David Copperfield

CAPÍTULO 66

Desembarqué en Londres en una fría tarde de otoño. El tiempo estaba sombrío y no cesaba de llover. En un solo minuto vi más niebla y barro de lo que había podido ver en todo el año. Llegué a pie hasta la aduana de Charing Cross sin encontrar coche. Me esperaban en casa para Navidad, y no tan pronto; pero quise sorprenderlos con mi llegada, y así lo hice.

Marché solitaria y calladamente por las calles oscurecidas por la niebla. Pregunté por Traddles, y pronto llegué al número 2, en la Audiencia, y leí una inscripción que decía que el señor Traddles ocupaba un departamento en el último piso. Subí una desgastada escalera, débilmente alumbrada en cada descansillo, y llegué a la puerta donde se leía el nombre del señor Traddles. Estaba abierta. Llamé. Salió un hombrecito de aire despierto, al cual pregunté por Traddles; se decidió a dejarme entrar y me condujo a un pequeño vestíbulo, y después a un saloncito, donde me encontré en presencia de mi antiguo amigo sentado ante una mesa y con la nariz pegada contra los papeles.

—¡Pero si es Copperfield! —exclamó—. ¡Qué alegría verlo otra vez! Caramba, se ha hecho usted famoso...

Nos echamos a reír, y nos limpiamos las lágrimas; luego, una vez sentados, nos dimos incesantes apretones de mano ante la chimenea. Me dijo que se había casado con Sofía, y me agregó que estaba allí detrás de la cortina. Y entonces, con gran sorpresa mía, "la mejor muchacha del mundo" salió de su escondite, entre avergonzada y risueña. La besé en mi calidad de antiguo amigo, y le deseé toda clase de prosperidades.

—Somos todo lo felices que podemos ser —dijo Traddles—. Hasta esas señoritas son felices. Las hermanas de Sofía, que viven con nosotros.

Sofía salió corriendo a llamarlas.

—La Belleza, la mayor, está aquí —me dijo Traddles en voz baja—. Carolina y Sara también, ya sabe usted, la que tiene algo en la espina dorsal, pero ya va mejorando. También están las dos más jóvenes que Sofía ha educado; y Luisa está también aquí. Claro que este departamento no tiene más que tres habitaciones; pero Sofía, que es una gran dueña de casa, lo ha arreglado de estupenda manera. Tres en este cuarto —dijo indicándome una puerta—, y dos aquí. La semana pasada improvisamos una cama aquí, sobre el piso; pero hay un cuartito debajo del tejado; un hermoso cuartito, aunque es difícil llegar a él. Creo que mi suerte es envidiable —continuó Traddles—. Trabajo mucho, y estudio derecho todo el día. Me levanto a las cinco de la mañana, y ya no pienso en otra cosa. Durante el día, sustraigo a estas señoritas de todas las miradas, y por la noche nos divertimos de lo lindo. Le aseguro que lamento que se vayan el martes, víspera de san Miguel. ¡Pero aquí están!...

Era un verdadero ramo de rosas, muy hermosas y alegres. Nos colocamos al lado del fuego, mientras Sofía y Traddles nos servían té con tostadas.

Cuando volví a mi café, pensé en toda esa felicidad encerrada en una buhardilla. Sentado al lado del fuego, contemplaba el carbón flameante cuyas transformaciones caprichosas me representaban fielmente las vicisitudes por que había pasado mi vida. Hacía tres años que no había vuelto a mirar el fuego del carbón sino casualmente. Pensé en Inés. Un día u otro se casaría, y nunca sabría el amor que yo le tenía. Recogía, sin embargo, lo que había sembrado.

Pensaba en todo eso cuando levanté los ojos y vi una cara que parecía salir expresamente del fuego que yo contemplaba, para hacer revivir mis más antiguos recuerdos. Era el diminuto doctor Chillip, cuyos servicios me habían sido muy útiles cuando yo tenía un año. Había sufrido en su persona el efecto de los años. Era, como siempre me contaron, pacífico, sencillo; apenas se notaba. Había dejado Blunderstone hacía cinco o seis años, y no lo había vuelto a ver después. Estaba leyendo tranquilamente su periódico, con la cabeza inclinada y un vaso de vino caliente delante de él. Me acerqué y le dije:

—¿Qué tal marchamos, señor Chillip?

—Muy bien. —Y se me quedó mirando largamente—. Tengo una vaga idea de haber visto su cara en alguna parte...

Al escuchar mi nombre, se emocionó mucho. Me estrechó la mano, lo cual era signo de gran cordialidad, puesto que generalmente solía ofrecer un dedo o dos, a la distancia de dos pulgadas de su cadera. Le pregunté dónde vivía, y me dijo que a pocos kilómetros de Bury–San–Edmundo. Su señora había heredado una parcela en las proximidades de aquel lugar, por testamento de su padre, y allí se dedicaba a su profesión. Su hija estaba muy crecida. Cómo pasaba el tiempo.

