Róbinson Crusoe

Capítulo X

El miedo se apodera de Róbinson

Un día en que me dirigía a la canoa, descubrí en la arena las huellas de un pie desnudo. La impresión hizo que me detuviera en seco, como si hubiera sido alcanzado por un rayo o hubiese visto algún fantasma. Miré hacia todos lados, pero no vi ni oí nada. Trepé a un pequeño promontorio para otear más lejos, bajando luego y encaminándome hacia la playa, pero tampoco conseguí avanzar en mis observaciones. Regresé otra vez al lugar del espantoso descubrimiento, con la esperanza de que mis temores resultaran infundados, pero torné a ver las huellas precisas de un pie descalzo: los dedos, el talón y demás detalles que conforman la planta humana.

Desde ese momento no sabía yo qué pensar ni qué hacer. Corrí a mi fortificación sumamente turbado y mirando hacia atrás a cada momento, tomando por hombres las matas que encontraba. Mil ideas locas y pensamientos extravagantes acudieron a mi imaginación mientras duraba la huida hacia mi casa. Llegado a ésta penetré con la precipitación propia de un hombre acosado por las fieras, y ni siquiera puedo precisar si trepé por la escala o por el boquete practicado en la roca. El pánico que se apoderó de mí no me permite recordar los detalles de tan precipitada fuga. No creo que jamás zorra alguna se refugiera en su madriguera con mayor espanto que el mío al hacerlo en mi castillo, nombre éste con el que lo seguiré llamando en lo sucesivo.

De más está decir que aquella noche no pude conciliar el sueño. Espantosas ideas conturbaban mi mente y visiones horripilantes me mantenían en un estado de extrema excitación. ¿Qué hombres habían dejado la huella que acababa de descubrir? Seguramente que no podían ser otros que los salvajes del continente, arrastrados tal vez en sus canoas hasta la isla por vientos contrarios o por alguna corriente violenta.

Al mismo tiempo que se agolpaban en mi imaginación tales ideas, daba gracias al Cielo por no haberme encontrado en dicho lugar de la isla y por haberse librado mi canoa de sus miradas, lo que indudablemente los habría inducido a buscarme hasta dar conmigo. Estas últimas dudas me preocupaban y mortificaban cruelmente, pues pensaba que de no ser así pronto los tendría de regreso y en mayor número, dispuestos a asesinarme, o, en el mejor de los casos, si escapaba con vida, destruirían mis plantaciones, se llevarían mi rebaño y me vería condenado a morir de hambre.

Cierta mañana en que aún me encontraba en cama, atribulado con semejantes ideas y sumido en la mayor tristeza, acudió a mi memoria el siguiente pasaje de la Sagrada Escritura: "Invócame en el día de la desgracia, y yo te libertaré y tú me glorificarás". Reconfortado con la nacida promesa, no sólo me levanté con el ánimo mejor dispuesto, sino resuelto a pedir a Dios mi liberación con los más fervientes ruegos. Concluidos éstos, tomé la Biblia y, al abrirla, mis ojos se encontraron con las siguientes palabras: "Piensa en el Señor y ten ánimo, que El te fortalecerá el corazón". Desde ese momento sentí un enorme alivio y se desvanecieron mis temores, llenándose mi alma de agradecimiento por la divinidad.

Sujeto a ese ir y venir de inquietudes y preocupaciones, un día se me ocurrió que tal vez el motivo de mi temor sólo fuese una quimera, y que a lo mejor aquella huella en la arena pudiera ser la de mi propio pie. "Acaso —pensaba— he representado el papel de esos dementes que se inventan cuentos de fantasmas y duendes, y que luego se asustan más de sus creaciones que aquellos a quienes se los relatan."

Cobré coraje y salí de mi castillo para ir de exploración como de costumbre. Llegado a mi casa de campo, y pensando que las cabras necesitarían que se las ordeñase y se las atendiese por si algunas habían enfermado durante mi ausencia, permanecí allí tres días. Pero cualquiera que me hubiese visto caminar con tanto sigilo y mirando detrás de mí a cada momento, habría pensado que se trataba de un hombre acosado por su conciencia. Algunas veces llegaba a dejar el cubo de la leche en el suelo y corría con tanta celeridad como si se tratara de salvar la vida.

