El extraño caso del Dr. Jekill y Mr. Hyde

CAPÍTULO VIII

LA NOCHE DEL TERROR

Una noche, después de cenar, Míster Utterson se hallaba sentado junto a la chimenea, cuando lo sorprendió la visita de Poole.

—¿Qué te trae por aquí, Poole? —preguntó. Y luego, tras estudiarle con detenimiento, añadió—: ¿Qué pasa? ¿Está enfermo el doctor Jekyll?

—Míster Utterson, ocurre algo muy extraño —dijo el mayordomo.

—Siéntese y tome una copa de vino —invitó el abogado—. Póngase cómodo, y dígame claramente qué sucede.

—Usted ya sabe cómo es el doctor —replicó Poole—, y cómo se aísla de todos. Ahora ha vuelto a encerrarse en su gabinete, y esta vez el asunto no me gusta, señor. Que Dios me perdone..., no me gusta nada. ¡Míster Utterson, tengo miedo!

—Sea un poco más explícito —pidió el abogado—. ¿De qué tiene miedo?

El aspecto del mayordomo corroboraba sus palabras. Su apostura se había deteriorado, y no miraba de frente a Utterson. Permanecía sentado, sin probar la copa de vino apoyada en las rodillas, con la mirada fija en un rincón de la habitación.

—¡Ya no puedo soportarlo! —susurró.

—Entiendo que hay motivos para que esté preocupado, Poole, y que sin duda el problema es grave —admitió el abogado—. ¡Trate de explicármelo!

—Creo que hay algo sucio —confesó Poole, con voz enronquecida.

—¿Algo sucio? —indagó Utterson, asustado—. ¿A qué se refiere?

—No me atrevo a decírselo, señor. ¿Quiere venir conmigo?

La respuesta de Míster Utterson fue levantarse y coger su abrigo y su sombrero, mientras observaba el gran alivio que reflejaba el rostro del mayordomo.

Era una noche inhóspita, fría, propia del mes de marzo. La luna pálida yacía de espaldas en el cielo, como si el viento la hubiera tumbado, naufragando en un mar de nubes ligeras y algodonosas. La ventolera dificultaba la conversación y enrojecía los rostros de los hombres. También parecía haber hecho huir a los transeúntes, hasta tal punto que Míster Utterson pensó que jamás había visto aquel barrio tan desierto, y habría querido que no fuera así. Nunca sintió un deseo tan agudo de ver y tocar a sus semejantes. Por más que trataba de dominarlo, en su mente comenzaba a brotar un presentimiento que le anunciaba una catástrofe inevitable.

Cuando llegaron a la plaza, reinaba el viento y el polvo, y los frágiles arbustos del jardín azotaban como látigos la verja de la entrada. Poole se detuvo en medio de la acera y, a pesar del frío, se quitó el sombrero y se enjugó con un pañuelo el sudor que perlaba su frente; un sudor que no era consecuencia de la caminata, sino de la angustia que lo oprimía.

—Ya hemos llegado —murmuró—. Quiera Dios que no haya pasado nada.

Un momento después, ya en la entrada, el mayordomo llamó en forma cautelosa. La puerta se abrió todo lo que permitía la cadena de seguridad, y una voz preguntó desde el interior:

—¿Eres tú, Poole?

—No temas —dijo éste—. Abre la puerta.

Pasaron al salón, que estaba brillantemente iluminado. El fuego ardía en la chimenea, junto a la que se habían reunido todos los criados, hombres y mujeres. Al ver a Míster Utterson, la doncella prorrumpió en un llanto histérico, mientras que el cocinero corrió hacia el abogado, como si fuera a estrecharlo en sus brazos, gritando:

—¡Alabado sea Dios, es Míster Utterson!

—¿Qué pasa? ¿Qué hacen ustedes aquí? —preguntó él—. Esto me parece muy irregular...

—Tienen miedo —susurró Poole.

