David Copperfield

CAPÍTULO 51

Hacía ya algún tiempo que había dejado al doctor. Vivíamos en su vecindad, lo veía a menudo, y dos o tres veces fuimos a tomar el té a su casa. Su suegra se había establecido en ella. Parecida a otras madres que he conocido durante mi vida, la señora Marckleham gustaba de divertirse mucho más que su hija. Quería hacer creer que se inmolaba por ella, cuando sólo la guiaban sus deseos de pasarlo bien. Ponía por las nubes a su yerno.

Muy raras veces las acompañaba el señor Maldon. Solían comprometer a mi tía y a Dora para que se unieran a ellas, y en ocasiones a Dora únicamente. Algunas veces mi tía se rascaba la nariz cuando estábamos solos, y me decía que no comprendía nada de aquello. No pensaba, además, que "El Veterano", como la llamaba, contribuyera en nada al arreglo de la casa.

Cierta noche, algunos meses después de mi casamiento, el señor Dick abrió la puerta de nuestro salón. Yo estaba trabajando. Dora y mi tía habían salido a tomar té.

—¿Sabe una cosa, hijo mío? —me dijo apoyando su dedo en la frente, después de estrechar mi mano y sentarse—. Si su tía no me hubiese protegido, hace muchos años que yo estaría encerrado, y mi vida sería muy triste. ¡Pero yo se lo pagué bien! No gasto lo que gano haciendo las copias, sino que lo guardo en una alcancía. ¡He hecho testamento en favor de ella!

Sacó su pañuelo y se limpió los ojos. Después lo dobló con cuidado, lo alisó con la mano, lo metió en su bolsillo, y mi tía se borró de su pensamiento.

—El doctor es un sabio. Yo he hecho subir su nombre, escrito en un pedacito de papel atado a un volantín, hasta la región celeste, entre las alondras, y el volantín se maravilló al recibirlo, y el cielo se puso más brillante. ¡Yo los reconciliaré, pues sé que están disgustados!

Una noche cuando Dora no tuvo ganas de salir, nos dirigimos, mi tía y yo, a la casita del doctor. Era hacia el otoño, y no había debates en el Parlamento que me sustrajeran a la fresca brisa de la tarde. El olor de las hojas secas me recordaba las que en otro tiempo hollaba bajo mis pies en nuestro jardincito de Blunderstone.

Comenzaba a anochecer cuando llegamos a casa del doctor. La señora Strong salía del jardín, donde el señor Dick se hallaba aún ayudando a clavar algunas estacas. El doctor tenía una visita en el despacho, pero su mujer nos dijo que pronto estaría libre, y nos rogó que esperáramos. La seguimos al salón, y nos sentamos en la oscuridad, cerca de la ventana.

La señora Marckleham entró bruscamente en la habitación diciendo con voz entrecortada:

—¿Cómo no me has dicho que había alguien en el despacho? Entré, y he hallado a ese hombre excelente que es tu marido, ¿en qué? Haciendo su testamento. Al lado del doctor había dos señores vestidos de negro, sin duda dos jurisconsultos. Los tres estaban de pie junto a la mesa. "Es sencillamente para que conste", dijo. "Es por el amor que a ella profeso. Le lego toda mi fortuna, sin condiciones". Tropecé en el quicio de la puerta, y eché a correr por el pasillo hasta aquí...

Se oyó llamar, y los visitantes salieron del despacho del doctor.

—Eso ha terminado —dijo "El Veterano", aplicando el oído—. Ese hombre querido ha firmado, sellado y guardado su testamento. Qué hombre. Ana, amor mío, voy al despacho a leer el periódico, porque no puedo pasar sin leer las noticias del día. ¡Vayan a ver al doctor, se los ruego!

