El Corsario Negro

( Emilio Salgari )

CAPÍTULO 4

SEGUROS EN LA TORTUGA

Cuando El Rayo ancló en el puerto seguro de La Tortuga, los filibusteros estaban en plenos festejos. La mayoría de ellos habían obtenido un rico botín en correrías recientes por las costas de Santo Domingo y de Cuba a las órdenes del Olonés y de Miguel, el Vasco.

Tigres en el mar, en tierra aquellos hombres eran los más alegres habitantes de las Antillas y, cosa insólita, también los más corteses. A sus fiestas invitaban a todos los infortunados prisioneros españoles por los que estaban pidiendo rescate. En todo momento trataban de hacerles olvidar su triste condición. Triste, porque si el rescate exigido no llegaba, los filibusteros acostumbraban, entre otras artimañas, a mandar la cabeza de algún prisionero para hacerlos decidir por los restantes.

Cuando la nave ancló, los corsarios interrumpieron su banquete, sus bailes y sus juegos, la alegría de ver llegar al Corsario Negro se ensombreció por la bandera a media asta de El Rayo.

El caballero de Roccanera, que lo había visto todo desde el puente, llamó a Morgan.

—Comuníqueles que el Corsario Rojo ha tenido honrosa sepultura y que su hermano prepara la venganza que... —se interrumpió para agregar—: Díganle al Olonés que quiero hablar con él; luego, preséntele mis saludos al gobernador, al que también visitaré más tarde.

Media hora después, cuando ya habían terminado las labores de amarre, el Corsario bajó al camarote donde se encontraba la joven flamenca preparada para desembarcar.

—Señora, una chalupa la llevará a tierra.

—Soy su prisionera, caballero, y no me opondré a usted.

—No es mi prisionera, señora.

—¿Por qué? Todavía no he pagado mi rescate.

—Ya fue recibido en la caja de la tripulación.

—¿Quién lo pagó? —preguntó la joven, sorprendida—. Todavía no he comunicado mi situación al marqués de Heredia ni al gobernador de Maracaibo. ¿Acaso ha sido usted?

—Y bien, ¿si hubiera sido yo?... —preguntó el Corsario, mirándola a los ojos.

—Es una generosidad que no creía encontrar entre los filibusteros de la Tortuga, pero que no me sorprende en el caballero de Roccanera, señor de Ventimiglia. Sólo le ruego decirme en cuánto fue fijado mi rescate.

—¿Está usted ansiosa por abandonar La Tortuga?

—Se equivoca usted. Cuando llegue el momento, lamentaré abandonar la isla. Le guardaré vivo agradecimiento y jamás le olvidaré.

—¡Señora! —exclamó el Corsario con los ojos iluminados, y avanzó hacia ella, pero se contuvo.

Empezó a pasearse por la habitación. Bruscamente preguntó a la joven:

—¿Conoce usted al gobernador de Maracaibo?

La duquesa se estremeció al oírle. En sus ojos se veía una gran ansiedad.

—Sí —respondió, con un hilo de voz.

—¿Qué le sucede, señora? —preguntó el Corsario, sorprendido—. Está usted pálida e inquieta.

—¿Por qué esa pregunta? —insistió la joven, sin responder.

El Corsario iba a contestar cuando se oyeron los pasos de Morgan.

—Comandante —dijo éste, entrando—, Pedro Nau le espera en su casa. Le tiene importantes noticias.

El Corsario se volvió hacia la joven:

—Señora, permítame que le ofrezca la hospitalidad de mi casa y que ponga a su disposición a Moko, a Carmaux y a Wan Stiller. Ellos la conducirán hasta allá y quedarán a sus órdenes.

—Caballero..., por favor, una palabra... —balbuceó la duquesa.

—Sí, la comprendo a usted. Pero del rescate hablaremos luego.

Y sin más, salió y atravesó apresuradamente la cubierta, descendiendo a la chalupa que le esperaba. Saltó a tierra y pronto se internó pensativo en un bosque de palmeras.

