Cañuela y Petaca

(Cuento de Baldomero Lillo )

Mientras Petaca atisba desde la puerta, Cañuela, encaramado sobre la mesa, descuelga del muro el pesado y mohoso fusil.

Los alegres rayos del sol filtrándose por las mil rendijas del rancho esparcen en el interior de la vivienda una claridad deslumbradora.

Ambos chicos están solos esa mañana. El viejo Pedro y su mujer, la anciana Rosalía, abuelos de Cañuela, salieron muy temprano en dirección al pueblo, después de recomendar a su nieto la mayor circunspección durante su ausencia.

Cañuela, a pesar de sus débiles fuerzas —tiene nueve años, y su cuerpo es espigado y delgaducho—,   ha terminado felizmente la empresa de apoderarse del arma, y sentado en el borde del lecho, con el cañón entre las piernas, teniendo apoyada la culata en el suelo, examina el terrible instrumento con grave atención y prolijidad. Sus cabellos rubios, desteñidos, y sus ojos claros de mi­rar impávido y cándido contrastan notablemente con la cabellera renegrida e hirsuta y los ojillos oscuros y viva­ces de Petaca, que dos años mayor que su primo, de cuerpo bajo y rechoncho, es la antítesis de Cañuela, a quien maneja y gobierna con despótica autoridad.

Aquel proyecto de cacería era entre ellos, desde tiem­po atrás, el objetivo de citas y conciliábulos misteriosos; pero siempre habían encontrado para llevarlo a cabo di­ficultades e inconvenientes insuperables. ¿Cómo propor­cionarse pólvora, perdigones y fulminantes?

Por fin, una tarde, mientras Cañuela vigilaba sobre las brasas del hogar la olla de la merienda, vio de impro­viso aparecer en el hueco de la puerta la furtiva y silen­ciosa figura de Petaca, quien, al enterarse de que los vie­jos no regresaban aún del pueblo, puso delante de los ojos asombrados de Cañuela un grueso saquete de pól­vora para minas que tenía oculto debajo de la ropa.

La adquisición del explosivo era toda una historia que el hé­roe de ella no se cuidó de relatar, embobado en la con­templación de aquella sustancia reluciente semejante a azabache pulimentado.

A una legua escasa del rancho había una cantera que surtía de materiales de construcción a los pueblos vecinos. El padre de Petaca era el capataz de aquellas obras. Todas las mañanas extraía del depósito excavado en la peña viva la provisión de pólvora para el día. En balde el chico había puesto en juego la travesura y suti­leza de su ingenio para apoderarse de uno de aquellos saquetes que el viejo tenía junto a sí en la pequeña car­pa, desde la cual dirigía los trabajos. Todas sus astucias y estratagemas habían fracasado lamentablemente ante los vigilantes ojos que observaban sus movimientos. De­sesperado de conseguir su objetivo, tentó, por fin, un me­dio heroico.

Había observado que cuando un tiro estaba listo, dada la señal de peligro, los trabajadores, incluso el capataz, iban a guarecerse en un hueco abierto con ese propósito en el flanco de la montaña y no salían de ahí sino cuando se había producido la explosión.

Una maña­na, arrastrándose como una culebra, fue a ponerse en acecho cerca de la carpa. Muy pronto, tres golpes dados con un martillo en una barrena de acero anunciaron que la mecha de un tiro acababa de ser encendida y vio cómo su padre y los canteros corrían a ocultarse en la excava­ción. Aquel era el momento propicio, y abalanzándose sobre los saquetes de pólvora se apoderó de uno, emprendiendo en seguida una veloz carrera, saltando como una cabra por encima de los montones de piedra que, en una gran extensión, cubrían el declive de la montaña.

Al pro­ducirse el estallido que hizo temblar el suelo bajo sus pies, enormes proyectiles le zumbaron en los oídos, rebo­tando a su derredor una furiosa granizada de pedriscos. Mas, ninguno le tocó, y cuando los canteros abandonaron su escondite, él estaba ya lejos, oprimiendo contra el ja­deante pecho su gloriosa conquista, henchida el alma de júbilo.

