La historia del travieso Peter Nord

Capítulo IV

Detrás del pueblo, las laderas de la montaña se levantan cortadas a pico, pero después de trepar por escarpaduras y senderos resbaladizos, se llega a una vasta meseta ondulada. Y allí se encuentra una floresta encantadora. Una floresta de árboles de ramas puntiagudas cubre toda la extensión, una floresta que muere al apuntar la primavera y que reverdece al sobrevenir el otoño. Una floresta agonizante que se reanima débilmente cuando los otros árboles se desprenden del ropaje verdoso de la vida, una floresta que crece no se sabe cómo, verde bajo la escarcha y negra bajo el rocío.

Es una floresta plantada de pinos jóvenes que han tenido que arraigar en los hoyos y las grietas del granito Sus raíces se han hundido tenazmente, como cuñas, en los menores intersticios. Los jóvenes árboles han crecido, finos y rectos, como mástiles; pero como al cabo de los años las raíces han encontrado la dura resistencia de la piedra, la floresta se ha convertido en un mazorral. Quería subir, llegar muy arriba, pero al mismo tiempo trataba de hundirse en el granito, profundamente. Obstruido el camino hacia las profundidades rocosas, la vida ya no tenía objeto alguno para la floresta. Cada año, por la primavera, parecía entregarse a la muerte, dispuesta a sacudirse el peso de la vida.

El verano en que Edith Halfvorson agonizaba, la joven floresta estaba completamente negra. Por encima del pueblo rebosante de flores se destacaba la sombra negruzca de los árboles moribundos. Pero cuando paseaba uno por la triste floresta, se encontraba, de repente, ante un rincón de verdor. La fragancia de las flores flotaba en el aire; un concierto de trinos de innumerables pájaros encantaba los oídos. Se pensaba, al encontrarse en tal paraje, en el bosque durmiente y en el paraíso de los cuentos que aparece rodeado de malezas espinosas. Y cuando uno llegaba al rincón verdeante, percibía el perfume de las flores y oía el canto de los pájaros, se daba entonces cuenta de que aquello era el cementerio oculto del pueblo.

La morada de los muertos está allí, en un repliegue de la vasta meseta. Los rigores y el disgusto de la vida cesan entre las cuatro paredes de piedras secas. Las lilas, inclinadas sobre grandes racimos de flores, guardan las puertas. Los tilos y los arces exuberantes forman una elevada bóveda sobre las tumbas, y las rosas sonríen tiernamente sobre la tierra sagrada.

Las viejas losas y los obeliscos están cubiertos y enguirnaldados de vincapervinca y de hiedra. Hay un rincón donde los pinos y los abetos alcanzan la altura de un oquedal. Existen hayas que se han emancipado de las manos de sus guardianes y que se desarrollan sin temor.

El pueblo posee también otro cementerio más reciente, adonde los muertos pueden llegar sin pena, si bien en invierno no es cosa fácil alcanzar a él porque los senderos de la montaña se cubren de escarcha y los atajos resbaladizos desaparecen bajo la nieve. Cuando esto sucedía, el féretro se tambaleaba, los que lo llevaban se quedaban sin aliento, y el viejo pastor tenía necesidad de apoyarse en el sacristán o el sepulturero. Así es que ahora nadie es enterrado allí, salvo que el difunto hubiera manifestado este deseo.

Las sepulturas no son bellas. Por otra parte, es raro que se construya a los muertos una bella morada, si bien la hierba fresca esparce su paz y su encanto. El pensar que los que duermen allí el sueño eterno lo hacen de buen grado, resulta extraordinariamente solemne. El ser viviente que se refugia allí durante un día tórrido se encuentra rodeado de amigos, porque los que reposan han amado como él los umbráculos y la tranquilidad.

Si algún extranjero se extravía por allí, no se le hablará de la muerte y de penas. Se le invitará a tomar asiento sobre alguna de las anchas losas funerarias de los antiguos alcaldes y se le referirá la historia de Petter Nord, del muchachito värmlandés, y de su amor.

Este cuento azul tiene su marco apropiado aquí donde la muerte ha perdido todo lo que tiene de terrorífico. El mismo sol bendito parece también alegrarse por haber prestado realce a la escena de un sueño de amor y vida.

