El último mohicano

Capítulo III

ATRAPADOS, Y SIN PÓLVORA

Heyward y sus compañeras presenciaban con cierta inquietud tales movimientos, sólo el músico se mostraba indiferente a todo.

Poco después se oyeron voces contenidas, como si fueran llamados venidos desde el centro de la tierra y una repentina luz reveló a los que estaban afuera el tan preciado secreto de aquel lugar.

En el extremo de una profunda caverna abierta en la roca estaba sentado el cazador con una antorcha de pino en su mano, cuya llama le daba aspecto fantástico; un poco más adelante estaba Uncás, de pie.

Los viajeros miraban ansiosos la esbelta y flexible figura del joven mohicano que tenía la libertad y la gracia de movimientos de un cuerpo juvenil. Vestía una casaca de caza, sus ojos tenían la mirada firme y serena, sus facciones, pronunciadas y aguileñas, acusaban la pureza ole su raza.

Era la primera oportunidad que Duncan Heyward tenía para observar claramente a sus protectores indios. Todos expresaron abiertamente su admiración por aquel noble ejemplar humano de tan correctas proporciones.

—Este fuego despide demasiada llama —dijo el cazador, cuando todos hubieron entrado a la caverna— y podría llamar la atención de los mingos y causar nuestra ruina. Uncás, cierra la entrada. Aquí tenemos sal en abundancia, y en este fuego asaremos el venado.

Uncás obedeció la orden. Cuando Ojo de Halcón dejó de hablar, se oyó como un trueno lejano el estruendo de la catarata. Del fondo sombrío de la caverna surgió una figura espectral que asustó a las mujeres; era Chingachgook, quien levantando una manta mostró que la caverna tenía dos salidas; y, saliendo con su antorcha, atravesó una especie de abertura en las rocas, en ángulo recto con la gruta donde se encontraban, pero que se diferenciaba de ésta en que no tenía techo, y de allí pasó a otra gruta exactamente igual a la primera.

—Los zorros viejos como Chingachgook y yo no nos dejamos cazar en una madriguera que tenga una sola salida —dijo Ojo de Halcón riendo—. Ahora pueden ustedes apreciar la conveniencia de este lugar. La roca, con los siglos, se ha mostrado más blanda por cada lado, y el agua pasó por encima, abriendo antes este refugio donde podemos escondernos.

Los viajeros estaban más dispuestos a apreciar la seguridad que las bellezas de la caverna descritas por Ojo de Halcón . Además, no habían tomado alimento en todo el día y tenían hambre. Uncás se puso al servicio de las hermanas, teniendo con ellas pequeñas atenciones que no tenía para los demás.

Entretanto, Chingachgook permanecía inmutable, sentado cerca de la luz. Pero su vista no descansaba un momento; veinte veces, al llevarse a la boca un pedazo de carne, se detuvo y volvió la cabeza como si escuchara algún ruido lejano y sospechoso.

—Ven amigo —dijo Ojo de Halcón, dirigiéndose al músico, que estaba sentado detrás de él —. ¿Cómo te llamas?

—David Gamut —contestó el músico.

—¿Cuál es tu oficio?

—Soy un indigno profesor de arte —repuso el maestro—. Enseño a cantar a los jóvenes reclutas del Canadá. No hago otra cosa que enseñar música sagrada.

—¡Extraño oficio! —exclamó Ojo de Halcón, riendo disimuladamente—. ¡Pasarse la vida como un pájaro cantor, imitando los sonidos altos o bajos que salen de las gargantas de otros hombres! Entonces haznos oír cómo cantas; será una manera amistosa de dar las buenas noches.

—Con mucho gusto —contestó Gamut. Y luego preguntó a Alicia— ¿Sería usted tan amable en acompañarme?

Alicia, un poco indecisa, abrió el libro en la página que contenía un himno adecuado a la situación. Cora también se mostró dispuesta a cantar junto a su hermana. David dio el tono con su flauta y empezó el canto.

