El corsario negro

( Emilio Salgari )

CAPÍTULO 5

EL ODIO DEL CORSARIO NEGRO

A la mañana siguiente, con la primera luz del día y la marea alta, entre el redoble de los tambores, el sonido de los pífanos, los tiros al aire de los bucaneros de La Tortuga y los ¡hurra! estrepitosos de los filibusteros de las naves ancladas, la expedición abandonaba el puerto, bajo las órdenes del Corsario Negro, del Olonés y de Miguel, el Vasco.

Se componía de ocho naves grandes y pequeñas, armadas con ochenta y seis cañones, de los cuales dieciséis se encontraban en el barco del Olonés y doce en El Rayo, con una tripulación de seiscientos cincuenta hombres entre filibusteros y bucaneros.

El Rayo, por ser el velero más raudo, navegaba a la cabeza de la escuadra, sirviendo de explorador.

Al tope del palo maestro flameaba la bandera negra a franjas de oro del comandante y en la cima del trinquete la gran cinta roja de las naves de guerra; detrás, en doble fila, venían los otros barcos, conservando la distancia necesaria para poder maniobrar sin peligro.

La escuadra salió mar afuera y se dirigió hacia occidente, en busca del canal de Barlovento, por el cual habría de desembocar en el mar Caribe.

Les acompañaba un tiempo espléndido y todo era favorable para la navegación tranquila a Maracaibo. Los filibusteros sabían, además, que la flota del almirante Toledo navegaba frente. a las costas de Yucatán, en dirección hacia México.

Tras dos apacibles días, la escuadra se disponía a doblar el Cabo del Engaño, cuando El Rayo comunicó la presencia de una nave enemiga en ruta a Santo Domingo.

El Olonés, comandante supremo de la expedición, ordenó que se la persiguiera, pues llevaba el estandarte de España. El barco enemigo se vio pronto rodeado y sin posibilidades de escapar. Habría bastado una andanada para hundirlo u obligarlo a rendirse, pero los soberbios corsarios tenían gestos incomprensibles y hasta admirables en ladrones del mar.

El Olonés ordenó por señales al Corsario Negro que la escuadra se colocara a la capa, y avanzó audazmente al encuentro del barco, para intimarlo a una rendición incondicional.

El buque enemigo, que en todo momento se había considerado perdido, respondió a la intimación con una descarga de sus ocho cañones de estribor. La batalla comenzó entonces con gran furia. Los españoles, aunque poco numerosos, decidieron defenderse valerosamente. Un duelo formidable de artillería se entabló con grave perjuicio para arboladuras y velas.

El Olonés estaba molesto. Seis veces intentó abordar la nave y otras tantas fue rechazado, hasta que en el séptimo asalto logró que la nave enemiga arriara su bandera.

La victoria fue un triste augurio para la gran empresa de los filibusteros, a pesar de que El Rayo durante el combate había descubierto a otro barco español oculto en una ensenada y lo había capturado tras una frágil resistencia.

La revisión de las dos naves tomadas les reportó un botín en mercaderías de gran valor, en lingotes de plata, en pólvora y en armas. Los filibusteros, que no querían prisioneros, los desembarcaron en la costa, repararon los daños de la arboladura y esa misma tarde se hicieron a la vela rumbo a Jamaica, incorporando a la escuadra las dos naves capturadas.

En Jamaica recalaron por breve tiempo, el suficiente para curar a los heridos y abastecer las bodegas. Después siguieron rumbo al sur.

La noche del decimocuarto día de navegación, el Corsario avistó la punta de Paraguana, donde un faro señala a los navegantes la boca del golfo. De inmediato llamó a Morgan.

—Que esta noche no se encienda luz a bordo. Es la orden del Olonés. Los españoles no deben advertir la presencia de la escuadra. Si la descubren, mañana en la ciudad no encontraremos ni una piastra.

—¿Nos detendremos a la entrada del golfo? —preguntó Morgan.

—No; la escuadra navegará hasta la boca del lago, y mañana, al amanecer, entraremos de improviso en Maracaibo.

