David Copperfield

CAPÍTULO 59

Cuando llegó la víspera del día en que el señor Micawber nos había citado de un modo misterioso, tomamos el coche–correo de Canterbury, mi tía, el señor Dick, Traddles y yo. Al llegar al hotel donde nos había citado, costó trabajo que nos abrieran a esa hora de la noche, y una vez dentro, me encontré con una carta de Micawber; me decía que nos vendría a ver a las nueve y media en punto de la mañana siguiente. Nos fuimos a acostar, luego de haber pasado por estrechos corredores que olían a restos de sopa y a estiércol podrido.

Muy temprano vagué por la ciudad. Me paseé a la sombra de sus iglesias y claustros venerables. Los cuervos se cernían sobre las torres de la catedral, y las mismas torres que dominaban la campiña fertilizada por ondulantes y claros ríos, parecían bañarse en el aire de la mañana. Nos dispusimos a desayunar. Apenas lo probamos, y sólo el señor Dick le hizo los honores. Mi tía comenzó a zanquear por la habitación. Traddles se sentó en el sofá con el pretexto de leer un periódico; yo me asomé a la ventana. A las nueve y media en punto apareció por el extremo de la calle.

—¡Ahí viene, y no trae su traje negro!

Todos nos preparamos a recibirlo.

—Señoras y señores —dijo—. ¡Muy buenos días! Tengo en efecto la esperanza de que asistan a una explosión. Señor Traddles, ¿me permitirá que refiera a estos señores que usted y yo hemos tenido algunas entrevistas? Bien. Lo que voy a descubrir es muy importante. ¿Me harán ustedes el honor de dejarse dirigir por un hombre que, aunque indigno de ser considerado como otra cosa que como un frágil barquito arrojado a las playas de la vida humana, es un hombre a quien errores individuales le han sacado de su posición, digamos, natural? Bien. Voy a adelantarme cinco minutos. No más. Y pasados éstos, ustedes irán a hacer una visita a la señorita Wickfield, en la oficina de los señores Wickfield y Heep, donde presto mis servicios como escribiente con un sueldo...

Y escapó. Cumplidos los cinco minutos, nos dirigimos a casa de los Wickfield. No pronunciamos palabras durante el trayecto. Micawber trabajaba en su despacho del piso bajo. Su gran regla se escondía en el chaleco, y una de sus extremidades sobresalía como un adorno. Le preguntamos si estaba en la casa el señor Wickfield. Nos dijo que se hallaba enfermo, pero que la señorita Wickfield nos recibiría.

Nos precedió al comedor. Luego, abriendo la puerta de la habitación que en otro tiempo servía de despacho al señor Wickfield, anunció con voz estentórea:

—¡La señorita Trotwood, el señor David Copperfield, el señor Traddles y el señor Dick o Dixon, como lo llamo ahora...!

No había vuelto a ver a Uriah Heep. Nuestra visita, sin duda, le sorprendió. No frunció las cejas porque no las tenía, pero plegó la frente hasta ocultar por completo sus ojitos, en tanto que llevaba su mano esquelética a la barba con aire de sorpresa y ansiedad. Todo eso duró un momento.

—¡Vaya sorpresa! —exclamó—. No esperaba el placer de ver tantos amigos. Cuánto han cambiado las cosas, señorita Trotwood, desde que yo no era más que un simple escribiente, y tenía las riendas de su caballo, ¿no es verdad? ¡Micawber!, avise a la señorita Wickfield y a mi madre.

Un momento después entró Inés en la habitación, seguida de la señora Heep. Su aspecto no era tranquilo: era evidente que había experimentado gran fatiga y ansiedad; pero su solícita cordialidad y su serena belleza permanecían inalterables. Uriah nos observaba con ojos recelosos y simiescos. No nos quitaba la vista. Después vi que Micawber hizo una seña a Traddles, y que éste salió en seguida.

—Puede retirarse, Micawber —dijo Heep.