—¡Ah!, el tétrico filibustero oculto en el bosque.

—¡Eres tú, Pedro! —dijo el Corsario, volviéndose.

—Soy el Olonés, el mismo que viste y calza.

Era el famoso filibustero, el más despiadado enemigo de los españoles, que terminaría su fugaz carrera bajo los dientes de los antropófagos. Natural de Olón, había sido marinero contrabandista en las costas de España. Sorprendido por los aduaneros, perdió su barco, su hermano fue muerto a balazos y él, gravemente herido. Curado, pero en la más espantosa miseria, se vendió como esclavo para ayudar a su anciana madre.

Luego se enroló como bucanero esclavo; después, en las mismas condiciones, pasó a ser filibustero. Como demostrara un coraje excepcional, obtuvo un pequeño barco que le concedió el gobernador de La Tortuga.

Con este barco realizó audaces prodigios, ocasionando enormes daños a las colonias españolas. Lo respaldaban los tres corsarios: el Negro, el Rojo y el Verde.

—Acompáñame a casa —dijo ahora el Olonés, después de estrechar la mano al capitán de El Rayo—. Esperaba impaciente tu regreso.

—También yo estaba impaciente por verte. Estuve en Maracaibo.

—¿Tú?... —exclamó, asombrado, el Olonés.

—Preferí rescatar personalmente el cadáver de mi hermano.

—Ten cuidado. Tu audacia te puede costar la vida. Recuerda a tus hermanos.

—¡No hables de eso, Pedro! ¡Voy a vengarlos muy pronto!

—¡Y yo! Ya he hecho algo: preparé la expedición. Tengo ocho naves, incluyendo la tuya, y cuento con seiscientos hombres, entre filibusteros y bucaneros. Nosotros capitanearemos a los primeros y Miguel, el Vasco, a los otros.

—¿Necesitas dinero? —preguntó el Corsario.

—Me gasté ya todo lo que obtuve en la expedición a Los Cayos.

—Por mi parte, puedes contar con diez mil piastras.

—¡Por las arenas de Olón!...

—Te habría dado más, pero esta mañana tuve que pagar un fuerte rescate.

—¿Un rescate, tú?

—Sí, por una gran dama que cayó en mis manos. El dinero del rescate le correspondía a mi tripulación.

—¿Una española?

—No, una duquesa flamenca emparentada con el gobernador de Veracruz.

—¡Flamenca! Igual que tu mortal enemigo —reflexionó con tristeza el Olonés.

—¿Qué quieres sugerir? —preguntó el Corsario, palideciendo.

—Qué podría estar emparentada con Wan Guld.

—¡Dios no lo quiera! —murmuró el Corsario, en un susurro.

—Y si así fuera, ¿por qué iba a importarte?

—He jurado exterminar a todos los Wan Guld, y también a sus parientes.

—Bueno, la matas y santas paces.

—¡Oh, no! —exclamó el Corsario, aterrorizado.

—¡Por las arenas de Olón!... Estás enamorado de tu prisionera.

—¡Calla, Pedro!

—¿Por qué? ¿Acaso es una vergüenza para los filibusteros amar a una mujer?

—No, pero sé que esa joven me será fatal.

—Entonces, abandónala a su suerte.

—Demasiado tarde. La amo con locura.

—¿Y ella te corresponde?

—Creo que sí.

—¡Qué linda pareja, a fe mía!... ¡El señor de Roccanera sólo podía emparentarse con una dama de alcurnia!... Suerte rara en América, y aún más rara para un filibustero. Vamos a bebernos unas copas a la salud de tu duquesa, amigo mío.

La casa del Olonés —una sencilla casa de madera a la usanza de las Antillas— estaba en el linde del bosque, a media milla de la ciudadela. Ya en su interior, ambos hombres se sentaron en sillones de bambú y descorcharon varias botellas de vino español.

