Róbinson Crusoe

Capítulo IX

Aventurero del mar, pero precavido

Una vez concluidas las obras de que he hablado, no me sucedió nada sorprendente en cinco años. Continué el tipo de vida que he descrito, y mi principal ocupación, a más de las faenas agrícolas y de las vendimias, estuvo encaminada a la construcción de una pequeña canoa. Una vez que la hube terminado, abrí un canal de cuatro pies de anchura por seis de profundidad, por el que llevé la canoa hasta la bahía. La primera que construí, como ya dije antes, nunca pude ponerla a flote debido a su gran tamaño, dejándola en el mismo lugar donde la había labrado. Su presencia debió servirme para ser más previsor en el futuro, pero, como acabo de narrar, no me desanimó dicho fracaso y aproveché la primera oportunidad que se me presentó.

Pese a que el árbol que talé para construir la segunda canoa se hallaba a media milla de la costa y era difícil llevar hasta allí el agua, no era imposible hacerlo y mantuve la esperanza de ejecutar la obra. Para ello trabajé duramente por espacio de dos años, alentado por el deseo vehemente de salir de la isla que significaba para mí un presidio.

Concluida la pequeña embarcación, vi que su tamaño no se prestaba para el fin que le asigné al empezar la obra y que era el de aventurarme al continente en un viaje de cuarenta millas. Por dicho motivo abandoné tal propósito, decidiendo en cambio dar la vuelta a la isla, que, como he dicho, ya había recorrido por tierra.

Desde ese momento sólo pensé, pues, en mi viaje, y para proceder con mayor cautela y seguridad equipé la canoa lo mejor que pude, colocándole un mástil y una vela. En los extremos de la embarcación practiqué unos boquetes para preservar de las lluvias y del agua del mar mis provisiones y municiones, abriendo también un gran agujero para guardar las armas. Todo lo cubrí lo mejor que pude para que se mantuviera bien seco, hincando luego el quitasol en la popa para que me protegiera de los rayos del sol.

En un comienzo empleé la canoa para navegar por la costa pero sin apartarme mucho de la pequeña bahía, comprobando que la vela tomaba bien el viento. Finalmente, impaciente por conocer todas las costas de mi pequeño reino, resolví contornearlo por completo, para lo que introduje los suficientes víveres en la embarcación. Llevé dos docenas de panes, que bien podrían llamarse galletas, una olla de barro con arroz seco, un cántaro lleno de agua fresca, una pequeña botella de ron, media cabra, y pólvora y municiones. Asimismo, cargué dos gruesos abrigos de los que ya he hablado, uno para dormir sobre él y el otro para cubrirme por las noches.

Emprendí dicho viaje el seis de noviembre corriendo a la sazón el sexto año de mi reinado, o de mi cautiverio, si así se lo prefiere llamar, viaje que resultó más largo de lo que tenía pensado. La isla no era muy extensa en sí misma, pero hacia el este tenía un reborde de rocas que se adentraba dos millas en el mar. Además de esto, al extremo de las rocas había un enorme banco de arena que se internaba media milla más, de modo que para doblar dicha punta tenía que penetrar bastante en el mar.

La observación de tales obstáculos casi me hizo desistir de la empresa, pues el largo camino que tendría que recorrer y el modo como podría volver sobre mis pasos no era cosa que estuviese resuelta. Llegué incluso a virar la canoa y echar el ancla, y, como aquélla estaba ya en sitio seguro, tomé la escopeta y salté a tierra. Allí trepé a un pequeño promontorio, desde donde descubrí aquella punta en toda su extensión, lo que me decidió a reanudar el viaje.

Desde aquel promontorio pude observar, entre otras cosas, una violenta corriente que se dirigía hacia el este. La estudié en forma detenida, pues me pareció peligrosa y que si entraba en ella me arrastraría a alta mar, desde donde muy difícilmente hubiera podido regresar a la isla. Y de no haber tomado yo la precaución de subir a aquel promontorio, así habría acontecido, pues al otro lado de la isla reinaba la misma corriente, aunque con la diferencia de que se separaba mucho más de ella. También pude advertir que había un gran banco de arena en la orilla, de donde deduje que fácilmente salvaría todas aquellas dificultades si lograba evitar la primera corriente, pues tenía la seguridad de poder aprovechar aquella barra.