Esa tarde, que era un jueves, quedó acordado que la cacería fuese el domingo siguiente, día de que podían disponer a su antojo; pues los abuelos se ausentarían, como de costumbre, para llevar sus aves y hortalizas al mercado. Entretanto, había que ocultar la pólvora. Mu­chos escondites fueron propuestos y desechados. Ningu­no les parecía suficientemente seguro para tal tesoro. Cañuela propuso que se abriese un hoyo en un rincón del huerto y se la ocultase ahí, pero su primo lo disuadió contándole que un muchacho, vecino suyo, había hecho lo mismo con un saquete de aquellos, hallando días des­pués sólo la envoltura de papel. Todo el contenido se ha­bía deshecho con la humedad. Por consiguiente, había que buscar un sitio bien seco. Y mientras trataban inútil­mente de resolver aquel problema, el ganso de Cañuela, a quien, según su primo, nunca se le ocurría nada de pro­vecho, dijo, de pronto, señalando el fuego que ardía en mitad de la habitación:

—¡Enterrémosla en la ceniza!

Petaca lo contempló admirado y, por una rara ex­cepción, pues lo que proponía el rubillo le parecía siem­pre detestable, iba a aceptar aquella vez cuando la vista del fuego lo detuvo: ¿y si se prende?, pensó. De repente brincó de júbilo. Había encontrado la solución buscada. En un instante ambos chicos apartaron las brasas y ceni­zas del hogar y cavaron en medio del fogón un agujero de cuarenta centímetros de profundidad, dentro del cual, envuelto en un pañuelo de hierbas, colocaron el saquete de pólvora cubriéndole con la tierra extraída y volviendo a su sitio el fuego encima del que se puso nuevamente la desportillada cazuela de barro.

En media hora escasa todo quedó lindamente ter­minado, y Petaca se retiró prometiendo a su primo que los perdigones y los fulminantes estarían antes del domin­go en su poder.

Durante los días que precedieron al señalado, Cañue­la no cesó de pensar en la posibilidad de un estallido que, volcando la olla de la merienda, única consecuencia grave que se le ocurría, dejase a él y a sus abuelos sin cenar. Y este siniestro pensamiento cobraba más fuerza al ver a su abuela Rosalía inflar los carrillos y soplar con brío, atizando el fuego, bien ajena, por cierto, de que todo un Vesubio estaba ahí delante de sus narices, listo para hacer su inesperada y fulminante aparición. Cuando esto sucedía, Cañuela se levantaba en puntillas y se deslizaba hacia la puerta, mirando hacia atrás de reojo y mascullando con aire inquieto:

—¡Ahora sí que revienta, caramba!

Pero no reventaba, y el chico fue tranquilizándose hasta desechar todo temor.

Y cuando llegó el domingo y los viejos con su carga a cuestas hubieron desaparecido a lo lejos, en el sendero de la montaña, los rapaces, radiantes de júbilo, empeza­ron los preparativos para la expedición. Petaca había cumplido su palabra escamoteando a su padre una caja de fulminantes y, en cuanto a los perdigones, se les había substituido con gran ventaja y economía por pequeños guijarros recogidos en el lecho del arroyo.

Desenterrada la pólvora que ambos encontraron, des­pués de palparla, perfectamente seca y calientita, y exa­minando prolijamente el fusil del abuelo, tan venerable y vetusto como su dueño, no restaba más que emprender la marcha hacia las lomas y los rastrojos, lo que efectua­ron después de asegurar convenientemente la puerta del rancho. Adelante, con el fusil al hombro, iba Petaca, se­guido de cerca por Cañuela, que llevaba en los amplios bolsillos de sus calzones las municiones de guerra.

Du­rante un momento disputaron acerca del camino que debían seguir. Cañuela era de opinión de descender a la que­brada y seguir hasta el valle, donde encontrarían banda­das de tencas y de zorzales; pero su testarudo primo de­seaba ir más bien a través de los rastrojos, donde abun­daban las loicas y las perdices, caza, según él, muy supe­rior a la otra, y, como de costumbre, su decisión fue la que prevaleció.

Petaca vestía una chaqueta, desecho de su padre, a la cual se le había recortado las mangas y el contorno inferior a la altura de los bolsillos, los cuales quedaron, con este arreglo, eliminados. Cañuela no tenía chaqueta y cubríase el busto con una camisa; pero, en cambio, lle­vaba enfundadas las piernas en unos gruesos pantalones de paño, con enormes bolsillos que eran su orgullo, y le servían, a la vez, de arca, de arsenal y de despensa.

Petaca, con el fusil al hombro, sudaba y bufaba bajo el peso del descomunal armatoste. Irguiendo su pequeña talla esforzábase por mantener un continente digno de un cazador, resistiendo con obstinación las súplicas de su primo, que le rogaba le permitiese llevar, siquiera por un ratito, el precioso instrumento.