Pero Micawber continuó de pie al lado de la puerta, con una mano apoyada en la regla que llevaba en el chaleco. Tenía los ojos fijos en Uriah.

—Digamos que estoy aquí y que no me moveré... porque me conviene —afirmó.

Las mejillas de Heep se cubrieron de mortal palidez.

—Me va a obligar a que lo despida, Micawber. ¡Salga!

—¡Usted es un pillo, Heep! Ya lo sabe: ¡un pillo! —aclaró.

Uriah retrocedió como si le hubiera picado un reptil venenoso.

—¡Ah, de manera que se trata de una conjura! ¡Micawber, salga de aquí, que tengo que decir dos palabras! ¡Un hombre que ha sido lo que usted fue, antes de que le recogiera por caridad! En cuanto a usted, señorita Trotwood, ¡cuidado! Si no desbarata todo esto, me encargaré de hacer arrestar a su marido, quizá más pronto de lo que usted piensa. Y usted, señorita Wickfield, si siente cariño por su padre, apártese de esta banda. Pero ¿dónde está mi madre?

Y tiró bruscamente de la campanilla.

—La señora Heep está aquí —dijo Traddles reapareciendo seguido de la madre de Heep—. Me tomé la libertad de presentarme...

—¿Y quién es usted para presentarse a mi madre?

—Soy amigo y apoderado del señor Wickfield —dijo Traddles con la mayor tranquilidad—, y tengo en el bolsillo plena autorización para obrar como procurador suyo en todo cuanto proceda.

—¡Ese asno viejo habrá bebido hasta perder el sentido! —exclamó Uriah con cara cada vez más innoble—, ¡y se habrá dejado engañar por medios fraudulentos!

—Si a usted le parece, señor Heep, trataremos esta cuestión con el auxilio del señor Micawber —dije.

—¡Uriah! —dijo la señora Heep.

—¡Cállese, madre! ¡Cuanto menos se habla, menos se yerra!

Sabía que no podía continuar mintiendo, y entonces estalló toda su maldad, su insolencia y el odio que dejó estallar, y aun su gozo al pensar en todo el mal que había hecho. No olvidaré la mirada que me dirigió ni la que lanzó sobre Inés. Sentía que esa presa se le escapaba y que no podría satisfacer su abominable pasión.

—Y usted, señor Copperfield, sobornó a mi escribiente. ¿No piensa que puedo perseguirlo por soborno y complot? ¡Nos veremos! ¿Y no le gustaría hacer algunas preguntas a esa sabandija de Micawber?

No pude contener más a Micawber. Tiró de su gran regla, y sacó del bolsillo un voluminoso manuscrito y Comenzó a leer:

"Respetable señorita Trotwood. Señores..."

—¡Dios nos asista! —exclamó mi tía—. ¡Si se tratara de un recurso de gracia para una sentencia de muerte, necesitaría quinientas hojas para escribir su petición!

"Al aparecer ante ustedes para hacer la denuncia del más abominable pillo que jamás haya existido en el mundo —leyó, blandiendo su regla en dirección a Uriah—, no vengo a pedirles que piensen en mi persona. Víctima desde la infancia de apuros pecuniarios de los cuales me fue imposible salir, he sido juguete de las más tristes circunstancias. Un día, bajo el peso de la ignominia, la aflicción, la miseria y la locura, entré en la oficina de Wickfield y Heep, pero en realidad sólo dirigida por Heep. Sólo Heep. El fétido resorte de esta máquina. Heep, sólo Heep: un falsario y un bribón..."

Uriah se puso azul de pálido que estaba. Dio un salto para apoderarse del escrito y hacerlo pedazos; pero Micawber, con destreza de saltimbanqui, alcanzó sus dedos en el aire con un golpe de su regla, y le puso la mano derecha fuera de combate. Uriah la dejó caer como si se la hubieran roto: el ruido que hizo el golpe fue tan seco como si lo hubiesen dado en madera.

—¡Me las pagará, me las pagará! —repitió.