CAPÍTULO 52

Nunca supe quién fue el primero que entró en el despacho, ni cómo la señora Marckleham se encontró instalada ya en su sillón. Tampoco sabré decir cómo fue que mi tía y yo nos encontramos cerca de la puerta. El doctor estaba rodeado de aquellos gruesos libros que tanto amaba, y con la cabeza apoyada en la mano. En ese mismo instante vimos entrar a Ana, pálida y temblorosa. La sostenía el señor Dick. Puso la mano sobre el brazo del doctor, que levantó la cabeza con aire abatido. Entonces Ana cayó de rodillas a sus pies, suplicante, con las manos cruzadas. Su madre estaba absolutamente sorprendida.

—¡Ana, levántate de inmediato, y no nos avergüences a todos humillándote de ese modo!

—Mi cariño y mi respeto hacia ti no han cambiado —dijo el doctor—. ¡Levántate, Ana, te lo ruego!

Pero ella no lo hizo. Puso su brazo sobre la rodilla de su marido, y apoyando en él su cabeza, dijo:

—Si hay algún amigo que pueda decir algo respecto de este asunto, yo le ruego que hable...

Hubo un profundo silencio.

—Señora Strong, sé algo que el doctor me mandó callar —dije—. He guardado silencio hasta ahora. Pero ha llegado el momento en que sería una falta de delicadeza seguir ocultándolo. Usted me libera de hacerlo.

Pedí al doctor su venia, y referí lo que había pasado en cierta noche. Amortigüé las expresiones groseras de Uriah. La señora Marckleham miraba con ojos asombrados. Cuando concluí, Ana quedó silenciosa un momento y con la cabeza baja. Tomó la mano del doctor y la besó. El señor Dick la levantó suavemente, y ella se quedó inmóvil, con la mirada fija en su marido.

—Voy a decir la verdad, con todo lo que he podido contener desde el día en que me casé. Es necesario que lo haga. Siendo muy joven, una muchacha, las primeras nociones que recibí para mi educación me fueron dadas por un maestro y amigo bien paciente. Aquel amigo de mi padre muerto me fue siempre muy querido. El puso en mi inteligencia sus primeros tesoros y los marcó con su sello, cuando de improviso usted, madre, me lo presentó como marido para mí. Fue un cambio muy grande. Me sentí confusa al principio. Pero como no podía mirarlo de igual modo que hasta entonces, es decir, como su alumna, me sentí orgullosa, y nos casamos. No pensé en ningún momento en los bienes que tenía. Pero, ¿cómo expresar lo que sentí la primera vez que me vi herida por la odiosa suposición de haber vendido mi amor a usted, al hombre que más estimaba en el mundo? Nadie puede figurarse lo que sufrí. En aquel tiempo fue cuando mi madre se interesó tanto por mi primo Maldon. Éramos, en nuestra infancia, como dos pequeños enamorados. Cuando él solicitó muestras de su generosidad, y usted se las dio tan generosamente por mí, yo sufría por la apariencia mercenaria que se daba a mi ternura. Le perdoné todavía hasta la tarde en que se despidió para marcharse a India. Aquella noche tuve la prueba de que era un pérfido y un ingrato. También advertí que el señor Wickfield me observaba con desconfianza. Y se lo dije. Había cobijado bajo su techo a una persona de mi sangre y se había atrevido a decirme cosas que jamás debió hacerme oír. Me sublevé contra la idea de manchar sus oídos con el relato de aquella infamia, y callé. A partir de ese día, no volví a cambiar una palabra con él, si usted no estaba presente.

Se dejó caer a los pies del doctor, por más que éste trataba de impedirlo, y con los ojos llenos de lágrimas continuó:

—Había resuelto no revelar a nadie la indignidad de aquel para quien usted fue tan bueno. ¡Jamás, ni en mis más pasajeros pensamientos le he traicionado, y jamás falté al amor y a la fidelidad que le debo! ¡Mi amor está edificado sobre una roca y durará siempre!

Y se abrazó al cuello del doctor; la cabeza del anciano descansaba sobre la de su mujer, y sus cabellos grises se mezclaban con las oscuras trenzas de Ana.