—¿Sabía que su padrastro se había vuelto a casar? Soy médico de la casa. Tenía una buena fortuna esa mujer. Era encantadora. Pero mi mujer dice que le han cambiado el carácter y que está medio loca a fuerza de sufrimientos. Entre los dos la han reducido a un estado próximo a la imbecilidad. La siguen a todas partes, no como marido y cuñada, sino como los loqueros a un alienado. Todo esto lo ha observado mi mujer. El señor Murdstone, me dijo ella, ha puesto su propia imagen sobre un pedestal, que él llama la divina naturaleza. Condenan al fuego eterno a todo el que no les quiere, y resulta que estamos rodeados de condenados a eterna expiación. Pero ahora hábleme de usted, de su cerebro. ¿No lo expone a menudo a una excitación demasiado grande? ¿Sabe usted que necesité mucho tiempo para reponerme de las maneras que usó aquella señora tan feroz, la noche en que nació usted, señor Copperfield?

Le dije que precisamente al día siguiente me marcharía para ir a verla, y que si la conociera mejor sabría que era la mejor y más afectuosa de las mujeres.

—¿De veras? ¿Pero es verdad eso?

Y pidió en el acto una palmatoria para ir a acostarse.

A medianoche me fui yo también a acostar, y al día siguiente tomé la diligencia de Douvres. Llegué sano y salvo, y caí como un rayo en el antiguo salón de mi tía, cuando tomaba el té. Fui recibido con los brazos abiertos y alegres lágrimas por ella, por el señor Dick y mi querida y vieja Peggotty, que desempeñaba en la casa el cargo de ama de llaves.

Cuando ya repuestos pudimos conversar con tranquilidad, referí a mi tía mi entrevista con el doctor Chillip, y el terror que ella le inspiraba, lo cual la divirtió mucho. Peggotty y ella hablaron largamente del segundo marido de mi madre, y del "asesino hembra", como llamaba a la hermana.

CAPÍTULO 67

Hablamos largamente, mi tía y yo, hasta hora bien avanzada de la noche. Me contó cómo los emigrantes no enviaban a Inglaterra una sola carta que no respirara satisfacción y esperanza. Micawber había enviado ya algunas veces pequeñas cantidades de dinero para hacer honor a sus compromisos pecuniarios. Juanita volvió a su servicio desde que ella retornó a Douvres, y se casó con un tabernero muy rico. Dick se ocupaba en copiar todo lo que caía bajo su mano, y entregado a semejante trabajo acabó por dejar al rey Carlos I a una respetuosa distancia.

— Y ahora, Trot, ¿cuándo irás a Canterbury? —me preguntó.

—Mañana marcharé. Me procuraré un caballo —contesté.

Me dijo que quería permanecer allí, y me contó que el padre de Inés, con los cabellos blancos ya, era un hombre nuevo, y no aplicaba a las cosas de este mundo su medida limitada y estrecha. A Inés la encontraría hermosa como siempre. Agregó que desde que yo me había marchado podía haberse casado veinte veces, pero no lo hizo.

Partí, pues, al día siguiente, muy de mañana, al lugar donde pasé el ya remoto tiempo de mis estudios, y recorrí el camino que tan conocido me era. Volví a recordar todo y crucé por los lugares vividos. Rogué a la criada que me abrió la puerta que dijera a la señorita Wickfield que un caballero venía a visitarla de parte de un amigo suyo que viajaba por el continente. Me hizo subir por la vieja escalera y entré en el salón. Nada había cambiado allí. Los libros que Inés y yo leíamos juntos estaban en el mismo sitio. Me acerqué a una ventana y miré las casas de enfrente, recordando las veces que las había contemplado en los días de lluvia, cuando vine a quedarme en Canterbury.

El ruido que hizo la puerta al abrirse me hizo estremecer, y me volví. Su dulce y serena mirada encontró la mía. Se detuvo, y puso una mano sobre su corazón. La tomé en mis brazos, la estreché contra mi corazón y durante algunos momentos guardamos silencio. Después nos sentamos uno al lado del otro, y vi sobre su rostro angélico la expresión de cariñosa alegría con la cual yo soñaba día y noche desde hacía años. Me habló de Emilia y de la tumba de Dora de un modo conmovedor. Me dijo que su padre estaba bien, instalados otra vez en la antigua casa que les había sido devuelta.

—Esperarás a ver a mi padre, y pasarás el día con nosotros. También puedes acostarte en tu antigua habitación, que aún lleva tu nombre.