Cuando Petter Nord logró escapar de las manos de Halfvorson, fue aquí, en este cementerio, donde buscó un refugio.

Primeramente corrió hacia el puente y tomó el camino de la gran ciudad; pero al llegar al puente se detuvo en su carrera el pobre fugitivo. Ya no le quedaba nada de la invisible corona real que había circundado su frente. Se había extinguido como si hubiera sido forjada con rayos de sol. Le agobiaba la pena; le temblaba todo el cuerpo; su corazón le golpeaba de tal manera que parecía rompérsele en el pecho y su cerebro le quemaba como si fuese de fuego.

En este momento y por tercera vez se le presentó doña Cuaresma. Se le apareció más amistosa que nunca, más piadosa que antes; pero le pareció también tanto más terrible.

–¡Ay, desdichado! –le dijo–. ¿Aún no estas cansado de dar vueltas a impulsos de tus locas ideas? Has querido celebrar la fiesta del amor en plena época de Cuaresma, y ya has visto lo que ello te cuesta. Vente conmigo y sé fiel: lo has intentado ya todo, y lo único que te queda soy yo.

Él la rechazó con un gesto:

–Ya sé para qué me quieres. Tratas de conducirme de nuevo hacia el trabajo y las privaciones; pero no lo conseguirás ahora, Cuaresma, no lo conseguirás en este momento.

La pálida y amarillenta doña Cuaresma sonrió cada vez más dulcemente.

–Pero tú eres inocente, Petter Nord, y no debes sentir tanta pena por una cosa de la cual no tienes culpa. Edith ha estado muy amable contigo. Ya has visto que te ha perdonado. Créeme, vuelve al trabajo y vive como has vivido hasta ahora.

El joven se negó a ello con mucha y creciente energía.

–¿Acaso consideras que lo mejor que pude hacer es matar precisamente a la única persona del mundo que ha sido buena conmigo y que me ha amado? Es preciso que yo repare la falta. Es preciso que yo la salve. En este instante yo no puedo pensar en el trabajo.

–¡Ah, estás loco de remate! –exclamó doña Cuaresma–. Esta es la mayor de todas las extravagancias.

Entonces Petter Nord se revolvió airado contra su vieja amiga, sin decidirse a dar un solo paso hacia la gran ciudad de las fábricas. Tampoco podía decidirse a desandar lo andado y descender otra vez por la gran calle el pueblo. Por fin, se aventuró a través de un sendero de la montaña por donde erró largamente hasta llegar a la floresta encantada y, siguiendo entre las zarzas punzantes que por allí abundaban, hasta el cementerio. Allí buscó un rincón en el que los abetos brindan el refugio de sus sombras, y se dejó caer en el suelo, extenuado de fatiga.

Ni siquiera se dio cuenta del lugar en que estaba. No sabía si el tiempo marchaba hacia lo inexorable o si se había detenido. Transcurrido un buen rato escuchó el rumor de unos pasos, y ello le hizo recobrar una vaga conciencia de las cosas.

Se aproximaba una comitiva fúnebre y una idea turbadora asaltó su cerebro. ¿Acaso habría muerto ya Edith? ¿Iría hasta allí en busca de su matador? Corrió presuroso a ocultarse en un sombrío lugar del monte bajo las colgantes ramas de los cipreses; pero ¿no acabaría la muerta por encontrarle? Separó prudentemente el ramaje y se atrevió a lanzar una ojeada. Un preso que hubiera logrado evadirse no hubiese mirado con mayor sobresalto a sus perseguidores.

Se trataba del entierro de un pobre hombre

El fúnebre cortejo era poco numeroso, y únicamente lo formaban gente pobre como el muerto. El féretro, sin coronas, fue colocado en el suelo y nadie echó flores sobre la fosa. En ningún rostro se veía la menor huella de lágrimas. Petter Nord tuvo, todavía, la suficiente lucidez para comprender que aquel entierro no podía ser el de Edith Halfvorson

Pero si no era el de ella, ¿no podía ser un mensaje que llegaba de su parte? Petter Nord pensó que no debía huir. Edith le había citado en el cementerio, y su deber era esperarla allí mismo. Y en su cerebro tomó cuerpo la idea de que la tapia del cementerio se había hecho alta como el muro exterior de una prisión. Miró hacia la verja de salida con inquietud, pareciéndole una puerta de roble, sólida y maciza. Estaba preso. No saldría ya de aquel recinto hasta que ella llegase en su busca para castigarlo. Ignoraba lo que haría con él. Una sola cosa aparecía clara y limpia en su mente: que debía esperarla en el cementerio.