Siguió un silencio vacío, en que nadie levantó la voz. Sólo se escuchaba llorar a la doncella.

—¡Cállate! —ordenó Poole, en un tono que delataba el estado de sus nervios.

La muchacha elevó más su lamento, y todos corrieron hacia la puerta que daba al interior, con expresiones llenas de angustiosa ansiedad.

—Trae una luz —indicó el mayordomo, dirigiéndose al lacayo Bradshaw—, y acabemos con este asunto.

—Sí, en seguida —obedeció Bradshaw.

Luego, Poole guió a Míster Utterson hacia el jardín trasero.

—Por favor, señor —recomendó—, entre lo más silenciosamente que pueda. Es necesario que escuche sin que lo oigan a usted. Y si por casualidad le pide que entre, no lo haga.

Ante esta inesperada advertencia, los nervios de Míster Utterson sufrieron una sacudida, pero logró recuperar cierta entereza, y siguió al mayordomo hasta el edificio del laboratorio. Atravesaron el quirófano, con sus frascos y cajones acumulados en desorden, y llegaron al pie de la escalera. Allí, Poole le hizo señas de que se hiciera a un lado y oyera, mientras él, apelando a todo su valor, subió los escalones y llamó, con mano temblorosa, en el fieltro rojo de la puerta del gabinete.

—Míster Utterson quiere verlo, señor —anunció. Y nuevamente hizo gestos para que el abogado escuchara.

Una voz quejumbrosa respondió desde el interior:

—Dile que no puedo ver a nadie.

—Sí, señor —dijo Poole, con un leve matiz de triunfo, y otra vez guió a Utterson a través del jardín, hasta la enorme cocina donde el fuego se había consumido—. ¿Era ésa la voz del doctor Jekyll? —preguntó, mirando directamente al abogado.

—Parecía muy cambiada —replicó Utterson, pálido.

—¿Cambiada? ¿Cree usted que después de servir veinte años en esta casa, puedo confundir su voz? —indagó Poole—. ¡No, señor! ¡Al doctor Jekyll lo mataron! ¡Lo mataron hace ocho días, cuando lo escuchamos invocar a Dios, y quién está allí, en su lugar, es algo que clama al cielo!

—Es una historia muy extraña, descabellada —contestó Míster Utterson—. Supongamos que ha ocurrido lo que usted imagina; supongamos que Jekyll ha sido..., digámoslo claramente, asesinado. ¿Qué podría impulsar al asesino a permanecer en el lugar del crimen?

—Míster Utterson, usted es un hombre difícil de convencer —comentó Poole—. Debo informarle que toda la semana pasada el hombre, o lo que sea, que vive en ese gabinete, ha estado pidiendo a gritos, noche y día, una medicina que me ha sido imposible conseguir en la forma que él desea. A veces, el doctor solía escribir sus encargos en un papel que dejaba en la escalera. ¡Eso es todo lo que he visto durante la semana pasada: papeles y más papeles, y una puerta cerrada siempre! Las bandejas con comida se las dejamos junto a esa puerta, y él las introduce en el gabinete cuando nadie lo ve. Diariamente, y hasta dos y tres veces al día, he oído órdenes y quejas, y me ha enviado, a la mayor velocidad, a todas las farmacias de la ciudad donde se expende al por mayor. Cada vez que traía el pedido me respondía con otro papel, mandando que devolviera la droga porque no era pura, y me ordenaba ir a otra botica. ¡Necesita esa medicina urgentemente, Míster Utterson!

—¿Has guardado algunos de esos papeles? —indagó el abogado.

Poole sacó de su bolsillo una nota arrugada, que Utterson leyó inclinándose sobre la vela:

"El doctor Jekyll saluda a los señores Maw, y lamenta comunicarles que la última remesa del producto solicitado es impura y, por lo tanto, inútil para el fin al que lo destina. Hace un tiempo, el doctor Jekyll compró una gran cantidad del mencionado producto. Les ruego que busquen con la mayor atención, entre sus existencias, para ver si queda parte de esa remesa en sus almacenes. De ser así, ruega se lo envíen sin la menor dilación. El precio no constituirá ningún obstáculo. Esto reviste fundamental importancia para el doctor Jekyll."

