La historia del travieso Peter Nord

Capítulo III

Estoy casi obligada a salirme de la realidad y refugiarme en el mundo de las fábulas para poder proseguir el relato de mi historia.

Sí el joven Petter Nord hubiera sido el porquerizo de Andersen que ostenta una corona real bajo su viejo sombrero y que se desposa con la princesa, todo parecería sencillo y natural. Tal vez no me creyera nadie si yo dijera que también Petter Nord ocultaba un círculo de oro bajo sus cabellos de lino. No puede ponerse en duda que en mi pueblo pasan cosas prodigiosas y que son muchas las princesas encantadas que esperan al pastor de la aventura.

Primeramente, parecía que se habían terminado para siempre las aventuras. Cuando Petter Nord fue puesto en libertad por el viejo alcalde, y se vio obligado por segunda vez a escapar del pueblo lleno de vergüenza y de oprobio, sintió que le asaltaban las mismas ideas que la primera vez. Y en su oído resonaba de nuevo el aire de la antigua canción que se entona mientras todos bailan en torno del árbol de Navidad:

Ha vuelto Navidad,

ha vuelto Navidad.

Tras Navidad la Pascua volverá.

Esto no es verdad,

esto no es verdad,

porque antes la Cuaresma llegara.

Y la joven doña Cuaresma, con sus haces de varas floridas debajo del brazo vino a su encuentro. Y le gritó: "Has malgastado el tiempo, derrochador. Has querido celebrar las fiestas de la venganza y de la rehabilitación durante este período cuaresmal, que es la vida. No hay modo de procurarse semejante lujo, imbécil".

Y Petter Nord volvió a prestarle un juramento de fidelidad, y de nuevo fue el obrero taciturno y ahorrativo. Otra vez se entregó al trabajo con toda gravedad y toda calma. Nadie hubiera creído al verle que era el mismo que rugiera de rabia y se lanzara tras los muchachos derribados en tierra como el ciervo perseguido para desembarazarse de la jauría.

Unas semanas después, el mismo Halfvorson, accediendo a las súplicas de su sobrina, fue a buscarle al taller donde trabajaba.

Petter Nord comenzó a temblar al verle. No sabía ciertamente qué hacer ni qué camino tomar: si el de la agresión o la huida; pero, de repente, se dio cuenta de que el comerciante tenía un aspecto harto afligido, como el que ha afrontado una terrible tempestad: los músculos de su cara estaban contraídos, su boca cerrada, sus ojos enrojecidos y lacrimosos. Lo único que no había cambiado en él era la voz, que continuaba sonando siempre sin la menor inflexión, tan monótona y gangosa.

–No tienes nada que temer de lo pasado en otro tiempo ni de lo sucedido ahora –comenzó diciendo Halfvorson-. Hemos sabido que tú figurabas entre aquellos hombres que vinieron a mi casa, hace algún tiempo, dispuesto a promover un escándalo. Pero Edith está agonizando –y toda su cara se contrajo al decir esto– y desearía verte antes de morir. Nosotros no queremos hacerte ningún daño.

–Estoy dispuesto a seguirle –respondió Petter Nord.

Momentos más tarde se embarcaron los dos en el vaporcito que remontaba el río. Petter Nord se había puesto su hermoso traje de los domingos. El mensaje de Edith había conmovido todo su ser y sus antiguos sueños tejían en torno de sus cabellos algo así como una corona de rey.

¿No se había dicho siempre que le amaría una hermosa dama? Y la hermosa dama era la que ahora quería verle antes de morir. La pena se le clavaba en el corazón. ¡Haber pensado en él durante el decurso de tantos años! Y acariciando este pensamiento, le invadió una tristeza cálida y dulce.

¡Vean de nuevo al simpático Petter Nord, al loco Petter Nord! A medida que se iba aproximando al pueblo, doña Cuaresma se iba separando, abandonándole.

Halfvorson no estaba quieto en su sitio. Subía y bajaba del puente sin fatiga. Al pasar ante Petter Nord, rumiaba unas palabras que le permitían al joven seguir el camino de sus pensamientos.

–La encontraron tendida en tierra, casi muerta, en medio de un mar de sangre –decía–. Es buena, es bella ... No es merecedora de tan mala suerte... Ella ha conseguido hacerme bueno a mí también... No puedo verla llorar... Sus lágrimas caían sobre el libro... Por otra parte, ha sido una muchacha de gran astucia. Supo bien cómo me tenía que coger... Ella ha hecho que mi casa sea grata y confortable. Hizo que me recibieran las personas de la buena sociedad. Bien sabía yo a dónde me llevaba con sus mimos y caricias..., pero ¿cómo resistirme?

Monologando de esta manera llegó hasta la proa, y al deshacer el camino y pasar ante el joven, articuló con apesadumbrada voz:

–No puedo soportar la idea de que va a morir.

