David Copperfield

CAPÍTULO 33

Previne aquella mañana al señor Spenlow de que tenía necesidad de un pequeño permiso para ausentarme, y como no me daban salario, y por consecuencia no tenía nada que temer del terrible Jerkins, no me opuso ninguna dificultad. Los pasantes destinados a la posición de procuradores éramos tratados con tanto miramiento que yo era casi por completo dueño de mis acciones.

La señora Steerforth se congratuló al verme, y Rosa Dartle también. Me sorprendió agradablemente no encontrar a Littimer, al cual reemplazaba una criadita de aire modesto. Pero lo que sobre todo pude notar, después de llevar una media hora en la casa, fue la atención con la cual la señorita Dartle me vigilaba, y el cuidado con que parecía comparar mi fisonomía con la de Steerforth, y luego la de Steerforth con la mía, como si esperara sorprender alguna mirada de inteligencia entre nosotros. Durante todo el día sólo ella estaba en la casa. Si yo hablaba con Steerforth en su habitación, oía que su vestido rozaba contra la pared del pasillo. Vigilaba nuestros juegos.

Una vez, mientras por la tarde paseábamos los cuatro, me cogió del brazo y lo apretó entre su delgada mano para detenerme, dejando que Steerforth y su madre marcharan algunos pasos adelante. Y directamente me preguntó si yo era responsable de las ausencias de Steerforth, que yo ignoraba, y así se lo dije y se lo aseguré, pues al comienzo no pareció creerme.

—¿Qué hace entonces? —preguntó—. ¿En qué se ocupa que jamás me mira sin que yo lea en sus ojos una falsedad impenetrable? Si usted es honesto y fiel, no le pido que traicione al amigo, le pido sólo que me diga qué le pasa...

Le contesté que no sabía de él más de lo que sabía cuando había venido aquí por primera vez, y que no comprendía lo que acababa de decirme. Y mientras seguía mirándome fijamente hizo un movimiento convulsivo que la agitó terriblemente, como si hubiera cruzado por ella un terrible dolor. Puso precipitadamente su mano, esa mano tan fina como una porcelana, sobre su boca, y me pidió que guardáramos el secreto. Y no dijo una palabra mas.

Estábamos comiendo cuando Rosa nos hizo la siguiente pregunta:

—Les ruego que me digan, cualquiera de ustedes, algo respecto a una cosa que me ha preocupado toda la noche. Y es si gente de parecida constitución moral se encuentra más en peligro que otra, si una divergencia seria se presenta entre ellos, a quedar separados por un resentimiento profundo y durable.

—¡Seguramente que sí! —exclamó Steerforth.

—¿De veras? —replicó ella—. Pero veamos. ¿Qué ocurriría si usted tuviese con su madre una seria querella...?

—Querida Rosa —dijo la señora Steerforth—, no vale ese ejemplo. Gracias a Dios, Jaime y yo sabemos muy bien lo que nos debemos uno al otro...

—Ah, eso me basta —dijo Rosa—. Me alegro de haber hecho una pregunta tan tonta. Ahora sé que, como ustedes saben muy bien lo que se deben el uno al otro, eso no podrá ocurrir nunca. Les doy por ello muchas gracias.

Durante todo el día, Steerforth desplegó toda su habilidad, con el atractivo que nunca le faltaba, para atraer a Rosa a gozar de su compañía y a ser amable con él. Poco a poco su fisonomía se fue dulcificando y vi que lo miraba con admiración creciente. Sentados alrededor del fuego, nos pusimos a charlar y a reír con tanto abandono como si fuésemos chiquillos.

Salimos del comedor cinco minutos después que ella, y Steerforth me dijo que Rosa estaba tocando el arpa en el salón. Entramos en él. Estaba sola.

—No se levante usted —dijo Steerforth—. Vamos, sea amable y cántenos una canción irlandesa. Las prefiero, y también David.