Le contesté que no me era posible acceder, porque había prometido a mi tía regresar aquella noche, pero le dije que me agradaba pasar el día con ellos.

—Ahora tengo que hacer —me dijo sonriendo—. Pero ahí tienes tus antiguos libros y nuestra antigua música, y todo lo que me recuerda a mi hermano del alma me sirve de compañía.

Y salió por la puerta que dejó abierta al entrar.

Me paseé por las calles y volvieron a mí todos los recuerdos. Cuando volví a la casa, el señor Wickfield acababa de entrar. Comimos en compañía de cinco o seis niñas. La tranquilidad y la paz habían allí renacido. Cuando terminó la comida, el señor Wickfield no bebió ya su vino de postre; yo lo rehusé también, y subimos. Inés y sus pequeñas discípulas se pusieron a cantar, a tocar y a trabajar juntas. Después del té se marcharon las niñas y nos quedamos solos los tres.

—Trotwood —dijo el señor Wickfield—, ¿nunca le hablé a usted de la madre de Inés? ¿No? Sufrió mucho. Se casó conmigo contra la voluntad de su padre, y éste la repudió. Solicitó su perdón antes del nacimiento de Inés, y no lo obtuvo.

Inés se apoyó sobre el hombro de su padre, y ciñó dulcemente su brazo alrededor de su cuello.

—Su padre la destrozó —continuó—. Mucho me quiso, pero nunca se sintió feliz. Siempre sufrió en secreto aquel doloroso golpe, y cuando su padre la rechazó por última vez, empezó a debilitarse, a enfermar, a languidecer, y al fin murió, dejándome con Inés, que sólo tenía quince días.

Bajó la cabeza, y ella inclinó hacia él su cara. Inés, luego se levantó y se acercó al piano, y se puso a tocar algunas de aquellas antiguas melodías que tan a menudo habíamos oído en otro tiempo.

—¿Vas a volver a viajar? —preguntó Inés.

—No.

—Está muy bien, Trot. Te diré que tu creciente reputación como escritor te debe animar a continuar trabajando...

—Lo que yo soy es obra tuya. Inés.

—¿Obra mía?

—Te estoy perpetuamente agradecido, tan agradecido que te tengo un cariño que carece de nombre.

Puso su mano sobre la mía, y me dijo que estaba orgullosa de mí. Después continuó tocando, pero sin dejar de mirarme.

—¿No te reirás de lo que pensaba entonces si te dijera que tú eras capaz de amar con fidelidad hasta la última hora? ¿Te reirías?

—¡No, no!

Por un instante tomó su cara una expresión de tristeza que me hizo estremecer. Pronto se repuso, y continuó tocando lentamente el piano.

Al regresar a Londres pensaba en ella y temía que no fuera feliz. Yo tampoco lo era.

CAPÍTULO 68

Como necesitaba algunos meses para terminar mi libro, fui a vivir en casa de mi tía, en Douvres, y proseguí tranquilamente mi trabajo. A veces solía ir a ver a Traddles. Durante mi ausencia había administrado mi fortuna con el más sólido juicio. Como no tenía tiempo de contestar las cartas que se me enviaban, encargué a Traddles que se hiciera cargo de ellas. De vez en cuando solía leer algunas de ellas. Un día, en su casa, le dije que había recibido una carta del viejo Creakle.

—¡El viejo Creakle! —comentó—. El director del colegio-pensión. Ahora es magistrado en el condado de Middlesex. Me dice que tendría mucho gusto en hacerme conocer el verdadero sistema de disciplina para el régimen de las cárceles, "con el cual se obtienen arrepentimientos sólidos y verdaderos", afirma. Se refiere al sistema celular. ¿Debo aceptar su invitación? —le pregunté.

—No hay inconveniente —dijo Traddles.

—Voy a escribirle para decirle que usted me acompañará. El hombre que expulsó a su hijo de su casa y maltrataba siempre a su mujer y a su hija es ahora el más cariñoso de los hombres.

Convinimos el día de nuestra visita, y aquella misma tarde escribí al señor Creakle.

En el día señalado, que fue el siguiente, nos encaminamos, Traddles y yo, a la cárcel donde ejercía el señor Creakle su autoridad. Era un inmenso edificio, cuya construcción debió costar bastante cara. Se nos hizo entrar en un despacho que hubiera podido servir de piso a la torre de Babel. Le presenté a Traddles. Había envejecido bastante, sin que la vejez favoreciera su aspecto, porque su cara seguía siempre tan antipática, y sus ojitos más hundidos aún; sus cabellos eran, como siempre, grasientos y grises.

