El grisú


(Cuento de Baldomero Lillo )

En el pique se había paralizado el movimiento. Los tumbadores fumaban silenciosamente entre las hileras de vagonetas vacías, y el capataz mayor de la mina, un hombrecillo flaco, cuyo rostro rapado, de pómulos salientes, revelaba firmeza y astucia, aguardaba de pie con su linterna encendida junto al ascensor inmóvil. En lo alto el sol resplandecía en un cielo sin nubes y una brisa ligera que soplaba de la costa traía en sus ondas invisibles las salobres emanaciones del océano.

De improviso el ingeniero apareció en la puerta de entrada y se adelantó haciendo resonar bajo sus pies las metálicas planchas de la plataforma. Vestía un traje impermeable y llevaba en la diestra una linterna. Sin dignarse contestar el tímido saludo del capataz, penetró en la jaula seguido por su subordinado, y un segundo después desaparecían calladamente en la oscura sima.

Cuando, dos minutos después, el ascensor se detenía frente a la galería principal, las risotadas, las voces y los gritos que atronaban aquella parte de la mina cesaron como por encanto, y un cuchicheo temeroso brotó de las tinieblas y se propagó rápido bajo la sombría bóveda.

Mister Davis, el ingeniero jefe, un tanto obeso, alto, fuerte, de rubicunda fisonomía en la que el whisky había estampado su sello característico, inspiraba a los mineros un temor y respeto casi supersticioso. Duro e inflexible, su trato con el obrero desconocía la piedad y en su orgullo de raza consideraba la vida de aquellos seres como una cosa indigna de la atención de un gentleman que rugía de cólera si su caballo o su perro eran víctimas de la más mínima omisión en los cuidados que demandaban sus preciosas existencias.

Indignábale como una rebelión la más tímida protesta de esos pobres diablos y su pasividad de bestias le parecía un deber cuyo olvido debía castigarse severamente.

Las visitas de inspección que de tarde en tarde le imponía su puesto de ingeniero director, eran el punto negro de su vida refinada y sibarítica. Un humor endiablado se apoderaba de su ánimo durante aquellas fatigosas excursiones. Su irritabilidad se traducía en la aplicación de castigos y de multas que caían indistintamente sobre grandes y pequeños, y su presencia anunciada por la blanca luz de su linterna era más temida en la mina que los hundimientos y las explosiones del grisú.

Ese día, como siempre, la noticia de su bajada había producido cierta inquieta excitación en las diversas faenas. Los obreros fijaban una mirada recelosa en cada lucecilla que brillaba en las tinieblas, creyendo ver a cada instante aparecer aquel blanquecino y temido resplandor. Por todas partes se trabajaba con febril actividad: los barreteros con el cuerpo encogido, doblado a veces en posturas inverosímiles, arrancaban trozo a trozo el quebradizo mineral que los carretilleros conducían empujando las rechinantes vagonetas hasta los tornos de las galerías de arrastre.

El ingeniero con su acompañante se detuvieron algunos momentos en el departamento de los capataces donde el primero se impuso de los detalles y necesidades que habían hecho indispensable su presencia. Después de dar allí algunas órdenes, siempre en compañía del capataz mayor se dirigió hacia el interior de la mina recorriendo tortuosos corredores y estrechísimos pasadizos llenos de lodo.

Sentado en la parte plana de una vagoneta a la que se habían quitado las maderas laterales, hacía de vez en cuando alguna observación a su subalterno que seguía tras el carro trabajosamente. Dos muchachos sin más traje que el pantalón de tela conducían el singular vehículo: el uno empujaba de atrás y el otro enganchado como un caballo tiraba de delante. Este último daba grandes muestras de cansancio: el cuerpo inundado de sudor y la expresión angustiosa de su semblante revelaban la fatiga de un esfuerzo muscular excesivo. Su pecho henchíase y deprimíase como un fuelle a impulsos de su agitada respiración que se escapaba por la boca antreabierta apresurada y anhelante.

Una especie de arnés de cuero oprimía su busto desnudo, y de la faja que rodeaba su cintura partían dos cuerdas que se enganchaban a la parte delantera de la vagoneta. A la entrada de un pasadizo que conducía a las nuevas obras en explotación el jefe, cuya atención estaba fija en los revestimientos, dio la voz de alto, y dirigiendo el foco de su linterna hacia arriba comenzó a examinar las filtraciones de la roca, picando con una delgada varilla de hierro los maderos que sujetaban la techumbre. Algunas de esas vigas presentaban curvas amenazadoras y la varilla penetraba en ellas como en una cosa blanda y esponjosa. El capataz ,con mirada inquieta, contemplaba en silencio aquel examen presintiendo una de aquellas tormentas que tan a menudo estallaban sobre su cabeza de subordinado humilde y rastrero haste el servilismo.

—Acércate, ven acá. ¿Cuánto tiempo hace que se efectuó este revestimiento?
—Hará un mes, señor —contestó el atribulado capataz.