Tenía puesta la mano sobre la silla, pero se sentó cerca del arpa. La señorita Dartle se puso de pie a su lado. Por fin se sentó, atrajo el arpa hacia ella con un rápido movimiento y se puso a cantar acompañándose con el instrumento.

No sé si era el acompañamiento o la voz lo que daba a aquel canto un carácter sobrenatural, pero la expresión era desgarrada. Parecía brotar de una pasión contenida que se convertía en luz por una expresión graduada del susurro de la voz. Yo estaba mudo, mientras ella se apoyaba de nuevo en el arpa haciendo vibrar los dedos de la mano derecha, pero sin arrancar ningún sonido.

Al cabo de un minuto, Steerforth dejó su sitio y se acercó a ella para cogerla luego alegremente por el talle.

—En adelante nos hemos de querer mucho, Rosa.

Entonces ella lo golpeó, y rechazándolo con el furor de un gato salvaje, huyó de inmediato a su habitación.

—¿Qué le sucede a Rosa? —preguntó la señora Steerforth entrando.

—Ha sido buena como un ángel durante un momento, pero de repente se transformó en ángel malo.

—Debías poner cuidado en no irritarla, Jaime —dijo su madre—. Su carácter se ha agriado. No se la debe excitar.

Expresé mi admiración por ella, y me dio las buenas noches. Le dije que cuando se despertara mañana, me habría marchado. Steerforth me puso las manos sobre mis hombros, y permaneció de pie durante unos segundos que se me antojaron un siglo.

—Si cualquier suceso, David, llegara a separarnos, acuérdese de mí con indulgencia. Prométamelo...

—¿A qué viene todo esto? Mi cariño y afecto hacia usted son siempre los mismos...

—Que Dios le bendiga, y buenas noches...

Me levanté con el alba y mientras me vestía entreabrí la puerta. Dormía profundamente, acostado con la cabeza sobre el brazo.

CAPÍTULO 34

Llegué aquella noche a Yarmouth y fui al hotel. Sabía que el cuarto de alojados de Peggotty, o sea, mi cuarto, tendría que ser muy pronto ocupado por otro. Comí, pues, en el hotel, y reservé una habitación. Eran las diez de la noche cuando salí de él. La mayor parte de las tiendas estaba cerrada, y la ciudad, muy triste. Me dirigí a casa de Peggotty, sintiendo por el señor Barkis una simpatía más seria que antes. Llamé suavemente a la puerta. Vino a abrir el señor Peggotty, que no se sorprendió tanto al verme, y lo mismo ocurrió con Peggotty. Estreché la mano de él y entré en la cocina. Emilia, sentada junto al fuego, apoyaba la cabeza en sus manos. Ham estaba de pie a su lado. Hablábamos bajito.

—Es usted muy bueno por haber venido, señor David —me dijo el señor Peggotty—. Emilia. Mira quién está aquí... Temblaba con todo su cuerpo. Su mano estaba helada cuando la toqué, y aún la siento. No hizo más movimiento que retirar su mano de la mía, se deslizó de la silla y aproximándose a su tío se inclinó sobre su pecho sin decir una palabra.

—Es tarde, mi amor —dijo el señor Peggotty—, y Ham te espera para llevarte a casa. Ve con él. ¿Qué? ¿Quieres quedarte con tu tío cuando el que va a ser tu marido dentro de algunos días está ahí para llevarte a casa? ¡Vamos!

—Emilia tiene razón —dijo Ham—. Si ella lo desea, y veo que está un poco asustada, la dejaré aquí hasta mañana por la mañana...

—No, no —dijo el señor Peggotty—, usted no puede quedarse aquí. Usted está casado o como si lo estuviera. No puede perder un día de trabajo, ni velar esta noche y trabajar mañana. Eso no puede ser. Váyase usted a casa. Cuidaremos bien de Emilia. No se preocupe...

Ham cedió a esas razones, abrazó a Emilia y se retiró.

Cerré la puerta tras él, y al volverme vi que el señor Peggotty hablaba con su sobrina.

—Ven conmigo, Emilia. Vamos... —le dijo.