Se produjo un largo silencio. Mi tía se levantó lentamente, se acercó al señor Dick, y le besó ambas mejillas. Fue una dicha para él, y yo veía llegar el momento en que por exceso de alegría ante semejante escena, iba a saltar a la patacoja.

Luego mi tía me tomó de la manga, me hizo una seña, y nos deslizamos fuera de la habitación.

—Nada hubiera pasado sin esa vieja loca —dijo mi tía con tono penetrante—. ¡Si las madres dejaran en paz a sus hijas, una vez casadas, no ocurrirían cosas como éstas! Pero, ¿en qué estás pensando, Trot? —preguntó.

Pensaba en todo lo que acababa de oír. Algunas frases resonaban en mi cerebro: "Mi amor está edificado sobre una roca..."

Llegué a mi casa; las hojas secas crujían bajo mis pies. El viento otoñal silbaba.

CAPÍTULO 53

Llevaba un año de casado cuando una noche en que volvía hacia mi casa pensando en el libro que estaba escribiendo —el éxito había correspondido a mi tenaz trabajo, y ya escribía mi primera novela— pasé frente a la casa de la señora Steerforth. Su aspecto, ahora, era sombrío. Todo me parecía lúgubre. No recuerdo haber visto una luz en la casa. Muchos recuerdos vinieron a mi memoria. Meditaba tristemente en todo lo que había pasado, cuando una voz resonó a mi lado e hizo que me estremeciera. Era la criada de la señora Steerforth. Me dijo que la señorita Dartle quería hablar conmigo. La seguí.

Me condujo al jardín. Allí estaba. Avancé solo hacia ella, y la encontré sentada en un banco, al extremo de una terraza desde la cual se divisaba Londres. El anochecer era sombrío. Se levantó a recibirme. La encontré más pálida y delgada que en nuestra última entrevista. Tenía un aire desdeñoso que no procuraba disimular.

—Usted deseaba hablarme, ¿no? —dije.

—Así es. ¿Encontraron a esa muchacha? ¿No? ¡Se ha fugado! ¡Le abandonó! Quizá esté muerta ahora. Es lo que se merece. ¡Venga usted aquí! —gritó, y vi aparecer al señor Littimer que me hizo un profundo saludo.

—Ahora —le dijo con tono imperioso y sin mirarle—, cuente usted al señor Copperfield todo lo que sabe al respecto...

—El señor Jaime y yo viajamos en compañía de esa joven, desde el día en que abandonó Yarmouth bajo la protección del señor. Estuvimos en multitud de sitios, y vimos muchos países: Francia, Suiza, Italia. Estaba muy encariñado con aquella joven. Había progresado mucho y aprendió idiomas en los diferentes países que visitábamos. Por donde íbamos, noté que la admiraban mucho. Hasta que empezó a cansar al señor Jaime con sus gemidos y continuas lamentaciones, de tal manera que yo no me hallaba a gusto entre los dos. Después de multitud de reproches y lágrimas de la joven, el señor Jaime se marchó una mañana a Nápoles, y me encargó que le dijera que para bien de todos se iba. Pero se comportó muy bien, como un caballero, y le propuso casarla con un hombre muy respetable. La violencia de la joven cuando se enteró de la partida sobrepasó todos los límites de cuanto podía esperarse. Se puso como loca, sobre todo cuando le hablé de la proposición del señor Jaime. Jamás contemplé furor semejante. Una piedra hubiera mostrado más agradecimiento.

—¡Ahora la estimo más! —exclamé.

—Tuve que mantenerla encerrada. Una noche rompió los postigos de una ventana que yo había clavado, se deslizó a lo largo de una viña, y jamás se ha sabido de ella. Le gustaban las malas compañías. Solía sentarse entre las barcas para hablar con ellos. Un día el señor Jaime se enfadó al saber que había dicho a los muchachos que era hija de un barquero y que en otro tiempo corría, como ellos, por la playa. Como no la encontraba por ninguna parte, fui a reunirme con el señor Jaime y le informé de todo. El señor Jaime se enfadó mucho conmigo, me insultó y hasta me pegó. Eso fue demasiado. Me tomé la libertad, entonces, de regresar a Inglaterra. Estoy sin empleo...