Hasta aquí la carta estaba redactada con compostura. Pero, de pronto, las emociones de su autor se desataban:

"¡¡Por favor; busquen esa remesa!! ¡¡Por lo que más quieran!!"

La caligrafía, a la vez, denotaba un estado extremo de angustia.

—Es una nota rarísima —reflexionó Míster Utterson—. Y sin lugar a dudas es de puño y letra de Jekyll.

—Eso me pareció —admitió el sirviente—. ¿Y qué importa la letra? Yo lo he visto.

—¿Que lo ha visto? —inquirió Míster Utterson—. ¿Y bien?

—Yo entré en el edificio del laboratorio desde el jardín —confió Poole—. Él había salido del gabinete, a escondidas, para buscar esa medicina, o lo que sea, porque la puerta se encontraba abierta, y se hallaba al fondo del quirófano, hurgando entre las cajas. No lo vi más que unos segundos, y los cabellos se me erizaron. ¿Señor, si ese individuo era el doctor Jekyll, por qué llevaba el rostro oculto bajo una máscara? ¿Si era el doctor Jekyll, por qué chilló como una rata, y huyó de mí? ¡Le he servido durante demasiados años!

—El asunto es alarmante —concluyó Míster Utterson—. Sin embargo, creo que empiezo a ver claro. Jekyll debe padecer de una enfermedad deformante. Esto justifica la alteración de su voz, el afán de ocultar su rostro, y el hecho de negarse a ver a sus amigos. También esa ansiedad por hallar esa medicina, en la que el pobre ha puesto sus esperanzas de recuperación.

Una palidez marmórea cubría el semblante del mayordomo.

—¡Señor, ese individuo no es el doctor! —gimió—. ¡Él es un hombre alto, muy bien proporcionado, y éste era un enano!

Míster Utterson hizo un ademán para interrumpirlo, y Poole prosiguió:

—¿Piensa que no conozco al señor a quien le sirvo? ¿Piensa que no sé a dónde llega su cabeza en relación a las puertas y a todos los lugares de la casa? ¡No, el que se ocultaba detrás del antifaz no era el doctor Jekyll! En el fondo de mi corazón yo sé que se ha cometido un crimen.

—Si usted sostiene eso mi deber es confirmarlo —replicó Míster Utterson—, y pese a que quiero respetar los deseos de mi amigo, considero un deber echar abajo esa puerta.

—¡Así se habla! —exclamó el mayordomo.

—¿Y quién lo hará?

—Usted y yo, por supuesto —fue la inequívoca respuesta.

—De acuerdo —respondió Míster Utterson—, y yo me encargaré de que no lo culpen de nada a usted.

—En el quirófano hay un hacha —indicó Poole—. Usted puede usar el atizador de la cocina.

El abogado cogió en sus manos el pesado instrumento, y levantando la mirada hacia Poole, murmuró:

—¿Se da cuenta de que ambos nos colocaremos en una situación peligrosa?

—Claro que sí, señor —respondió el mayordomo.

—Entonces es mejor que seamos francos —ordenó Utterson—. Los dos imaginamos más de lo que hemos dicho. Hablemos con total sinceridad: ¿Usted reconoció a ese hombre enmascarado?

—Sucedió todo tan rápido, y el hombre estaba tan encogido... ¿Usted pregunta si era Míster Hyde? ¡Sí, creo que sí! Era de su misma estatura, y tenía la vivacidad y la ligereza que le caracterizan. Y por otra parte... ¿qué otra persona podía entrar por la puerta que da al laboratorio? No sé, Míster Utterson, si usted conoce a Míster Hyde...

—He hablado con él en una ocasión.