—¿Bajarán a tierra nuestros hombres?

—Sí, junto a los bucaneros del Olonés. La escuadra bombardeará las fortificaciones de la costa y nosotros atacaremos por tierra. Así impediremos que el gobernador pueda huir a Gibraltar. ¡Que estén listas las chalupas de desembarco!

—Está bien, señor.

—Bajo un momento a ponerme la coraza de combate. También yo estaré en el puente.

Abría la puerta de su camarote, cuando un delicado perfume, que ya conocía, le llegó de pronto.

—¡Qué extraño! —exclamó asombrado—. Si no estuviera seguro de haber dejado a la flamenca en La Tortuga, juraría que está aquí.

Miró a su alrededor, pero la oscuridad era total. Sin embargo, le pareció ver en un rincón una figura blanca, inmóvil, apoyada contra una de las amplias ventanas que daban al mar.

El Corsario era valiente, pero supersticioso, como todos los hombres de su época. Al percibir la sombra, se llenó de un sudor frío y su primer pensamiento fue para el alma del Corsario Rojo. Pero, sobreponiéndose a esa debilidad, empuñó una daga y avanzó:

—¿Quién vive? ¡Hable o le mato!

—Soy yo, caballero —respondió una voz suave, que estremeció el corazón del Corsario.

—¡Usted aquí!... ¿Acaso estoy soñando?

—No, caballero.

El Corsario soltó la daga y avanzó con los brazos extendidos hacia la duquesa, mientras sus labios rozaban los encajes del alto cuello.

—¿De dónde salió usted? —preguntó, trémulo—. ¿Cómo abordó mi nave?

—No lo sé... —repuso turbada la duquesa.

—¡Hable, señora!

—Pues... he querido seguirle.

—Entonces ¿me ama? ¿Sí, señora?...

—Sí —susurró ella con un hilo de voz.

—¡Gracias!... Ahora puedo desafiar la muerte sin temor.

El Corsario sacó un pedazo de yesca y una cerilla, y encendió un candelabro que puso en un lugar donde la luz no se proyectara al mar. Se miraron en silencio unos instantes, asombrados de aquella confesión de recíproco amor. Ella se veía hermosa con su abrigo blanco adornado de encajes y el Corsario estaba radiante de felicidad. Él la hizo sentarse cerca del candelabro.

—Ahora me contará, señora —dijo—, por obra de qué milagro está aquí.

—Se lo diré, caballero, si me promete perdonar a mis cómplices.

—¿Cómplices? ¡Ah, sí! Entiendo. Quienes han desobedecido mis órdenes para darme esta deliciosa sorpresa están perdonados. Ahora puede decirme, señora, quiénes son.

—Wan Stiller, Carmaux y el negro.

—¡Debí sospecharlo!... ¿Cómo ha logrado su cooperación?... Los filibusteros que desobedecen las órdenes de sus jefes son fusilados.

—Estaban convencidos de no desagradar a su comandante. Se habían dado cuenta de que usted me amaba en secreto.

—¡Cuánto cariño hay en estos rudos hombres!... Desafían la muerte por la felicidad de sus jefes. Y, sin embargo..., quién sabe cuánto puede durar la felicidad —agregó con acento triste.

—¿Por qué, caballero? —preguntó la joven, inquieta.

—Porque dentro de un par de horas el amanecer me obligará a dejarla.

—¿Tan luego?... ¡Apenas nos hemos visto!... —exclamó la joven, sorprendida.

—Cuando despunte el sol en el horizonte me lanzaré al frente de seiscientos hombres contra los fuertes que protegen a mi mortal enemigo.

—¡Volverá a desafiar la muerte!... —exclamó la duquesa, aterrorizada.

—Señora, la vida de los hombres está en las manos de Dios.

—Deberá jurarme que será prudente.

—Desde hace dos años sólo vivo para castigar a un infame.

—¿Pero qué ha hecho ese hombre para que lo odie así?

—Me ha matado a tres hermanos y ha cometido vil traición.

—¿Cuál?