El ingeniero se volvió y dijo:
—¡Un mes y ya los maderos están podridos! Eres un torpe, que te dejas sorprender por los apuntaladores que colocan madera blanda en sitios como éste tan
saturados de humedad. Vas a ocuparte en el acto de remediar este desperfecto antes de que te haga pagar cara tu negligencia.

El azorado capataz retrocedió presuroso y desapareció en la oscuridad.

Mister Davis apoyó la punta de la vara en el des­nudo torso del muchacho que tenía delante y el carro se movió, pero con lentitud, pues la pendiente hacía muy penoso el arrastre en aquel suelo blando y escurridizo. El de atrás ayudaba a su compañero con todas sus fuerzas, mas de pronto las ruedas dejaron de girar y la vagoneta se detuvo: de bruces en el lodo, asido con ambas manos a los rieles en actitud de arrastrar aún, yacía el más joven de los conductores. A pesar de su valor la fatiga lo había vencido.

La voz del jefe a quien la perspectiva de tener que arrastrarse doblado en dos por aquel suelo encharcado y sucio ponía fuera de sí, resonó colérica en la galería:

—¡Canalla, haragán! —gritó enfurecido.

Y la vara de hierro se alzó y cayó repetidas veces, produciendo un ruido sordo en aquel cuerpo inanimado.

Al sentir los golpes, el caído se incorporó sobre las rodillas y haciendo un esfuerzo se puso de pie. Había en sus ojos una expresión de rabia, de dolor y desesperación. Con nervioso movimiento se despojó de sus arreos de bestia de tiro y se arrimó a la pared donde quedó inmóvil.

Mister Davis que le observaba con atención descendió del carro y se le acercó con la varilla en alto diciendo:

—¡Ah! con que te resistes, ¡espera!

Pero viendo que la víctima por toda defensa cruzaba sus brazos sobre la cabeza, se detuvo, quedó indeciso un momento y luego con voz tonante, profirió:

—¡Vete! ¡Fuera de aquí!

Y volviéndose al otro muchacho que temblaba como la hoja en el árbol le ordenó imperiosamente:

—Tú, sígueme.

Y encorvando su alta estatura continuó adelante por la lóbrega galería.

Después de despachar a toda prisa una cuadrilla de apuntaladores para que efectuasen en los revestimientos las reparaciones que tan duramente se le habían ordenado, el capataz se dirigió a esperar a su jefe a una pequeña plazoleta que lindaba con las nuevas obras en explotación, quedándose espantado al verlo aparecer, tras una larga espera, con la faz enrojecida, dando resoplidos de fatiga y salpicado de lodo de la cabeza a los pies. Fue tal su sorpresa, que no dio un paso ni hizo un ademán para acercarse a su señor, quien, dejándose caer pesadamente en unos trozos de madera, empezó a sacudir su traje y a enjugar con su fino pañuelo el copioso sudor que le inundaba el rostro.

El muchacho que llegaba empujando el pequeño carro, le reveló en dos palabras lo sucedido. El capataz oyó la noticia con inquietud y dando a su fisonomía la expresión más consternada y trágica que pudo, se acercó con ademán solícito a su superior; pero éste, comprendiendo que aquel incidente resultaba ridículo para su orgullo, había recobrado el gesto soberbio de supremo desdén que le era habitual, y clavando en el semblante servil de su subordinado la mirada fría e implacable de sus grises pupilas, le preguntó con voz al parecer serena, pero en la que se trasparentaba cierta sorda irritación:

—¿Tiene parientes ese muchacho?

—No, señor —respondió el interpelado—, sólo tiene madre y tres hermanos pequeños: el padre murió aplastado por un derrumbe cuando empezaron los trabajos del nuevo chiflón. Era un buen obrero —añadió, tratando de atenuar la falta del hijo con el mérito del padre.

—Bueno, vas a dar orden inmediata para que esa mujer y sus hijos dejen ahora mismo la habitación. No quiero holgazanes aquí —terminó con amenazadora severidad.

Su acento no admitía réplica, y el capataz, doblando una rodilla en el húmedo suelo, tomó su libreta de apuntes y el lápiz y trazó en ella, a la luz de su linterna, algunos renglones.

Mientras escribía, su imaginación se trasladó al cuarto de la viuda y de los huérfanos, y a pesar de que aquellos lanzamientos eran cosa frecuente y que como ejecutor de la justicia inapelable del amo la sensibilidad no era el punto vulnerable de su carácter, no pudo menos de experimentar cierta desazón por esa medida que iba a causar la ruina de aquel miserable hogar.

Terminado el escrito arrancó la hoja y haciendo una señal al muchacho para que se acercara se la entregó, diciéndole:
—Llévalo afuera, al mayordomo de cuartos.