Durante dos días permanecí en la colina, durmiendo en ella, pues el viento soplaba con gran fuerza, y como iba contra la corriente, no era prudente para mí permanecer en la orilla ni adentrarme demasiado en el mar, pues en este último caso me exponía a verme arrastrado por la corriente. Pero al tercer día amainó el viento, y habiéndose calmado el mar completamente, reanudé el viaje.

Ojalá sirva de ejemplo a los marinos temerarios e ignorantes lo que me sucedió en aquella ocasión y que a renglón seguido paso a relatar.

No bien hube llegado a la punta referida, me encontré en una mar profunda y con una corriente tan violenta como la esclusa de un molino. Aunque yo no me había apartado de la costa más que el largo de una canoa, la corriente se llevó a mi pequeña embarcación con tal fuerza que me fue imposible retenerla junto a la orilla. Me sentía impulsado lejos de la barra que tenía a la izquierda, y como reinaba una gran calma que no me hacía esperar nada de los vientos, toda la maniobra que hubiera podido hacer de nada me habría valido. Me consideré, pues, hombre muerto, ya que de sobra sabía que la isla estaba rodeada por dos corrientes, las que, sin duda, habrían de reunirse a pocas millas de distancia.

Me creía irremisiblemente perdido. Ya no me quedaba ninguna esperanza de conservar la vida, pues aunque el mar permanecía tranquilo, de seguro que moriría de hambre cuando las provisiones se me acabasen. Imaginaba que sería lanzado a alta mar por la corriente, en donde después de un viaje de tal vez más de mil millas, no encontraría ni playa, ni isla, ni continente, ni nada. ¡Nada!

"¡Qué fácil es al hombre —me decía— cambiar su situación, por desgraciada que sea, por otra más desdichada aún!" Entonces mi isla me parecía el lugar más delicioso del mundo y sólo deseaba la fortuna de volver a ella.

—¡Feliz isla —exclamé, volviendo a ella la mirada—, feliz isla, no te volveré a ver! ¡Qué desgraciado soy! No sé a dónde me lleva la corriente. He murmurado a menudo contra la soledad y he dejado esos deliciosos lugares; pero ¡qué no daría yo ahora por volver a ellos!

La desesperación que me producía el verme arrastrado de mi isla a alta mar resulta difícil de imaginar. Me encontraba entonces a dos millas de ella y ya no tenía esperanzas de verla más. Pese a ello, remé con todas mis fuerzas, dirigiendo la canoa hacia el norte, es decir, hacia el lado de la corriente donde había distinguido yo una barra.

Al mediodía creí percibir un suave viento que venia del sudeste, lo que provocó en mí cierta alegría, que aumentó de punto media hora más tarde al levantarse un viento francamente favorable. Yo me encontraba a una distancia respetable de la isla, pues apenas podía distinguirla, y de haberse descompuesto el tiempo, me habría visto perdido, pues no hubiera podido regresar sin divisarla. Felizmente el tiempo continuaba despejado y, desplegando la vela, hice rumbo al norte, tratando de escapar de la corriente.

En cuanto hube desplegado la vela, y por la claridad del agua, supuse que iba a suceder alguna variación en la corriente, pues cuando ésta se hallaba en toda su fuerza las aguas parecían sucias, empezando a ponerse claras a medida que disminuía aquélla. Media milla más hacia el este, tropecé con un rompiente provocado por las rocas, que dividía la corriente en dos: una parte corría hacia el sur, mientras que la otra se encaminaba con violencia al noroeste.

Sólo aquellos que han recibido el indulto al pie del cadalso o que por un azar se han salvado de las mismas manos de los bandidos que iban a degollarlos, pueden concebir la inmensa alegría que sentí yo entonces, y la presteza con que aproveché el viento favorable y la corriente de la barra a que me he referido.

Por espacio de una hora me impulsó favorablemente dicha corriente. Iba directa a la isla, esto es, dos leguas más hacia el norte de la que antes me había separado de ella; de suerte que cuando llegué cerca de la costa, me encontré en el norte de la isla, o sea que estaba en la parte opuesta al sitio de donde había partido.

