David Copperfield

CAPÍTULO 4

Tardamos mucho en llegar a Yarmouth. Cuando estuvimos en mitad de la calle, me pareció sentir un olor a pescado, a pez, a estopa y a brea. Veía cómo los marineros se paseaban y las carretas circulaban sobre los guijarros. En la puerta de la posada esperaba Ham. Nuestra amistad hizo rápidos progresos cuando me colocó sobre sus espaldas para llevarme hasta su casa. Era un muchacho de un metro ochenta de alto, fuerte y grueso, de espaldas redondas y robustas. Su cara, de expresión infantil, y sus cabellos, rubios y rizados, le daban el aspecto de un cordero. Lo que cubría su cabeza era, más bien que un sombrero, la cubierta de alquitrán de un viejo buque.

Atravesamos varios senderos cubiertos de montones de astillas y montañas de arena. Pasamos junto a unas fábricas de gas, de cordelería, astilleros, talleres de calafateo, de aparejos, fraguas, y por último llegamos frente a la gran extensión gris que había visto de lejos. Ham me dijo:

—Ésa es nuestra casa, señor David.

—¿No será eso que parece un barco? —pregunté.

—Sí, eso es —replicó.

Me sentí tan feliz como si se hubiera tratado del palacio de Aladino. Era un barco. En uno de sus costados se abrían una puertecita, el techo y dos ventanitas. Por dentro estaba muy limpio y bien arreglado. Había una mesa, un reloj de Holanda, una cómoda, y sobre la cómoda una bandeja con una figura de mujer que llevaba una sombrilla; una Biblia sujetaba la bandeja; en las paredes había algunos grabados en colores que representaban pasajes de la Escritura.

Después, Peggotty abrió una puertecita y me enseñó mi dormitorio. Era muy bonito y estaba situado en la popa: tenía una ventanita que en otras ocasiones sirvió para el timón. Un espejo, colocado a mi altura, con un marco hecho de conchas de ostras; una camita, y sobre la mesa, un ramo de hierbas marinas en una vasija azul. Las paredes eran de una blancura resplandeciente y el cubrepiés tenía unos colores tan vivos, que me hacían daño a los ojos. Lo que más me llamaba la atención en esa "casa" era el olor a pescado, tan penetrante. Peggotty me dijo que su hermano comerciaba en cangrejos, langostas y camarones.

Nos recibió una mujer muy cortés, que llevaba delantal blanco. A su lado estaba una preciosa jovencita. No me permitió que la besara, y cuando lo intenté fue a esconderse. Acabábamos de comer, de una manera suntuosa, gallinetas cocidas, mantequilla derretida, patatas y una chuleta, como yo acostumbraba, cuando llegó un hombre de largos cabellos. Era el hermano de Peggotty, el dueño de casa. Me preguntó por mi madre, y, junto con agradecerle su hospitalidad, le dije que gozaba de buena salud. Fue a lavarse la cara con agua caliente, y cuando al poco rato volvió, no pude menos que pensar que su rostro y los cangrejos eran análogos en el sentido de que al entrar en el agua caliente son negros, y al salir, rojos.

Cuando tomamos el té y nos acomodamos, me pareció aquello el retiro más delicioso del mundo. Oír el viento que sopla sobre el mar, saber que la niebla invade toda la desierta llanura y estar junto al fuego, aquello tenía algo de mágico. Emilita se había sentado a mi lado. La señora Peggotty hacía media en el rincón opuesto. Peggotty cosía, con su caja de la cubierta de san Pablo. Ham me veía la suerte en las cartas, y el señor Peggotty fumaba su pipa. Cuando conversé con él me enteré de que Ham era su sobrino y de que su padre había muerto ahogado, y Emilita era hija de su cuñado Tomás. El señor Peggotty era soltero. La señora del delantal blanco era la señora Gummidge. Mi Peggotty me dijo que no preguntara más, y guardé silencio hasta la hora de acostarse.