Durante la primera etapa, Cañuela, lleno de ardor cinegético, quería que se hiciese fuego sobre todo bicho viviente, no perdonando ni a los enjambres de mosqui­tos que zumbaban en el aire. A cada instante sonaba su discreto: ¡Psh, psh! llamando la atención de su compa­ñero, y cuando éste se detenía interrogándole con sus chis­peantes ojos, le señalaba, apuntando con la diestra, un mísero chincol que daba saltitos entre la hierba. Ante aquella caza ruin encogíase desdeñosamente de hombros el moreno Nemrod y proseguía su marcha triunfal a tra­vés de las lomas, encorvado bajo el fusil cuyo enmoheci­do cañón sobresalía, al apoyar la culata en el suelo, una cuarta por encima de su cabeza.

Por fin, el descontentadizo cazador vio delante de sí una pieza digna de los honores de un tiro. Una loica macho, cuya roja pechuga parecía una herida recién abier­ta, lanzaba su alegre canto sobre una cerca de ramas. Los chicos se echaron a tierra y empezaron a arrastrarse como reptiles por la maleza. El ave observaba sus movi­mientos con tranquilidad y no dio señales de inquietud sino cuando estaban a cuatro pasos de distancia. Abrió, entonces, las alas y fue a posarse sobre la hierba a cin­cuenta metros de aquel sitio. Desde ese momento empe­zó una cacería loca a través de los rastrojos. Cuando des­pués de grandes rodeos y de infinitas precauciones Petaca lograba aproximarse lo bastante y empezaba a enfilar el arma, el pájaro volaba e iba a lanzar su grito, que pare­cía de burla y desafío, un centenar de pasos más allá. Como si se propusiese poner a prueba la constancia de sus enemigos, ora salvaba un matorral o una barranca de difícil acceso, pero siempre a la vista de sus infatiga­bles perseguidores, quienes, después de algunas horas de este gimnástico ejercicio, estaban bañados en sudor, lle­nos de arañazos y con las ropas hechas una criba; mas no se desanimaban y proseguían la caza con salvaje ardor.

Por último, el ave, cansada de tan insistente perse­cución, se elevó en los aires y, salvando una profunda quebrada, desapareció en el boscaje de la vertiente opuesta.

Cañuela y Petaca que, con las greñas sobre los ojos, caminaban a gatas a lo largo de un surco, se enderezaron consultándose con la mirada, y luego, sin cambiar una sola palabra, siguieron adelante resueltos a morir de can­sancio antes que renunciar a una pieza tan magnífica. Cuando, después de atravesar la quebrada, rendidos de fatiga, se encontraron otra vez en las lomas, lo primero que divisaron fue la fugitiva, que posada en un pequeño arbusto estaba destrozando con su recio pico los tallos tiernos de la planta. Verla y caer ambos de bruces sobre la hierba fue todo uno. Petaca, con los ojos encandilados fijos en el ave, empezó a arrastrarse con el vientre en el suelo remolcando con la diestra penosamente el fusil.

Apenas respiraba, poniendo toda su alma en aquel silen­cioso deslizamiento. A cuatro metros del árbol se detuvo y reuniendo todas sus exhaustas fuerzas, se echó la esco­peta a la cara. Pero, en el instante en que se aprestaba a tirar del gatillo, Cañuela, que lo había seguido sin que él se advirtiera, le gritó de improviso con su vocecilla de clarín, aguda y penetrante:

—¡Espera, que no está cargada, hombre!

La loica agitó las alas y se perdió como una flecha en el horizonte.

Petaca se alzó de un brinco, y precipitándose sobre el rubillo lo molió a golpes y mojicones. ¡Qué bestia y qué bruto era! Ir a espantar la caza en el preciso instante en que iba a caer infaliblemente muerta. ¡Tan bien había hecho la puntería!

Y cuando Cañuela entre sollozos balbuceó:

—¡Porque te dije que no estaba cargada.. .!

A lo cual el morenillo contestó iracundo, con los bra­zos en jarra, clavando en su primo los ojos llameantes de cólera:

—¿Por qué no esperaste que saliese el tiro?

Cañuela cesó de sollozar, súbitamente, y enjugándo­se los ojos con el revés de la mano, miró a Petaca, embo­bado, con la boca abierta. ¡Cuán merecidos eran los mojicones! ¿Cómo no se le ocurrió cosa tan sencilla? No, había que rendirse a la evidencia. Era un ganso, nada más que un ganso.