Cuando subí, un momento más tarde, al pasar por la puerta de mi cuarto, sumido en la más profunda oscuridad, me pareció ver a Emilia tendida en el suelo; pero creo, ahora, que sólo fue una ilusión de mis sentidos. Tuve tiempo de reflexionar en el terror que la muerte producía a Emilia. Peggotty me estrechó en sus brazos y me rogó que fuera con ella, y me dijo que el señor Barkis hablaba siempre muy bien de mí y me había recordado antes de perder el conocimiento.

Estaba acostado, con la cabeza y los hombros fuera del lecho, en una postura muy incómoda, medio apoyado en el cofre de sus desvelos. Me dijo Peggotty que había pedido que colocaran el cofre sobre una silla, al lado de la cama, y se pasaba noche y día cubriéndolo con sus brazos.

—¡Barkis? —dijo Peggotty—. Aquí está el señor David. ¿No quieres hablarle?

No respondió.

—Se va con la marea —explicó Peggotty—. A orillas del mar no se puede morir sino al bajar la marea, y no se puede nacer sino en la marea alta. Se va con la marea. A las tres y media es bajamar. No volverá a subir sino hasta media hora después.

Barkis comenzó entonces a murmurar algunas palabras en su delirio. Hablaba de llevarme al internado.

—¡Barkis! —dijo Peggotty.

—¡Eres la mujer más buena que hay en el mundo! —dijo con voz débil.

—¡Mira, mira al señor David! —dijo Peggotty.

Hizo un esfuerzo para extender sus brazos y me dijo muy claramente y con una suave sonrisa:

—¡Barkis quiere bien!

La marea había bajado. Y se fue con la marea.

CAPÍTULO 35

Peggotty me pidió que permaneciera en Yarmouth hasta que los restos del pobre cochero hicieran el último viaje a Blunderstone. Peggotty, con sus ahorros, había comprado en nuestro antiguo cementerio un trozo de terreno, cerca del sepulcro de "su amada", como llamaba siempre a mi madre.

Reivindico para mí el honor de haber sugerido la idea de que el testamento debía encontrarse en el cajón. Allí se descubrió, en el fondo de un talego de cebada. Allí encontramos ochenta y siete piezas de oro en guineas y medias guineas, ciento diez libras esterlinas en billetes de banco, nuevecitos, algunas acciones del Banco de Inglaterra, una vieja herradura, un chelín falso, un trozo de alcanfor y una concha de ostra. Hacía tiempo que Barkis llevaba consigo esa caja en todos sus viajes, y nunca se alejaba de ella.

No habían sido inútiles las privaciones de Barkis. Su fortuna, en metálico, llegaba a tres mil libras esterlinas. Legaba el usufructo de la tercera parte al señor Peggotty, durante su vida; a su muerte el capital debía ser distribuido en partes iguales entre Peggotty, la niña Emilia y mi persona. Dejaba todo lo demás que poseía a Peggotty, a la que nombraba su legataria universal. Me sentí orgulloso como un procurador cuando leí, con la mayor formalidad, todo el testamento y expliqué su contenido a todas las personas interesadas. Lo examiné con la mayor atención, declaré que estaba perfectamente en regla en todos sus puntos, e hice una o dos señales con lápiz en el margen.

Me fui a pie, temprano, a Blunderstone, y me encontré en el cementerio cuando el ataúd llegaba, seguido sólo de Peggotty y su hermano. Todo pasó con tranquilidad. Nos paseamos por el cementerio durante una hora más o menos, hasta que todo hubo terminado. Mi antigua niñera debía venir a Londres conmigo al día siguiente, para los asuntos del testamento. Emilia había pasado el día en casa del señor Omer. Todos debíamos reunirnos por la noche, en la vieja barca. Ham traería a Emilia a la hora de costumbre. Yo debía regresar de mi paseo a pie. Los hermanos de Peggotty debían hacer su viaje de regreso como habían venido, y nosotros esperaríamos próximos a la lumbre.