—A tu salud, caballero, y a los ojos de tu dama —brindó el Olonés, chocando los vasos.

—Prefiero que bebamos por el éxito de nuestra expedición —repuso el Corsario.

—Será un éxito, amigo. Dime, ¿tú conoces a Wan Guld?

—Lo conozco mejor que a los españoles que sirve.

—¿Qué clase de hombre es?

—Un viejo soldado que peleó largamente en Flandes y que lleva uno de los apellidos más ilustres de la nobleza flamenca. Fue un gran conductor de ejércitos y habría ganado muchos otros títulos si el oro español no lo hubiera hecho traidor.

—¿Es viejo? —preguntó el Olonés.

—Debe tener unos cincuenta años. Es un zorro astuto.

—En Maracaibo, entonces, nos espera una resistencia terrible.

—Nuestros hombres, Pedro, tienen un valor insuperable. ¿Cuándo partimos?

—Mañana al alba.

—Me quedaré en tu casa; he cedido la mía a la duquesa.

—Es una alegría inesperada. Prepararemos mejor la expedición, junto con el Vasco, que vendrá a comer.

—Gracias, Pedro —repuso el Corsario, y se levantó dirigiéndose a la puerta.

—¿Ya te vas?... —le preguntó el Olonés.

—Sí, tengo algo que hacer. Pero dentro de unas horas estaré de vuelta.

—Adiós. No te dejes hechizar por la flamenca.

El Corsario ya estaba lejos. Había tomado otro sendero, avanzando por el bosque que se extendía detrás de la ciudadela y cubría buena parte de la isla. Soberbias palmas llamadas maximilianas, gigantescas mauritias de grandes hojas recortadas en forma de abanico, entrecruzaban su fronda con la de las bosnelías de hoja rígida como de metal.

Debajo de esos colosos, las palmas crecían en profusión, sin necesidad de cultivo, los agaves preciosos que dan un líquido picante y dulzón, conocido en las orillas del Golfo de México como aguamiel y mezcal cuando está fermentado, las vainillas selváticas y los largos pimenteros.

Pero el Corsario Negro, abstraído en sus pensamientos, no se detenía a contemplar aquella espléndida vegetación. Apuraba el paso, impaciente por llegar.

Media hora después se detenía bruscamente al borde de una plantación de altas cañas, cuyo color amarillo rosado adquiría tonalidades de púrpura a los rayos del sol poniente. Las hojas largas caían hacia el suelo, apretadas alrededor de un fuste delicado que terminaba en un bellísimo penacho blanco adornado con una franja tenue cuyo colorido estaba entre cerúleo y rubio: era una plantación de caña de azúcar en plena madurez.

El Corsario caminó al lado del cultivo durante un rato, luego penetró resueltamente entre las cañas y atravesó el terreno cultivado para detenerse, del otro lado, frente a una construcción muy graciosa que se levantaba entre un grupo de palmeras que la sombreaban por completo.

Era una casa de dos plantas, semejante a las que se construyen en México; las paredes estaban pintadas de rojo, adornadas con mosaicos, y el techo formaba una gran terraza llena de tiestos con flores.

Un enorme calabacero de largas y tupidas hojas que produce un fruto reluciente, color verde pálido y forma esférica, del tamaño de un melón, la cubría por completo, llegando a las ventanas y a la terraza.

Ante la puerta, Moko, el coloso africano, estaba sentado fumando una vieja pipa que le había regalado su único amigo, el compadre blanco.

El Corsario permaneció inmóvil un instante, mirando las ventanas y la terraza, luego hizo un gesto de impaciencia con la cabeza y se dirigió hacia el africano, quien, al verle, se levantó prestamente.

—¿Dónde están Carmaux y Wan Stiller? —le preguntó..

—Fueron. al puerto, para saber si habíais ordenado algo, señor.

—¿Qué hace la duquesa?

—Está en el jardín.

