Róbinson Crusoe

Capítulo I

Obsesión marinera

Nací el 1632, en la ciudad de York, donde mi padre se había retirado después de acumular una no despreciable fortuna en el comercio. Mi nombre original es Róbinson Kreutznaer, pero debido a la costumbre inglesa de desfigurar los apellidos extranjeros quedó convertido en Crusoe, forma que ahora empleamos toda la familia. Tenía yo dos hermanos mayores. Uno de ellos, que era militar, fue muerto en la batalla de Dunquerque, librada contra los españoles. En cuanto al segundo, no sé la suerte que haya corrido.

Como yo no tenía profesión alguna, mi padre, que aunque de edad avanzada me había educado lo mejor que pudo, pretendía que estudiara leyes. Pero mis inclinaciones eran distintas. Dominábame el deseo de hacerme marino y de correr por los mares las más diversas aventuras. Esto iba contra la voluntad de mi padre, que me había amonestado repetidas veces, así como contra los cariñosos consejos y súplicas de mi madre. Pero todo hacía parecer que un secreto destino me arrastraba hacia una vida llena de peligros.

Un día en que mi madre parecía estar más contenta que de costumbre, le volví a plantear el problema de mi pasión por ver mundo, rogándole que tratara de persuadir a mi padre a fin de que me diera el permiso para realizar un viaje por mar.

Le dije que más le valdría concederme el permiso que obligarme a tomármelo por mi propia cuenta, prometiéndole, en caso de desistir después de dicha vida errante, recuperar el tiempo que hubiera perdido redoblando mis esfuerzos.

A todo esto, mi madre se apenó mucho, como es de suponerse, manifestándome que sería trabajo inútil tratar el asunto con mi padre. Luego me advirtió que, si insistía en tales desatinos, no veía ella ningún remedio, pero que sería vano tratar de alcanzar el consentimiento paterno ni el suyo, puesto que no estaba dispuesta a contribuir a mi desgracia.

Pese a ello, luego supe que le había contado a mi padre todo cuanto le hablé, y que éste le confesó la poca fe que tenía en los esfuerzos de ambos por disuadirme, añadiendo que yo acabaría por imponer mi voluntad. Y así sucedió un año más tarde.

Cierto día, hallándome en Hull, encontré a un compañero que estaba a punto de partir para Londres en un barco de su padre. Me invitó a acompañarlo, diciéndome para animarme que no me costaría nada el pasaje. En esta forma, y sin siquiera haber pedido la bendición paterna ni implorado la protección del cielo, me embarqué en aquel navío que llevaba carga para Londres. Fue el primero de septiembre de 1651, el día más fatal de mi vida.

Dudo de que jamás haya existido un joven aventurero cuyos infortunios empezasen más pronto y durasen tanto tiempo como los míos. Apenas la embarcación hubo salido del río Humber, cuando se desencadenó un fuerte viento y el mar se agitó sobremanera. Como era la primera vez que navegaba, el malestar y el pánico se apoderaron de mi cuerpo y mi espíritu, sumiéndome en una angustia muy difícil de expresar. En esos momentos empecé a reflexionar sobre la justicia de Dios, que castigaba a quien había desoído el mandato de sus padres, insensible a los ruegos y a las lágrimas maternas. La voz de mi conciencia, que aún no estaba endurecida como lo estuvo luego, me acusaba vivamente por haberme apartado de mis deberes más sagrados.

La tempestad arreciaba a cada momento y las olas se revolvían enfurecidas, y aunque aquello fuese poco en comparación con lo que me estaba reservado ver más adelante, y sobre todo pocos días después, era ya lo suficiente para impresionar a un marino en ciernes como yo. Por momentos esperaba ser tragado por las aguas, y cada vez que el barco cabeceaba creía tocar el fondo del mar para no salir más de él. En aquel trance de angustia hice varias veces el voto de renunciar a semejantes aventuras si es que lograba salvarme, para en lo sucesivo acogerme a los prudentes y sabios consejos paternos.