Serían aproximadamente las cuatro de la tarde, y estaba yo a una milla de la isla, cuando descubrí las puntas de las rocas que causaban aquel trastorno. Extendíanse al sur, y como allí habían formado aquella furiosa corriente, también habían producido una barra dirigida al norte. Aprovechando el viento y orientando la embarcación convenientemente, crucé la barra y al cabo de una hora vi que el agua estaba tranquila, no tardando en llegar a la orilla.

En cuanto hube llegado, me postré de rodillas, agradeciendo a Dios por mi salvación y resolviendo no volver a arriesgarme en igual forma. Aseguré la canoa entre dos árboles, y rendido como me hallaba por el trabajo y las fatigas del viaje, pronto me venció el sueño.

Al despertar me preocupaba mucho saber cómo haría para llevar la canoa hasta la bahía próxima a mi casa. Como conocía los peligros que encerraba el mar por la parte del este, resolví costear las orillas del oeste, esperando encontrar alguna bahía donde poder dejar la canoa guardada. Después de recorrer cerca de una milla a lo largo de la costa, la encontré, pareciéndome muy buena y apropiada para tal fin, motivo por el que dejé allí la canoa.

Luego me dediqué a reconocer el lugar en que me hallaba, descubriendo que me encontraba cerca del sitio donde había estado antes al recorrer la isla. Tomando sólo la escopeta y el quitasol, porque hacía bastante calor, me puse en marcha, y aunque estaba cansado caminé muy a gusto. Al caer la noche llegué al emparrado que tiempo atrás había construido, encontrando que todo se hallaba en el mismo estado. Salté el seto y me acosté bajo la sombra, durmiéndome en el acto por encontrarme muy fatigado. Júzguese cuál no sería mi sorpresa al oír una voz que me llamaba, repitiendo varias veces mi nombre: Róbinson, Róbinson Crusoe, ¡pobre Róbinson! ¿Dónde has estado, Róbinson? ¿Dónde estás, Róbinson Crusoe? Róbinson...

Me encontraba tan rendido que no me desperté del todo y creía soñar que alguien me llamaba por mi nombre. Sin embargo, la voz siguió repitiendo las mismas palabras, hasta que desperté por completo, sobresaltado y sorprendido con semejante acontecimiento. Pero en el acto hube de tranquilizarme viendo a mi loro posado en el seto. Comprendí que sólo él podía haberme hablado, pues yo le había enseñado a llamarme por mi nombre.

Muchas veces antes se había trepado en mi hombro y, aproximando su pico a mi cara, había exclamado: ¡Pobre Róbinson Crusoe! ¿Dónde estás, dónde has estado? ¿Cómo has llegado aquí?, y otras frases semejantes que yo le había enseñado.

Como había corrido bastante por el mar y tenía deseos de descansar y de reflexionar sobre la aventura reciente, me encaminé a la caverna llevándome al loro. Mucho me hubiera gustado tener la canoa en la pequeña bahía, pero de sólo pensar en dar la vuelta a la isla por la parte del este se me oprimía el corazón. El otro lado de la isla no lo había navegado aún, pero todo me hacía suponer que la corriente de que he hablado reinaba allí lo mismo que en el este. Resolví, pues, prescindir de la canoa perdiendo así el fruto de un trabajo de muchos meses.

Durante más de un año permanecí tranquilo y dedicado únicamente a perfeccionarme en las artes manuales y otros oficios que luego me resultaron de gran provecho.

En alfarería llegué a convertirme en un verdadero maestro, gracias sobre todo a haber inventado una especie de torno con el que daba a los cacharros una forma que antes no podía conseguir. Asimismo encontré el medio de hacer una pipa, invento que me produjo no sólo una gran alegría, sino tanta vanidad como jamás la he tenido igual. Aunque era tosca y del mismo color que mis demás útiles de barro, tiraba muy bien y me procuraba el placer de poder fumar.

En la profesión de cestero conseguí también realizar notables progresos, llegando a fabricar varias canastas apropiadas para los más diversos usos. Las construí fáciles de ser manejadas y de distintos tamaños. Algunas las empleaba para transportar cosas y otras me servían para guardar los granos que recolectaba en las cosechas.