Peggotty me informó, ya en nuestra cabina, que Emilita y Ham habían sido adoptados por el señor Peggotty; que la señora Gummidge era la viuda de un marino que murió muy pobre, y que había sido su socio en la explotación de una barca. Me impresionaron profundamente la bondad y generosidad del señor Peggotty.

El sueño se apoderó de mí. Sin embargo, experimentaba un vago temor al pensar en la oscuridad que me rodeaba y al oír el viento que gemía sobre las olas que se alzaban de repente. Pero a pesar de mis temores, no me sucedió nada más que el despertarme tranquilamente al día siguiente. Salté fuera de mi cama, apenas el sol se reflejó en mi espejo; corrí por la playa con Emilita, y recogimos mariscos.

Cuando me dijo que no había conocido a su padre, pensé que se trataba de una coincidencia. Le dije que mi madre y yo vivíamos siempre juntos y felices, y que el sepulcro de mi padre estaba en el cementerio próximo a nuestra casa. Pero había algunas diferencias entre ella y yo: había perdido a su madre antes que a su padre, y nadie sabía dónde estaba la tumba de este último. Sólo se sabía que reposaba en las profundidades del mar.

—Pero además su padre era un caballero, y la madre de usted, una señora; pero mi padre era pescador; mi madre era hija de pescadores, y mi tío Dan es pescador.

De manera que se llamaba Dan, y merecía todo el cariño de Emilita. Me dijo que le gustaría ser rica porque entonces todos ellos serían señores y señoras, no los inquietaría el mal tiempo y siempre se preocuparían de los pobres pescadores...

Y echó a correr a lo largo de una gruesa viga, que partía de donde estábamos y avanzaba sobre el mar, a bastante altura. En seguida volvió donde yo estaba, ágil, atrevida y revoltosa. Vagamos juntos durante mucho tiempo, y nos llenamos los bolsillos de un montón de cosas. Por último, emprendimos el regreso a casa del señor Peggotty. Nos detuvimos junto al estanque de los cangrejos y entramos a almorzar.

Me había enamorado de Emilita con un amor mas puro y más desinteresado que el amor de la juventud. Nos paseábamos durante horas enteras tomados de la mano por aquella monótona llanura de Yarmouth. Los días transcurrían alegremente para nosotros, como si el tiempo fuera también un niño siempre dispuesto a jugar con nosotros. Yo decía a Emilita que la adoraba, y ella me contestaba que me adoraba también, y estoy seguro de que era verdad. No pensábamos en la desigualdad de nuestra posición, en nuestra excesiva juventud o en cualquier otro obstáculo. No tardé en descubrir que la señora Gummidge no siempre se mostraba tan amable como se hubiera podido esperar de ella. Era bastante gruñona, y se quejaba más de lo necesario.

Así pasaron quince días, sin más variación que el cambio de las mareas, lo cual obligaba al señor Peggotty a salir y entrar a horas distintas y también introducía alguna variedad en las ocupaciones de Ham. Y llegó el día de la separación. Prometí escribir a Emilita, y en el momento de separarnos, nuestra emoción fue terrible. Nunca como entonces he sentido un vacío tan inmenso en mi corazón.

Por fin volvía a ver la Rookery de Blunderstone, aquella fría mañana de cielo gris que anunciaba lluvia.

La puerta se abrió, y levanté los ojos para ver a mi madre. No era ella sino una criada desconocida. En medio de su turbación, Peggotty hacía jirones su traje en sus esfuerzos para descender del coche. Cuando bajó, me cogió de la mano, me condujo a la cocina con gran estupefacción mía, y cerró la puerta.

— Peggotty, ¿qué ocurre? —pregunté.

—Nada, nada. ¡Que el buen Dios le bendiga!

—¿Qué ha sucedido? ¿Dónde está mamá?

—Vea usted, yo debí decírselo antes, pero no había encontrado la ocasión. Es que... usted tiene un papá... Venga usted a verlo.

—No quiero —dije.

—Y a mamá—dijo.

