entregue, mís manos no las darán, y los infantes de eso no se podrán alabar".

Rodrigo Díaz obsequia al rey treinta palafrenes y treinta caballos ligeros antes de tornar a Valencia, hacia donde le acompañan los infantes y gran cantidad de caballeros que desean tenerle por señor. Entre ellos va Asur González, hermano mayor de los infantes, bullanguero, largo de lengua, mas no tanto de valor. Llegados a Valencia, se inician los preparativos de las bodas; se adornan suelos y paredes del palacio con tapices y telas de púrpura y seda; se aderezan los caballeros para las ceremonias y para los juegos de armas, que durarán quince días.

Comienzan las fiestas cuando Minaya Álvar Fáñez, como representante del rey ante el Cid, doña Jimena y toda la corte valenciana, entrega doña Elvira y doña Sol a los infantes, que besan la mano del Campeador en señal de gratitud. Terminada la ceremonia civil, don Jerónimo da las bendiciones y les reza la misa de esponsales. Gran alegría reina en Valencia: se juega a las armas y a alancear tablados para probar destreza en el manejo del caballo y de la lanza. Cumplidos los quince días, despídense los invitados que reciben cuantiosos regalos y van pregonando por los caminos de España la magnanimidad del que en Valencia manda.

Cerca de dos años viven los infantes en Valencia, agasajados por todos sus moradores. El Cid parece haber olvidado sus temores y deja expresar la natural alegría de su corazón. Pero el juglar termina su cantar rogando a la Virgen y al Padre Santo que esta boda así iniciada salga bien, como si esperara en lo futuro algún acontecimiento no dichoso.

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