El Corsario no respondió. La joven lo miraba con angustia. De pronto él se sentó a su lado y le dijo:

—Escúcheme y podrá juzgar si mi odio se justifica o no. Han pasado diez años, pero lo recuerdo como si fuera ayer: en Flandes acababa de estallar la guerra de 1686 entre Francia y España. Luis XIV, sediento de gloria, invadió las provincias conquistadas por el terrible Duque de Alba. Luis XIV, que ejercía en esa época gran influencia sobre el Piamonte, pidió ayuda al duque Victorio Amadeo II, quien no pudo negársela y le envió tres de sus más aguerridos regimientos: los de Aosta, Niza y Marino. En este último servíamos como oficiales mis tres hermanos y yo. Mi hermano mayor tenía treinta y dos años y el menor, que sería más tarde el Corsario Verde, apenas veinte.

"Cuando llegamos a Flandes, las armas aliadas triunfaban, obligando a los españoles a retroceder hacia Anvers. Pero un día nuestro regimiento, que había avanzado hasta la desembocadura del Escalda, fue rodeado por un enemigo diez veces superior que atacaba para reconquistar posiciones. No nos quedaba otra alternativa que morir o rendirnos. Como nadie hablaba de rendición, juramos dejarnos sepultar antes que arriar la gloriosa bandera de los valientes duques de Saboya.

"Al mando del regimiento, Luis XIV había puesto a un viejo duque flamenco, que se decía era un experimentado y valeroso guerrero. Él dirigía la defensa. Durante quince días y quince noches los asaltos se sucedieron con gravísimas pérdidas para los españoles, que no podían conquistar el viejo fuerte donde nos habíamos fortificado. Mi hermano mayor, con su gallardía, valor y destreza en las armas, era el alma de la defensa. Esto hizo nacer una sorda envidia en el corazón del comandante flamenco, que tendría fatales consecuencias para nosotros.

"Olvidándose de nuestro juramento, pactó en secreto con los españoles. El precio de la traición fue una fuerte suma de dinero y un cargo de gobernador en una colonia española en América. Una noche, acompañado por algunos flamencos, abrió una de las trincheras y dejó pasar al enemigo, que se había acercado furtivamente al fuerte. Mi hermano, al darse cuenta de la situación, dio la alarma; pero el traidor, que lo esperaba oculto, lo mató y el enemigo entró en la ciudadela. Combatimos metro a metro, pero todo fue en vano. La fortaleza cayó y unos pocos sobrevivientes nos retiramos a Courtray. Dígame, señora, ¿habría perdonado a ese hombre?"

—No —contestó la duquesa.

—Tampoco nosotros lo perdonamos. Juramos matar al traidor y vengar a nuestro hermano. Supimos que estaba en América y nos hicimos corsarios. El Corsario Verde, más impetuoso y menos experto, cayó en poder de nuestro mortal enemigo y fue ahorcado como un vulgar ladrón. Después tentó suerte el Corsario Rojo, pero no le fue mejor. Mis dos hermanos, cuyos cuerpos sustraje de las horcas, reposan en el fondo del mar esperando mi venganza.

—¿Qué hará con ese hombre?

—¡Lo ahorcaré, señora! —repuso duramente el Corsario—. Y luego acabaré con todos los que tengan su apellido.

—¿Cuál es su apellido? —inquirió la joven, angustiada.

—¿Le interesa saberlo?...

—No sé —dijo ella con voz quebrada—. En mi juventud creo haber oído contar una historia parecida de boca de algunos hombres de armas que servían a mi padre.

—No es posible —dijo el Corsario—. Jamás ha estado usted en Piamonte.

—No, jamás. Por favor, dígame su apellido.

—Es el duque Wan Guld...

Un cañonazo retumbó entonces sobre el mar.

El Corsario Negro se lanzó fuera de la cámara gritando:

—¡Amanece!

La joven flamenca no hizo gesto alguno para retenerlo. Se tapó el rostro con ambas manos, en un gesto desesperado, y cayó sobre la alfombra, como fulminada por un rayo.

Ir a: Capítulo 6

Materias