Dicha resolución duró, sin embargo, muy poco tiempo. Al día siguiente, en cuanto el viento hubo amainado y el mar se aquietó, empecé a serenarme, aunque me sentía fatigado por el mareo. Al atardecer el viento había cesado por completo y el ambiente se había despejado para dar paso a una noche tranquila. Al mismo tiempo empezaban a borrarse de mi mente los buenos propósitos que horas antes había formulado.

Aquella noche dormí muy bien, de suerte que, lejos de sentirme molesto por el mareo, me encontré animado y fuerte. Contemplaba admirado el mar que la víspera se había ofrecido tan terrible y bravo y que tan sereno y tranquilo se mostraba en aquel instante. Me hallaba embebido en tales ideas cuando mi compañero, el joven que me había embarcado en semejante aventura, temiendo que persistiera en mis propósitos de enmienda, se aproximó y, dándome un golpecito en las espaldas, me dijo:

—Apostaría cualquier cosa a que anoche tuviste miedo, y eso que no fue sino una pequeña ráfaga de viento.

—¡Cómo! —exclamé—. ¿Llamas una pequeña ráfaga de viento a lo que fue un temporal terrible?

—¿Un temporal? —me contestó—. ¡Eres un inocente! ¡Si no ha sido nada! Además, nosotros nos reímos del viento cuando tenemos un buen barco. ¿Ves ahora qué hermoso tiempo hace? Vamos a preparar un ponche...

Para abreviar este triste pasaje de mi historia, sólo diré que seguimos las viejas costumbres marinas: se hizo el ponche, me emborraché, y en aquella noche de libertinaje quebranté todos mis votos, olvidé todos mis arrepentimientos acerca de mi conducta pasada y todas mis resoluciones para el futuro.

Cierto es que tuve algunos momentos de lucidez y que volvían a mi mente los buenos pensamientos; pero yo los rechazaba, dedicándome a beber y cuidando de estar siempre acompañado a fin de evitarlos. En esta forma, a los cinco o seis días logré sobre mi conciencia un triunfo tan completo como pudiera ambicionarlo un joven que busca ahogar sus desasosiegos.

Al sexto día de navegación fondeamos en la rada de Yarmouth. Teniendo viento contrario, adelantamos poco después de la tempestad, viéndonos precisados a echar el ancla en dicho sitio y permanecer en él, pues el viento siguió soplando del sudoeste siete u ocho días consecutivos, durante los cuales muchos barcos de Newcastle se refugiaron en la misma rada.

Con todo, no habríamos dejado transcurrir tanto tiempo sin llegar a la embocadura del río si no hubiera sido tan fuerte el viento. Al octavo día, llegada la mañana, arreció aún más éste y se llamó a toda la tripulación para una maniobra de urgencia. Habiéndose puesto muy gruesa la mar, el castillo de proa se hundía a cada momento y las olas inundaban el barco. El temporal era terrible y yo veía el asombro y el pánico dibujados en los rostros de los marineros. Pese a que el capitán era un hombre que no se arredraba fácilmente ante el peligro, le oí exclamar en voz baja estas palabras:

—¡Dios mío, apiádate de nosotros! ¡Estamos perdidos!

Entretanto, yo me había tendido, inmóvil y helado de espanto, en mi camarote junto al timón, no pudiendo decir cuál era el estado de mi ánimo. La vergüenza me atormentaba al acordarme de mi primer arrepentimiento que tan luego había olvidado por un increíble endurecimiento de mi corazón. Al salir del camarote para ver lo que sucedía fuera, presencié el espectáculo más terrible que jamás hubiera visto: las olas, que se alzaban como montañas, rompían a cada momento contra nosotros. Por todas partes sólo se veía desolación. Por cerca de nosotros pasaron enormes buques sumamente cargados, que arrastraban sus mástiles rotos. Nuestros tripulantes afirmaban que acababa de irse a pique un barco que se encontraba a no más de una milla de nosotros. Otras embarcaciones iban a la deriva, arrancadas de sus anclas por la furia de las olas y arrastradas a alta mar.