No vacilé entonces, y fuimos directamente al salón. Allí me dejó Peggotty. Mi madre estaba sentada a un lado de la chimenea; y vi en el otro lado al señor Murdstone. Mi madre dejó la labor en que se entretenía, y se levantó precipitada, pero tímidamente, según me pareció.

—Clara, mi amada Clara, es preciso contenerse —dijo el señor Murdstone—, es preciso contenerse. David, hijo mío, ¿cómo está usted?

Le alargué la mano, y luego de vacilar fui a abrazar a mi madre. Me abrazó y colocó una mano sobre mi hombro. Después continuó su labor. Yo no los podía mirar. Me aproximé a la ventana y contemplé durante largo rato algunos arbustos que se inclinaban bajo el peso de la escarcha. Luego subí la escalera. Mi antiguo dormitorio había cambiado completamente, y yo debería habitar en lo sucesivo en otro cuarto muy distante. Volví a bajar para ver si encontraba algo que no hubiese cambiado; todo me parecía diferente. Fui al patio, y me vi obligado a huir. La caseta, siempre vacía, estaba ocupada por un perrazo de profundas fauces y de negras crines, un verdadero diablo. Al verme, se lanzo hacia mí como si quisiera tragarme.

CAPÍTULO 5

Me desperté al oír decir a alguien: "¡Aquí está!" Una mano descubría mi cabeza ardorosa. Mi madre y Peggotty habían ido a buscarme. Mi madre me preguntó qué tenía y le dije que nada. Pero volví la cabeza para ocultar el temblor de mis labios. Oculté mis lágrimas en la almohada y rechacé la mano de mi madre.

—Usted tiene la culpa, Peggotty. ¡Es usted una infame! —dijo mi madre—. ¿Cómo tuvo el valor de indisponer a mi hijo en mi contra o en contra de las personas a quienes quiero?

—Que el Señor la perdone, señora —dijo Peggoty, levantando los ojos al cielo—, y ojalá que nunca tenga usted que arrepentirse de lo que acaba de decirme...

Sentí de pronto que alguien que no era mi madre me ponía una mano encima. Me escurrí a los pies de mi cama. Era el señor Murdstone que me cogía un brazo. Le dijo a mi madre que se calmara y la atrajo hacia sí. Mi madre dejó caer la cabeza en el hombro de su marido y rodeó con un brazo el cuello de éste.

—Baje usted, mi amor —dijo Murdstone—. Buena mujer —añadió, dirigiéndose a Peggotty cuando vio que salía de la habitación con mi madre—, ¿sabe usted el nombre de su ama?

—Hace mucho tiempo que lo sé —dijo Peggotty—, y debo saberlo.

—Usted sabe que ella ha tomado mi nombre. No lo olvide. Es la señora Murdstone.

Peggotty salió sin responder más que con una reverencia. Cuando nos quedamos solos, Murdstone cerró la puerta y se sentó en una silla a mi lado.

—David, lávese usted la cara y venga conmigo.

Me indicó la mesa tocador y me hizo señas para que lo obedeciera de inmediato. No dudé, ni ahora tampoco dudo, pues se hallaba dispuesto a molerme a golpes si hubiera vacilado.

Dios es testigo de que una palabra cariñosa de aquel hombre me hubiera animado y habría captado mi afecto: en vez de asegurarse una adhesión hipócrita; en vez de odiarle, le hubiera respetado. Comimos solos los tres. Parece que se querían mucho. De la conversación deduje que esperaban aquella misma tarde a la hermana mayor del señor Murdstone, que venía a vivir con ellos. El señor Murdstone, después lo supe, recibía anualmente una parte de los beneficios que producía cierto negocio de vinos en Londres; y su hermana tenía los mismos intereses que él en aquella casa.