—¿Sola?

—Con sus camareras y sus pajes

—¿Qué hace?

—Os está preparando la mesa

—¿Para mí?... —pregunto el Corsario, cuya frente se aclaró de pronto como si un fuerte golpe de viento hubiese dispersado las nubes que la oscurecían.

—Estaba segura de que vendríais a cenar con ella.

—La verdad es que me están esperando en otro lugar, pero prefiero mi casa y su compañía a la de los filibusteros —murmuró.

Entró por un zaguán adornado con tiestos floridos que exhalaban delicado perfume, y salió del otro lado de la casa, al amplio jardín rodeado por una cerca alta y sólida imposible de escalar.

Si la casa. era graciosa, el jardín era muy pintoresco; hermosos senderos que los plátanos sombreaban prodigando su delicada frescura y ofreciendo su carga de frutas brillantes en forma de enormes racimos, se abrían en todas direcciones, dividiendo el terreno en canteros, en los que crecían espléndidas flores tropicales.

En los ángulos se levantaban maravillosas perseas que producen una fruta verde del tamaño de un limón y cuya pulpa servida con azúcar y jerez es riquísima; pasifloras, que dan una fruta exquisita, del tamaño de un huevo de pato, que contiene una sustancia gelatinosa de exquisito sabor; graciosas cumarú de flores purpurinas de delicado perfume, y palmas oacuri con sus almendras colosales, que alcanzan un tamaño de sesenta y hasta de ochenta centímetros.

El Corsario tomó uno de ésos senderos y llegó, sin hacer ruido, a una especie de glorieta formada por un gran calabacero como el que recubría la casa, bajo la espesa sombra de un "yupati" del Orinoco, palma maravillosa cuyas hojas alcanzan el increíble largo de quince pies, es decir, de más de once metros.

Rayos de luz brillaban por entre las hojas del calabacero y se oían juveniles risas.

El Corsario se detuvo a mirar: una mesa cubierta con albo mantel de encaje de Flandes estaba tendida en aquel pintoresco lugar.

Ramos de flores perfumadas decoraban con gusto la mesa, dispuestos alrededor de dos candelabros y de pirámides de frutas exquisitas: ananás, bananas, nueces de coco frescas, y "aphunas", especie de melocotones muy grandes que se comen cocidos con agua y azúcar.

La joven duquesa disponía las flores y las frutas, ayudada por sus dos mestizas.

Llevaba un vestido de color azul como el cielo, con encajes de Bruselas, que daba mayor realce al candor rosado de su piel y a su cabellera rubia recogida en una gruesa trenza que le caía a la espalda. No usaba joyas, contra la costumbre de las hispanoamericanas, entre las cuales sin duda había vivido mucho tiempo; sólo una doble fila de hermosas perlas cerradas con una esmeralda ceñía su cuello.

El Corsario Negro la contemplaba con ojos brillantes, su mirada no perdía ni uno de sus movimientos. Parecía estar hechizado por esa belleza nórdica, ya que no se atrevía casi a respirar, por temor de romper el encanto.

De pronto hizo un ademán, y su mano golpeó las hojas de una pequeña palma que crecía junto a la glorieta.

Al ruido, la joven flamenca se volvió y vio al Corsario. Un ligero sonrojo tiñó sus mejillas y sus labios se abrieron en una sonrisa que dejaba ver sus pequeños dientes brillantes, como las perlas que llevaba al cuello.

—¡Ah...! ¿Sois vos, caballero? —exclamó alegremente, y con una graciosa inclinación, mientras el Corsario se quitaba el sombrero, agregó:

—Os esperaba... Mirad: la mesa está preparada para cenar.

—¿Me esperabais, Honorata? —preguntó el Corsario, besando la mano que ella le tendía.

—Lo estáis viendo, caballero. Hay un trozo de manatís, aves asadas y pescado, que sólo esperan que les hagáis los honores. Yo misma he vigilado su preparación.