Hablaba siempre con aquella voz de pena, chillona y sin inflexiones. Petter Nord estaba firmemente convencido de que un hombre como él, príncipe de la aventura, no tenía derecho a guardarle rencor a Halfvorson. ¿No estaba obligado el pobre a vivir relegado fuera de la humanidad por su carácter, incapaz de granjearse el aprecio y el amor de los demás? Necesariamente tenía que mirar a los otros como enemigos, y hubiera sido una injusticia aplicarle a él el mismo trato que a los demás hombres.

No tardó Petter Nord en sumirse en sus sueños. Ella se había acordado frecuentemente de él durante todos aquellos años; en este tiempo, una joven bonita no había dejado de pensar en él, le había añorado, amado.

Apenas llegó, se le condujo cerca de Edith, que le esperaba bajo el emparrado. ¡Feliz Petter Nord! Al volverla a ver no recibió uno de esos golpes propios de un despertar brutal; la hermosa joven que se deshojaba rápidamente, más pronto que los álamos arrancados para improvisar aquel emparrado, se le apareció como un ser de ensueño. Sus grandes ojos, más límpidos y más brillantes que hacía años, se habían hundido. Sus manos parecían tan finas y transparentes, que se temía tocar una materia espiritualizada.

¡Y le amaba! Por su parte, comenzó a amarla inmediatamente, con un amor inmenso, devorador. ¡Qué dulzura sentir, después de tantos años, que su corazón ardía en presencia de un ser humano!

Habíase detenido a la entrada del emparrado, quedándose inmóvil, mientras que sus ojos, su corazón y su cerebro estaban sometidos a la más grande agitación. Ante su larga mirada, ella se puso a sonreír, con la sonrisa más desesperada del mundo, con esa sonrisa de los enfermos, que parece decir: "¡Mira en qué he venido a parar! No me preguntes nada; ya no puedo ser bella ni agradable. Voy a morir pronto".

Esta sonrisa le volvió a la realidad: tenía delante no una visión ensoñada, sino un alma que se disponía a escapar y que había adelgazado y minado los muros de su prisión.

La cara de Petter Nord y la manera de coger la mano de Edith mostraron tan claramente la parte que tomaba en su sufrimiento y el olvido en que tenía todo lo demás, que la enferma, también por la piedad que ella misma se inspiraba, no pudo contener las lágrimas que asomaron a sus ojos.

¡Cómo mostrarse compasivo con ella desde el primer instante! Comprendía que ella no quería revelarle su emoción, y que sólo su estado de extremada debilidad la traicionaba. Pensando que lo mejor sería fingir que no se fijaba en nada, inició una conversación sobre un tema muy inocente.

–¿Se acuerda usted de mis ratoncitos blancos? ¿Sabe qué ha sido de ellos?

La joven le dirigió una mirada de admiración; sin duda quería facilitarle lo que le tenía que decir

–Los dejé sueltos por el almacén –contestó–. Seguramente habrán hecho ya de las suyas.

–¿Es verdad? ¿Y viven todavía?

–Mi tío dice que jamás ha de verse libre de esos bichos. ¡Ellos son los que le han vengado! –respondió ella con un tono intencionado.

–Era una buena raza –añadió Petter Nord.

La conversación se detuvo en este punto. Edith cerró un momento los ojos, como cansada, y Petter Nord respetó su silencio. Ella buscaba el sentido de su respuesta. El no había recogido sus palabras sobre la venganza. Sin embargo, al hablar de sus ratoncitos, había parecido comprender lo que ella quería decirle. ¿No había venido él al pueblo, unas semanas antes, para vengarse?

¡Pobre Petter Nord! Muchas veces pensó en la suerte que pudo correr. Durante muchas noches el alarido del pobre muchacho, víctima del espanto, había resonado en sus oídos durante el sueño. Debido en parte a él, por no revivir una noche semejante, se había dedicado a reformar el carácter de su tío y a proporcionarle un hogar a este viejo solitario.

Y nuevamente se unía su suerte a la de Petter Nord, al hallarse en trance de muerte a causa de haber vuelto al pueblo dispuesto a vengarse.

¡Y Petter Nord, sentado a su lado, imaginaba que ella le había llamado por el amor que le profesara! Ya no podía dudar de que la joven le creía vengativo, brutal, despechado, borracho y pendenciero. Él, que era un ejemplo para sus compañeros de la fábrica, cómo pudo sospechar que ella le había llamado con el fin de predicarle la moralidad, si le estaba diciendo: "¡Mira en que estado me encuentras, Petter Nord! Tu deseo de venganza es la causa de mi muerte. ¡Piensa en ello y comienza una nueva vida!"