—Entonces sabe que en ese individuo hay algo horrible, que inspira espantosa repugnancia. No sé cómo describirlo... Al verlo se experimenta un estremecimiento...

—Sí, yo mismo he sufrido esa sensación —reconoció Míster Utterson.

—Cuando esa criatura enmascarada, más semejante a un simio que a un hombre, saltó deentre las cajas de productos químicos, y se introdujo en el gabinete, un hielo me estremeció la columna vertebral —atestiguó Poole—. Sé que no estoy probando nada, Míster Utterson, pero yo le juro, por la Biblia, que ése era Míster Hyde.

—Me inclino a darle la razón —aseveró el abogado—, y mis temores van también en esa dirección. ¡Sí, Poole, creo que mataron a nuestro pobre Jekyll, y también creo que el asesino sigue oculto en el gabinete de la víctima, Dios sabe con qué fines! Llame a Bradshaw.

El lacayo acudió, extremadamente nervioso.

—Tranquilícese, Bradshaw —ordenó Míster Utterson —. Lo que ocurre los está afectando mucho a todos, pero nuestro propósito es solucionar este asunto. Poole y yo vamos a entrar por la fuerza en el gabinete. Si no ha pasado nada, yo cargaré con toda la responsabilidad. Entre tanto, por si alguien intenta escapar por la puerta trasera, usted y el cocinero se apostarán a la entrada del laboratorio, armados con un par de garrotes. ¿Les parecen bien diez minutos para que acudan a sus puestos?

En el momento en que Bradshaw salió, el abogado miró su reloj.

—Y ahora, Poole, vamos nosotros a nuestro lugar —dijo, y empuñando el atizador se dirigió al jardín.

Las nubes habían cubierto la luna, y reinaba una oscuridad absoluta. El viento hacía oscilar las llamas de las velas al paso de los dos hombres, hasta que entraron en el edificio del laboratorio, en cuyo interior se sentaron a esperar en silencio. En torno a ellos, Londres zumbaba lejano, y allí sólo rompía la aparente calma el sonido de unos pasos que recorrían, sin cesar el gabinete.

—Ahí está todo el día y casi toda la noche —susurró Poole—. Sólo se detiene cuando llega una nueva muestra de la farmacia. Es la conciencia que no lo deja descansar. En cada uno de sus pasos hay sangre derramada. Pero escuche otra vez, con atención, con toda su alma, y dígame si es ése el andar del doctor.

Los pasos sonaban pesados. Eran, evidentemente, muy distintos del caminar recio y ágil de Henry Jekyll.

—¿Ha ocurrido algo más? —preguntó Utterson.

—Un día —musitó Poole—, un día lo oí llorar...

—¿Llorar? —Míster Utterson experimentó un escalofrío de angustia.

—Lloraba como una mujer..., no, como un alma en pena... —atestiguó el mayordomo—. Me inspiró tanta lástima que estuve a punto de llorar yo también.

Los diez minutos llegaron a su fin. Poole desenterró el hacha que estaba cubierta por un montón de paja de embalar, depositó las velas sobre una mesa, y se aproximaron, conteniendo la respiración, al lugar donde esos pies continuaban recorriendo el gabinete, de arriba a abajo, de abajo a arriba, en medio de la noche.

—Jekyll, exijo que me abras inmediatamente! —gritó Míster Utterson. Hizo una pausa durante la cual no hubo respuesta—. Tengo que verte, con tu consentimiento o por la fuerza.

—¡Utterson, por favor te lo pido! —respondió alguien—. ¡Ten piedad!

—¡Ésa no es la voz de Jekyll, es la de Hyde! ¡Echemos abajo la puerta, Poole! —exclamó Utterson.

El mayordomo blandió el hacha. El golpe conmovió el edificio, y la puerta tapizada de fieltro rojo saltó contra la cerradura de goznes. Un gruñido de terror animal surgió desde el interior. Nuevamente el hacha se elevó y descargó otro golpe. El filo se hundió en la madera y crujió el marco de la puerta. Cuatro veces golpeó el hacha, hasta que voló la cerradura, y la puerta cayó, astillada, en el interior de la habitación, sobre la alfombra.