—¿Vos, duquesa?

—¿De qué os asombráis?.. Las mujeres flamencas acostumbran preparar ellas mismas la comida para sus huéspedes y sus maridos.

—¿Y vos me esperabais?

—Sí, caballero.

—Sin embargo, no os había advertido que tendría la inefable dicha de cenar con vos.

—Es cierto, pero el corazón de la mujer adivina a veces la intención del hombre y mi corazón me dijo que vendríais esta noche —agregó ella, sonrojándose otra vez.

—Señora —dijo el Corsario—, la verdad es que un amigo me invitó a cenar. Pero ¿creéis que pueda renunciar a vuestra exquisita hospitalidad? Quizá sea la única vez.

—¿Qué estáis diciendo, caballero? —inquirió la joven, estremeciéndose—. ¿Acaso el Corsario Negro tiene prisa por retornar al mar?... ¿Apenas ha puesto pie en tierra de regreso de una audaz expedición y quiere ya correr en busca de nuevas aventuras?... ¿No sabe que en el mar puede esperarlo la muerte?

—Lo sé, señora, pero el destino me empuja lejos y obedezco.

—¿Nada puede deteneros?... —preguntó ella con voz trémula.

—Nada.

—¿Ningún afecto?

—No.

—¿Ni siquiera la amistad? —preguntó la joven, cada vez más ansiosa.

El Corsario, nuevamente sombrío, iba a contestar con otra negativa, pero se contuvo, y ofreciendo una silla a la joven, dijo:

—Sentaos, señora, la cena se enfría y lamentaría no hacer honor a esta comida preparada por vuestras hermosas manos.

Se sentaron uno frente al otro y las dos mestizas comenzaron a servir. El Corsario estaba amabilísimo; mientras comía hablaba con entusiasmo, y su conversación era espiritual y cortés. Trataba a la joven duquesa con la gentileza de un perfecto hombre de mundo, la informaba sobre los usos y costumbres de los filibusteros y de los bucaneros, le hablaba de sus prodigiosas fiestas, de sus extraordinarias aventuras, le narraba batallas, abordajes, naufragios, pero sin hacer la menor mención referente al viaje que habría de emprender en compañía del Olonés y del Vasco.

La joven flamenca lo escuchaba sonriendo y admiraba su espíritu, su locuacidad nada frecuente y su amabilidad, aunque parecía preocupada como si un pensamiento la asediara o una invencible curiosidad, ya que al responderle volvía siempre al tema del viaje a emprender.

Las tinieblas habían caído dos horas antes y la luna brillaba entre los claros de la fronda, cuando el Corsario se levantó. Sólo en ese instante se acordó del Olonés y del Vasco que lo esperaban, y de que antes del alba habría de completar la tripulación de El Rayo

—¡El tiempo vuela a vuestro lado, señora! —le dijo—. ¿Qué embrujo misterioso poseéis para hacerme olvidar las graves obligaciones que debo cumplir?... Creía que eran apenas las ocho y son las diez.

—Ha sido el placer de descansar un instante en vuestra propia casa después de tantas incursiones por el mar, caballero —contestó la duquesa.

—¿No serán, más bien, vuestros bellísimos ojos y vuestra encantadora compañía?

—En ese caso, caballero, es vuestra persona la que me ha hecho pasar horas deliciosas... y... ¡quién sabe si podremos volver a gozarlas juntos, en este poético jardín, lejos del mar y de los hombres!... —agregó con profunda amargura.

—¡La guerra mata y la fortuna protege!

—¡La guerra!... ¿y no contáis el mar? No siempre El Rayo podrá vencer los huracanes del Gran Golfo.

—Mi nave no teme a la tempestad cuando yo la guío.

—¿Habéis decidido volver pronto al mar?

—Mañana al alba, señora.

—No acabáis de desembarcar y ya pensáis en huir; se diría que teméis a la tierra.