Pronto llegó todo esto a oídos de Edith, que se moría, al par que los álamos que le daban en el jardín su sombra protectora: "Petter Nord, con el que te divertiste una tarde de verano, te espera en el cementerio". "Petter Nord, a quien tu tío ha hecho perder la razón, se niega a abandonar el cementerio antes de que tu féretro, cubierto de flores, vaya a buscarle."

La joven, al oír esto, reabrió los ojos como para ver el mundo por última vez. Al punto envió a buscar a Petter Nord. Insistió con empeño, pidiendo que se respetara su voluntad. ¿Por qué no la dejaba morir tranquila? Siempre había querido que jamás tuviera él remordimiento por su muerte.

El mensajero regresó diciendo que Petter Nord no podía venir: el muro era demasiado alto y la puerta demasiado maciza. En el mundo sólo había una persona capaz de libertarle.

En el pueblo no se habló ya de otra cosa: "Aún está allí. Todavía continúa en el cementerio", se decían unos vecinos a otros. "Está loco, ¿no lo cree usted?"

Y a cuantos se decidieron a subir hasta allá para hablarle, les contestaba invariablemente que sólo regresaría al pueblo cuando ella llegase en su busca.

Todos se mostraban contentos y orgullosos en extremo ante este martirio amoroso que ilustraba los fastos del pueblo Los pobres le llevaban alimentos, y los ricos se tomaban la molestia de subir a la montaña por el placer que les reportaba ver al joven

Edith, que apenas si podía moverse, que se hallaba siempre tendida en el lecho y que sólo esperaba la muerte, se sumió en largas reflexiones. ¿Qué clase de pensamientos rondaban por su cabeza día y noche? ¡Ah, Petter Nord, Petter Nord! ¿Por qué no debía ver siempre ante sí al hombre que la amaba, que perdía la razón por culpa de este amor, que se recluía allá arriba, en el cementerio, tan sólo por esperar su fúnebre cortejo?

Estas reflexiones iban fortificando el resorte de acero de su naturaleza. Estos pensamientos despertaban y excitaban su imaginación. ¿Qué haría él cuando la viese muerta, en su ataúd? ¿Qué haría él si la contemplase viva?

Esta idea casi la hacía montar en cólera. ¡Estaba ya tan definitivamente acabada su vida! ¿Pero es que por ventura tendría que continuar soportando el peso de la existencia?

Comenzó, desde entonces, a hacer grandes esfuerzos para ver sí lograba su curación. Durante muchas semanas sometió su cuerpo a un trabajo encarnizado. Nada de lo que podía devolverle sus perdidas fuerzas le era escatimado: aceite de hígado de bacalao y tónicos, aire fresco y sol, sueños y amor. ¡Ah, las bellas jornadas, largas, cálidas y secas!

Por fin, el médico dio la oportuna autorización para que la enferma pudiese ir al cementerio. El pueblo entero estaba conmovido, interesado en lo que pudiera pasar. ¿Se atrevería a descender de allá con un loco? ¿Acaso se extinguiría de la cabeza de Petter Nord la perturbación mental que había demostrado aquellas últimas semanas? ¿Curaría el cerebro de Petter Nord? ¿Resultarían vanos los esfuerzos que había hecho Edith para recobrar su salud? Y en este caso, ¿qué volvería a ser de ella?

Cuando ella partió, pálida por la emoción, pero llena de esperanza, había, en efecto, motivos para abrigar todos los temores. Nadie ocultaba que la locura había tomado harto arraigo en la imaginación de Petter Nord. Todas las barreras que la sociedad establece habían desaparecido cuando Edith supo que él sufría por el amor que le profesaba a ella. Pero ¿qué sería de este amor romántico, cuando viera al joven en carne y hueso? Nada hay menos romántico que la presencia de un loco.