A la caída de la tarde, el piloto y el contramaestre pidieron autorización al capitán para cortar el palo trinquete, a lo que accedió. Una vez cortado aquél, agitábase tan violentamente el palo mayor, que hubo necesidad de deshacerse también de éste, con lo que la cubierta quedó completamente llana. La tempestad no cedía y nuestro barco, aunque bueno, iba tan hundido debido a la sobrecarga, que nos hacía pensar que pronto se iría a pique. Para colmo de males, a eso de la medianoche un hombre que había bajado, por orden del capitán, al fondo de la bodega para inspeccionarla, dijo que en ésta había un boquete por el que hacía agua. La sola llamada que hicieron a todos para que acudieran a la bomba me produjo tal impresión que caí de espaldas en mi cama. Mas los tripulantes vinieron a sacarme de mi desmayo, diciéndome que si hasta entonces no había servido yo para nada, en aquel momento era tan eficaz como cualquier otro para manipular la bomba. Me incorporé y, encaminándome a ésta, trabajé vigorosamente.

Entretanto pasaban estas cosas, el capitán ordenó disparar un cañonazo en señal del extremo peligro en que nos encontrábamos. Pero yo, que ignoraba lo que aquello significaba, quedé muy sorprendido y pensé que se había destrozado el barco. Me desmayé en el acto, tardando bastante tiempo en volver en mí.

La bomba seguía trabajando, pero el agua continuaba anegando la bodega y, por más que la tempestad había empezado a disminuir, todo nos hacía pensar en que el buque iba a zozobrar. Como ya no era posible pretender alcanzar algún puerto, se siguieron disparando cañonazos en señal de socorro. Un barco pequeño, que a la sazón pasaba a nuestro lado, nos lanzó un bote en el cual, y no sin muchas dificultades y riesgos, pudimos entrar. No habían pasado quince minutos que habíamos abandonado el barco cuando lo vimos zozobrar.

Confieso que cuando los tripulantes me dijeron que se iba a pique, casi ya no podía distinguir los objetos, pues desde el momento en que entré en el bote estaba como petrificado, no tanto por el miedo cuanto por mis propios pensamientos, que me anticipaban todos los horrores del futuro. Momentos después, y cuando el bote se elevaba por encima de las enormes olas, distinguimos a lo largo de la orilla una gran cantidad de gente que acudía a auxiliarnos. Nuestros tripulantes remaban con denuedo, pero apenas lográbamos avanzar hacia la costa.

Por otra parte, mientras no consiguiéramos pasar el faro de Winterton no podríamos llegar a tierra, pues más allá la costa, por la parte de Cromer, replegándose hacia el Oeste, nos ponía al abrigo de la violencia del viento. En dicho lugar, y no sin grandes esfuerzos, pusimos por fin y felizmente pie en tierra. Desde allí fuimos caminando a Yarmouth, donde se nos trató con gran consideración, tanto por parte de las autoridades, que nos facilitaron buenos alojamientos, cuanto por la de los comerciantes y armadores, que nos dieron suficiente dinero para llegar a Londres o para regresar a Hull, según nos conviniera.

En dicha oportunidad debí tener la prudencia de elegir el camino de Hull para volver a la casa paterna. Pero, como contaba con el dinero suficiente para ello, decidí ir primero a Londres por tierra. Tanto en esta ciudad como durante el trayecto, tuve largos debates conmigo mismo acerca del modo de vida que debía seguir. Se trataba de resolver si había de regresar a casa o si habría de embarcarme nuevamente.

A medida que pasaba el tiempo se iba borrando de mi memoria el recuerdo de la última desgracia, continuando en cambio la invencible repugnancia que sentía hacia la idea del regreso al hogar. Imaginábame que todo el vecindario me señalaría con el dedo y que tanto ante mis padres cuanto ante los demás habría de sentirme avergonzado. En esta forma el amor propio pudo más que la razón y decidí embarcarme nuevamente en algún buque que zarpara hacia las costas del África, o, según el lenguaje corriente de los marineros, hacia Guinea.

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