Saludó cortésmente, y se retiró por el sendero que había tomado al venir.

—Ese demonio —me dijo ella— que usted quiere presentarme como un ángel, quizá aún vive. Esos seres viles tienen mucho apego a la vida. Por eso rogué que viniera a saber lo que ha oído.

Al ver el cambio que experimentaba su cara, comprendí que alguien se acercaba por detrás de mí. Era la señora Steerforth. Me tendió una mano fría. Estaba muy cambiada. Se la veía muy encorvada; profundas arrugas surcaban su bello rostro, y sus cabellos habían encanecido. Pero aún se conservaba hermosa.

—Creo que ya sabe todo el señor Copperfield. Si eso puede aminorar la pena de aquel buen hombre que usted me trajo, enhorabuena, y puedo evitar a mi hijo el peligro de volver a caer en las redes de esa intrigante...

—Señora —la interrumpí—. Conozco a esa desgraciada familia desde mi infancia, y usted se equivoca.

Me preguntó si me había casado, y le dije que sí, y que había tenido bastante suerte.

—¿Tiene usted madre? —preguntó.

—No.

—Lástima. Hubiera estado orgullosa de usted.

Al alejarme de ellas, a lo largo de la terraza, pensé en lo que acababa de oír y creí que debía participárselo al señor Peggotty. Éste vagaba sin cesar de una ciudad a otra. Cuántas veces lo encontré entre las sombras de la noche recorriendo calles para tratar de descubrir a la que tanto temía hallar. Había alquilado una habitación encima de la tienda del comerciante de velas de Hungerford Market.

Estaba sentado al lado de una ventana donde cultivaba algunas flores. La habitación se hallaba muy arreglada y muy limpia. Se alegró muchísimo al verme. Se sentó y sin dejar de mirarme escuchó en el más profundo silencio todo lo que le conté. No olvidaré nunca la dignidad de aquel semblante. Me escuchó con la mirada baja e inmóvil. Cuando terminé de contar todo, le agregué que pensaba que Emilia vivía.

—Si ella viniera a Londres —dije—, creo que hay una persona que podría dar con ella mejor que nadie. ¿Se acuerda usted de Marta? Está en Londres. La noche en que lo encontré a usted y hablamos en aquel cuarto de la otra acera de la calle, ella nos estuvo escuchando. Estaba en la puerta. No la he vuelto a ver. La busqué, pero se había marchado. A ella debe usted dirigirse.

—Creo que sé dónde la puedo encontrar —dijo.

Ya es de noche. ¿Quiere que probemos a buscarla?

Consintió, y se dispuso a acompañarme. Arregló el cuarto con gran cuidado; preparó una bujía; puso cerillas en la mesa; dejó la cama dispuesta; sacó de un cajón un vestido que yo recordaba haberlo visto puesto a Emilia, lo dobló con cuidado al mismo tiempo que otras prendas de mujer, y lo colocó todo en una silla, poniendo encima un sombrero. No hizo la menor alusión a tales preparativos. Seguramente aquella ropa esperaba todas las noches a Emilia.

—En otro tiempo miraba a esa Marta como el barro de los zapatos de Emilia. ¡Que Dios me perdone!

Habíamos llegado a la City. Marchaba a mi lado, absorto en su única idea. Estábamos cerca de Blackfriars, cuando volvió la cabeza para mostrarme a una mujer que caminaba sola por la otra acera. Reconocí de inmediato a la que buscábamos. Le aconsejé que la siguiéramos. Entró, por fin, en una calle solitaria y triste. Allí no había ruido ni gente, y le dije al señor Peggotty:

—Ahora podemos hablarle.

Y apresurando nuestro paso, la seguimos de muy cerca.