Jefe y subalterno quedaron solos. En la plazoleta que servía de depósito de materiales, veíanse a la luz de las linternas trozos de maderas de revestimientos, montones de rieles y mangos de piquetas, esparcidos en derredor de los negros muros en los cuales se dibujaban las aberturas, más negras aún, de siniestros pasadizos.

Un rumor sordo, como de rompientes lejanas, desembocaba por aquellos huecos en oleadas cortas e intermitentes: chirridos de ruedas, voces humanas confusas, chasquidos secos y un redoble lento, imposible de localizar, llenaba la maciza bóveda de aquella honda caverna donde las tinieblas limitaban el círculo de luz a un pequeñísimo radio tras el cual sus masas compactas estaban siempre en acecho, prontas a avanzar o retroceder.

De pronto, allá a la distancia, apareció una luz seguida luego por otra y otras hasta completar algunas decenas. Asemejábanse a pequeños globos rojos flotando en un mar de tinta y que subían y bajaban siguiendo la ondulada curva de un invisible oleaje.

El capataz sacó su reloj y dijo, interrumpiendo el embarazoso silencio:
—Son los barreteros de la Media Hoja que vienen a tratar de la cuestión de los rebajes. Ayer quedaron citados para este sitio.

Y siguió dando minuciosos detalles sobre aquel asunto, detalles que su superior oía con manifiesto desagrado, su entrecejo se fruncía y todo en él revelaba una impaciencia creciente y cuando el capataz repetía por segunda vez sus argumentos:
—Es, pues, imposible aumentar los precios porque, entonces, el costo del carbón... —un "Ya lo sé" áspero y seco le cortó la palabra bruscamente.

El empleado echó una mirada a hurtadillas a su interruptor y una escéptica sonrisa invisible en la oscuridad plegó sus delgados labios al distinguir la larga hilera de lucecillas que se aproximaban. No era difícil de adivinar que el negocio de aquellos pobres diablos de barreteros corría el gravísimo riesgo de convertirse en un desastre. Y su convicción se afirmó viendo el torvo ceño del jefe y observando las huellas que la caminata por la galería había dejado en su persona y traje.

Los pantalones en las rodillas ostentaban grandes placas de barro y sus manos, ordinariamente tan blancas y cuidadas, eran las de un carbonero. No cabía duda, había tropezado y caído más de una vez. Además, en su abollado sombrero veíanse manchas del hollín que el humo de las lámparas deposita en la techumbre de los túneles, lo que indicaba que su cabeza había comprobado prácticamente la solidez de aquellos revestimientos que tan frágiles le habían parecido. Y a medida que avanzaba en aquel examen, una maligna alegría retratábase en el semblante finamente astuto del capataz. Sentíase vengado, siquiera en parte, de las humillaciones que por la índole de su empleo tenía diariamente que soportar.

Las luces continuaban acercándose y se oía ya distintamente el rumor de las voces y el chapoteo de los pies en el lodo líquido. La cabeza de la columna desembocó en breve en la plazoleta y todos aquellos hombres fueron alineándose silenciosamente frente al sitio ocupado por sus superiores. El humo de las lámparas y el olor acre de sus cuerpos sudorosos impregnó bien pronto la atmósfera de un hedor nauseabundo y asfixiante.

Y a pesar del considerable aumento de luz las sombras persistían siempre y en ellas se dibujaban las borrosas siluetas de los trabajadores, como masas confusas de perfiles indeterminados y vagos.

Mister Davis continuaba impasible sobre su banco de piedra, con las manos cruzadas sobre su grueso abdomen, dejando adivinar en la penumbra los recios contornos de su poderosa musculatura. Un silencio sepulcral reinaba en la plazoleta, silencio que interrumpieron de pronto algunas toses de viejo, cascadas y huecas.

—¡Vamos! ¿Qué esperan? ¡Que despachen pronto! —exclamó el ingeniero, dirigiéndose al capataz.

Éste levantó la linterna a la altura de su cabeza y proyectó el haz luminoso sobre el grupo del cual se destacó un hombre que avanzó, gorra en mano, y se detuvo a tres pasos de distancia.
Bajo de estatura, de pecho hundido y puntiagudos hombros, su calva ennegrecida como su rostro sobre el que caían largos mechones de pelos grises, dábale un aspecto extrañamente risible y grotesco. Una ojeada significativa del capataz le dio ánimo y con voz un tanto temblorosa planteó la cuestión que allí los había reunido: el asunto era por lo demás fácil y sencillo.

Como la nueva veta sólo alcanzaba un máximum de grueso de sesenta centímetros, tenían que excavar cuatro décimos más de arcilla para dar cabida a la vagoneta. Este trabajo suplementario era el más duro de la faena, pues la tosca era muy consistente, y como la presencia del grisú no admitía el uso de explosivos había que ahondar el corte a golpes de piqueta, lo que demandaba fatiga y tiempo considerables. La pequeña alza del precio del cajón, fijándolo en treinta centavos, no era suficiente, pues aunque empezaban la tarea al amanecer y no abandonaban la cantera hasta entrada la noche apenas alcanzaban a despachar tres carretillas, y podían contarse con los dedos de la mano los que elevaban esa cifra a cuatro. Y después de hacer una pintura sobria de la miseria de los bogares y del hambre de la mujer y de los hijos, terminó diciendo que sólo la esperanza de que los rebajes los resarcirían de sus penurias como se les había prometido al contratárseles como barreteros del nuevo filón, había sostenido las fuerzas de él y sus camaradas durante aquella larga quincena.