Sacó su pañuelo y se envolvió la mano en él; después se sentó nuevamente en el borde de la mesa con aire sombrío. Micawber continuó leyendo:

"El sueldo que este bastardo me pagaba era, como él, miserable. Mi familia no cesaba de aumentar, y de esto se aprovechó. Empezó a favorecerme para que le ayudara en sus planes infernales. Entonces fue cuando comenzó a pedirme mi cooperación para falsificar documentos y engañar a un individuo que designaré con las iniciales de M.W. Este ignoraba todo. No puedo detallar los pequeños fraudes que este bellaco cometió. No cabrían en estas páginas. Entonces tuve que elegir. Me dediqué a descubrir y anotar todos los delitos cometidos por Heep, en detrimento de ese desgraciado señor. ¡He aquí mi acusación, Heep! Aprovechando el estado en que se encontraba el señor M.W. le hizo firmar documentos de gran importancia, haciéndole creer que se trataba de otros que no tenían ninguna, y entre ellos, una autorización para disponer de una cantidad considerable que le había sido confiada. Usted ha cometido falsedades, imitando en diversos escritos, libros y documentos, la firma de M.W.; pero especialmente en un caso, del cual poseo la prueba..."

—¡Uriah! ¡Sé humilde, y trata de arreglar este asunto, hijo mío!

—Madre, ¿quiere usted callarse?

"M.W. estaba enfermo, y era muy probable que a su muerte se hicieran descubrimientos capaces de destruir la influencia de Heep sobre la familia W., a menos de conseguir que su hija renunciara por respeto filial a toda investigación respecto al pasado. En previsión de ello, Heep juzgó necesario poseer un documento firmado por M. W. en el cual se declaraba que las sumas arriba citadas habían sido prestadas por Heep a M.W. para salvarle de la deshonra. Aquellas sumas jamás fueron prestadas por él, y Heep falsificó la firma de este documento con el nombre de W. M., poniendo debajo un testimonio de Wilkins Micawber. Obra en mi poder, con su agenda, una serie de imitaciones de la firma de M. W., algo averiadas por el fuego, pero todavía legibles. En cuanto a mí, jamás firmé semejante documento, cuyo original poseo..."

Uriah se estremeció, y sacando un manojo de llaves abrió un cajón.

"Ese documento —continuó Micawber— está en mi poder; es decir, lo estaba esta mañana, cuando yo escribía esto, pero después se lo remití al señor Traddles..."

—¡Uriah! ¡Uriah! ¡Sé humilde! ¡Arregla eso! —dijo la madre.

"Todo lo demostraré —prosiguió Micawber—. Durante muchos años, M.W. ha sido engañado, robado, estafado de todos los modos imaginables por el avaro, el falso, el pérfido, el bellaco, esta sanguijuela de Heep. ¡Heep! Probaré esto y muchísimas otras cosas más. ¡Porque Heep no se saciaba! Quería dejar a M.W. en la bancarrota, y además poseer a la señorita Wickfield. Cuando haya probado todo, desapareceré con una familia destinada a la desgracia. Confío en que se tenga misericordia de mí y se me haga justicia y que se diga de mi lo que se dijo de aquel héroe marítimo, al cual no pretendo compararme. Es decir, que lo que hice lo hice a despecho de todo interés egoísta y mercenario..., ¡por la verdad en la tierra y por el honor de Inglaterra, y es de ustedes por siempre, Wilkins Micawber!"

Dobló su escrito, poseído de viva emoción, y se lo presentó a mi tía, como un documento histórico.

Había en la habitación una caja de hierro que yo había visto desde mi primera visita. Tenía puesta la llave en la cerradura. Una idea repentina se apoderó de Uriah, y se lanzó hacia la caja y la abrió con estrépito: estaba vacía.

—¿Dónde están los libros? —preguntó—. ¿Quién los robó?

—Yo fui —contestó Micawber—. Yo abrí el cofre. Usted me envió la llave, como de costumbre...