La armonía entre los chicos se restableció bien pron­to. Tendidos a la sombra de un árbol descansaron un rato para reponerse de la fatiga que los abrumaba. Petaca, pasado ya el acceso de furor, reflexionaba y casi se arre­pentía de su dureza porque, a la verdad, matar un pájaro con una escopeta descargada no le parecía ya tan claro y evidente, por muy bien que se hiciese la puntería. Pero, como confesar su torpeza habría sido dar la razón al idiota del primillo, se guardó calladamente sus reflexiones para sí. Hubiera dado con gusto el cartucho de dinamita que tenía allá en el rancho, oculto debajo de la cama, por haber matado la maldita loica que tanto los había hecho padecer. ¡Si al salir hubiesen cargado el arma! Pe­ro aún era tiempo de reparar omisión tan capital, y, po­niéndose en pie, llamó a Cañuela para que le ayudase en la grave y delicada operación, de la cual ambos tenían sólo nociones vagas y confusas, pues no habían tenido aún oportunidad de ver cómo se cargaba una escopeta.

Y mientras Cañuela, encaramado en un tronco para dominar la extremidad del fusil que su primo mantiene en posición vertical, espera órdenes baqueta en mano, surgió la primera dificultad. ¿Qué se echaba primero? ¿La pólvora o los guijarros?

Petaca, aunque bastante perplejo, se inclinaba a creer que la pólvora, e iba a resolver la cuestión en este senti­do, cuando Cañuela, saliendo de su mutismo, expresó tí­midamente la misma idea.

El espíritu de intransigente contradicción de Petaca contra todo lo que provenía de su primo, se reveló esta vez como siempre. Bastaba que eh rubillo propusiese algo para que él hiciese inmediatamente lo contrario. ¡Y con qué despreciativo énfasis se burló de la ocurrencia! Se necesitaba ser más borrico que un buey para pensar tal despropósito. Si la pólvora iba primero, había forzosa­mente que echar encima los guijarros. ¿Y por dónde salía entonces el tiro? Nada, al revés había que proceder. Cañuela, que no resollaba, temeroso de que una respuesta suya acarrease sobre sus costillas razones más contun­dentes, vació en el cañón del arma una respetable canti­dad de piedrecillas sobre las cuales echó, en seguida, dos gruesos puñados de pólvora. Un manojo de pasto seco sirvió de taco, y con la colocación del fulminante, que Petaca efectuó sin dificultad, quedó el fusil listo para lanzar su mortífera descarga. Púsoselo al hombro el intrépido morenillo y echó a andar seguido de su camarada, escudriñando ávidamente el horizonte en busca de una víctima. Los pájaros abundaban, pero emprendían el vuelo apenas la extremidad del fusil amenazaba derribarles de su pedestal en el ramaje. Ninguno tenía la cortesía de permanecer quietecito mientras el cazador hacía y rectificaba una y mil veces la puntería. Por último, un impertérrito chincol tuvo la complacencia, en tanto se alisaba las plumas sobre una rama, de esperar el fin de tan extrañas y complicadas manipulaciones. Mientras Petaca, que había apoyado el fusil en un tronco, apuntaba arrodillado en la hierba, Cañuela, prudentemente colocado a su espalda, esperaba, con las manos en los oídos, el ruido del disparo que se le antojaba formidable, idea que asaltó también al cazador, recordando los tiros que oye­ra explotar en la cantera y, por un momento, vaciló sin resolverse a tirar del gatillo; pero el pensamiento de que su primo podía burlarse de su cobardía, lo hizo volver la cabeza, cerrar los ojos y oprimir el disparador. Grande fue su sorpresa al oír, en vez del estruendo que esperaba, un chasquido agudo y seco, pero que nada tenía de emo­cionante. Parece mentira, pensó, que un escopetazo suene tan poco. Y su primera mirada fue para el ave, y no vién­dola en la rama, lanzó un grito de júbilo y se precipitó adelante seguro de encontrarla en el suelo, patas arriba.