La música era lenta y solemne. Los indios tenían los ojos fijos en las rocas y escuchaban con tal atención el canto que parecían estatuas de piedra. Los cantantes daban una nota sostenida y vibrante, intensamente grata al oído, que marcaba el final del trozo musical, cuando resonó un grito lejano que no parecía humano y que llegó al corazón de los refugiados. Siguió un silencio tal que hasta el torrente dejó de oírse ante aquel terrible alarido.

—¿Qué es eso? —murmuró Alicia, angustiada.

Ni Ojo de Halcón ni los indios contestaron. Escucharon, como esperando que el ruido se repitiera. Uncás, pasando por la salida oculta y casi invisible, salió sigilosamente de la gruta; entonces el cazador explicó:

—No sabemos qué puede ser. No es el grito de guerra con que los indios se proponen asustar a sus enemigos.

Y cuando Uncás regresó, el cazador le preguntó:

—¿Qué has visto?

—Nada —dijo el indio—. Nuestro escondite es invisible.

—Pasemos a la otra caverna —dijo el cazador—. Tenemos que estar en pie antes de la salida del sol, y ponernos en marcha hacia el fuerte Edward mientras los maguas, que vigilan de noche, duermen todavía.

De pronto, volvió a resonar el espantoso alarido que hizo enmudecer a todos. Y en el propio semblante del cazador comenzó a ceder la firmeza ante aquel misterio que quizá amenazaba con algún peligro, contra el cual nada podían su astucia y experiencia.

—Permanecer ocultos por más tiempo sería no escuchar una advertencia que se nos hace para nuestro bien —dijo el cazador—. Quien emite tan extraños sonidos es el único que conoce nuestro peligro. Ni los mohicanos ni yo podemos adivinar de qué procede el grito que todos hemos oído. Por eso creemos que es una advertencia.

—Sea señal de paz o de guerra, conviene averiguarlo. Muéstrenme el camino, amigos, que yo los seguiré —dijo Heyward.

Al salir de la gruta, los cuatro hombres experimentaron la grata sensación del aire puro. En ese momento se escuchó por tercera vez el mismo grito. Parecía salir del lecho del río, subir hasta las colinas y perderse en la selva.

—Ahora reconozco el sonido —exclamó el oficial—. Es el horrible grito del caballo en dolorosa agonía. Ese sonido pudo engañarme mientras estaba en la caverna, pero aquí lo reconozco sin posibilidad de equivocarme.

El cazador y sus dos compañeros escucharon esta explicación que de algún modo disipaba sus temores.

Los lobos deben andar rondando el lugar y los caballos imploran el auxilio del hombre. Uncás —ordenó el cazador—, baja el río en la canoa y arroja una antorcha encendida entre la manada de lobos. Si no, lo que los lobos no podrán hacer lo hará el indio, y nos encontraremos mañana sin los caballos.

Ya había bajado el joven indio hasta el borde del agua, cuando se oyó un largo aullido que se perdió en el interior de la selva, como si los lobos abandonaran su presa, acosados por algún terror. Uncás regresó en seguida, y con su padre y el cazador parlamentaron en voz baja.

Heyward, por su parte, juntó gran cantidad de hojarasca para instalar allí a las hermanas a resguardo de las flechas y las balas; una alta pared de rocas las protegería. David Gamut, a la usanza india, se acomodó en una grieta de la roca.

Así transcurrieron algunas horas sin que nada ocurriera. Lentamente amanecía. El oficial fue despertado por el cazador:

—Ya es hora de partir, despierte a las jóvenes y aborden la canoa apenas la traiga hasta aquí.

Duncan despertó suavemente a las jóvenes, Alicia, ante su presencia se sintió muy segura y protegida. Pero súbitamente un grito de la joven y el brusco movimiento con que su hermana Cora se puso en pie al escuchar un aterrador tumulto de gritos y alaridos, los trajeron brutalmente a la realidad. Por un instante pareció que el infierno se había volcado allí.