–Entonces, Petter Nord, ¿fue realmente usted el que vino acompañado de aquellos tres forajidos?

El rubor le encendió la cara y bajó los ojos El joven le confesó lo sucedido: primero, la imputación de que carecía de dignidad porque no trataba de rehabilitarse o de tomar venganza; después, el lamentable resultado de su empresa: golpeado, encarcelado, deshonrado.

Mientras hablaba no se atrevía a levantar la vista del suelo. Se daba cuenta de que él se privaba voluntariamente de todo el prestigio de que Edith le había rodeado en sus sueños.

–Pero, Petter Nord, ¿qué hubiera hecho usted de haber encontrado a Halfvorson? –le preguntó, por último.

Él bajó todavía más la cabeza.

–Yo le vi, trabajando en su huerto. Me lo había dicho el muchacho de la tienda.

–¿Y no se atrevió usted a tomar la revancha?

Bajo la mirada penetrante de la joven, repuso dócilmente:

–Cuando mis tres compañeros se echaron sobre la hierba para dormir un poco, me fui solo en busca de Halfvorson, porque quería arreglar el asunto sin ninguna otra intervención. Le encontré cuando se disponía a cuidar un arvejal. Aquella noche debió caer un fuerte chaparrón, porque las plantas estaban aplastadas, deshechas, cubiertas de tierra. Halfvorson las iba levantando delicadamente una a una, las limpiaba de fango y procuraba unir los tallos en torno de las ramas. Le contemplé un rato. Naturalmente, él no me había oído, y aún no había tenido tiempo de levantar la cabeza. ¿Qué debía hacer yo? No era posible que me lanzase sobre él mientras se hallaba, inclinado, cuidando del arvejal. "Esperaré un poco", me dije. De repente, se irguió con rapidez, se golpeó la frente y corrió hacia el invernáculo. Levantó los vidrios y miró. Yo también miré hacia allí, porque Halfvorson mostró la mayor desesperación. Era, en verdad, lastimoso ver aquello. Había olvidado resguardar las plantas del sol y el calor había sido bochornoso allí dentro. Los pepinos estaban medio muertos; ciertas hojas estaban quemadas y otras pendían fláccidas. Yo estaba tan impresionado, que olvidé en absoluto tomar precaución alguna. Halfvorson advirtió mí sombra, y, sin levantar la cabeza, me dijo:

"–Oye, toma la regadera que he dejado junto a los espárragos, y corre en seguida a buscar agua.

"Me tomaba, sin duda, por el jardinero, y yo no pude hacer otra cosa que obedecerle.

"–¿Eres tú el que va en busca del agua, Petter Nord? –me preguntó con asombro al verme.

"–Sí, los pepinos nada tienen que ver con nuestras cuestiones.

"Tal vez fue esto ridículo y puede que a mí me faltara carácter, pero es que me dominaba lo que sucedía allí. Además, yo sentía mucha curiosidad por ver si los pepinos renacían. Cuando volví con el agua, él había levantado todos los vidrios y fijaba obstinadamente sus ojos en los pepinos. Le puse la regadera en las manos y sin perder un momento se puso a regar aquella perdición. Las pobres plantas se reanimaban, se erguían a simple vista. Halfvorson debía tener esta misma impresión, porque de súbito se echó a reír. Entonces, me marché.

–¿Y se marchó usted así, Petter Nord? –preguntó Edith, irguiéndose un poco en el sofá.

–No pude yo regar las plantas –contestó Petter Nord, excusándose.

Edith, de una manera lenta e inconsciente, se quedó sometida al resplandor que parecía nimbar la cabeza de Petter Nord. Así, pues, ella no tenía necesidad de inspirarle ideas de remordimiento. No era el hombre que había pensado. Era un ser delicado y tierno. Dejó caer la cabeza sobre el almohadón. entornó los ojos y reflexionó.

Se asombraba del gran consuelo que experimentaba al pensar que no tenía necesidad de hacerle ningún discurso.

–Soy muy feliz al saber que usted ha abandonado sus ideas de venganza, Petter Nord –murmuró después de un momento–. Esto es todo lo que yo quería preguntar. Ahora, ya puedo morir tranquila.

Y suspiró. Ella debía amarle muy hondamente, para perdonar tanta cobardía. Y al decir que le había llamado para rogarle que renunciara a su venganza, era porque su timidez debía impedirle, sin duda, que le confesara la verdadera razón.

–¿Cómo pueden dejarla morir Halfvorson y los demás? –exclamó–. ¿Cómo pueden dejarla morir? Sí yo estuviera aquí, la arrancaría de los brazos de la muerte. Le daría toda mí fuerza y tomaría sus sufrimientos.

–No sufro mucho –replicó ella, sonriendo.

