David Copperfield

CAPÍTULO 69

Habíamos llegado a Navidad. Hacía más de dos meses que yo había regresado, y veía frecuentemente a Inés. Por grande que fuera mi satisfacción al recibir los elogios del gran público, debo declarar que para redoblar mi esfuerzo el más pequeño elogio de ella era más valioso que todo lo demás.

Iba a Canterbury todas las semanas, y a menudo solía pasar la velada a su lado. Regresaba por la noche a caballo, porque había vuelto a caer en un humor melancólico cuando la dejaba, y me gustaba hacer ejercicio para alejar de mi mente el pasado. Yo la quería y hallaba algún consuelo al decirme que acaso llegara un día en que pudiera confesarle mi amor y decirle: "Inés, esto pensaba cuando regresé a su lado; no he vuelto a sentir otro amor, y ya soy viejo".

Entre mi tía y yo este asunto, por un acuerdo tácito, había sido eliminado de nuestras conversaciones. La Navidad se acercaba, e Inés nada me decía. Comencé a temer que no me hubiese entendido y que guardara su secreto por miedo a disgustarme. Me decidí, pues, a cortar por lo sano. Era un día de invierno, frío y oscuro. Había caído antes una nevada. Allá en el mar, el viento del norte soplaba con violencia. Le dije a mi tía que iba a salir a caballo y marcharía a Canterbury. Era un hermoso día para cabalgar...

—Me alegro de que tu caballo sea de la misma opinión. En todo caso, el paseo será provechoso para su amo. ¡Hijo mío, muchas horas ocupas en tu trabajo! Cuando yo leía un libro antes, no me figuraba que el escribirlo costara tanto trabajo al autor.

—¿Sabe algo más, tía? —pregunté—. ¿Sabe algo respecto a aquel amor de Inés de que me habló usted?

—Creo que sí, Trot. Creo que Inés se va a casar...

—Entonces que Dios la bendiga —contesté—, y a su futuro marido.

Bajé rápidamente la escalera, monté a caballo y partí.

Los fragmentos de hielo barridos por el viento venían a herir mi rostro. Los cascos de mi caballo resonaban monótonos sobre el endurecido suelo. La nieve arrebatada por el viento formaba torbellinos sobre las blanquecinas canteras. Las llanuras y las laderas de los montes se dibujaban sobre el negruzco horizonte, como rayas inmensas trazadas con tiza sobre una gigantesca pizarra.

Encontré a Inés sola. Sus pequeñas discípulas se habían marchado con sus familias. Leía al lado del fuego. Al verme entrar, dejó su libro y me acogió con su cordialidad de costumbre. Tomó su labor y se instaló cerca de una de las abovedadas ventanas de la vieja casa. Me senté a su lado, y nos pusimos a hablar de lo que yo hacía.

—¡Parece que estás preocupado, Trot! —me dijo.

—No podía olvidar, Inés, que hay un hombre al cual le entregaste tu amor. No me lo ocultes. Trátame como amigo, como hermano.

Me dirigió una mirada de súplica, casi de reproche. Luego se levantó, cruzó la habitación con rapidez, como si no supiera adónde dirigirse, y escondiendo la cara entre las manos, rompió a llorar.

—Déjame salir, Trot. No me siento bien. Ya te hablaré...

—¡Es necesario que te hable! No nos engañemos.

Se alejaba. Pero la detuve. Pasé mi brazo alrededor de su cintura.

—Tú fuiste siempre mi guía, mi apoyo. Después que perdí a Dora, ¿qué hubiese sido de mí sin ti, Inés?

La apreté entre mis brazos y contra mi corazón. Su cabeza descansaba en mi hombro.

—Cuando me marché, ya te quería, Inés. En la ausencia no dejé de quererte. Y de regreso aquí, te quiero.

Le conté entonces la lucha que había tenido que sostener conmigo mismo, y la conclusión a la que había llegado.

—¡Qué feliz me siento, Trot! ¿Quieres saber una cosa? ¡Que yo te he querido siempre!