Tomé el camino de Yarmouth. Me detuve para comer en un cafetín decoroso. La claridad del día se había extinguido. Llovía copiosamente y el viento arreciaba; pero la luna aparecía de cuando en cuando entre las nubes y disipaba la oscuridad. Pronto me encontré cerca de la casa de Peggotty y pude ver la luz que brillaba en la ventana. Todo presentaba un aspecto agradable. El señor Peggotty fumaba su pipa de la noche; los preparativos de la cena seguían su curso normal; el fuego brillaba alegremente; la caja que servía de asiento a Emilia la esperaba en el sitio de costumbre; Peggotty se hallaba en el mismo lugar que ocupaba antiguamente. La señora Gummidge dijo que no estaba hecha para vivir con personas que reciben herencias y que haría bien en librar a los Peggotty de su presencia, a lo cual mi antigua niñera respondió que la necesitaba en ese momento más que nunca. Conversamos acerca del porvenir de Ham y Emilia.

—Creo —dijo el señor Peggotty— que esta vela que ustedes están viendo, cuando Emilia se case y falte de aquí, permanecerá siempre en este lugar. Y la seguiré colocando. Cuando ella no esté aquí o yo no esté allá abajo, pondré la luz en la ventana y permaneceré cerca del fuego, como si la aguardara como la espero ahora. Veo que Emilia llega.

Pero no era Emilia. Era Ham. Sin duda la lluvia había arreciado desde mi llegada, porque traía su sombrero de tela encerada echado sobre los ojos.

—¿Dónde está Emilia? —preguntó el señor Peggotty.

Ham hizo un signo como para indicar que la joven estaba en la puerta. Pero no se movió, y me dijo:

—Señor David, ¿quiere usted salir un minuto para ver lo que Emilia y yo vamos a enseñarle?

Salimos. Cuando me acerqué vi, con asombro, que el rostro de Ham tenía una palidez mortal. Me empujó precipitadamente hacia afuera, y volvió a cerrar la puerta tras nosotros.

—Ham, ¿qué ocurre? ¡Dígame qué ha sucedido, en nombre de Dios!

—Emilia se ha fugado, señor David. Y le pido a Dios que la haga morir antes que dejarla deshonrarse y perderse.

Temblaba con las manos unidas y miraba con angustia el cielo.

—¿Qué hago, cómo anuncio esta desgracia a su tío, señor David?

Vi cómo se movía la puerta e hice un movimiento instintivo para sujetar el picaporte por la parte exterior. Pero ya era tarde. El señor Peggotty sacó la cabeza, y aunque viva cien años jamás olvidaré su cara al vernos. Recuerdo un gemido y un grito. Las mujeres lo rodearon. Todos penetramos en la habitación. Ham acababa de entregarme un papel. El señor Peggotty tenía el chaleco desabrochado, los cabellos en desorden, el rostro y los labios muy pálidos. Me pidió que leyera lo que en el papel estaba escrito. Y lo hice.

Decía: "Cuando reciba esta carta, usted, que me ha querido tanto, mucho más de lo que merezco, estaré muy lejos".

En medio de un silencio de muerte continué leyendo. La carta estaba fechada la víspera por la tarde.

"No volveré nunca más, a menos de que él me vuelva a traer después de haber hecho de mí una señora. ¡Si usted supiera cómo sufro! Pero soy demasiado culpable para hablarle sólo de mí. Diga a mi tío que nunca lo he querido tanto como ahora. Ame usted a una muchacha que lo merezca, que sea digna de usted y que le sea fiel. ¡Que Dios les bendiga a todos!"

El señor Peggotty dijo en voz baja:

—¿Quién es?

Ham me miró.

—¡Quiero saber su nombre! —insistió.

—Desde hace un tiempo —explicó Ham— había un criado que venía varias veces a rondar por aquí. Hay también un señor. Ambos estaban en connivencia. Al criado le vieron ayer tarde con... Emilia. Estaba escondido en la vecindad desde hacía ocho días... No se quede allí, señor David, no se quede...