Los gritos no partían de una dirección determinada, pero llenaban la selva, las cavernas y el río. En ese momento brillaron doce fogonazos en la orilla opuesta, seguidos de otras tantas explosiones, y el infeliz David Gamut cayó sin sentido en el mismo sitio donde dormía. Los mohicanos respondieron audazmente a los gritos con que los salvajes celebraran la caída de Gamut. Comenzó un rápido tiroteo, pero ambos grupos eran demasiado hábiles para causar bajas al otro.

Duncan aprovechó un momento favorable para transportar a David al refugio de las dos jóvenes. El pobre músico había salvado su cabellera. Pronto recobraría el conocimiento y el cazador encargó a Uncás que lo llevara a la caverna y lo recostara sobre las hojas.

—Cuanto más tiempo permanezca en ese estado, mejor será —dijo el cazador—. Es posible que vuelvan a atacarnos. Lo único que podemos hacer es quedarnos en este lugar hasta que Munro pueda enviarnos refuerzos. ¡Ojalá que sea pronto, y que nos mande algún jefe que conozca las costumbres de los indios!

—Ya ha oído cuál será nuestra suerte, Cora —dijo Heyward —. Venga con Alicia a esta caverna, donde estarán fuera del peligro de las balas y donde podrán ocuparse del pobre David.

Luego, el joven oficial fue a reunirse con el cazador y los dos indios que se encontraban en el paso más angosto de las cavernas.

Los mohicanos habían vuelto a ocupar los sitios donde habían dormido; en el centro del islote había un matorral formado por algunos pinos poco crecidos, delineando una pequeña enramada, entre los cuales se colocaron el cazador y Duncan. En tal sitio se resguardaron bastante tiempo sin observar nada que les dijera que los indios repetirían el ataque. Pero el cazador lo dudaba.

—Los maguas no se retiran tan fácilmente, ya saben cuántos somos —susurró el cazador—. Mire cómo se acercan a nado. ¡Silencio, si no quiere perder su cabellera de un solo tajo!

No había terminado su advertencia cuando divisó cuatro cabezas de maguas que asomaban por encima de un tronco que bajaba por el río.

Cuando los salvajes ponían pie en la isla, lanzando gritos espantosos, el rifle de Ojo de Halcón apuntó lentamente entre la maleza y comenzó su mortífera tarea. El primero de los asaltantes cayó como un ciervo herido de muerte y rodó entre las hondas grietas del islote.

—¡Ahora, Uncás! —exclamó el cazador, desenvainando su largo cuchillo—. Ocúpate del último de ellos. De los otros ya estamos seguros.

Sólo faltaba dominar a dos enemigos. Heyward había dado una de sus pistolas a Ojo de Halcón y bajaban rápidamente hacia los enemigos disparando sin dar en el blanco.

—Yo lo sabía —exclamó el cazador—. ¡Vengan, sanguinarios perros del infierno! ¡Aquí hay un hombre cuya sangre no tiene mezcla!

Tras estas palabras se halló frente a un gigantesco indio. Duncan a su vez se encontró trabado en lucha cuerpo a cuerpo con el otro mingo.

El cazador debió recurrir a toda su fuerza y al final prevaleció su gran resistencia logrando hundir el agudo puñal en el pecho del gigante.

Heyward luchaba furiosamente, pero su sable se quebró al primer choque y como no tenía otro medio de defensa, su salvación dependía exclusivamente de su fuerza y su destreza en emplearla. Por fin, consiguió desarmarlo y lucharon al borde del abismo. El indio apretaba fuertemente su garganta, y cuando estaba a punto de sucumbir, apareció una oscura mano armada de un puñal. El indio soltó la garganta del oficial: de su puño cortado manaba un río de sangre. Mientras Duncan era arrastrado fuera del sitio peligroso, vio que su enemigo caía al abismo.

El joven mohicano lanzó un grito de triunfo y, seguido de Duncan, se deslizó hasta un sitio protegido por las rocas y la maleza.