Cañuela, que viera el chincol alejarse tranquilamen­te, no se atrevió a desengañarle; y fue tal el calor con que su primo le ponderó la precisión del disparo, de có­mo vio volar las plumas por el aire y caer de las ramas el pájaro despachurrado que, olvidándose de lo que había visto, concluyó, también, por creer a pie juntillas en la muerte del ave, buscándola ambos con ahínco entre la maleza hasta que, cansados de la inutilidad de la pesqui­sa, la abandonaron, desalentados. Pero ambos habían olido la pólvora y su belicoso entusiasmo aumentó considerablemente, convirtiéndose en una sed de exterminio y destrucción que nada podía calmar. Cargaron rápida­mente el fusil y, perdido el miedo al arma, se entregaron con ardor a aquella imaginaria matanza. El débil estalli­do del fulminante mantenía aquella ilusión, y aunque ambos notaran al principio con extrañeza el poquísimo humo que echaba aquella pólvora, terminaron por no acordarse de aquel insignificante detalle.

Sólo una contrariedad anulaba su alegría. No podían cobrar una sola pieza, a pesar de que Petaca juraba y perjuraba haberla visto caer requetemuerta y despluma­da, casi, por la metralla de los guijarros. Mas, en su in­terior, empezaba a creer seriamente, recordando cómo las flechas torcidas describen una curva y se desvían del blanco, que la dichosa pólvora estuviera chueca. Prome­tióse, entonces, no cerrar los ojos ni volver la cabeza al tiempo de disparar para ver de qué parte se ladeaba el tiro; mas, un contratiempo inesperado le privó de hacer esta experiencia. Cañuela, que acababa de meter un grue­so puñado de guijarros en el cañón, exclamó de repente desde el tronco en que estaba encaramado, con tono de alarma:

—¡Se acabó la escopeta!

Petaca miró el fusil que tenía entre las manos y luego a su primo lleno de sorpresa, sin comprender lo que aquellas palabras significaban. El rubillo le señaló enton­ces la boca del cañón, por la que asomaba parte del últi­mo taco. Inclinó el arma para palpar ha abertura con los dedos y se convenció de que no había medio de meter ahí ni un grano más de pólvora o de lo que fuese. Su entre­cejo se frunció. Empezaba a adivinar por qué el armatoste había aumentado tan notablemente de peso. Se volvió hacia el rancho, al que se habían ido acercando a medida que avanzaba la tarde, y reflexionó acerca de las proba­bles consecuencias de aquel suceso, decidiendo, después de un rato, emprender la retirada y dejar a Cañuela la gloria de salir a su sabor del atolladero. Demasiado conocía el genio del abuelo para ponerse a su alcance. Pero su fecunda imaginación ideó otro plan que le pareció tan magnífico que, desechando la huida proyectada, se plantó delante de su primo, el cual, muy inquieto, le había observado hasta ahí sin atreverse a abrir la boca, y le habló con animación de algo que debía ser muy insólito, porque Cañuela, con lágrimas en los ojos, se resistía a secundarle. Pero, como siempre, concluyó por someter­se, y ambos se pusieron afanosamente a reunir hojas y ramas secas, amontonándolas en el suelo.

Cuando cre­yeron había bastante, Cañuela sacó de sus insondables bolsillos una caja de fósforos e incendió la pira. Apenas las llamas se elevaron un poco, Petaca cogió el fusil y lo acostó sobre la hoguera, retirándose en seguida, los dos, para contemplar a distancia los progresos del fuego. Transcurrieron algunos minutos y Petaca iba a acercarse nuevamente para añadir más combustible, cuando un estampido formidable los ensordeció. La hoguera fue dispersada a los cuatro vientos, y siniestros silbidos sur­caron el aire.

Cuando pasada la impresión del tremendo susto, am­bos se miraron, Petaca estaba tan pálido como su primo, pero su naturaleza enérgica hizo que se recobrase bien pronto, encaminándose al sitio de la explosión, el cual estaba tan limpio como si lo hubiesen rastrillado. Por más que miró no encontró vestigios del fusil. Cañuela, que lo había seguido llorando a lágrima viva, se detuvo de pron­to petrificado por el terror. En lo alto de la loma, a trein­ta pasos de distancia, se destacaba la alta silueta del abuelo avanzando a grandes zancadas. Parecía poseído de una terrible cólera. Gesticulaba a grandes voces, con la diestra en alto, blandiendo un tizón humeante que tenía una semejanza extraordinaria con una caja de escopeta. Petaca, que había visto al mismo tiempo que su primo la aparición, echó a correr por el declive de la loma, golpeándose los muslos con las palmas de las manos, y silbando al mismo tiempo su aire favorito. Mientras corría, examinaba el terreno, pensando que así como el abuelo había encontrado la caja del arma, él podía muy bien hallar, a su vez, el cañón o un pedacito siquiera con el cual se fa­bricaría un trabuco para hacer salvas y matar pidenes en la laguna.

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