El corsario negro

( Emilio Salgari )

CAPÍTULO 6

EL ASALTO A MARACAIBO

El navío del Olonés, a dos millas de Maracaibo, había lanzado el primer cañonazo. Con increíble rapidez, todas las chalupas de los diez barcos habían sido arriadas, y los bucaneros y filibusteros de desembarco se apresuraban llevando consigo sus fusiles y espadas de abordaje.

Cuando el Corsario Negro apareció en el puente, Morgan ya había hecho bajar una sesentena de selectos hombres a los botes.

—¡Comandante, no podemos perder ni un instante!

Estaba aclarando. El Corsario saltó a la chalupa más grande, que llevaba treinta hombres armados.

Los botes se dirigían rápidamente hacia una playa boscosa, elevada como una pequeña colina donde se levantaba el fuerte defendido por dieciséis grandes cañones.

Los españoles, alarmados por el primer cañonazo, enviaban apresuradamente batallones al pie de la colina para cerrar el paso a los filibusteros y abrir fuego graneado con su artillería.

Las naves corsarias se habían puesto a resguardo de los cañones del fuerte y sólo El Rayo, capitaneado por Morgan, cubría el desembarco con sus dos cañones de caza.

A pesar del intenso cañoneo, las primeras chalupas tardaron quince minutos en llegar. Los filibusteros saltaron a tierra y bajo las órdenes de sus jefes se abalanzaron en busca de los batallones españoles.

Los cañones del fuerte tronaban con ruido ensordecedor, disparando proyectiles en todas direcciones. Los árboles se rompían y caían al suelo, la metralla abría la tierra, pero nada podía detener el empuje devastador de los filibusteros de La Tortuga.

—¡Al asalto del fuerte! —aulló el Olonés.

Alentados por el triunfal desembarco, los corsarios se lanzaron colina arriba. Sin embargo, el Corsario y el Olonés, previendo una resistencia desesperada, se detuvieron para cambiar ideas.

—Perderemos demasiados hombres —expuso el Olonés—. Tenemos que hallar una forma para abrir una brecha o nos harán pedazos.

—Sólo hay una —contestó el Corsario.

—Explícate.

—Hacer estallar una mina en la base de los bastiones.

—¿Y quién se atreverá a afrontar ese peligro?

—Yo —dijo una voz detrás de ellos.

Era Carmaux, seguido por su amigo Wan Stiller y el compadre negro.

—¿Eres tú, bandido? —preguntó el Corsario—. ¿Por qué estás aquí?

—Lo seguí, comandante. Como me ha perdonado, no temo que me haga fusilar.

—No te haré fusilar, pero harás estallar la mina.

—Obedezco, comandante. En un cuarto de hora tendrá la brecha.

—Espero volver a verte con vida —dijo el Corsario, conmovido.

—Gracias por su buen deseo, comandante —repuso Carmaux, y se alejó rápidamente.

Los bucaneros y los filibusteros seguían avanzando por entre los árboles. El fuerte era un cráter en erupción. De pronto, se oyó en la cima una explosión formidable, que repercutió largamente en el bosque y el mar. A un costado del fuerte se vio aparecer una gigantesca llama y una lluvia de escombros cayó sobre los árboles, golpeando y matando a no pocos de los atacantes.

—¡Al ataque, hombres de mar! —se oyó la voz metálica del Corsario.

Los doscientos cincuenta hombres que defendían las fortificaciones se vieron impotentes para resistir el empuje. Muchos cayeron masacrados en sus puestos y otros fueron perseguidos sin cuartel por entre las ruinas de la colina.

El Corsario Negro hizo arriar la bandera de España y entró en la desierta Maracaibo. Sus hombres, mujeres y niños habían huido a los bosques, llevándose consigo los objetos de más valor.

Cuando el Corsario llegó al palacio de Wan Guld, lo encontró tan desierto como la ciudad. Carmaux, ennegrecido por la pólvora, con la ropa hecha pedazos y la cara ensangrentada encabezó un piquete para registrar el palacio y buscar a Wan Guld. Al poco rato apareció Wan Stiller y Carmaux arrastrando a un soldado español, alto y flaco como un clavo.

—Comandante, ¿lo reconoce? —gritó Carmaux, mostrándoselo al Corsario.

—¿Tú, otra vez? —exclamó éste.

—He querido ver otra vez a quien me perdonó la vida. Además, deseo serle útil al Corsario Negro.

—¿Tú?

—Sí, yo. Cuando el gobernador supo que caí en manos de los filibusteros y que usted no me hizo ahorcar en un árbol, me recompensó con veinticinco azotes. ¿Comprende usted?... Hacerme apalear a mí, don Bartolomé de Barboza y de Camarga, descendiente de una de las familias más nobles de Cataluña...

—Termina de una vez.

—Juré vengarme de ese flamenco que trata como perros a los soldados españoles, a los nobles como si fueran esclavos indios. Pero al ver caer el fuerte, ese maldito ha huido.

—¿Huyó?... ¿No me engañas? Si mientes, te haré despellejar vivo.

—Estoy en sus manos —dijo el soldado.

—Entonces, habla. ¿Adónde ha huido Wan Guld?

—Al bosque. Quiere llegar a Gibraltar. Lleva siete hombres de línea y un capitán, todos muy fieles. Van a caballo.

—Y los demás soldados, ¿dónde están?

—Se dispersaron.

—Bien —dijo el Corsario—, nosotros seguiremos a Wan Guld. El que vaya a caballo no le servirá de nada en el bosque.

En seguida, tomó papel y tinta de un escritorio y escribió apresuradamente:

Querido Pedro

Sigo a Wan Guld por la selva con Carmaux, Wan Stiller y el africano. Utiliza mi nave y mis hombres. Cuando termines el saqueo, anda a buscarme a Gibraltar. Allí encontrarás tesoros mucho mayores que aquí.

El Corsario Negro.

Después de entregar la carta a un contramaestre y dejar en libertad a los filibusteros que lo seguían, se internó en el bosque con Carmaux, Wan Stiller, el africano y el prisionero.

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