Finalmente llegué a acostumbrarme, volviéndome más tranquilo y confiado, y haciéndome la idea de que había sido engañado por mi imaginación. Pero entretanto no comprobara los hechos no podía estar del todo convencido del supuesto error. Y he aquí que en cuanto llegué a la playa vi claramente que no era posible que yo hubiese desembarcado en dicho lugar. De otro lado, la huella que había en la arena era bastante mayor que mi pie, lo que de nuevo me agitó el espíritu. Regresé a casa, estremeciéndome como si tuviera una alta fiebre y persuadido de que habían desembarcado hombres en la isla o de que ésta se encontraba habitada.

Las más extravagantes resoluciones se agolparon en mi mente. En primer lugar, me propuse destruir la cerca, dejando que mi rebaño de cabras se fuese a los bosques. Asimismo, me propuse destruir la casa de campo y la cabaña, revolviendo también mis plantaciones a fin de que los salvajes no se percataran de que la isla se encontraba habitada. Tales fueron mis reflexiones durante la noche siguiente. Y es que el miedo al peligro es más espantoso que el peligro mismo, cuando se lo considera de cerca. Así como la inquietud que provoca un mal remoto es a veces más insoportable que el mismo mal.

Durante toda la noche permanecí despierto y atormentándome con dichas reflexiones, hasta que al acercarse la mañana me dormí profundamente.

Cuando me desperté, me encontraba más tranquilo y pude razonar con calma sobre mi verdadera situación. Deduje que una isla tan fértil y agradable, además de su proximidad al continente, no debería estar tan deshabitada como yo había supuesto, aunque no lo fuera de manera permanente. Pero al parecer venían a veces hombres con canoas, ora voluntariamente, ora cuando las tempestades los arrojaban allí. De la experiencia de quince años, deduje también que dicha gente tornaba a embarcarse en cuanto podía, motivo por el que sólo había que temer que me viesen durante tales arribadas forzosas.

Entonces me arrepentí de haber levantado mi vivienda tan cerca de la costa y de haberla provisto de una salida por el lado en que mi fortificación se unía a la roca. Para subsanar dicha falla resolví construir una segunda trinchera, también en semicírculo, en el mismo lugar en que una docena de años atrás había plantado una hilera de árboles. En esta forma me encontraba protegido por una doble muralla: la exterior, flanqueaba con piezas de madera y cables viejos, y otra interior. Practiqué cinco boquetes lo suficientemente anchos como para sacar por ellos el brazo, en los que coloqué los cinco mosquetes que tenía, disponiéndolos a manera de cañón en una especie de cureñas, de modo que en un par de minutos podía descargar toda mi artillería.

Concluida la obra, en la que demoré varios meses, me dediqué a sembrar, en un ancho espacio de tierra fuera de la muralla, retoños de una planta muy parecida al mimbre, y apropiada para crecer y afirmarse al mismo tiempo. Creo que en un solo año llegué a hundir en la tierra alrededor de veinte mil tallos, de modo que quedó un espacio vacío bastante grande entre dichos bosques y la muralla, apropiado para poder descubrir al enemigo y para que éste no pudiera tenderme emboscada alguna entre dichos árboles.

Seis años más tarde, tenía ante mi casa una selva impenetrable, y ningún ser humano hubiera podido imaginarse que allí se ocultaba la vivienda de una persona. Como además me valía de dos escalas para entrar y salir, lo que hacía por encima de la roca, nadie hubiera podido llegar hasta mí sin correr los mayores riesgos. Todas las medidas de seguridad fueron, pues, tomadas, y más adelante se verá que en ningún caso resultaron inútiles.

Mientras me ocupaba de dichas labores no dejaba de atender mis demás asuntos, preocupándome sobre todo por mi rebaño de cabras, el que no sólo era un gran recurso en el presente, sino que para el futuro me aseguraba el ahorro de múltiples fatigas, y, lo que es más importante, de pólvora y perdigones. Resolví, pues, tras prolongadas deliberaciones, ponerlo fuera de todo peligro construyendo dos pequeños cercados, lejos el uno del otro y lo más ocultos que fuera posible, encerrando en cada uno de ellos media docena de cabritas. A tal fin empecé a explorar todos los rincones de la isla, encontrando muy luego el lugar apropiado para hacerlo.

Era un terreno llano, en medio de los bosques, donde algunos años atrás estuve a punto de perderme un día que volvía de la parte oriental de la isla. Puse en seguida manos a la obra, y en menos de un mes quedaron mis cabras tan seguras como lo deseaba.