Asustados por el ruido que provocaron, y por el silencio que siguió a éste, Utterson y Poole dieron un paso atrás. Ante sus ojos aparecía el gabinete iluminado por la serena luz de una lámpara; el fuego crepitaba en la chimenea, y en la tetera, el hervor del agua entonaba una canción tenue; un cajón estaba abierto, unos documentos cuidadosamente extendidos sobre el escritorio y, junto al hogar, el servicio de té esperando. A no ser por las vitrinas de cristal repletas de productos químicos, se diría que era la habitación más tranquila y normal de Londres.

En el centro del gabinete yacía el cuerpo de un hombre contorsionado por el dolor, que aún se retorcía espasmódicamente. Lo dieron vuelta, y se hallaron ante Edward Hyde. Llevaba un traje demasiado grande para él, un traje de la talla del doctor. Los músculos de su rostro se movían aún, débilmente, pero la vida ya lo había abandonado. De la ampolla que aferraba en su mano y aquel fuerte olor a almendras que flotaba en el aire, Utterson dedujo que se hallaba frente a un suicida.

—Hemos llegado demasiado tarde para salvar, o para castigar —determinó gravemente—. Hyde ha dado cuenta de sus acciones, y a nosotros sólo nos queda encontrar el cadáver del doctor Jekyll.

La mayor parte de aquel edificio lo ocupaba el quirófano, que llenaba casi la totalidad de la planta baja. Al fondo, el gabinete formaba un segundo piso, y sus ventanas se abrían hacia el patio; el quirófano quedaba unido con la puerta que daba al callejón por un pequeño corredor que comunicaba, a su vez, con el gabinete.

El edificio constaba, además, de otros cuartos y un espacioso sótano. Todo ello fue debidamente registrado. Una sola mirada bastó para examinar los cuartos vacíos que, a juzgar por el polvo acumulado, no fueron abiertos en largo tiempo. El sótano se encontraba lleno de trastos inservibles, y pronto se dieron cuenta de que era inoficioso registrarlo. En cuanto abrieron la puerta, cayó sobre ellos una espesa cortina de telarañas que durante muchos años había sellado la entrada. En ninguna parte vislumbraron el menor rastro del doctor Henry Jekyll, ni vivo ni muerto.

Poole dio unos golpes con el pie en las baldosas del corredor.

—Debe estar enterrado aquí —musitó, mientras escuchaba atentamente.

—Quizás ha huido —sugirió Míster Utterson, volviéndose para observar la puerta que daba al callejón. Estaba cerrada, y muy cerca, en el suelo, hallaron la llave cubierta de moho.

—Parece que no la han usado en mucho tiempo —anotó el abogado.

—¿Usarla? ¿No ve, señor, que está rota? Como si la hubiesen partido con el pie.

—Es verdad. Y los lugares por donde se ha quebrado también están oxidados —dijo Utterson, intercambiando una mirada de temor con Poole—. ¡No logro entenderlo! Mejor volvamos al gabinete.

Subieron la escalera en silencio, y emprendieron un registro minucioso de la habitación. Sobre una mesa, en la que se debía efectuar algún experimento químico, en unos platillos de cristal, vieron sendos montones de una sal de color blanco, cuidadosamente medidos y dispuestos para un menester que el infortunado doctor Jekyll no había alcanzado a llevar a cabo.

—Ésa es la medicina que yo le traía continuamente —informó Poole, y mientras hablaba, el agua que hervía junto al fuego rebasó el recipiente con un sonido que los estremeció.

Este ruido los atrajo hacia la chimenea. Junto a ésta se veía un sillón de aspecto muy acogedor, con el servicio de té muy próximo a uno de sus brazos, y todo perfectamente dispuesto, hasta tal punto de que el azúcar estaba ya en la taza. En un estante descansaban varios libros, y otro yacía abierto al lado del servicio de té. Utterson se paralogizó al descubrir que se trataba de una obra de carácter religioso, que Jekyll admiraba, y ahora estaba llena de horribles blasfemias que mostraban la caligrafía del doctor.