Como la pólvora empezaba a escasear, pensé que al cabo de algunos años ésta se acabaría, viéndome entonces en la imposibilidad de reemplazarla. Dicho pensamiento me preocupaba enormemente, haciéndome temer por el futuro. ¿Qué podría hacer sin pólvora? ¿Cómo cazaría las cabras? Es cierto que llevaba ya ocho años cuidando una cabrita, con la esperanza de coger otro animal de la misma especie. Pero no pude lograrlo sino cuando la cabra se puso ya muy vieja. Nunca tuve valor para matarla. Murió de vejez al cabo de algunos años.

Pero como las municiones habían ya disminuido mucho hacia el undécimo año de mi residencia en la isla, empecé a pensar seriamente en el modo de apoderarme de algunas cabras vivas y, de ser posible, con crías. A tal fin tendí varias redes, estando seguro de haber atrapado algunas; pero, como el hilo era delgado, volvieron a escaparse. Lo cierto es que siempre encontré las redes rotas y el cebo comido. Desgraciadamente me faltaba alambre para hacer otras más resistentes.

Entonces traté de cazarlas valiéndome de trampas, para lo que hice varios hoyos que cubrí con cañizos y bastante tierra, esparciendo por encima espigas de arroz y de trigo. Pero tampoco tuve suerte, pues las cabras llegaban a comerse los granos, hundiéndose algunas en la trampa, pero siempre lograban salir de ella. Esto no me desanimó en lo más mínimo y trabajé para perfeccionar las trampas, cosa que conseguí después de varios ensayos. Una mañana que fui a observarlas, encontré en una de ellas un viejo y enorme macho cabrío, y tres cabritos en otra: un macho y dos hembras.

El macho cabrío se encontraba tan furioso que yo no sabía qué hacer con él. No tenía coraje para entrar en la trampa y llevármelo a casa, que era lo que deseaba más vivamente. Tampoco me resolvía a matarlo, pues con ello no adelantaba nada. Opté, pues, por devolverle la libertad, soltándolo. Jamás he visto huir a un animal con tanto espanto. La verdad es que no se me ocurrió entonces que pude haberlo dominado por hambre, tal como lo hacen con los mismos leones.

En cuanto a los cabritos caídos en la otra trampa, los saqué del foso y, amarrándolos con una cuerda, los llevé a casa, aunque con algunas dificultades por ser muy huraños. En un comienzo se resistieron a comer, pero luego lo hicieron, atraídos por el grano fresco que les ofrecía, domesticándose completamente.

Con el éxito logrado pensaba que en algún tiempo más podría disponer de un rebaño de cabras, y así alimentarme con la carne de dichos animales, aunque me faltaran la pólvora y las municiones.

Luego me di a la tarea de emprender la construcción de un seto que rodeara un amplio espacio de terreno donde los cabritos pudieran pacer libremente sin peligro de que se escaparan. Aunque el proyecto era demasiado vasto para ser realizado por un solo hombre, su ejecución era imperiosa y de inmediato procedí a elegir el lugar adecuado para cercarlo, cuidando de que tuviera suficiente agua para que abrevaran y sombra para que se protegieran de los rayos del sol.

A tal fin cerqué un terreno de unos doscientos veinte metros de longitud por ciento ochenta de anchura, considerando que su extensión era suficiente para que en él pudiera vivir un regular rebaño de cabras. Si éste aumentaba considerablemente, agrandaría a mi vez las dimensiones del cercado. Trabajé, pues, con ahínco, dejando entretanto pacer a los cabritos a mi lado con las patas amarradas por temor a que se escapasen.

A menudo les daba algunas espigas de trigo y puñados de arroz, que ellos comían de mi mano, llegando en tal forma a domesticarse tanto, que cuando el cercado estuvo concluido y los dejé en libertad, me siguieron a todas partes, balando tiernamente para que les diera algunos granos.

Tres años más tarde tuve un rebaño de cuarenta y dos cabezas, entre machos cabríos, cabras y cabritos, sin contar las que había matado para mi consumo. Esto me obligó después a construir otros cinco cercados, pero menores que el primero. Dispuse además en ellos algunos pequeños parques para poder coger las cabras más fácilmente, así como varias puertas para que pudieran pasar de un cercado a otro.