Entonces oí un coche que se detenía junto a la verja del jardín. El señor Murdstone salió para ir a ver quién llegaba. Mi madre se levantó también. Era la señorita Murdstone. Tenía aspecto siniestro: el cabello negro, como su hermano, al cual se parecía mucho en la figura y en los modales; sus cejas, muy espesas, se cruzaban sobre su nariz. Venía acompañada de dos cajas negras. Cuando quiso pagar al cochero sacó su dinero de una bolsa de acero, y luego la guardó en un saco que parecía más bien una cueva portátil suspendida en su brazo por medio de una pesada cadena, y que al cerrarse crujía como una trampa. Nunca había visto una dama tan metálica como la señorita Murdstone.

Luego de darle la bienvenida, la hicieron entrar al salón, y allí me presentaron. Parece que no le caí bien. Dijo que a ella no le gustaban los muchachos y agregó que yo tenía malas maneras. Después quiso ver su cuarto, que desde entonces fue para mi un lugar de terror y de miedo. Nunca vi que se abrieran ni que estuvieran entreabiertas las dos cajas negras. Había venido a instalarse en nuestra casa de modo definitivo y no tenía intenciones de marcharse.

Al día siguiente, muy temprano, comenzó a ayudar a mi madre y pasó toda la mañana poniéndolo todo en orden. Suponía que los criados tenían a un hombre oculto en alguna parte de la casa, y se metía en el sótano del carbón a las horas más extraordinarias. Cerraba todas las puertas. Se levantaba a la misma hora que las golondrinas, y pienso que desde temprano buscaba al hombre escondido. Dormía con un ojo abierto, según me dijo la señorita Peggotty. Pero yo hice la prueba y no pude hacerlo, y me convencí de que era una operación imposible de realizar. Rápidamente se transformó en ama de llaves y luego en la dueña y dominó la situación. Mi madre fue completamente dominada por ella.

El tinte sombrío que dominaba en la sangre de los Murdstone ensombrecía igualmente su religiosidad, que también era austera y feroz. El señor Murdstone no podía sufrir la idea de que ninguna persona pudiera estar libre de los castigos más severos que él pudiera inventar. Recuerdo los rostros amenazadores que me rodeaban cuando iba a la iglesia. Cuánto había cambiado a mi alrededor.

Varias veces se trató de llevarme a un colegio; pero como aún no se decidían, recibía lecciones en casa. ¿Cómo olvidarlas? Mi madre las presidía nominalmente, pero en realidad las recibía del señor Murdstone y de su hermana. Eran, esas lecciones, para mí, una labor penosa y una tristeza de todos los días: largas, numerosas, difíciles. La mayor parte ininteligibles para mí. Les tomé tanto miedo como mi pobre madre.

En cuanto a jugar con los niños de mi edad, rara vez ocurría, porque la sombría devoción de los Murdstone les llevaba a considerar a todos los niños como si pertenecieran a una raza de víboras. El resultado de estos tratos, que duraron más o menos seis meses, me transformó en un niño gruñón, triste y huraño. Lo que más contribuyó a ello fue la insistencia con que se me separaba de mi madre. Una sola cosa me impidió embrutecerme: mi padre había dejado en un cuarto del segundo piso una pequeña colección de libros. El cuarto estaba al lado y nadie pensaba en esa biblioteca. Poco a poco, Roderick Random, Tom Jones, El vicario de Wakefield, Don Quijote, Gil Blas y Róbinson Crusoe, salieron de aquella estancia para hacerme compañía. Despertaron mi imaginación y me inspiraron la esperanza de escapar algún día de aquel lugar.

Cierto día en que no supe mi lección, el señor Murdstone me cogió la cabeza debajo de su brazo, como en un torniquete, y me golpeó con crueldad. Entre mis dientes pude coger la mano que me sujetaba y la mordí con todas mis fuerzas. Entonces me maltrató como si quisiera matarme. En medio del ruido que hacíamos oí que alguien corría por la escalera, y después lloraba; oí llorar a mi madre y a Peggotty. Murdstone se marchó, cerró con llave la puerta y quedé solo, tendido en el suelo como si estuviera nadando, con desolladuras, ardiente, furioso.