Transportada en un sillón hasta la verja del cementerio, despidió a sus acompañantes y avanzó sola a lo largo de la avenida central. Sus miradas recorrían ansiosas los verdes parajes de la necrópolis, sin que lograra ver a nadie.

De súbito percibió el leve murmullo de las ramas hacia la parte de los abetos, y una cara feroz y contraída fijó sus ojos en ella. Jamás había visto el terror tan intensamente reflejado en un rostro humano. Tuvo miedo, un miedo rayano en la muerte. Por un momento vaciló y estuvo a punto de huir; pero un impulso brusco y poderoso, un sentimiento profundo y sagrado, se apoderó de ella. Ya no se trataba de una cuestión de amor ni de novela: sentía solamente el espanto de ver expuesto a una locura irremediable a un pobre ser humano.

Se quedó inmóvil, clavada en su sitio con el único propósito de que él se habituara lentamente a contemplarla, si bien ponía en su mirada todo el poder de que era capaz: ahora atraía al hombre con toda la fuerza de voluntad que le había permitido vencer su enfermedad.

Petter Nord acabó por salir poco a poco de su rincón, pálido, demudado, salvaje. Se iba aproximando sin que de su cara se desvaneciera el horror. Cuando estuvo muy cerca de ella, le puso las manos en los hombros y la contempló fijamente, con ojos sonrientes.

–¡Vamos, Petter Nord! ¿Qué te ha sucedido? Es preciso que nos vayamos de aquí. ¿Por qué has de permanecer en el cementerio, Petter Nord?

Él se puso a temblar, sobrecogido ante las miradas de la joven. Edith se daba cuenta de que le dominaba con la mirada, aunque sus palabras no parecían tener ningún sentido para él.

La joven cambió de tono:

–Escúchame bien, Petter Nord. No estoy muerta. Ya no voy a morir. He conseguido curarme por salvarte a ti.

Él continuaba siempre en su expresión estúpida y enloquecida. Edith dio nuevas inflexiones a su voz.

–Tú no me has dado la muerte –decíale cada vez con más infinita ternura–; tú me has dado la vida.

Repitió esta frase varias veces, con una voz que acabó por temblar de emoción y sumergirse en sollozos. Él continuaba sin comprender nada de cuanto sucedía.

–¡Petter Nord, yo te amo! ¡Te amo! ¡Te amo! –exclamó, finalmente.

Él continuó indiferente.

Edith no sabía qué hacer ni qué intentar para devolverle la razón.

No tendría más remedio que conducirlo hacia el pueblo como un loco y tratarlo también como un loco.

Un dolor punzante iba clavándose en su corazón. Había perdido el regalo más precioso que la vida le había hecho. Con la amargura inmensa de su honda pena, atrajo hacía sí al pobre ser y lo besó en la frente. Era éste su adiós a la felicidad y a la vida.

Sus fuerzas la abandonaron y una mortal debilidad entró en sus venas.

Pero, de repente, creyó descubrir un leve signo de conciencia en la cara del desgraciado. Sus rasgos fisonómicos se contrajeron, y se puso a temblar.

Y, de súbito, se fundió en un mar de lágrimas.

Ella lo llevó hacía un viejo panteón, se sentó sobre la amplia losa, le hizo sentar en tierra ante ella y puso su pobre cabeza sobre sus rodillas, acariciándole dulcemente mientras él continuaba llorando.

Pasó entonces algo parecido al despertar de un mal sueño.

–¿Por qué lloro? –se preguntó él–. He tenido una pesadilla; pero esto no es un motivo suficiente para llorar.

La niebla se disipaba de su cabeza poco a poco; pero no cesaba de llorar.

–Tengo necesidad de llorar –añadió.

Después sonrió levemente.

.–¿Es que ya ha llegado la Pascua? –preguntó.

Edith no le comprendía.

–Los muertos resucitan por Pascua.

Tras esto se puso a relatar sus encuentros con doña Cuaresma, de qué manera se le había sometido primeramente y por qué se había rebelado por último.

–Estamos en Pascua, en efecto, y el reinado de la Cuaresma ha terminado –respondió Edith con el alma llena de júbilo.

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