Después de haber puesto fuera de todo peligro parte del rebaño, recorrí la isla en busca de un segundo lugar que se prestara para la construcción de un nuevo refugio. Un día, habiendo avanzado hacia el extremo occidental de la isla, más lejos de lo que antes lo había hecho, creí divisar una canoa en el mar. Pese a que disponía de un catalejo, que había salvado del barco, no lo llevaba conmigo, motivo por el que no pude distinguir con claridad el citado objeto, a pesar de que lo examiné largamente. Quedé, pues, en la incertidumbre sobre su efectividad, y resolví no volver a salir sin llevar siempre un anteojo de larga vista.

Después de haber caminado un buen rato, y cuando me encontraba en un lugar desconocido para mí, descubrí que no era tan raro hallar en la isla huellas humanas, y que si la Providencia no me hubiera arrojado por la parte donde no llegaban los salvajes, habría sabido que las canoas arribaban a mi isla. También habría sabido que, después de algún combate, los vencedores llevaban a sus prisioneros a mis playas, para descuartizarlos y comérselos, como auténticos antropófagos que eran.

Me informé de todo esto porque en la costa suroeste presencié un espectáculo que me llenó de horror. La tierra por aquella parte se encontraba tristemente sembrada de cráneos y huesos humanos. Además había restos de una fogata y unos huecos en la tierra, dispuestos en forma de círculo, en donde seguramente se instalaban los salvajes para celebrar su macabro festín.

No pude por menos de apartar la vista de semejantes huellas brutales, y me habría desmayado si mi propia naturaleza no me hubiese defendido con un violento vómito. Cuando pude recuperarme, no toleré la presencia de semejante lugar y me encaminé hacia mi morada. Alzando los ojos al cielo, con el corazón dolorido y los ojos inundados de lágrimas, di gracias a Dios por haberme hecho nacer en un país extraño a tales calamidades.

Llegué a mi casa más tranquilo que antes, seguro de que aquellos brutales salvajes no arribarían nunca a la isla con la intención de sacar de ella algún botín, por no tener necesidad para hacerlo o por haberse convencido de no encontrar en ella cosa alguna que les pudiera interesar.

De todos modos, el terror que me produjo el hallazgo me sumió en una melancolía que me mantuvo dos años encerrado en mis dominios, esto es, en mi castillo, en la alquería de verano y en el nuevo cercado del bosque. Pero el tiempo y la seguridad de que no sería descubierto me hicieron recobrar finalmente mi manera ordinaria de vivir.

Vigilaba sí más que antes y ya no disparaba la escopeta por temor de ser oído. Si alguna vez cogía alguna cabra montés, lo hacía valiéndome de trampas. Sin embargo, jamás salía sin el mosquete y un par de pistolas al cinto, así como armado con uno de los enormes cuchillos que tenía.

Desde entonces, mi imaginación tomó nuevos rumbos, pues no hacía sino soñar con el medio de destruir a aquellos monstruos y si fuese posible salvar a sus víctimas. La infinidad de proyectos que me forjé para tal fin sería suficiente para llenar un volumen mayor que el presente. Pero con ello nada adelantaba, pues encontrándome solo muy poco podía frente a una veintena o treintena de salvajes armados de azagayas y flechas tan efectivas como mis propias armas.

Después de haber planeado colocar una mina bajo el lugar donde hacían su fogota, preparada a base de algunas libras de pólvora, desistí de ello en vista de que no estaba convencido del buen efecto que tal explosión podría producir entre los caníbales. Desistí, pues, de ello, resolviendo más bien buscar un lugar adecuado donde poder emboscarme y atacarlos sorpresivamente.

A tal fin bajé varias veces al lugar del festín, con el cual empezaba a familiarizarme, sobre todo en los momentos en que mi espíritu se poblaba de sentimientos de venganza y exterminio. Después de algunos días encontré un lugar apropiado, en una de las laderas de la colina, desde el cual podría verlos desembarcar para luego bajar a lo más espeso del bosque y apostarme detrás de un árbol corpulento y hueco. Desde allí me resultaría fácil observar todos sus movimientos y descargar mis armas sobre ellos, de modo que tras el primer disparo dejara fuera de combate a tres o cuatro por lo menos.

Resuelto a realizar mi proyecto, alisté la escopeta y los mosquetes. Cargué cada uno de éstos con cuatro o cinco balas de pistola, y la escopeta con perdigones gruesos. También puse cuatro balas en cada pistola, alistándome así para una segunda y una tercera descarga. Durante más de un mes subí a la colina todas las mañanas, oteando el horizonte con el catalejo, pero no conseguí hacer el menor descubrimiento.

