Róbinson Crusoe

Capítulo XV

El regreso a casa, y con fortuna

En cuanto la empresa llegó a su afortunado término, y, tal como habíamos acordado, el capitán me hizo saber el éxito disparando siete cañonazos. Fácilmente se imaginará la alegría con que los oí, y la emoción con que los fui contando desde la playa.

Tan pronto como estuve seguro de la feliz noticia, me acosté, pues la víspera me había rendido mucho y necesitaba descanso. Me dormí profundamente en el acto, despertándome al poco rato otro cañonazo disparado desde el barco. Apenas me hube incorporado, oí que me llamaban por mi título de "gobernador", reconociendo la voz del capitán que me hablaba desde lo alto de la roca. Subí a ella y me recibió con un abrazo muy afectuoso, para luego, tendiendó la mano hacia el barco, decirme:

—Querido amigo y libertador: ahí tenéis vuestro buque; os pertenece, como también os pertenecemos nosotros y todo cuanto poseemos.

Dirigiendo la vista al mar, vi que había fondeado a un cuarto de milla de la costa, pues en cuanto hubo realizado su empresa, el capitán había izado velas, aprovechando el tiempo favorable, y conducido el barco hasta la embocadura de la pequeña bahía.

Entonces ya consideré segura mi liberación, puesto que disponía de los medios para conseguirla. Un buen buque aguardaba mi llegada para conducirme a donde se me antojara. Tal fue la alegría que esto me ocasionó, que permanecí largo rato sin poder pronunciar palabra, y hasta me habría desmayado si el capitán no me hubiera sostenido en sus brazos.

Viéndome flaquear, me hizo beber un vaso de un licor cordial que había traído para mí, después de lo cual me senté en la tierra y me recobré poco a poco.

El capitán no estaba menos feliz que yo, aunque no creo que tan impresionado. A fin de tranquilizarme completamente, me habló de cosas gratas, como la protección divina y la patria que nos esperaba. Todo terminó en un mar de lágrimas que derramé de puro sentimiento.

A mi vez le abracé como a mi libertador, dándole infinitas gracias, pues él había sido el agente enviado por Dios para arrancarme de mi cautiverio.

Después de dichas manifestaciones de afecto recíproco, me dijo el capitán que había traído para mí algunos refrescos, de los que puede proveer un buque que acababa de ser arrasado por los amotinados. De inmediato llamó a los hombres de la chalupa para que trajesen los obsequios destinados al gobernador, y por cierto que se mostró espléndido, tanto conmigo como con mis "vasallos".

Entre los presentes había una licorera llena de botellas de aguas cordiales y media docena de botellas de vino de Madera, dos libras de buen tabaco, dos grandes trozos de carne de vaca y seis de cerdo, un saco de guisantes y alrededor de cien libras de galletas. Además, había añadido, dándome la mayor alegría, seis camisas nuevas y otras tantas corbatas, un par de zapatos y otro de medias, dos pares de guantes, un sombrero y un traje de su propio guardarropa, apenas usado.

En buenas cuentas, me obsequió todo lo necesario para vestirme de pies a cabeza, y podéis figuraros la incomodidad que me produjo la primera vez aquella ropa, después de haber estado desprovisto de ella durante tantos años.

Una vez que hice llevar todos aquellos regalos a mi morada, empecé a deliberar con el capitán acerca del destino que les daríamos a los prisioneros. El problema era serio, sobre todo en lo referente a los dos cabecillas del motín, cuya perversidad conocíamoós de sobra. El capitán estaba convencido de que no seríamos capaces de reducirlos, y sólo consentía hacerse cargo de ellos para llevarlos con grilletes en los pies a Inglaterra o a alguna colonia inglesa donde poder entregarlos a la justicia.

Como yo sabía que el capitán no tomaría esa resolución sino muy a su pesar, pues era un hombre demasiado humano, le manifesté que yo conocía un medio para inducir a los bribones a pedirle, como una gracia especial, autorización para permanecer en la isla, cosa a la que accedió con el mejor agrado.

Entonces envié a la gruta a Viernes con los dos rehenes, que había puesto ya en libertad por haber cumplido sus compañeros lo prometido, a fin de que trasladasen a los cinco marineros amarrados hasta la casa de campo, donde los cuidarían esperando mi llegada.

Poco después fui allí, vestido con mi nueva ropa y acompañado por el capitán, llamándome ya todos por el título de gobernador. Inmediatamente hice comparecer ante mi presencia a los prisioneros, diciéndoles que estaba enterado de sus fechorías y de la conspiración contra el capitán, así como de los actos de pillaje que en el barco habían realizado en común.