Peggotty pasó su brazo alrededor de mi cuello para llevarme; pero yo no hubiera podido cambiar de sitio: estaba clavado.

—Esta mañana —continuó Ham— se vio un carruaje desconocido, con dos caballos de posta, en el camino de Norwich. El criado fue, vino y volvió. Cuando regresó, Emilia iba con él. ¡El otro estaba en el carruaje!

—¡En el nombre de Dios —exclamó el señor Peggotty—, no me diga que su nombre es Steerforth!

—Señor David, usted perdone. No es culpa de usted. Sí. Es Steerforth. ¡Es un miserable!

El señor Peggotty permaneció inmóvil durante largo rato. Pero luego pareció despertar de su letargo, y fue a descolgar su pesada capa, que estaba colgada en un rincón.

—Ayúdenme. ¡Bien! —agregó cuando le pasaron la capa—. Ahora, el sombrero. Voy a buscarla. Voy a echar al fondo del mar ese barco, en el cual hubiera ahogado a ese hombre. No sé adónde iré. Pero la voy a buscar por todo el mundo.

—¡No, no —gritó la señora Gummidge, que se puso entre el señor Peggotty y Ham—, no, no, Daniel! ¡Irá a buscarla, pero no ahora! Siéntese usted y perdóneme por haberlo atormentado tantas veces. Hablemos de aquel tiempo en que Emilia quedó huérfana, y Ham huérfano, y yo una pobre viuda, y usted nos recogió a todos. Estos recuerdos calmarán su dolor —agregó apoyando su cabeza en el hombro del señor Peggotty—. Acuérdese usted de la promesa que se nos hizo, y que siempre se cumple, y aquí también debe cumplirse: "Lo que hagáis por uno cualquiera de mis hermanos será estimado como si lo hubierais hecho por mí mismo".

Daniel rompió a llorar. Entonces yo, en vez de ponerme de rodillas para pedirle perdón por el dolor que Steerforth le había producido y para maldecir a Steerforth, procedí de otra manera. Di a mi corazón oprimido el mismo alivio, y lloré con ellos.

CAPÍTULO 36

La noticia de lo que había ocurrido se extendió pronto por la ciudad, y al día siguiente, al recorrer algunas calles por la mañana, oí hablar del suceso a los vecinos estacionados en las puertas de las casas. Unos se mostraban severos con ella y otros con el raptor. Pero todos tenían para el padre adoptivo un gran respeto por su dolor.

Los encontré en la playa. Se veía que no habían pegado los ojos, pero se mostraban serios y tranquilos como el mar que se extendía ante nuestros ojos.

—Hemos hablado largamente —me dijo el señor Peggotty, al cual acompañaba mi ex niñera—. Mi deber está cumplido. Voy a ir a buscarla. Marcharé mañana con usted, si le conviene —agregó—. Ham continuará trabajando aquí e irá a vivir a casa de mi hermana. En cuanto al viejo barco... —se detuvo y continuó luego de un esfuerzo—. Quiero que permanezca donde está, de día y de noche, en verano e invierno. Si regresa, allí la encontrará. Todas las noches la luz se colocará en la ventana para que si algún día llega pueda creer que la llama suavemente le dice: "Vuelve, niña, vuelve".

Insensiblemente, en nuestra caminata, nos habíamos ido acercando al barco. Entramos. La señora Gummidge preparaba el almuerzo. Tomó el sombrero del señor Peggotty, le aproximó a éste una silla, al mismo tiempo que le hablaba con una dulzura y un buen sentido que me sorprendieron. Cuando nos hubo servido, se retiró para reparar algunas camisas y otras ropas del señor Peggotty, que doblaba en seguida y metía cuidadosamente en un viejo saco de tela encerada, como los que usan los marineros.

—Esté seguro, Daniel, de que yo estaré aquí y todo permanecerá como usted desea —dijo—. Seré la vieja viuda, fiel guardiana de esta casa.