El ingeniero oyó aquella exposición, desde el princi­pio al fin, sin despegar los labios, encerrado en un mu­tismo amenazador que nada bueno presagiaba para los intereses de los solicitantes.
Un silencio lúgubre siguió por algunos momentos, interrumpido por el leve chisporroteo de las lámparas y una que otra tos tenaz y recalcitrante. De pronto un estremecimiento recorrió el grupo, los cuellos se estiraron y aguzáronse los oídos. Era la voz interrogadora del jefe que resonaba iciendo:

—¿Cuánto exigen ustedes por el metro de rebajes?
Aquella pregunta concreta y terminante no obtuvo respuesta. Un murmullo partió de las filas y algunas voces aisladas se escucharon, pero calláronse inmediatamente al oír de nuevo la voz imperiosa que con agrio tono repitió:
—¡Qué hay! ¿Nada contestas?
El viejo, que pasaba su gorra de una mano a otra, con aire indeciso, interpelado así directamente adelantó un paso y dijo con voz lenta e insegua, tratando de leer en el rostro velado de su interlocutor el efecto de sus palabras:
—Señor, lo justo sería que se nos pagase por cada metro el precio de cuatro carretillas de carbón, porque...

No terminó. El ingeniero se había puesto de pie y su obesa persona se destacó tomando proporciones amenazadoras en la nebulosa penumbra.
—Sois unos insolentes —gritó con voz rebosante de ira—, unos imbéciles que creen que voy a derrochar los dineros de la compañía en fomentar la pereza de un hato de holgazanes que en vez de trabajar se echan a dormir como cerdos por los rincones de las galerías.

Hizo una pausa para tomar aliento y agregó como si hablase consigo mismo:
—Pero conozco los ardides y sé lo que valen las lamentaciones hipócritas de semejante canalla.
Y encarándose con el capataz le ordenó recalcando cada una de sus palabras:
—Abonarás por el metro de rebajes en la Media Hoja treinta centavos a los barreteros que extraigan por término medio cuatro cajones de carbón diario. Los que no alcancen a esta cifra sólo cobrarán el precio del mineral.

Estaba furioso, porque a pesar de las economías introducidas, el carbón resultaba allí más caro que en los demás filones, y las exigencias de los obreros, que no hacían sino confirmar aquel mal éxito, aumentaban su despecho, pues íbale en ello su prestigio puesto en peligro por el error lamentable de sus cálculos y previsiones.
Bajo sus negras caretas los mineros palidecieron hasta la lividez. Aquellas palabras vibraron en sus oídos, repercutiendo en lo más hondo de sus almas como el toque apocalíptico de las trompetas del juicio final. Una expresión estúpida, un estupor cercano a la idiotez se pintó en sus dilatadas pupilas, y sus rodillas flaquearon como si súbitamente se hubiese hundido sobre ellos la sombría bóveda. Mas era tal el temor que les inspiraba la figura irritada e imponente del amo y tal el dominio que su autoridad todopoderosa ejercía en sus pobres espíritus envilecidos por tantos años de servidumbre, que nadie hizo un ademán ni dejó escapar la menor protesta.

Pero luego vino la reacción: era tan enorme el despojo, tan durísima la pena, que sus cerebros atontados un instante por aquel golpe de maza, recobraron de nuevo la conciencia de sus actos. El primero que recobró el uso de sus facultades fue el viejo de la tiznada calva, quien viendo que el jefe iba ya a marcharse le cerró resueltamente el paso diciendo con plañidera voz:
—Señor, apiádese de nosotros, que se nos cumpla lo prometido, lo hemos ganado con nuestra sangre. ¡Mire usted!

Y arrancando de un tirón la manga de la blusa mostró el brazo izquierdo envuelto en sucios vendajes que apartó con violencia, quedando al descubierto un profundo desgarrón que iba de la clavícula hasta el antebrazo. Aquella llaga privada de su apósito empezó a manar sangre en abundancia.
—Señor —prosiguió—, ténganos lástima, se lo pedimos de rodillas.

Pero el ingeniero no lo oía,  ocupado en discutir con el capataz el camino más corto para llegar al nuevo túnel destinado a unir las nuevas obras con las antiguas.
Un murmullo amenazador se alzó tras él cuando se puso en marcha, y el viejo, viendo que abandonaba la plazoleta, en un acceso de desesperación alargó la mano y lo cogió de la ropa.
Un brazo formidable se alzó en la oscuridad y de un furioso revés lanzó al atrevido a diez pasos de distancia. Se oyó un ruido sordo, un quejido y todo quedó otra vez en silencio.
Un momento después el jefe y su acompañante desaparecían en un ángulo del corredor.