Algún tiempo después se me ocurrió organizar una lechería, por más que yo no había ordeñado jamás una vaca ni una cabra. Sin embargo, no me costó gran trabajo aprender a hacerlo, así como elaborar queso y mantequilla. Las cabras me daban a veces hasta ocho y diez litros de leche diarios, y desde entonces nunca me faltaron dichos alimentos.

A la sazón yo era el señor y el rey absoluto de toda la isla, dueño de mis súbditos, sobre los que ejercía derecho de vida y muerte. Podía colgarlos, quemarlos, privarles de su libertad o restituírselas. En mis dominios no había ningún sedicioso.

Como auténtico soberano que yo era, comía a la vista de toda mi corte. El loro, como si fuese mi favorito, era el único que tenía autorización para hablarme. El perro, que ya se había puesto viejo, permanecía siempre recostado a mi derecha. Los dos gatos se apostaban a cada cabecera de la mesa, esperando pacientemente que les pasara algunos trozos de carne. Es de hacer notar que tales gatos no eran los mismos que había sacado del barco, pues ya hacía tiempo que habían muerto. Pero tuvieron crías y yo había separado dos de ellas, huyendo las demás al bosque.

Cada día sentía mayores deseos de tener la canoa, pero no me resolvía a exponerme a nuevos azares, pues la única manera de conseguirlo era traerla costeando hacia la bahía. Pero una mañana me entraron tan violentas ganas de llegarme a la punta de la isla en donde ya había estado y observar de nuevo la costa, que no pude resistir a ese deseo y me puse en camino sin más trámite.

Seguramente que si en la provincia de York encontrasen a un hombre con la indumentaria que yo llevaba puesta se espantarían o se reirían en sus barbas. Llevaba un sombrero de piel de cabra enormemente alto y sin forma alguna, por detrás del cual pendía media piel de la misma clase que servía para protegerme del sol y de las lluvias. Usaba una especie de falda que me llegaba hasta debajo de las rodillas, también de piel de cabra, y unos pantalones que me había fabricado del cuero de un macho cabrío. No llevaba medias ni botas, pero me había fabricado una especie de botines que me amarraba como polainas, y que como mis demás vestidos erar de una forma extraña.

Un cinturón de la misma piel que la de los vestidos me ceñía, llevando en vez de espada un hacha y una sierra a cada lado. Tenía también un tahalí de cuyo extremo pendían dos bolsas fabricadas del mismo material y en las que guardaba la pólvora y los perdigones. Por sobre mi cabeza resaltaba un quitasol, que aunque burdo y desproporcionado, era lo que más necesitaba después de la escopeta.

Volviendo al relato de mi viaje, tardé cinco o seis días caminando a lo largo de la playa en derechura al lugar donde antes había anclado la canoa. Desde allí descubrí la colina que me había servido de observatorio, trepando a ella. Cuál no sería mi sorpresa al ver el mar sin ninguna corriente y en completa calma. Me devanaba los sesos para comprender las causas de aquel cambio, decidido a observar el mar durante algún tiempo, pues sospechaba que la corriente de que he hablado tenía como única causa el reflujo de la marea.

Pero no tardé mucho en enterarme de tan extraña mudanza, pues vi que el reflujo de la marea, que partía del oeste y se unía al curso de algún río, era el que provocaba dicha corriente, y que, según la mayor o menor violencia de los vientos del norte y del oeste, la corriente llegaba hasta la isla o se perdía en el mar a menor distancia. Por la tarde volví a observar la corriente, igual que la había visto antes, pero con la diferencia de que no se encaminaba directo, a la isla, sino que se alejaba de ella aproximadamente media milla.

De dichas observaciones inferí con claridad que, tomando en cuenta el tiempo del flujo y del reflujo de las aguas, me sería fácil llevar la canoa hasta mi pequeña bahía. Pero el recuerdo de los recientes peligros que había pasado me causo tanto miedo, que jamás me atreví a poner en ejecución tal proyecto, prefiriendo por ello adoptar otro plan: el de construir una nueva canoa, de modo que hubiera tenido una para cada lado de la isla.

Con esto, llego al punto en que mi vida emprendió un rumbo completamente distinto al que hasta entonces había seguido.

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