Los dos hombres prosiguieron el registro de la habitación, y así llegaron ante el espejo de cuerpo entero, al fondo del cual miraron con involuntario miedo. Se hallaba colocado de tal manera que no mostraba sino el resplandor rosado que danzaba en el techo, el fuego cien veces reflejado en las lunas de cristal de los armarios, y sus rostros asustados y pálidos, asomados a su interior.

—Este espejo ha visto cosas extrañísimas, señor —susurró Poole.

—La más extraña de todas es el espejo mismo —expresó el abogado en el mismo tono—. ¿Podría explicarse usted, para qué necesitaba Jekyll este espejo?

—¡Es otro misterio! —reconoció Poole.

Luego revisaron el escritorio. En primer lugar, entre los papeles cuidadosamente ordenados, encontraron un sobre escrito por el doctor Jekyll, dirigido a Míster Utterson. El abogado lo abrió, y otros sobres cayeron al suelo. El primero contenía un testamento, redactado en los mismos términos que el que Utterson había devuelto a su amigo, hacia ya seis meses, pero en el lugar del nombre de Edward Hyde, el abogado leyó, con indescriptible asombro, su propio nombre: Gabriel John Utterson. Miró a Poole, otra vez al documento, y, finalmente, al cuerpo del delincuente que permanecía sobre la alfombra.

—No comprendo una sola palabra —confió—, Hyde ha pasado aquí todos estos días como amo y señor. No existía ningún motivo para que abrigara la menor simpatía hacia mí, al contrario, y tiene que haberse enfurecido al comprobar que estaba reemplazado en el testamento. ¿Por qué no lo destruyó?

—Cogió la siguiente nota, de puño y letra del doctor Jekyll, encabezada por la fecha del día en curso—. ¡Poole, hoy mismo ha estado aquí! ¡No es posible que su cuerpo desapareciera en tan poco tiempo!

—¡Sí, es difícil! —exclamó el mayordomo.

—Puede estar vivo, puede haber escapado... Pero... ¿por qué tendría que huir? —continuó reflexionando Utterson—. Y si lo ha hecho... ¿podemos aventurarnos a decir que esto es suicidio? Hay que actuar con extremada cautela. Presiento que aún Jekyll podría verse complicado en un escándalo terrible.

—¿Por qué no lee ese mensaje? —preguntó Poole.

—Porque tengo miedo —replicó gravemente el abogado—. Dios quiera que carezca de fundamento.

—Tras decir esto, fijó la vista en la carta, y leyó:

"Mi querido Utterson: Cuando estas líneas lleguen a tus manos, habré desaparecido. No puedo predecir bajo qué circunstancias, pero mi instinto, y lo desesperado de mi situación, me dicen que el final está próximo. Lee primero el escrito que Lanyon me avisó que iba a dejar en tus manos, y, si quieres saber más, acude a la confesión de tu desgraciado amigo.

Henry Jekyll."

—¿Hay un tercer documento? averiguó Míster Utterson.

—Aquí lo tiene, señor —respondió Poole, alargándole un sobre de dimensiones considerables, lacrado en varios lugares.

El abogado se lo metió en el bolsillo.

—No hay que hablar con nadie de este documento. Si el doctor Jekyll ha huido, o ha muerto, al menos podremos salvar su reputación. Son las diez de la noche. Debo ir a casa para leer esto con tranquilidad, pero regresaré antes de la medianoche, y llamaremos a la policía.

Salieron cerrando la puerta del quirófano, y Míster Utterson dejó, una vez más, a toda la servidumbre reunida en torno a la chimenea del salón. Volvió a su despacho para leer los dos documentos con los que esperaba quedaría aclarado el misterio.

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