Recuerdo el triste silencio que dominaba en la casa cuando me pude dar cuenta de mí mismo. Me incorporé y fui a colocarme ante el espejo: tenía la cara enrojecida, hinchada, horrorosa. Los bastonazos del señor Murdstone me habían desgarrado la piel; me sentía muy dolorido; cada vez que hacía un movimiento, me ponía a llorar; pero eso no era nada comparado con el sentimiento de mi falta. Me consideraba culpable como si hubiera cometido un crimen atroz.

Estuve encerrado cinco días, salvo media hora en que me permitían bajar al jardín. Sólo la señorita Murdstone aparecía para traerme la comida. Recuerdo esos días como si fueran años. Aún me veo escuchando los ruidos más insignificantes que se producían en la casa, el tintineo de las campanillas, el ruido de las puertas que abrían y cerraban, el murmullo de las voces, el sonido de los pasos en la escalera. Las pesadillas más horrorosas turbaban mi sueño. En el último día de mi castigo, sentí que alguien pronunciaba mi nombre en voz baja. Extendí mis brazos en la oscuridad, y pregunté:

—¿Es usted, Peggotty?

—Sí, querido David. Pero no haga ruido. No, su madre no está muy enojada. Lo van a colocar interno en un colegio de Londres. Mañana. La señorita Murdstone está haciendo las maletas. Por la mañana verá a su madre. Lo que deseo decir a usted es que no quiero que me olvide, porque yo nunca lo olvidaré.

—Gracias, querida Peggotty —dije a través de la cerradura—. Prométame que escribirá al señor Peggotty, y le dirá, además, a todos que no soy tan malo como quizá supongan...

La excelente mujer me lo prometió. Al día siguiente, la señorita Murdstone se presentó como de costumbre y me dijo que tenía que ir a un colegio como interno. Me agregó que apenas me vistiera, bajara al comedor para desayunar. Allí encontré a mi madre muy pálida y con los ojos enrojecidos. Corrí a echarme en sus brazos, y le supliqué que me perdonara.

—Te perdono, pero me desconsuela saber, David, que tienes tan malos instintos.

La habían persuadido, entonces, de que yo era un niño perverso.

Bajaron mi maleta. Busqué a Peggotty y al señor Murdstone, pero no los vi. Juana Murdstone tuvo la gentileza de acompañarme hasta la calesa, y me dijo por el camino que confiaba en mi arrepentimiento. Después subí al coche, y partimos.

CAPÍTULO 6

No había caminado más de ochocientos metros, cuando el coche se detuvo bruscamente. Alcé los ojos y vi que Peggotty, luego de salir de un seto, trepaba a la calesa. Me cogió en sus brazos y me estrechó fuertemente. Hundió el brazo en su bolsillo y sacó algunos talegos llenos de torta, que metió en los míos, y una bolsa que puso en mi mano. Todo esto sin decir palabra. Me abrazó de nuevo y descendió del coche. La bolsa era de piel gruesa, con un broche, y contenía tres chelines muy relucientes. Contenía, además, tres medias coronas envueltas en un papel sobre el cual había escrito mi madre: "Para David, con toda mi ternura".

Barkis, el cochero, me dijo que iría hasta Yarmouth y que allí me pondría en la diligencia que iba a Londres. Mi sueño duró hasta esa ciudad, que me pareció tan nueva y desconocida en el hotel donde nos detuvimos. La diligencia estaba en el patio perfectamente limpia y reluciente, pero no habían enganchado aún los caballos. Una señora asomó la cabeza a una ventana, y me preguntó si era yo "el señorito" que venía de Blundestone. Cuando le dije que sí y le indiqué mi apellido, me explicó que a ella se le había hablado de una persona llamada Murdstone, y tuve que explicarle lo que era. Hizo, entonces, sonar una campanilla. Un mozo llegó corriendo desde la cocina, y me indicó que pasara al comedor. Era una gran habitación adornada con grandes mapas. El mozo puso un mantel en la mesa a la cual me había sentado, y me trajo chuletas y legumbres. Estaba de pie frente a mí. Cuando me vio comenzar la segunda chuleta, me ofreció media pinta de cerveza. Pero me advirtió que un señor, en la misma posada, había pedido un vaso de cerveza y cayó muerto.