Fuimos a pasear por los campos en aquella noche de invierno. Las estrellas brillaban sobre nuestras cabezas. Se aproximaba la hora de almuerzo, al día siguiente, cuando aparecimos en casa de mi tía. La encontramos con las gafas caladas, leyendo al lado del fuego. Dio a Inés una calurosa acogida. Pronto bajamos a almorzar. Dos o tres veces se puso mi tía las gafas para mirarme; pero se las quitaba en seguida con aire contrariado y se frotaba la nariz. Todo ello con gran disgusto de Dick, que sabía que era un mal síntoma.

—Creo, tía —le dije—, que Inés no siente ningún cariño que la haga desgraciada...

—¡Qué absurdo! —exclamó mi tía.

Viéndola tan irritada, pensé que era conveniente terminar con aquello. Cogí la mano de Inés y nos arrodillamos los dos ante ella. Nos miró, cruzó las manos y por vez primera en su vida sufrió un ataque de nervios. Acudió Peggotty. Mi tía se echó a su cuello, y la llamó vieja loca. Abrazó también a Dick.

Quince días después se celebró nuestra boda. Traddles y Sofía, el doctor y la señora Strong fueron los únicos invitados a la ceremonia. Los dejamos, con el corazón lleno de gozo, para subir los dos a un coche.

—Ahora que puedo darte el nombre de esposo, debo decirte una cosa. Dora me dijo que me dejaba un último deber que cumplir. Me pidió que ocupara un día el lugar que ella dejaba vacío...

CAPÍTULO 70

Voy llegando al término de mi relato. Mi renombre y mi fortuna han crecido. Estaba casado hací diez años. Mi dicha doméstica era perfecta. Durante una velada de primavera, estábamos sentados al lado del fuego, en nuestra casa de Londres, Inés y yo. Tres de nuestros hijos jugaban en la habitación, cuando me avisaron que un forastero quería hablarme. Dije que lo hicieran pasar.

Vimos aparecer y se detuvo en la sombra del umbral a un anciano curtido y robusto, de grises cabellos. La pequeña Inés, atraída por su aspecto agradable, corrió a su encuentro, para hacerle entrar, y yo no había reconocido bien los rasgos de su fisonomía, cuando mi mujer, levantándose de repente, exclamó:

—¡Es el señor Peggotty!

Estaba viejo, pero con una de esas vejeces bermejas, erguidas y vigorosas. Se sentó, con los niños sobre las rodillas, delante del fuego, cuyas llamas iluminaban su rostro. Me pareció fuerte y tan robusto, y aun diría que se veía mejor que nunca para su edad.

—¡Maestro David! —dijo—, qué niños más hermosos. No era usted mayor que el más pequeño de estos niños cuando yo lo conocí. Emilia tenía la misma talla, y el pobre Ham era un chicuelo.

—He cambiado más que usted desde entonces —dije—. Dejemos que los niños vayan a acostarse. Bebamos unos vasos de grog, hablaremos de todo lo ocurrido durante estos diez últimos años, y desde luego alojará aquí...

—Vine solo. Mucha agua tuve que cruzar para llegar. Estaré sólo algunas semanas. Lo prometí a Emilia antes de venir. No hemos hecho fortuna, pero prosperamos. Hemos tenido que trabajar mucho y llevar al comienzo una vida muy dura. Pero conseguimos salir adelante. Criábamos ganado, cultivábamos la tierra: hacíamos de todo un poco. En cuanto a Emilia, estaba muy abatida cuando usted la dejó. Pero había a bordo del navío gente pobre y enferma, y se ocupó en servirlas. Había niños y también cuidó de ellos. Eso la distrajo. Le oculté todo lo que pude la muerte del señor Steerforth. Pero un día cayó en sus manos un periódico de fecha atrasada, y en él estaba el relato de la tempestad y los naufragios. Así se enteró. La afectó mucho la noticia y tardó en recuperarse. Está algo delgada, algo envejecida, un poco decaída...

Lo miramos en silencio, mientras continuaba fijándose en el fuego con aire pensativo.

—Si hubiera querido casarse, habría podido hacerlo.

Pero me decía: "No, tío, eso se acabó para mí". Le gusta ir a dar lecciones a los niños, cuida a los enfermos, es paciente, quiere mucho a su tío. ¡Cuantos sufren vienen a buscarla! Así es Emilia.

—¿Está Marta todavía con ustedes? —le pregunté.