En la plazoleta se desarrolló, entonces, una escena digna de los condenados del infierno. En la lobreguez de la sombra agitáronse las luces de las lámparas, moviéndose en todas direcciones y terribles juramentos y atroces blasfemias resonaron en las tinieblas, yendo a despertar a lo largo de los muros los ecos tristemente lúgubres de la roca tan insensible como el feroz egoísmo humano ante aquella inmensa desolación.

Algunos se habían echado en el suelo y mudos como masas inertes permanecían anonadados sin ver ni oír lo que pasaba a su alrededor. Un vejete lloraba en silencio acurrucado en un rincón y sus lágrimas traza­an sinuosos surcos en la cobriza y arrugada piel de su tiznado rostro. En otros grupos se discutía y gesticulaba acaloradamente y el ruido de la disputa era interrumpido a cada instante por maldiciones y rugidos de cólera y de dolor. Un muchacho alto y flaco con los puños crispados se paseaba entre los grupos oyendo los distintos pareceres y, convencido de que aquello no tenía remedio, que la sentencia dictada era inapelable, en un rapto de furor estrelló la lámpara en el muro, donde se hizo mil pedazos, y empezó a dar cabezadas contra la roca hasta rodar desvanecido al pie de la muralla.

Poco a poco se fueron aquietando los ánimos y un fornido mocetón exclamó en voz alta:
—¡Yo no doy un piquetazo más, que todo se lo lleve el diablo!
—Es muy fácil decir eso cuando no se tiene mujer ni hijos —le contestó alguien prontamente.
—Si siquiera pudiéramos usar pólvora. ¡Maldito grisú! —murmuró quejumbrosamente el de la calva.
—Sería la misma cosa, compañero. En cuanto vieran que ganábamos un poco más, rebajarían los sueldos.
—Y la culpa la tienen ustedes, los jóvenes —afirmó un viejo.
—¡Vaya, abuelo, ataje la recua que se le dispara! —profirió el primero que había tomado la palabra.
—Sí —insistió el anciano—, ustedes y nadie más que ustedes tienen la culpa, porque revientan trabajando y nos hacen reventar a todos. Si midiesen sus fuerzas no bajarían los precios y esta vida de perros sería menos dura.
—Es que no nos gusta mirarnos las manos cuando trabajamos.
—Tampoco las miraba yo y ya ves lo que me ha lucido.

Hubo un instante de silencio, y tras una breve pausa la voz grave y melancólica del anciano resonó otra vez:
—También fui joven y como ustedes hice lo mismo; me burlé de los viejos sin pensar que la juventud pasa tan ligero que cuando cae uno en ello es ya un desperdicio, un trasto. Viejo soy, pero no hay que olvidar que todos van por ese camino; que la muerte nos arrea y el que se para tiene pena de la vida.

Calláronse todos, nuevamente, y el vejete que gemía en el rincón se levantó y con lánguido paso abandonó la plazoleta. Muy pronto los demás siguieron su ejemplo, y en la profundidad de la galería las vacilantes luces de las lámparas volvieron a sumergirse en aquellas ondas tenebrosas que ahogaron en un instante su fugitivo y moribundo resplandor.

En el nuevo túnel se habían interrumpido momentáneamente los trabajos de excavación y sólo había allí una escuadrilla de apuntaladores: tres hombres y un muchacho. Ocupábanse dos en aserrar los maderos y los otros dos los ajustaban en sus sitios. Estaban ya al final y sólo unos cuantos metros los separaban del muro de roca que se perforaba.

Un obrero y el muchacho se empeñaban en colocar un trozo de viga en posición vertical: el primero la sostenía, mientras el segundo con un pesado combo golpeaba la parte superior. Viendo el poco éxito que obtenían, resolvieron quitarla para acortar su longitud, pero estaba encajada tan sólidamente que a pesar de sus esfuerzos no pudieron conseguirlo. Entonces  pusiéronse a disputar con acritud culpándose mutuamente de haber errado la medida del corte de aquel madero. Después de un agrio cambio de palabras se apartaron, sentándose para descansar en los trozos de roca esparcidos en el suelo.

Uno de los que aserraban se acercó, examinó la viga y viendo la señal de los golpes cerca de la techumbre, dijo, dirigiéndose al muchacho:
—Ten cuidado de golpear tan arriba. Una chispa, una sola, y nos achicharramos todos en este infierno. Acércate, ven a ver —agregó agachándose al pie del muro—. Pon la mano aquí, ¿qué sientes?
—Algo así como un vientecito que sopla.
—No es viento, camarada, es el grisú. Ayer tapamos con arcilla varias rendijas, pero ésta se nos escapó. La galería debe estar llena del maldito gas.