Qué cambio se había operado en la señora Gummidge, y en tan poco tiempo. Parecía otra persona. Estaba tan complaciente; comprendía con tanta claridad lo que convenía decir y lo que era oportuno callar; pensaba tan poco en sí misma, y se preocupaba tanto de las penas de las personas que la rodeaban, que llegué a contemplarla con veneración.

Eran cerca de las nueve y media de la mañana del día siguiente cuando, al pasearme por la ciudad, lleno de tristeza, me detuve en la puerta del señor Omer. Su hija me dijo que a su padre le había ocasionado una gran aflicción lo que le había ocurrido. Tan triste estaba que su marido salió de su cuarto para consolarlo. Yo los dejé juntos, y me dirigí a la casa de Peggotty. Ella se había quedado en casa de su hermano para no separarse de su lado hasta el momento de la partida.

No había en la casa, conmigo, más que una anciana encargada de los cuidados domésticos hacía algunas semanas. Estaba sentado delante de la chimenea, luego de que le habían dado licencia para que se fuera a acostar, cuando me sacó de mis meditaciones un golpe que sonó en la puerta de la casa, dado no con el llamador sino con la mano, en la parte baja, como si fuese un niño que pretendiera entrar.

Abrí, pero sólo vi un enorme paraguas que marchaba solo. Bajo el paraguas descubrí a la señorita Mowcher. Cuando lo bajó noté en su cara una expresión burlona. Pero pronto cambió a un semblante tan dolorido y tendió sus manitas hacia mí con un ademán tan vivo, que me sentí conmovido.

Me señaló con su bracito que cerrara el paraguas, y entró en la cocina. Cerré la puerta, la seguí con el paraguas en la mano, y la encontré sentada en un lado del cenicero, cerca de los morillos y de las dos barras de hierro de la chimenea.

—Señorita Mowcher, ¿qué le sucede? —pregunté.

—Estoy enferma, muy enferma cuando pienso en lo que ha ocurrido, y en que he podido saberlo e impedirlo si no hubiera sido loca y aturdida como soy. Pero ahora pienso que nada hubiera conseguido. ¿Cree usted que el señor Steerforth hubiera hecho caso a una enana? Vi a usted en la calle hace unos instantes, pero me fue imposible seguir su marcha: tengo las piernas cortas y lo mismo la respiración, y no pude alcanzarlo. Pero adiviné adónde iba y lo seguí. ¡Que el diablo confunda a aquel miserable criado! Yo veía que Steerforth lo atormentaba a usted y al mismo tiempo lo halagaba, y usted se mostraba como cera blanda entre sus manos. Lo observé todo. Pero entre los dos me hicieron llevar a esa desgraciada una carta que debió ser el principio de sus tratos con Littimer. En Norwich me enteré, por casualidad, del secreto a que habían obedecido la venida y la marcha de Steerforth y de su criado, y pensé que algo grave ocurría. Tomé la diligencia que venía de Londres y llegué aquí esta mañana. Demasiado tarde por desgracia. Y ahora tengo que marcharme. Trate, buen amigo, de no confundir los defectos físicos con los defectos morales mientras no tenga pruebas en contrario.

Y se encaminó a la puerta, pero antes de llegar a ella, me dijo:

—Y ahora, ponga atención. Tengo razones para suponer que han marchado al continente. Si tengo noticias de ellos, no le quepa duda de que se lo comunicaré de inmediato. Tenga confianza en mí —agregó—. Y piense que la señorita Mowcher, después de su día de trabajo, tiene que ir a su casa, donde la esperan un hermano como ella y una hermana como ella también. Quizá entonces sea usted más indulgente conmigo. Buenas noches.

Estreché su mano y me coloqué en la puerta de modo que pudiera salir. Abrir el paraguas y colocarlo en su mano, fue para ella una operación complicada. Pero pudo realizarla, y vi, después, un paraguas que bajaba por la calle entre la lluvia, sin que nada indicara que bajo él iba una persona.

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