—Al segundo año se casó, maestro David. Un joven labrador que pasaba por allí le ofreció casarse con ella para ir a establecerse por su cuenta en los grandes bosques. Ella me pidió que le contara su historia, sin ocultarle nada, y así lo hice. Se casaron, y viven a seiscientos kilómetros de toda voz humana: no oyen otra voz que la suya y la de los pájaros.

—¿La señora Gummidge? —le pregunté.

Rompió en carcajadas y se frotó las manos a lo largo de las piernas.

—El cocinero de un barco, que se ha establecido allí como colono, le pidió que se casara con él. La respuesta fue: "Muchas gracias; se lo agradezco mucho; pero no quiero cambiar de estado a la edad que tengo". Cogió una cubeta llena de agua que estaba a su lado, y la vació sobre su cabeza. El pobre quedó empapado y empezó a pedir socorro...

Jamás había visto yo a Inés reír con más fuerza.

—Es la mujer más adicta, más fiel y más honesta que ha existido jamás. Nunca se ha quejado de quedarse sola y abandonada, ni siquiera cuando recién llegamos.

—Ahora, hablemos de Micawber. Ha pagado todo cuanto debía aquí. Hasta el pagaré de Traddles. Pero Inés y yo queremos saber de él...

Peggotty metió sonriendo la mano en el bolsillo de su chaleco, y sacó un envoltorio de papel muy bien doblado, del cual extrajo con el mayor cuidado un periódico de graciosa traza.

—Debo decir a usted, maestro David, que ya hemos abandonado los grandes bosques y habitamos cerca del puerto de Middlebay, donde hay algo que llamamos villa. Micawber trabajó duramente en los bosques, y ahora es magistrado.

Señaló con el dedo un párrafo del periódico y leí lo siguiente:

"El solemne banquete ofrecido a nuestro eminente colono y conciudadano, Wilkins Micawber, magistrado del distrito de Middlebay, se efectuó ayer en la sala grande del hotel, con una sofocante concurrencia que no bajaría de cuarenta y siete personas. La sociedad más distinguida se dio allí cita. El doctor Mell presidía el banquete, que propuso un brindis por tan ilustre huésped. El señor Wilkins Micawber se levantó para agradecer, y empleó en su discurso los más notables recursos intelectuales y las más elegantes flores de la retórica".

Me produjo gran satisfacción hallar en este relato, que he sintetizado, el nombre del doctor Mell. Tuve mucho gusto en saber la brillante posición en que se hallaba mi antiguo maestro de estudios, la pobre bestia de carga de nuestro magistrado de Middlesex, cuando Peggotty me indicó otra página del diario.

Era un elogio que me hacía el magistrado Micawber.

Recorriendo otras páginas supe que era uno de sus colaboradores más activos y estimados. Había allí de él otra carta relativa a la construcción de un puente. También estaba el anuncio de una nueva edición de la colección de sus obras maestras del género epistolar considerablemente aumentadas.

Hablamos de él a menudo por las noches, mientras Peggotty permaneció en Londres. El vivió con nosotros todo el tiempo que duró su estancia en Londres, que no pasó de un mes. Mi tía y mi antigua niñera, es decir, su hermana, vinieron a Londres para estar con él. Inés y yo fuimos a despedirlo a bordo del barco cuando se marchó, pensando que ya no lo volveríamos a ver más en el mundo.

Pero antes de dejar Inglaterra, fue conmigo a Yarmouth para ver la losa que yo había hecho colocar en el cementerio, a la memoria de Ham. En tanto que a petición suya copiaba para él la corta inscripción que tenía grabada, lo vi inclinarse y coger de cerca de la tumba un puñado de tierra y de césped.

—Es para Emilia —me dijo guardándolo sobre su corazón—. Se lo prometí, maestro David.