— Era demasiado fuerte para él.

Le dije que podía servírsela él, y así lo hizo: se bebió la cerveza de un trago. Luego agregó que para contrarrestar los malos efectos de la cerveza, era bueno comer chuletas, y cogió la que tenía en el plato, y con la otra mano, una papa, y se comió las dos con el mejor apetito. Luego tomó otra chuleta y otra papa, y después otra y otra. Cuando no quedaba ninguna, me trajo un pudding, y lo colocó delante de mí, y me desafió a quién lo comía primero. Ciertamente ganó él. Le pedí, entonces, que me trajera pluma, papel y tinta para escribir a Peggotty. Me los trajo de inmediato, y tuvo la bondad de mirar por sobre mi espalda la carta que escribía. Después me cobró tres chelines por ellos, que pagué sin chistar; pero cuando iba a subir al coche descubrí que me suponían capaz de haber comido solo todo el almuerzo. Me enteré de ello al escuchar que la señora que estaba en la ventana decía al conductor:

— ¡Cuidado, Jorge, no vaya ese chico a reventar en el camino, con todo lo que ha comido!

Vinieron a verme las criadas del hotel, que estaban en el patio y a reírse en mis narices. El mozo no parecía nada confuso, lo cual me hizo sospechar acerca de la cuenta. Esta hstoria corrió bien pronto entre los viajeros de la imperial, y causó gran diversión. Cuando se detuvo la diligencia para que comieran los viajeros, no tuve ánimo bastante para sentarme a la mesa de la fonda, y me fui a sentar cerca de la chimenea. Dije que no tenía necesidad de nada.

Habíamos llegado a Yarmouth a las tres de la tarde, y debíamos llegar a Londres a las ocho de la mañana del día siguiente. Dormí entre dos señores que casi me aplastaron y que roncaron toda la noche. Recuerdo que me sorprendió mucho verlos a todos sostener que no habían dormido un minuto y rechazar indignados esta suposición.

No tengo necesidad de referir lo extraña que me pareció Londres cuando la divisé en la lejanía. Llegamos, por fin, a un hotel situado en la parroquia de White–Chapel, donde debíamos detenernos. Los viajeros descendieron, y entré en la oficina de la diligencia; me senté en la báscula donde se pesaban las maletas. Estaba muy nervioso, pues si nadie venía a buscarme, ¿qué haría yo? ¿Y si el señor Murdstone había urdido este plan para desembarazarse de mí? En ese estado de ánimo me hallaba cuando entró un hombre que habló al encargado. Este "me colocó" hacia el recién llegado como una mercancía recién comprada, pagada, pesada y presentada.

Al salir de la oficina llevado de la mano de mi nuevo conocido, le eché una ojeada. Era un joven de tez amarilla y de aire desgarbado, con las mejillas hundidas. Llevaba una levita y un pantalón negros, algo raídos; la manga de la levita no bajaba hasta la muñeca, ni el pantalón hasta el tobillo de su propietario; su corbata blanca no era de una limpieza exagerada. Le saludé. Se presentó, y me dijo, luego de que le informé que era un nuevo discípulo, que era uno de los maestros del internado Salem.

Volvimos a buscar mi maleta, pero dijo al encargado que el cochero vendría a recogerla a mediodía. El internado quedaba hacia Blackheath. A unos cinco kilómetros. Luego de detenernos en una panadería para comprar un poco de pan y de desayunar en casa de una señora anciana, amiga de mi profesor, encontramos la diligencia muy cerca de ahí, y montamos en la imperial. Me senté y me quedé profundamente dormido. De pronto la diligencia se detuvo. Había llegado a su destino; y después de algunos minutos de marcha, llegamos, el maestro de escuela y yo, a Salem House. Por una ventanilla se asomó una cara con expresión de mal humor. Cuando se abrió la puerta, vimos a quién pertenecía esa cabeza: era la de un hombretón grueso, con un enorme cuello y una pierna de madera, la frente abombada y el cabello recortado alrededor de la cabeza.