–Quisiera poderla cuidar como un pajarito aterido, calentarla bajo mi abrigo como si fuera una ardillita. Vale la pena imponerse todo género de trabajos cuando se sabe que en la casa hay algo tibio y dulce que nos espera. Pero si usted sanara, si recobrara la salud, habría tantos otros que...

Ella le miró con asombro, como dispuesta a recordarle quién era. Mas de nuevo debió experimentar, sin duda. el encantador atractivo de la corona mágica e irreal que circundaba la cabeza del joven. Por otra parte, no expresaba probablemente ninguna intención determinada, y, además, no se parecía a los otros.

–¡Oh! –exclamó la joven–, no tantos como usted cree, Petter Nord. Nadie ha venido hasta mí con semejante propósito, por ahora.

En este momento ella estaba necesitada de la compasión y de la ternura que el pobre obrero podía darle. Deseaba sentirse envuelta en este ambiente de simpatía desinteresada y profunda. Quería leer todo esto en sus miradas, en todo su ser. Las palabras le eran indiferentes.

–Me alegro mucho de verle aquí –prosiguió–. Quédese todavía un momento y cuénteme todo lo que ha hecho en estos seis años de ausencia.

Durante todo el tiempo que Petter Nord estuvo hablando, ella, recostada en la chaise longue, bebía y respiraba el fluido misterioso que flotaba sobre ellos. Escuchaba y no oía; pero se sentía reanimada y animosa.

Se interesaba vivamente en estas historias que la introducían, de golpe, en la vida de los barrios obreros, en este mundo nuevo donde fermentan la fuerza y la esperanza. Allí se deseaba y esperaba; se odiaba; se sufría.

–¡Qué felices son los oprimidos! –suspiró la joven.

Y en un despertar brusco de su vitalidad, declaró que era ésta la vida que ella había necesitado siempre, tan llena de estímulos.

–Sí yo hubiera estado bien –murmuró por último–, hubiese querido llevar esta existencia y mi sueño hubiera sido trabajar para crearme una situación con aquel que hubiese merecido y alcanzado mi amor.

Petter Nord se estremeció: ¡ésta era la confesión que anhelaba, que esperaba!

–¡Ah, trate usted de conseguirlo! –dijo Petter, en tono suplicante, mientras en su rostro se reflejaba un destello de felicidad.

Edith se dio cuenta de lo que sucedía, y reflexionó: "Esto no es más que simpatía y el infeliz se figura seguramente que estoy enamorada de él. ¡Qué locura! ¡Ah, este pequeño värmlandés!"

Ella quiso desengañarle, volverle a la razón, ¡pero yo no sé qué de indefinible que irradiaba en aquel día glorioso de Petter Nord se lo impidió! Le faltó el valor necesario para destruir el resplandor de alegría que le circundaba. Y la invadió un sentimiento de piedad ante la locura del joven.

"¡Pero qué mal me puede causar a mí todo esto –pensó–s i me voy a morir!"

No tardó en brindarle unas palabras de despedida para que se fuera. y al solicitar él permiso para volverla a ver, se lo negó, diciendo:

–No vuelva, pero recuerde usted el cementerio del pueblo, enclavado en la montaña, Petter Nord. Cuando hayan transcurrido unas cuantas semanas nada más, vaya allí y agradezca la dulzura de esta tarde que acabamos de pasar juntos.

Cuando Petter Nord salía del jardín, encontró a Halfvorson, que, con evidente desesperación, rastrillaba las avenidas y caminillos.

–Y qué, ¿no te ha dicho Edith, finalmente, por qué se muere, por qué va a morir? –preguntó el viejo, abordando al joven.

–No –respondió Petter Nord.

Halfvorson le puso pesadamente una mano encima del hombro, como para obligarle a que le escuchara hasta el final, y comenzó preguntando:

–¿Y no te ha dicho que eres tú quien la ha matado, tú y tus condenadas historias? Ella estaba ya delicada, pero no estaba aún muy grave. Nadie sentía la menor inquietud por su estado, cuando tú viniste aquí un día con esos canallas que tienes por compañeros. Y mientras tú estabas en la tienda hablando con el dependiente, esos tres miserables la asaltaron y la persiguieron hasta que tuvo un vómito de sangre. ¿Era esto lo que tú querías? Quisiste vengarte de mí matándola a ella. Querías hacerme desgraciado, dejándome solo en este mundo, sin un ser humano en torno de mí que me amara y me cuidara. ¡Me has quitado toda la alegría, toda la alegría! El viejo estaba dispuesto a continuar hablando; pero Petter Nord, confundido, tambaleándose bajo aquel golpe brutal que acababa de recibir, se desprendió de la mano que le sujetaba y huyó atolondrado, como si un temblor de tierra hubiera sacudido el pueblo y sepultado las casas.

Ir a Capítulo IV

Materias