CAPÍTULO 71

Mi historia termina. Veo a Inés a mi lado, a nuestros hijos, a nuestros amigos. Ahí está, primero, mi tía, con gafas. Ya tiene ochenta años, pero siempre está tiesa como un junco, y es capaz, bajo un frío excesivo, de caminar un par de kilómetros de una sola tirada. A su lado, siempre, está Peggotty: también usa gafas. Por la noche se coloca cerca de la lámpara, aguja en mano, pero no toma nunca su labor sin poner sobre la mesa su cabillo de cera, el metro y el costurero cuya cubierta representa la catedral de san Pablo. Sus ojos, que antes se destacaban brillantes, están empañados; pero su dedo índice, que yo comparaba en otro tiempo a una escofina, siempre está lo mismo. Y cuando veo a mi hijo más pequeño agarrarse a él vacilante, para ir desde mi tía hasta ella, recuerdo el tiempo en que yo mismo apenas sabía andar.

Algo de gran tamaño hay en el bolsillo de Peggotty. Seguramente es el libro de los cocodrilos. Está en triste estado; varias hojas desgarradas y prendidas con alfileres. Peggotty se lo enseña a los niños como una preciosa reliquia.

Veo, entre mis niños, en este hermoso día de verano, a un viejecito que hace volantines y los sigue con la mirada cuando van por los aires, lleno de gozo. Me acoge con alegría extremada, y me dice con un signo de inteligencia que cuando no tenga más cosa que hacer, terminará la Memoria, y que mi tía es la más notable mujer que hay en el mundo. ¿Qué mujer es ésa que camina encorvada y apoyándose en un bastón? Reconozco en su cara los rasgos de una antigua belleza que ya no existe, aunque lucha contra la debilidad de una inteligencia embotada y extraviada. Está en un jardín. Cerca de ella hay una mujer ruda, sombría, arrugada, con una cicatriz sobre el labio.

—Rosa, olvidé el nombre de ese caballero. ¿Ha visto usted a mi hijo? —pregunta la anciana—. ¡Rosa, venga usted, mi hijo ha muerto!

Y Rosa, Rosa Dartle, de rodillas ante ella, le prodiga toda clase de caricias y de reproches:

—¡Yo lo amaba más que usted lo amó nunca!

Así suelen estar cuando me marcho. De este modo, año tras año, se va deslizando su vida.

Un barco llega de India. ¿Quién es aquella señora inglesa casada con un viejo Creso escocés, de ceñudo semblante y con anillos en las orejas? ¿Será, por casualidad, Julia Mills? Sí, es ella, siempre elegante y bulliciosa. Un negro le trae sus cartas y tarjetas en una bandeja granate. Está metida entre el oro hasta la garganta. Nunca habla. No piensa en otra cosa. Desearía verla en el desierto de Sahara. Pero el desierto lo tiene aquí. Pues por más que posea una hermosa casa, se trate con una sociedad escogida y dé todos los días magníficas comidas, no veo a su lado el verde retoño, el vástago que le produzca un día flores y frutos.

Pero he ahí a nuestro buen doctor, a nuestro excelente amigo. Trabaja en su diccionario, y está en la letra P. Es feliz entre su mujer y los libros. También está "El Veterano", pero ha decaído mucho.

Veo a un hombre muy atareado que trabaja incesantemente en su escritorio. Sus cabellos son más recalcitrantes que nunca. Es mi antiguo amigo Traddles. Tiene su mesa cubierta de montones de papel. Voy a comer con Traddles en familia. Es el cumpleaños de Sofía. El reverendo Horacio, padre de Sofía, es ahora rector de un curato que le produce cuatrocientas libras anuales. Los dos hijos de Traddles reciben una excelente educación, y se distinguen mucho por sus trabajos y sus éxitos. Ha casado, como dice él, ventajosamente a tres de las hermanas de Sofía; sólo quedan las otras tres que viven con él; las tres restantes están en casa del reverendo desde que murió la señora Crewler. La Belleza se casó con un mal sujeto. Pero, cuando la dejó, volvió a vivir con ellos.

Y ahora, en el momento de terminar mi tarea, me cuesta trabajo sustraerme a mis recuerdos, pero es preciso. Todas las figuras se borran, desaparecen. Una, sin embargo, brilla sobre mí. Lo ilumina todo. Ésa me queda. Vuelvo la cabeza y la veo a mi lado con su serena belleza. Mi quinqué va a extinguirse; trabajé hasta muy tarde esta noche, pero la imagen querida, sin la cual yo no sería nada, me hace fiel compañía. Tu imagen, Inés, estará en mí hasta el último día de mi vida.

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