Y para cerciorarse levantó la lámpara de seguridad por encima de su cabeza: la luz se alargó creciendo considerablemente, visto lo cual por el obrero bajó el brazo con rapidez.

—¡Diablo! —dijo—, hay aquí grisú para hacer saltar la mina entera.

Aquel muchacho cuya edad fluctuaba entre los dieciocho y diecinueve años era conocido con el singular apodo de Viento Negro. Pendenciero y fanfarrón, de fuertes y recios miembros, abusaba de su vigor físico con los compañeros generalmente más débiles que él, por lo cual era muy poco estimado entre ellos. En su rostro picado de viruelas había una firmeza y resolución que contrastaba notablemente con los semblantes tímidos e inexpresivos de sus camaradas.
El obrero y el muchacho fueron a proseguir su conversación sentados en una viga.

—Ya ves —decía el primero—, estamos, vaya el caso, dentro del cañón de una escopeta, en el sitio en que se pone la carga.
Y señalando delante de él la alta galería continuó:
—Al menor descuido, una chispa que salte o una lámpara que se rompa, el Diablo tira del gatillo y sale el tiro. En cuanto a los que estamos aquí, haríamos sencillamente el papel de perdigones.

Viento Negro no contestó. En lo alto del túnel vio brillar la luz de la linterna del ingeniero. El otro también la había visto y levantándose ambos con premura fueron a proseguir la interrumpida tarea.

El muchacho cogió el combo y se dispuso a golpear la viga, pero su compañero se lo impidió diciéndole:
—¡No ves, torpe, que eso es inútil!
—Pero ahí vienen y es preciso hacer algo.
—Yo no hago nada y cuando lleguen diré que me den otro ayudante, porque tú para nada te cuidas de mis observaciones.

Y de nuevo se enconó la discusión, y hubieran llegado a las manos si la presencia de los superiores no lo hubiese impedido. Jefe y subalterno examinaron con atención los revestimientos y muy luego la mirada vigilante del capataz se fijó en la viga objeto de la disputa.
—¿Qué es esto, Juan?
—Es por culpa de éste, señor —respondió el obrero, señalando al muchacho—, hace lo que le da la gana y no obedece mis órdenes.

Los ojos penetrantes del capataz se clavaron en Viento Negro y exclamó de pronto en tono de amenaza:
—¡Ah, eres tú el que cortó ayer la cuerda de señales del departamento de los capataces! Tienes cinco pesos de multa por la fechoría.
—¡No he sido yo! —rugió el interpelado, pálido de cólera.
El capataz se encogió de hombros con indiferencia, pero viendo la inmovilidad del obrero y la furiosa mirada que brotaba de sus ojos, le gritó con imperio:
—¿Qué haces ahí, maldito holgazán? ¡Pronto, a quitar ese madero!

El muchacho no se movió. En su alma inculta e indómita aquella multa que tan injustamente se le aplicaba, prodújole el efecto de un latigazo, irritando hasta la exasperación su fiero y resuelto carácter.
El capataz, furioso por aquel insólito desconocimiento de su autoridad, cogió del cuello al desobediente y dándole un empellón hacia adelante remató la agresión aplicándole un violento puntapié por detrás. ¡Jamás lo hubiera hecho! Viento Negro se revolvió contra él como un tigre y asestándole una tremenda cabezada en mitad del pecho lo tendió exánime en el duro pavimento.

El ingeniero que cerca de allí hacía anotaciones en su cartera y que, impuesto de la disputa, se preparaba a intervenir, se volvió al oír el golpe de la caída y percibiendo una sombra que se deslizaba pegada al muro, de un salto se puso delante, cerrándole el paso. El fugitivo quiso evadirse por el otro lado, pero un puño de hierro le cogió de un brazo y lo arrastró como una pluma al fondo del túnel.

Sentado en una piedra, rodeado por los obreros, el capataz vuelto de su pasajero desvanecimiento, respiraba con dificultad. Al ver a su agresor quiso abalanzarse sobre el pero un ademán del ingeniero lo contuvo.
—Le ha dado una cabezada en el pecho —dijeron los obreros contestando a la mirada interrogadora del jefe, quien sin soltar el brazo de su prisionero lo condujo frente a la viga y le ordenó con tono tranquilo, casi amistoso:
—Ante todo vas a colocar este soporte en su sitio.
—He dicho que no quiero trabajar —repuso con voz sorda y opaca Viento Negro.
—Y yo te digo que trabajarás, si no te basta el martillo puedes ensayar las cabezadas en las que eres tan diestro.

Una explosión de risa saludó la cuchufleta que hizo palidecer de rabia el desfigurado rostro del obrero, quien paseó a su alrededor la mirada de fiera acorralada en la que brillaba la llama sombría de una indomable resolución. Y, de pronto, contrayendo sus músculos dio un salto hacia adelante, tratando pasar por el espacio descubierto entre el cuerpo del ingeniero y el muro del corredor. Pero un terrible puñetazo que le alcanzó en pleno rostro lo arrojó de espaldas con extremada violencia.