—No se preocupe —observó Traddles—. Están en mi poder.

Cuál no sería mi asombro al ver que, entonces, mi tía, que hasta ese momento había guardado la calma, dio un salto hacia Uriah y le cogió por el cuello.

—¿Sabe usted lo que necesito? —le dijo.

—Una camisa de fuerza —contestó Uriah.

—¡No! ¡Mi fortuna! —dijo mi tía—. Mi querida Inés, mientras creí que era su padre el que la había perdido, no dije nada. Ni Trot lo supo. Pero ahora que sé que este individuo debe responder por ella, quiero recuperarla. ¡Trot, ven por ella!

Sacudió a Uriah con todas sus fuerzas, y fui a separarlos.

—¿Qué quieren ustedes que haga? —preguntó por fin.

—He aquí lo que tiene que hacer. Va a traerme, aquí mismo —dijo Traddles—, la escritura en que el señor Wickfield hace a usted dejación de todos sus bienes. Luego restituirá hasta el último centavo de lo que robó. Guardaremos en nuestro poder todos los libros y papeles de la firma; todos los papeles y libros pertenecientes a usted; y todas las cuentas y recibos. La cárcel de Maidstone es una prisión segura, si se niega a hacerlo. Y aunque la ley puede tardar en hacernos justicia, en lo que no puede haber duda es en que le castigue a usted. Copperfield, ¿quiere ir a buscar dos policías?

Al oír esto, la señora Heep cayó de rodillas, y pidió a Inés que intercediera en su favor.

—¡Esperen! —dijo Uriah—. ¡Nada de escándalo, madre! Trae ese papel.

Cuando la señora Heep lo trajo se lo entregó a Traddles.

—Bien —dijo Traddles—. Ahora, señor Heep, puede usted retirarse a reflexionar. Pero sólo tiene una cosa que hacer, y hágala sin tardar.

Uriah atravesó la habitación sin levantar los ojos, se detuvo en la puerta y salió.

Micawber le miró con soberano desprecio, hasta que salió de la habitación. Después se volvió hacia mí, y me invitó a ir a su casa para que fuera testigo de su reconciliación con su señora. E hizo extensiva esta invitación a todos.

—El velo que nos separaba se ha desgarrado —dijo—. Mis hijos y el autor de su existencia pueden ahora abrazarse sin rubor.

Sin embargo, Traddles se quedó como centinela de Uriah, y lo debía relevar el señor Dick. Inés fue a ver a su padre. De manera que mi tía, Dick y yo acompañamos a Micawber.

Su casa no estaba lejos. La puerta de la sala daba a la calle, y él se precipitó en ella con su vivacidad acostumbrada, seguido de nosotros. Al hallarse entre su familia se lanzó a los brazos de la señora Micawber:

—¡Emma, Emma, mi vida! ¡La confianza que existió entre nosotros revive para siempre! ¡Yo te saludo, pobreza! —exclamó llorando—. ¡La confianza recíproca nos sostendrá hasta el fin!

En tanto decía esto, Micawber abrazaba a sus hijos, uno tras otro. Su mujer se había desmayado, y mi tía se encargó de revivirla. Luego se levantó y fue donde el señor Micawber, y le preguntó:

—¡Me sorprende que nunca haya pensado en emigrar!

—Fue el sueño de mi juventud, y aún tengo esa ilusión.

—Creo que es lo mejor que podrían hacer —dijo mi tía—. Y en cuanto a los fondos, usted nos ha prestado un gran servicio. Van a salvarse muchas cosas de un desastre. ¿Y qué menos podemos hacer nosotros que proporcionarle los fondos necesarios para ese fin?

—No podré aceptarlo como un donativo —dijo Micawber—. Pero sí me pueden adelantar una cantidad bastante para ese fin, a un interés del cinco por ciento, para ser reembolsado poco a poco, a doce, dieciocho o veinticuatro meses fecha, por ejemplo, que dé tiempo...