Durante la lucha, Chingachgook había mantenido su puesto con inconmovible firmeza contestando el fuego con certera y deliberada calma. Cuando llegó a sus oídos el grito triunfante de Uncás, el orgulloso padre levantó la voz contestando con un solo grito. Así transcurrieron los minutos con la velocidad del pensamiento.

A veces los rifles de los asaltantes disparaban una descarga, otras hacían tiros aislados.

—Dejemos que gasten pólvora —decía el cazador mientras silbaban las balas sobre su cabeza.

De pronto una bala rebotó en la roca y cayó cerca de Heyward. Ojo de Halcón se apresuró a recogerla, y después de examinarla dijo moviendo la cabeza:

—Una bala no se aplasta así; si hubiera caído de las nubes hubiera sido más fácil de explicar.

Uncás levantó lentamente su rifle y señaló a sus compañeros un sitio que explicaba el misterio. En la orilla izquierda del río crecía un frondoso roble, sobre él se había encaramado un indio y dominaba el lugar que ellos creían seguro.

—Sigue entreteniéndolo, Uncás —dijo el cazador—, mientras voy por mi "matavenados"; entonces haremos fuego desde ambos lados del árbol.

Cuando Ojo de Halcón dio la señal, salieron los tiros al mismo tiempo. Hojas, ramas y cortezas volaron por los aires, pero el indio contestó con una carcajada burlona y con un tiro que arrancó la gorra del cazador. Volvió a resonar en el bosque el griterío de los salvajes, desde donde salió una lluvia de balas.

—Hay que poner remedio a esto —dijo Ojo de Halcón —. Uncás, llama a tu padre; necesitamos usar todas nuestras armas para derribar de su puesto a aquel indio.

Uncás llamó a su padre sin pérdida de tiempo y pronto estuvo éste con ellos para aumentar el poder de fuego. El indio del árbol no cesaba de disparar. Heyward, a quien hacía más visible su uniforme, fue rozado en un brazo por una bala.

Finalmente el hurón, animado por el resultado, intentó apuntar con mayor precisión dejando ver una pierna. Los dos mohicanos dispararon al mismo tiempo. El indio al retirar su pierna herida dejó ver una gran parte de su cuerpo. Sin perder aquella ventaja, Uncás apuntó hacia la copa del árbol y disparó. Al instante cayó el fusil del salvaje, y al cabo de unos momentos de vanos esfuerzos se vio a éste balancearse en el aire, haciendo desesperados intentos por asirse a una rama.

—¡Por Dios, disparen para que no sufra! —exclamó Duncan.

—¡No gastaré municiones! —dijo el cazador—. Su muerte es segura y no tenemos muchas balas.

El cazador vacilaba ante la insistencia, hasta que al fin una mano del hurón soltó su asidero y comenzó a caer, tratando en vano de recobrar la rama. Un disparo del cazador terminó con los sufrimientos del indio antes de que tocara el agua, en donde se hundió para siempre.

—Era mi última bala y mi última carga de pólvora —exclamó el cazador—. Uncás, anda a la canoa y trae el cuerno grande, contiene lo único que nos queda de pólvora, y necesitaremos utilizar hasta el último gramo. Conozco bien a los mingos.

El joven mohicano obedeció. El cazador sacudió el cuerno vacío y examinó en vano el contenido de su cartuchera, mostrando su contrariedad. Entonces oyó el grito de Uncás. Salieron las hermanas y David de su refugio, asustados. Muy cerca de la roca se veía la canoa flotando en el remolino en dirección a la corriente, impulsada por un hurón arriesgado. Ojo de Halcón levantó su inútil rifle y lo dejó caer con desaliento: no tenía balas.

El hurón levantó una mano en señal de triunfo. Gritos y risotadas de sus compañeros festejaron la hazaña.

—¡Pueden reírse, malditos! —gritó el cazador, sentándose en una roca —los tres mejores rifles de la selva son ahora tan inútiles como las astas viejas de un venado.