Se incorporó apoyándose en las manos y las rodillas, mas una feroz patada en los riñones lo echó a rodar de nuevo por entre los escombros de la galería. Los testigos de aquella escena no respiraban y seguían con avidez todas sus peripecias.

Viento Negro, lleno de lodo, espantoso, sangriento, se puso de pie. Un hilo de sangre brotaba de su ojo derecho e iba a perderse en la comisura de los labios, pero con paso firme se adelantó y cogiendo el combo se puso a descargar furiosos golpes en la inclinada viga.

La sonrisa del orgullo satisfecho resplandecía en la ancha faz del ingeniero. Había domado la fierecilla y a cada furibundo golpe que hacía resbalar el madero sobre la roca repetía plácidamente:
—¡Bien, muchacho, bravo, bien, bien!
El capataz fue el único que percibió el peligro, pero sólo alcanzó a ponerse de pie.
En la negra techumbre brillaron unas tras otras algunas chispas. Viento Negro había dejado deslizarse por sus manos el mango del combo hasta su extremidad, y la maza de acero al rozar las agudas aristas de la roca había producido en ellas el efecto fulminante del choque del eslabón con el pedernal.

Una llama azulada recorrió velozmente el combado techo del túnel y la masa de aire contenida entre sus muros se inflamó, convirtiéndose en una inmensa llamarada. Los cabellos y los trajes ardieron, y una luz vivísima, de extraordinaria intensidad, iluminó hasta los rincones más ocultos de la inclinada galería.
Pero aquella pavorosa visión sólo duró el brevísimo espacio de un segundo: un terrible crujido conmovió las entrañas de la roca y los seis hombres envueltos en un torbellino de llamas, de trozos de madera y de piedras, fueron proyectados con espantosa violencia a lo largo del corredor.

Al sordo estallido de la formidable explosión, los habitantes del pequeño caserío se agolparon a las puertas y ventanas de sus viviendas y fijando sus azorados ojos en las construcciones de la mina, presenciaron llenos de espanto algo como la repentina erupción de un volcán.
Bajo el cielo azul, sereno y límpido, sin asomo de humo, ni de llamas, los maderos de la cabría, arrancados de sus sitios por una fuerza prodigiosa, fueron lanzados hacia arriba en todas direcciones: una de las jaulas de hierro, recorriendo el angosto tubo del pozo, como un proyectil el ánima de un cañón, subió recta hasta una inmensa altura.

Los moradores de la población minera, en su mayor parte mujeres y niños, se abalanzaron en confuso tropel hacia el pique donde todo era confusión y desorden: los obreros corrían de un lado para otro, despavoridos, sin hallar qué hacer. Mas la presencia de ánimo del capataz de turno los tranquilizó un tanto, y bajo su dirección pusiéronse a trabajar con febril actividad.

Las jaulas habían  desaparecido y con ellas uno de los cables, pero el otro estaba aún intacto enrollado en la bobina. Con rapidez se montó una polea sobre la boca del pozo y atando  un cubo de madera a la extremidad del cable quedó todo listo para efectuar la bajada. El capataz y dos obreros se disponían ya a llevar a efecto esta operación cuando una espesa humareda que empezó a brotar desde abajo lo impidió y hubo que aguardar que los ventiladores barrieran aquel obstáculo.

Entretanto, las mujeres enloquecidas habían invadido la plataforma dificultado grandemente los trabajos de salvamento y los obreros, para tener despejado el sitio de la maniobra tenían que rechazarlas a empellones y puñetazo limpio. Sus alaridos aturdían impidiendo oír las voces de mando de capataces y maquinistas.
Por fin  el humo se disipó y el capataz y los obreros se colocaron dentro del cubo: diose la señal de bajada y desaparecieron en medio del más profundo silencio.

Frente a la galería de entrada abandonaron la improvisada jaula y penetraron al interior. Una calma aterradora reinaba allí, no se veía un rayo de luz y todo estaba limpio de obstáculos: no había rastros de vagonetas ni de maderos; las poleas, los cables, las cuerdas de señales, todo había sido barrido por la violencia del aire empujado por la explosión. Aquella soledad los sobrecogió y una angustia mortal oprimió sus corazones. ¿Habían muerto todos los compañeros?

Pero, de pronto, aparecieron gran número de luces y se encontraron rodeados por un compacto grupo de trabajadores. Al sentir la conmoción habían corrido presurosos hacia el punto de salida, mas al desembocar en la galería central los había detenido el humo y el aire irrespirable que llenaba esa parte de la mina. Nada sabían de los obreros de la entrada del pique; sin duda habían sido sepultados junto con los escombros en lo más hondo del pozo.
Las opiniones estaban acordes en que la explosión se había producido en el nuevo túnel y que debían haber perecido en ella la cuadrilla de apuntaladores, el ingeniero jefe y el capataz mayor de la mina.