—Podemos, y lo haremos. Unos amigos de David van a marchar a Australia. Si se deciden a marchar también, ¿por qué no hacerlo en el mismo barco? El clima es bueno...

—¿Y podré subir en la escala social?

—Desde luego —afirmó mi tía.

Nunca olvidaré cómo en un instante se transformó y se sintió arrastrado por el carro de la fortuna. La señora Micawber se echó a discurrir hasta sobre las costumbres del canguro.

CAPÍTULO 60

Jip ha envejecido de pronto. Se arrastra con lentitud, apenas ve, y mi tía echa de menos el tiempo en que se acercaba para ladrarle, en vez de arrastrarse hacia ella, como ahora lo hace, sin dejar el lecho de Dora para lamer la mano de su antigua enemiga, que siempre está al lado de mi mujer.

Dora está acostada. Su cara encantadora siempre sonríe. Jamás se queja. Jamás pronuncia una frase impaciente. Dice que todos somos muy buenos con ella.

¿Será cierto que Dora me va a abandonar muy pronto? Así me lo han dicho, y aunque siempre lo he temido, prefiero dudarlo ahora. Me rebelo contra esa idea. No puedo admitir que su vida toque a su fin. Bajo al salón, y encuentro en él a Inés, y le ruego que suba. Quedo con Jip. Su pequeña garita china está al lado del fuego; está acostado en su cama de franela; quiere dormirse, y gime. Estoy sentado al lado del fuego, y pienso en todo el pasado y en lo que nos ha sucedido. Jip se arrastra fuera de la garita, me mira y mira a la puerta, y gime, porque quiere subir. Se acerca a mí, y me lame la mano. Levanta hacia mí unos ojos que ya no ven. Se echa a mis pies; se estira como para dormir; lanza un quejumbroso gemido: ha muerto.

Inés acaba de bajar. Su fisonomía está llena de dolor y compasión. Llora sin consuelo, y con una mano señala al cielo.

—¿Inés?

Todo ha terminado.

CAPÍTULO 61

Tardé mucho tiempo antes de que me diera cuenta de la extensión de mi desgracia, tal era el estado de marasmo en que me encontraba.

Por ahora no me quedaba sino presenciar el último acto de "la pulverización de Heep", como lo llamaba Micawber, y la partida de los emigrantes. A petición de Traddles, que fue para mí, durante mi aflicción, el más tierno y afectuoso amigo, marchamos a Canterbury, mi tía, Inés y yo. Fuimos derecho a casa de Micawber, que nos esperaba. Cuando su señora me vio entrar vestido de luto, se comnovió grandemente.

—Y qué, señores Micawber —preguntó mi tía, apenas nos sentamos—, han meditado ustedes acerca de la proposición que les hice de emigrar y de nuestra ayuda?

—Sí, por supuesto —dijo Micawber—, y desde luego agradecemos la generosa ayuda. Mientras tanto, nos preparamos. Mi hija mayor va todas las mañanas, a las cinco, a un establecimiento próximo, para adquirir la maña de ordeñar las vacas. Mis hijos más jóvenes estudian las costumbres de los cerdos y de las aves que crían en los barrios más miserables de esta ciudad; mi hijo Wilkins se ha consagrado a la tarea de conducir ganado; yo mismo, en la semana anterior, presté toda mi atención al arte de la panificación. ¡Ha llegado el momento de sepultar el pasado en el más profundo olvido!

Ofreció el brazo a su mujer, y dirigiendo una ojeada hacia el montón de libros y papeles colocados en la mesa delante de Traddles, declaró que se retiraban para dejarnos libres.