—¿Y qué vamos a hacer? —preguntó Duncan—. ¿Qué nos espera?

El cazador se pasó la mano por la cabeza con gesto tan significativo que no necesitó decir nada más.

Sentado sobre una roca, Chingachgook se había despojado de su puñal y del hacha: desprendió de su cabello la pluma de águila y alisó su característico mechón, como preparándose al horrible procedimiento usual de los pieles rojas con los vencidos.

—¡Es imposible que nuestra situación sea tan desesperada! —exclamó Duncan—. Quizás a esta misma hora se acerquen los refuerzos que nos envían. Yo no veo ahora a los enemigos, quiera Dios que hayan renunciado ya que tienen pocas posibilidades.

—Tal vez tarden un minuto, o tal vez una hora, pero es seguro que caerán tarde o temprano sobre nosotros —replicó Ojo de Halcón—. No me extrañaría que ahora estén muy cerca de aquí. Chingachgook, hermano mío, combatimos juntos nuestra última batalla, y los maguas lanzarán sus gritos cuando la muerte llegue al sabio mohicano y al cara pálida, a quienes tanto temieron.

—¿Por qué hablan de morir? —preguntó Cora—. El camino está libre en todas direcciones, huyan, naden. Inténtenlo.

—Los senderos están vigilados —replicó Ojo de Halcón—. Aunque es verdad que la corriente del río podría arrastrarnos fuera del alcance de sus rifles.

—Entonces —exclamó Cora—, arrójense al río y no aumenten el número de las víctimas.

—¿Qué está diciendo, señora? —dijo el cazador, mirando en torno con aire de ofendida dignidad—. ¿Y mi conciencia, qué?

—Vaya donde mi padre y dígale que los hemos enviado para que se apure en acudir en nuestro auxilio, que los guías nos traicionaron y que todavía puede salvarnos, si no se pierde tiempo.

Las facciones duras del cazador expresaron viva emoción ante la valentía de la joven. Luego llamó a deliberar a los dos mohicanos y juntos decidieron obedecer a Cora.

Chingachgook, se paró sobre una roca escondida de la vista, señaló la otra orilla hacia unos bosques y se lanzó decidido al agua. Por su parte, Ojo de Halcón daba algunas recomendaciones a Cora para que dejara algunas marcas cuando se adentraran en la selva y no les fuera tan difícil a los refuerzos y a él seguirlos. Luego de esto, se encaramó en la misma roca y, mascullando maldiciones por la falta de municiones, se lanzó al río.

Todos se volvieron hacia Uncás que, apoyado sobre una roca, permanecía inmóvil y callado. Cora le señaló el río y le dijo:

—Tus compañeros ya se fueron y es seguro que no han sido vistos. ¿No irás?

—Uncás se quedará —dijo en inglés el indio.

—¿Para aumentar el horror de nuestra captura y disminuir la probabilidad de que seamos rescatados? —argumentó Cora—. Ve donde mi padre y dile que eres mi mensajero de confianza y que te dé los medios para nuestro rescate. Ése es mi deseo.

Con sombrío rostro, el indio caminó hacia el sito donde se habían zambullido su padre y el cazador y, saltando, desapareció.

—Usted se jacta de que es un buen nadador —dijo Cora a Duncan con una mal disimulada calma.

—¿Eso es lo que Cora Munro espera de mí? —pregunto el oficial tristemente, sonriendo con amargura.

—Usted no tiene armas, será mucho más útil para otros fines.

Duncan no contestó y miró a Alicia, quien se asía de su brazo, desvalida como un niño.

Cora luchaba aparentando serenidad de espíritu.

—Hay males peores que la muerte —musitó Duncan, emocionado—; y quizá pueda evitarlos quien está pronto a morir por ustedes.

Cora no contestó, atrajo a Alicia, la cubrió con su velo y se internaron juntas en la caverna más oculta.

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