Un grito unánime resonó: ¡Vamos allá! y todos se pusieron en movimiento, pero la voz enérgica del capa­taz los detuvo:
—¡Nadie se mueva! —dijo con autoridad—, la galería está llena de viento negro. Lo primero es activar la ventilación. Ciérrense las compuertas de la segunda galería para que el aire del ventilador obre directamente sobre el túnel. Después veremos lo que hay que  hacer.
Mientras algunos se precipitaban a ejecutar aquellas órdenes, el barretero Tomás, un mocetón alto y robusto, se acercó y con tono resuelto, dijo:
—Yo iré allá, si hay quien me acompañe. Es cobardía abandonar así a los compañeros. Puede haber alguno vivo todavía.
¡Sí, sí! ¡Vamos! —exclamaron una veintena de voces.

El capataz trató de disuadirlos, diciéndoles que era correr inútilmente a una muerte casi segura. Que hacía más de dos horas que se había producido el estallido y que por consiguiente los jefes y camaradas estaban sin duda alguna, muertos y bien muertos. Pero viendo que no le escuchaban accedió para evitar mayores desgracias a lo propuesto por el obrero, quien después de una violenta disputa, pues todos querían ser de la partida, eligió tres acompañantes con los cuales se puso inmediatamente en marcha.

A la entrada del túnel los cuatro hombres se arrodillaron e hicieron la señal de la cruz, y en seguida unos tras otros, con las lámparas en alto, penetraron en la galería que por su elevación les permitía andar derechos, sin encorvarse. Muy pronto sintieron latidos en las sienes y zumbidos en los oídos. A cien metros el que iba a la cabeza sintió un golpe a sus espaldas: el obrero que lo seguía había caído. Sin pérdida de tiempo lo levantaron y lo arrastraron hacia afuera. Reemplazósele con presteza y el pequeño grupo volvió de nuevo a internarse en el corredor.

Curando les faltaba un centenar de metros para llegar al final, encontraron el primer cuerpo. Una ojeada les bastó para comprender que era imposible conservar un resto de vida: estaba hecho pedazos. Algunos pasos más y tropezaron con el segundo, luego con el tercero, el cuarto y el quinto. El último era el del capataz, a quien reconocieron por sus gruesos zapatos claveteados. Faltaba el ingeniero, y sin detenerse siguieron avanzando, pero de pronto delante de ellos se desprendió un grueso bloque que cayó con gran estruendo, levantando una nube de polvo.

Hallábanse en el sitio de la explosión: el suelo estaba sembrado de escombros, los revestimientos habían sido arrancados en gran parte y la techumbre principiaba a ceder. Se detuvieron un instante indecisos; mas, luego, pasando por encima del obstáculo, prosiguieron el avance, cautelosos, con el oído atento a los chasquidos precursores de los derrumbes y sintiendo a cada paso el golpe seco de algún desprendimiento. Caminaron así algunos metros cuando de improviso resonó un crujido.

Tomás, que era el primero del grupo, recibió un golpe en un hombro que lo hizo vacilar sobre sus piernas: se volvió lleno de angustia; una espesa polvareda le impedía ver. Adelantó con precaución y sus dientes castañetearon: delante de él y cerrándole el paso había un montón de piedras de más de un metro de elevación y que abarcaba todo el ancho de la galería. De un salto cayó sobre aquel sepulcro y empezó a remover furiosamente los escombros, tarea que secundaron en breve los compañeros que llegaban, pero d espués de grandes esfuerzos sólo encontraron tres cadáveres.

Mientras algunos recogían los muertos, los demás registraban los rincones en busca del ingeniero cuya extraña desaparición despertaba en sus espíritus supersticiosos la idea de que el Diablo se lo había llevado en cuerpo y alma.
De pronto alguien gritó con fuerza:
—¡Aquí está!

Todos acudieron y alumbraron con sus lámparas. En un recodo de la galería, pegado al techo y en el eje destinado a sostener la polea del cable, en la extremidad que apuntaba al fondo del túnel, había un gran bulto suspendido. Aquella masa voluminosa que despedía un olor penetrante de carne quemada, era el cuerpo del ingeniero jefe. La punta de la gruesa barra de hierro habíale penetrado en el vientre y sobresalía más de un metro por entre los hombros. Con la terrible violencia del choque, la barra se había torcido y costó gran trabajo sacarlo de allí. Retirado el cadáver, como las ropas convertidas en pavesas se deshacían al más ligero contacto, los obreros se despojaron de sus blusas y lo cubrieron con ellas piadosamente. En sus rudas almas no había asomo de odio ni de rencor.

Puestos en marcha con la camilla sobre los hombros, respiraban con fatiga bajo el peso aplastador de aquel muerto que seguía gravitando sobre ellos, como una montaña en la cual la humanidad y los siglos habían amontonado soberbia, egoísmo y ferocidad.

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