Igualmente les expresé que el buque acababa de ser rescatado bajo mi control y que poco después verían colgado del palo mayor a su cabecilla, en castigo por su traición. Luego les dije que deseaba conocer las razones poderosas que podrían alegar para no ser castigados como piratas cogidos in fraganti que eran.

A mis palabras respondió uno de los desventurados diciendo que nada tenía que alegar a su favor, excepto que el capitán, cuando los tomó prisioneros, les había prometido perdonarles la vida, y que pedían esa gracia.

Le repliqué que no sabía qué gracia podía concederles, puesto que iba a embarcarme para Inglaterra, abandonando la isla, y que el capitán, lo único que podía hacer era llevarles amarrados para entregarlos en manos de la justicia como a piratas y sediciosos, lo que los conduciría inevitablemente al cadalso.

La única solución que encontraba favorable para ellos era que permanecieran en la isla que yo iba a abandonar con toda mi gente, consiguiendo así el ser perdonados y contentándose con la suerte que pudieran allí correr.

Acogieron mi ofrecimiento con gratitud y me expresaron que preferían permanecer en la isla antes que ser llevados a Inglaterra como piratas; pero el capitán, simulando contrariedad, dijo que no estaba de acuerdo con ello. Me fingí enfadado y le manifesté que no eran prisioneros suyos sino míos; que si les había ofrecido perdón, no faltaría a mi palabra, y que si no estaba de acuerdo, yo los dejaría en libertad, como los había encontrado, para que él corriera tras ellos y los atrapara, siempre que pudiera.

Después de haber ordenado que les quitaran las ligaduras, les di todas las informaciones relativas al lugar, les indiqué la manera de hacer pan, de sembrar la tierra y de preparar las pasas. En fin, les enteré de todos los detalles indispensables para que vivieran cómodamente, anunciándoles también la llegada del padre de Viernes y de los dieciséis españoles para quienes dejé una carta, haciéndoles prometer que vivirían con ellos en buenas relaciones.

Al día siguiente, y de acuerdo con mis instrucciones, fue enviada a tierra la chalupa con provisiones que el capitán había ofrecido a los desterrados, nombre que les dimos, y a las cuales añadí mis armas y municiones.

Al abandonar la isla llevé conmigo, como recuerdo, un gorro de piel de cabra, el quitasol y el loro. También cargué todo el dinero que ya he mencionado y que se hallaba tan herrumbroso que era difícil reconocerlo.

En esa forma dejé mis dominios, acompañado por mi fiel Viernes, el dieciocho de diciembre de 1686, después de haber vivido en ellos veintiocho años, dos meses y diecinueve días, según mis cálculos. Es de hacer notar que el día en que abandoné aquella desgraciada vida se cumplía otro aniversario de aquél en que escapé del cautiverio de los moros en Salé.

El viaje de regreso fue feliz, llegando a Inglaterra el once de junio de 1687. Ello, después de haber permanecido treinta y cinco años ausente de mi país.

Al llegar a mi ciudad natal, me encontré tan extraño como si jamás hubiera estado allí. Aún vivía la buena señora a quien había entregado mi pequeño tesoro, pero había sufrido enormemente y enviudado por segunda vez. Le aseguré que no la molestaría en lo más mínimo, consolándola mucho respecto de la inquietud que tenía sobre lo que me adeudaba.

Luego viajé a la provincia de York, pero mis padres ya habían muerto, de suerte que sólo me quedaban dos hermanas y un hijo de uno de mis hermanos. Como hacía bastante tiempo que me consideraban muerto, me olvidaron en la repartición de la herencia, de modo que sólo me quedaba mi pequeño tesoro traído de la isla.

Pero recibí luego una inesperada recompensa: el capitán a quien había salvado con su barco, había dado a los empresarios un informe muy favorable sobre mi persona. Me hicieron llamar, honrándome con lisonjeros cumplidos y con un obsequio de doscientas libras esterlinas.

Posteriormente resolví ir a Lisboa para averiguar sobre mis plantaciones en el Brasil, las que habían prosperado en forma extraordinaria, gracias al cuidado puesto por mis antiguos socios. Las rentas de mis sembradíos habían sido depositadas en un banco, las que me fueron devueltas. Al mismo tiempo liquidé mis tierras en forma tan ventajosa, que hice una fortuna como no la había soñado nunca.

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