—Es el nuevo alumno —dijo el maestro señor Mell.

El hombre de la pierna de madera me examinó de pies a cabeza. Cerró luego la puerta. Nos dirigimos, el señor Mell y yo, a la casa, entre grandes árboles de follaje sombrío. Era un edificio cuadrado, de ladrillo, con pabellones en los lados, y su aspecto era desnudo y desolado. El señor Creakle, jefe de la pensión, estaba a orillas del mar con la señora y la señorita Creakle, y respecto a mí se me enviaba como interno debido a mi mala conducta durante las vacaciones.

Me condujo a la sala de estudio. Nunca había visto un lugar más desolado ni deplorable. Era una amplia habitación con tres largas filas de bancos y unas perchas para colgar los sombreros y las pizarras. Fragmentos de cuadernos viejos alfombraban el piso. Sobre los pupitres había también papeles que sirvieron para alojar gusanos de seda. Dos ratoncitos blancos recorrían de alto abajo un fétido castillito construido de cartón y alambre. Un pájaro encerrado en una jaula hacía de tiempo en tiempo un ruido monótono al saltar sobre las cañas. Por toda la habitación se esparcía un olor malsano, mezcla de cuero podrido, de manzanas pasadas y de libros enmohecidos.

El señor Mell me dejó un momento, y cuando lo hizo noté un rótulo de cartón puesto sobre un pupitre, donde se leía en gruesas letras: "¡Cuidado, que muerde!" Me lancé sobre el pupitre cuando regresó el señor Mell, y me preguntó qué hacia allí subido. Yo había pensado que allí habría algún enorme perro, y así se lo pregunté.

—No se trata de un perro. Se refiere a un muchacho, a usted, para ser más exacto, y tengo la orden de atarle ese rótulo a la espalda. Siento mucho tener que empezar por eso con usted. Pero es preciso.

Me hizo bajar, y me ató a la espalda, como una mochila, el cartelón que tuve que llevar desde entonces conmigo por dondequiera que iba.

Lo que sufrí con ese letrero, nadie puede hacerse cargo. La crueldad del hombre de la pierna de madera agravaba mis sufrimientos, y cuando me veía apoyar la espalda en un árbol o contra la tapia, gritaba desde su cubil con voz estentórea: "¡Copperfield, deje usted ver ese cartel o le pondré mala nota!" Y acabé por tener miedo de mí mismo y me consideré como un niño salvaje y peligroso.

Había en el patio de recreo una vieja puerta, sobre la que los alumnos se entretenían en grabar sus nombres. En mi temor de que terminaran las vacaciones y regresaran los alumnos, no leía uno solo de aquellos nombres sin preguntarme con qué tono y expresión leerían: "¡Cuidado, que muerde!" Había un alumno, un tal Steerforth, que había grabado su nombre muchas veces y a gran profundidad. Éste, me decía yo, tirará de mi pelo. Había otro, Tomás Traddles. A un tercero, Jorge Demple, ya le oía cantar mi inscripción. Toda la noche veía yo a los propietarios de tales nombres (había cuarenta y cinco), que se burlarían de mí y gritarían a coro: "¡Cuidado, que muerde!"

A la una comíamos con el señor Mell en el extremo de un largo comedor, completamente desmantelado. Luego nos poníamos a trabajar hasta la hora del té. Durante el día, y hasta las siete o las ocho de la noche, el señor Mell se instalaba en su pupitre de la sala de estudios, y se ocupaba en hacer las cuentas del último semestre. Cuando terminaba de ordenar todo, sacaba su flauta y soplaba en ella con tal energía, que yo esperaba a cada instante verle pasar por el agujero grande de su instrumento y salir por las llaves. El señor Mell no me lisonjeaba precisamente, pero no era malo conmigo. Creo que nos teníamos simpatía, aun sin hablar.

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