CAPÍTULO 54

Habíamos entrado en el barrio de Westminster, pero no conseguimos alcanzarla hasta la estrecha callejuela que bordea el río cerca de Millbanc. En aquel momento atravesó la calzada, y sin volver la cabeza atrás, aceleró la marcha.

Todo lo que nos rodeaba era triste, solitario y sombrío aquella noche. No había muelle, ni casas, en el monótono camino que conducía a la vasta extensión del edificio de la cárcel. El río se me apareció a través de un pasaje sombrío donde estaban parados algunos carros. Un estanque de agua salobre depositaba su barro a los pies de aquel edificio. De un lado, casas medio arruinadas; de otro, un montón de trozos informes de hierro, de ruedas, garfios, tubos, hornillos, anclas, campanas de buzo, cabrestantes y multitud de objetos avergonzados de ellos mismos.

Brechas y escolleras barrosas serpenteaban entre los bloques de madera recubiertos de un musgo verdoso, sobre los cuales aparecían algunos fragmentos de los carteles que en el año último ofrecían una recompensa a los que recogieran a los ahogados que fueran llevados allí por la marea. Algunas barcas estaban allí y allá, sobre el légamo de la orilla. Al aproximarnos pudimos llegar hasta ella sin que nos viera. Hice una seña a Peggotty para que se mantuviera donde estaba, y me acerqué. Creo que hablaba consigo misma. En aquel momento grité: "¡Marta!"

Lanzó un grito y trató de desasirse. Pero un brazo más vigoroso que el mío la cogió, y cuando levantó los ojos y vio de quién era, sólo hizo un esfuerzo para desprenderse, y cayó. La sacamos del agua; la llevamos a un sitio donde había unas gruesas piedras, y allí hicimos que se sentara. No cesaba de gemir y llorar.

—¡Ese río es como yo! Le pertenezco. Es la única compañía digna de mí. ¡El horrible río!

Se puso a sollozar y esperamos en silencio a que estuviera más tranquila. Le pregunté si sabía quién era el que estaba conmigo, y dijo que sí. Le agregué que la habíamos seguido esa noche durante mucho tiempo.

—Soy culpable, una perdida sin remedio. Usted —me dijo— fue el que entró en la cocina en esa noche en que ella se apiadó de mí y tan buena fue conmigo. Le dije que sabía la causa de su fuga y que estábamos seguros de que era inocente. Cuando supe lo que había ocurrido mi mayor angustia fue pensar que todos dirían que yo la había pervertido. ¡Hubiese dado mi vida por devolverle su honor y reputación! ¡Rechácenme como el mundo me rechaza!

Peggotty la miraba, profundamente condolido. La levantó suavemente.

—No permita Dios que me convierta en juez suyo. Sé que usted se quedó huérfana siendo muy niña, y que nadie se encargó de reemplazar a sus padres. Creemos que Emilia se dirigirá a Londres. ¡Ayúdenos a encontrarla, y que el cielo se lo recompense! Tendremos total confianza en usted, Marta.

—¿Y me permitirán que si la encuentro le hable, que le proporcione un refugio, si es que yo lo tengo, para compartirlo con ella, y luego, sin decírselo, vaya a buscarlos para llevarlos a su lado?

—¡Sí! —afirmamos al mismo tiempo.

A la débil claridad de un farol que alumbraba el camino, escribí nuestra dirección sobre una hoja de mi agenda; se la di, y la escondió en su seno. Le pregunté cuál era su domicilio, pero me explicó que cambiaba de él muy a menudo, y que mejor sería que lo ignorásemos. No quiso aceptar nuestro dinero. Retuvo sus lágrimas, y avanzando hacia Peggotty su mano temblorosa le tocó como si poseyera alguna virtud mágica, y luego se alejó por el camino solitario. Le dije a Peggotty que era mejor que no la siguiéramos.