—Querido Copperfield —dijo Traddles arrellanándose en el sillón, apenas se marcharon—, debo hacer justicia a Micawber. Aunque no haya sabido trabajar para sí mismo, es infatigable cuando se trata de asuntos ajenos. Jamás he visto nada parecido. Hay algo de extraordinario en el estado en que se pone y en la pasión con que se enfrasca día y noche en el examen de los papeles y libros de cuentas. En cuanto a Dick, ha realizado verdaderas maravillas... Tengo la alegría de decirle, señorita Wickfield, que en el tiempo de su ausencia, el estado de su padre ha mejorado notablemente. Recobra a veces la facultad de concentrar su atención en los negocios, y nos ayudó a aclarar varios puntos oscuros. Pero vamos a los resultados. Hemos examinado el estado de nuestros fondos, y el señor Wickfield se puede retirar hoy de los negocios sin el menor asomo de déficit. Pero le quedaría tan poca cosa que, aun vendiendo la casa, le restarían algunos cientos de libras esterlinas. De manera, señorita Wickfield, que es preferible que continúe con la gerencia de las propiedades de que hace tanto tiempo está encargado. Sus amigos podrían ayudarlo con sus consejos. Usted misma, Copperfield y yo...

—Ya he pensado en eso —dijo Inés—, y creo que ese trabajo no puede ni debe hacerse. Quiero verlo alejado de ese trabajo. Ya veré cómo nos arreglamos. Alquilaré nuestra casa y pondré un colegio. Seré feliz, seré útil.

—Ahora, señorita Trotwood —dijo Traddles—, pasemos a ocuparnos de la fortuna de usted. Primitivamente era, según creo, de ocho mil libras esterlinas, en títulos de duda. Pues no encuentro más de cinco mil libras...

—Eso es lo que había quedado —dijo mi tía—, porque yo había vendido tres mil, de las cuales gasté mil en tu instalación, querido Trot, y guardé el resto. No quise hablarte de esto. Quise ver cómo soportabas aquella prueba, y lo hiciste, Trot, con dignidad y perseverancia. Dick lo ha hecho de igual manera.

—Entonces, tengo el agrado de decirle que hemos encontrado todo su dinero —dijo Traddles—. Heep robó ese dinero, pero no por codicia sino por odio a Copperfield. Así me lo confesó: tenía sólo una pena: la de no haber dilapidado esa suma, para vejar y hacer daño a Copperfield.

—¿Qué se ha hecho él? —preguntó mi tía.

—No lo sé. Se marchó con su madre. Se fueron a Londres en la diligencia que sale por la noche. Y ahora quiero abordar otra cosa. El día de la denuncia que hizo Micawber, Uriah profirió algunas amenazas contra su marido.

Mi tía guardó silencio y las lágrimas corrieron por sus mejillas.

—Ha hecho bien en decírmelo —dijo.

—¿Podemos hacer algo, Copperfield y yo? —preguntó suavemente Traddles.

—Nada, y doy a ustedes mil gracias.

Dicho lo cual arregló los pliegues de su vestido, y se volvió a sentar, siempre erguida como de ordinario y con los ojos fijos en la puerta.

Al día siguiente volvimos a casa de mi tía, por no ir a la mía, y estábamos sentados el uno al lado del otro, cuando me dijo:

—Trot, ¿quieres saber lo que me ha preocupado últimamente? ¿Quieres venir en coche mañana conmigo? —me preguntó.

—Ciertamente que sí.

—A las nueve lo sabrás todo, Trot.

Al día siguiente subimos a un coche que nos llevó a Londres. Recorrimos largo trecho a través de las calles antes de llegar a uno de los grandes hospitales de la capital. Cerca del edificio vi un coche mortuorio de aspecto humilde. El cochero reconoció a mi tía, y ésta le hizo seña de que se pusiera en marcha. Obedeció, y lo seguimos.

—¿Comprendes ahora? —dijo—. Mi marido ha muerto en el hospital. Ya estuvo aquí otra vez. Estaba destruido. Cuando comprendió su estado, hizo que me llamaran. Estaba muy arrepentido. Pasé largas horas a su lado. Ya ves, nadie puede hacerle daño ahora... Hace treinta y seis años que me casé con él. Era muy buenmozo. ¡Dios mío, cómo había cambiado!

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