Estaba en medio de un grupo formado por dos o tres de aquellos infatigables magistrados, colegas suyos, y algunos visitantes que formaban su séquito. Al conversar con ellos, uno podía pensar que el supremo bien en el mundo era ser presidiario.

Vimos cómo se preparaba la comida, que contrastaba. por lo abundante y bien cocinada, con la que solían comer, no digamos los pobres, sino los soldados, los marinos y la masa en general. Aquel sistema carcelario exigía una fuerte alimentación, y me dijeron que el famoso "sistema" consistía en el aislamiento completo del preso, mediante el cual un hombre ignoraba en absoluto lo que era el que estaba encerrado a su lado; se hallaba reducido en su celda a un estado de alma saludable, capaz de producirle contrición y sincero arrepentimiento.

Oí hablar, durante nuestra visita, de cierto número llamado Veintisiete, que se hallaba en olor de santidad. El número Veintiocho le hacía competencia; era un astro brillante; pero, por desgracia, su mérito estaba ligeramente opacado por el extraordinario brillo del Veintisiete. Tuve que moderar mi impaciencia, porque lo reservaban para final de fiesta. Llegamos, por fin, a la puerta de su celda. Creakle ordenó que abrieran la puerta e invitó al preso para que saliera a la galería. ¡El ilustre converso, el famoso número Veintisiete, era Uriah Heep!

Nos conoció en el acto y nos saludó alegremente.

—¿Cómo se encuentra, Veintisiete? —preguntó Creakle.

—Muy humilde, señor —contestó Heep—. Ahora reconozco mis locuras, y me siento aquí muy a gusto.

Se dio entonces la orden de que nos presentaran al número Veintiocho. No experimenté más que una especie de resignada sorpresa cuando vi que avanzaba Littimer leyendo un libro.

—Veintiocho —dijo Creakle—, la semana pasada usted se quejó del chocolate. Durante ésta, ¿lo encontró mejor?

—Ha estado mejor hecho. Pero la leche que mezclan con él no está perfectamente pura, aunque sé que en Londres se adultera mucho la leche.

—¿En qué estado de alma se encuentra usted? —dijo Creakle.

—Reconozco mis locuras. Estoy muy agradecido y feliz de vivir aquí. Como aquí hay un caballero que me conoce, pienso que mis pasadas locuras se debieron a la existencia frívola que llevé. Deseo a ustedes muy buenos días.

Tras esto se retiró después de cambiar una mirada de inteligencia con Uriah.

—Usted me ha conocido mucho antes de que viniese aquí y de mi gran transformación, señor Copperfield —dijo Uriah, mirándome de tal modo que jamás había visto yo tan atroz mirada—. Yo era humilde con los soberbios y suave con los violentos. Usted fue violento conmigo: me dio una bofetada. Pero yo le perdono a usted. Perdono a todos. Y espero que el señor Wickfield y su hija se arrepentirán, así como todo aquel hato de pecadores, en el cual se encuentra usted. Mi mayor y mejor deseo, para usted y para todos estos señores, es el de que sean arrestados y conducidos aquí. Comprendo lo ventajoso que sería para ustedes esta cárcel. Compadezco a todos los que no son traídos aquí.

Se deslizó en su celda. A Traddles y a mí se nos quitó un gran peso de encima cuando vimos que corrían los cerrojos.

Me entraron deseos de saber por qué estaban encarcelados, y me dirigí a uno de los guardianes. Le pregunté cuál era el último desliz del número Veintisiete, es decir, de Heep.

—Estafa y falsedad. Formaba parte de una banda y trataban de apoderarse de una gruesa suma. Se les condenó a deportación perpetua. Veintisiete era el más astuto de ellos, y supo quedar a cubierto, pero no quedó del todo exento de culpa, y aquí está. En cuanto al Veintiocho, entró al servicio de un amo joven, y la víspera de su partida al extranjero le robó doscientas cincuenta libras esterlinas en valores y dinero. Lo curioso es que fue detenido por una enana.

—¿Por Mowcher?

—Justamente. Se había salvado de todas las pesquisas y se marchaba a América, cuando aquella mujercita lo reconoció; corrió a meterse entre sus piernas para hacer que cayera, y se aferró a él como la muerte. No lo soltó hasta que lo vio entre rejas. Estaba tan agarrada a él, que los agentes se vieron obligados a llévarselos juntos.

En vano hubiéramos tratado de hacer comprender a Creakle que Veintisiete y Veintiocho eran seres cuyas condiciones no podían cambiar, y que seguían siendo lo que siempre habían sido.

—Traddles —le dije—, cuando se va en una mala cabalgadura, lo mejor que se puede hacer es dejarla que corra para que reviente lo más pronto posible...

—¡Que Dios le oiga a usted! —me respondió.

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