Eran las doce de la noche cuando llegué a mi casa. Iba a entrar en ella cuando noté con sorpresa que la puerta del chalé de mi tía estaba abierta. Se notaba un débil resplandor delante de la casa. Avancé para hablarle, y cuál no sería mi sorpresa cuando vi en el jardín a un hombre. Estaba de pie, tenía en las manos una botella y un vaso, y bebía. Me escondí entre el follaje, y reconocí en él al hombre que había encontrado con mi tía en la ciudad. Comía y bebía con gran apetito. La luz del pasillo se oscureció un momento cuando mi tía pasó delante de ella. Parecía agitada, y observé que le entregó algún dinero. Oí que el hombre le decía que no era suficiente.

—No basta —dijo—. He llegado a un estado miserable. Vivo como los búhos.

—Usted me ha despojado de todo lo que tenía. Me ha tratado de manera pérfida y cruel —replicó mi tía.

—Habrá que conformarse con lo que hay —dijo, y salió a hurtadillas del jardín. —

Yo avancé con rapidez y me crucé con él. Pero mi tía, cogiéndome de un brazo, me dijo que me entrara y que no hablara pasados diez minutos.

Nos sentamos en el saloncito. Se amparó detrás de su antigua pantalla verde, y vi que se enjugaba los ojos. Después se levantó, y vino a sentarse a mi lado.

— Trot —me dijo—. Ese hombre es mi marido.

—Yo creí que había muerto.

—Ha muerto para mí. Pero existe.

La sorpresa me enmudeció.

—Betsy Trotwood no parece capaz de dejarse seducir por una pasión amorosa; pero hubo un tiempo en que ese hombre fue toda su confianza. Lo amó profundamente, y él la recompensó dilapidando su fortuna. Betsy fue muy generosa con él. ¡Muy generosa! Ya no es nada para mí, Trot. Menos que nada. Estaba loca cuando me casé con él. Pero no puedo verlo sufrir... Ya lo sabes todo. No volveremos a hablar de este asunto.

CAPÍTULO 55

Trabajé activamente en mi libro, sin abandonar mi ocupación de taquígrafo. Y cuando aquel libro salió a luz, obtuvo un gran éxito. Tal provecho iba sacando de mis obras literarias, que creí llegada la ocasión, después de un nuevo éxito, de librarme del tedio que me causaban aquellos debates del Parlamento.

Después de diversas experiencias con distintos criados, terminamos por averiguar que no valía la pena que dirigiéramos nosotros mismos nuestra casa. Pero nuestros criados no lo hicieron mejor que nosotros o los elegimos muy mal. Uno de ellos fue a parar a la cárcel.

Intenté que Dora tomara conciencia de que debía ponerse al frente de las labores de la casa, me puse a la obra de inmediato, y cuando veía que empezaba a hacer niñerías y que yo estaba a punto de contagiarme con ellas, procuraba hacerme el serio. Asocié a Traddles a mi empresa, sin decírselo a ella, perseveré en ello durante meses, y finalmente abandoné el proyecto que tan poco había respondido a mis esperanzas. Resolví contentarme con tener una niña-mujer en lugar de buscar sin éxito su transformación.

Pero en el curso de aquel año habían disminuido las fuerzas de Dora. Yo había esperado que manos más delicadas que las mías vendrían a ayudarme a modelar aquella alma. Vana esperanza. Se sentía físicamente cada vez peor.

Al mismo tiempo Jip padecía de una enfermedad más grave que la pereza, y era la vejez.

Llegó el domingo siguiente, y ella se mostró encantada de volver a ver a Traddles, que todos los domingos comía con nosotros. Creímos que Dora, dentro de poco, correría por todas partes, como en otro tiempo. Continuaba siendo bella y alegre como siempre, pero se sentía débil.

Tomé la costumbre de bajarla en mis brazos todas las mañanas y volverla a subir por las noches. Pasaba su brazo alrededor de mi cuello, y reía durante el trayecto. Pero cuando yo la tomaba en mis brazos y la sentía menos pesada cada día, un vago sentimiento de temor se apoderaba de mí.

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