Por último, el cansancio de acariciar durante tanto tiempo la misma esperanza me hizo reflexionar cuerdamente sobre el acto que pensaba realizar. "¿Qué derecho —me decía— tengo yo para constituirme en juez y verdugo de esos salvajes? ¿Con qué autoridad voy a vengar la sangre que derraman? Si esos hombres nunca me han causado daño alguno directamente, no se justifica que yo los ataque."

Reflexionando de tal guisa, a lo que se agregaba el peligro que correría en caso de que algún salvaje escapara de mis manos y fuera con la noticia a su país, desistí de dichos propósitos homicidas, resolviendo mantenerme prudentemente aparte para que no sospecharan que la isla se encontraba habitada.

En ese estado de ánimo viví todo un año, y ni siquiera regresé a la colina para ver si habían desembarcado, temeroso de que cualquier circunstancia renovase mis propósitos hostiles. Sólo salía de la caverna para cumplir mis obligaciones ordinarias, como ser para ordeñar las cabras y alimentar el pequeño rebaño que había trasladado al nuevo cercado.

Ya no me atrevía a clavar un clavo por temor de producir ruido y hasta sentía menos deseos de disparar con la escopeta. Cuando encendía fuego, lo hacía siempre con gran inquietud y temiendo que el humo, visible a gran distancia, pudiera descubrirme. Por dicho motivo trasladé las cosas que requerían el empleo del fuego a la residencia del bosque, donde por puro azar llegué a encontrar una cueva natural.

La boca de dicha caverna se hallaba detrás de una roca, donde yo estaba cortando una ramas de árboles para transformarlas en carbón. Entre las malezas descubrí dicha abertura, y la curiosidad me impulsó a penetrar en ella, lo que conseguí con algunos esfuerzos. Por dentro era lo suficiente alta como para que cupiera yo de pie, pero he de confesar que salí de ella más de prisa de lo que había entrado, pues en el fondo de aquel antro tenebroso descubrí dos enormes ojos brillantes como ascuas.

Después de que me hube recobrado del susto, tomé un tizón encendido y volví a penetrar en el antro, pero mi espanto fue aun mayor que la primera vez, pues oí un prolongado suspiro, acompañado de palabras entrecortadas y de otro suspiro aun más macabro. Empecé a temblar todo entero, un sudor frío cubrió mi cuerpo, y estoy seguro de que si hubiese llevado un sombrero, éste habría caído al erizárseme los pelos. Pese a ello, continué avanzando intrépidamente, para encontrar tendido en tierra un macho cabrío enorme, muriéndose de viejo.

Ya tranquilizado del todo, observé la caverna con suma atención, viendo que era estrecha e irregular y que su existencia se debía exclusivamente a la obra de la naturaleza. Al fondo divisé una segunda abertura, pero tan baja que sólo podría entrar a gatas, razón por la que aplacé el hacerlo hasta el día siguiente y provisto de una antorcha.

Efectivamente, así lo hice, regresando con seis bujías que fabriqué de sebo de cabra y arrastrándome por aquel boquete unos diez metros. Allí se ensanchaba éste y me encontré bajo una bóveda de unos veinte pies de altura, en la que la luz de las bujías se reflejaba en mil puntos brillantes. El espectáculo era espléndido y no podía saber qué era lo que provocaba aquel brillo. Pensaba que fueran diamantes u otras piedras, o quizá oro. Esta última suposición me parecía la más aceptable.

Una vez que comprobé que la gruta era seca y que no se percibía ninguna emanación de gases ni huellas de reptiles venenosos, resolví trasladar a ella todas las cosas cuya conservación me preocupaba más. Dicho propósito me dio la oportunidad de abrir el barril de pólvora que se había mojado, viendo con alegría que el agua sólo había penetrado unas tres o cuatro pulgadas, formando la pólvora mojada una especie de costra que protegió el resto. Obtuve unas sesenta libras de buena pólvora, la que llevé a la gruta con todos los perdigones que aún quedaban y dejando en el castillo sólo los indispensables para defenderme en caso de ser atacado.

El macho cabrío murió al día siguiente de haberlo encontrado, y me pareció más conveniente enterrarlo allí que arrastrar su pesado cadáver hacia afuera. Veintitrés años llevaba ya en la isla, y estaba tan acostumbrado que, a no ser por el miedo a los salvajes, me hubiera gustado pasar en dicha gruta el resto de mis días. Pero el Cielo había dispuesto las cosas de otro modo y recuerdo, a quienes me lean, lo siguiente: que ¡cuántas veces en nuestra vida resulta que el mal que evitamos con el mayor empeño se transforma en la puerta de nuestra liberación!

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