—Amo el mar, duquesa. Además, no será quedándome aquí que podré encontrar a mi mortal enemigo.

—¡Vuestro pensamiento está siempre fijo en él!

—Siempre, y sólo se extinguirá con mi vida.

—¿Es para combatir contra él que partís?

—Sin duda.

—¿Y vais a...? —inquirió la joven con una angustia que no pasó inadvertida para el Corsario.

—No os lo puedo decir, señora; son secretos de la filibustería. No debo olvidar que vos, hasta hace pocos días, erais huésped de los españoles de Veracruz y tenéis amigos también en Maracaibo.

—La frente de la joven se ensombreció y miró al Corsario con ojos tristes:

—¿Desconfiáis de mí? —le preguntó con tono de dulce reproche.

—No, señora. Dios me libre de sospechar de vos, pero debo obediencia a las leyes de la filibustería.

—Me hubiera dolido mucho que el Corsario Negro dudara de mí. Lo conocí en todo momento leal y caballero.

—¡Gracias por vuestra opinión, señora!

Se puso el sombrero, tomó la espada, pero era evidente que le costaba decidirse a partir. Permanecía de pie frente a la joven con los ojos fijos en ella y su rostro melancólico.

—Creo que deseáis decirme algo, ¿verdad, caballero? —preguntó la duquesa.

—Sí, señora.

—¿Es algo grave, que os preocupe?

—Talvez.

—Hablad, por favor, caballero.

—Deseo preguntaros si, durante mi ausencia, abandonaréis la isla.

—¿Y si lo hiciese...?

—Lamentaría mucho, señora, no encontraros a mi regreso.

—¿Sí?... ¿Puedo preguntar por qué, caballero? —inquirió ella sonriendo y enrojeciendo a la vez.

—No sé por qué, pero me sentiría muy feliz si pudiera pasar otra noche como ésta, cenando a vuestro lado. Me compensaría de grandes sufrimientos que desde los lejanos países de ultramar arrastré conmigo a estas aguas americanas.

—Pues bien, caballero, si lamentaríais no encontrarme, os confieso que yo también me sentiría muy triste si no volviese a ver al Corsario Negro —dijo la joven duquesa bajando la cabeza.

—Entonces, ¿me esperaréis?... —inquirió impetuosamente el Corsario.

—Haré más que eso, si me lo permitís.

—Hablad, señora.

—Os pediré hospitalidad, una vez más, a bordo de vuestra nave.

El Corsario Negro no pudo esconder su alegría, pero cambió presto y se puso muy serio.

—Es imposible... —dijo con firmeza.

—¿Acaso os molestaría?

—No, pero no está permitido a los filibusteros, cuando emprenden una expedición, llevar ninguna mujer. Es cierto que El Rayo es mío y que soy patrón absoluto a bordo y no tengo que dar cuenta a nadie, pero...

—Continuad —dijo la duquesa, muy triste.

—No sabría explicaros la causa, señora, pero tengo miedo de volveros a ver a bordo de mi nave. ¿Será el presentimiento de una desgracia que no puedo prever? ¿O algo peor?... ¿Veis? Me habéis hecho esa pregunta y mi corazón, en vez de alegrarse, ha sufrido una punzada... Miradme: ¿no me veis más pálido que de costumbre?

—Es cierto —exclamó la duquesa, asustada—. ¡Dios mío!... ¡Que esta expedición no os sea fatal!

—¿Quién puede leer el porvenir?... Señora, dejadme partir. En este momento sufro sin poder adivinar la causa. Adiós, señora; si tuviese que hundirme con mi barco en las profundidades del Gran Golfo o morir en la brecha con una bala o una puñalada en el pecho, no olvidéis demasiado pronto al Corsario Negro.

Después de decir esas palabras, salió con paso rápido, sin volverse, como si tuviera miedo de quedarse allí todavía, y luego de atravesar el jardín y el zaguán penetró en el bosque para dirigirse a la casa del Olonés.

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