La isla del tesoro

CAPÍTULO XVI.

RELACIÓN CONTINUADA POR EL DOCTOR:

CÓMO FUE ABANDONADA LA NAVE

Alrededor de la una y media —a las tres campanadas, según la jerga marinera— partieron los dos botes desde la "Hispaniola" con el fin de desembarcar. El hacendado, el capitán y yo charlábamos en la cámara sobre las últimas incidencias de la travesía. Con que hubiera soplado algo de brisa, nos hubiéramos lanzado sobre los seis amotinados de a bordo, cortando las amarras y haciéndonos luego a la mar. Pero nos faltaba el viento y, para colmo de desgracia, Hunter vino a comunicarnos que Hawkins se había introducido en uno de los botes y había marchado a tierra con los demás hombres.

No se nos ocurrió dudar de la lealtad de Jim, pero temimos por su vida. Con el humor de que estaban los marineros, era difícil que volviéramos a ver al muchacho. Subimos corriendo a cubierta. La brea borbollaba entre las juntas. El hedor infecto que nos rodeaba me producía mareo. En aquel fondeadero abominable sólo se olía a fiebre y disentería. Los seis truhanes gruñían sentados bajo una vela en el castillo de proa. Del lado de la costa podíamos ver avanzar los botes, ya cerca de la desembocadura del río, con un hombre al timón de cada uno de ellos. Uno de éstos tarareaba "Lillibullero".

La espera era angustiosa, por lo que se decidió que Hunter y yo fuéramos a tierra con el chinchorro en busca de noticias. Los botes habían virado a la derecha, pero Hunter y yo avanzamos en línea recta, en la dirección del fortín señalado en el mapa. Los dos hombres encargados de guardar los hotes parecieron agitarse al vernos. Se dejó de oír "Lillibullero" y observé que discutían sobre lo que debían hacer. De haber avisado a Silver, todo hubiera podido suceder de muy distinta manera. Pero supongo que debían haber recibido órdenes y decidieron quedarse tranquilamente donde estaban. Otra vez escuchamos "Lillibullero".

Había en la costa una ligera saliente, y dirigí la embarcación de manera que ésta quedara situada entre ellos y nosotros. Incluso antes de haber desembarcado, los habíamos perdido de vista. Salté entonces a tierra y eche a correr, no sin prudencia, con un gran pañuelo de seda bajo el sombrero para protegerme del sol y un par de pistolas cargadas para más seguridad.

No había recorrido cien varas cuando me encontré frente al fortín.

Era tal como lo describo. Una fuente de agua clara brotaba casi en la altura de un montecillo. Pues bien, sobre éste y cercando la fuente había levantado un sólido refugio de troncos con capacidad para cuarenta personas en caso de necesidad y con aspilleras para la mosquetería a cada lado. Alrededor de la casa habían dejado limpio un buen trozo de terreno, y todo aquel trabajo había sido completado con una empalizada de seis pies de altura, sin puerta ni abertura alguna, demasiado recia para derrumbarla sin gran esfuerzo y mucho tiempo, y demasiado abierta para que los sitiadores quedaran resguardados. La gente del refugio tenía todas las de ganar. Quedaban a cubierto y podían disparar a placer sobre sus adversarios. Todo lo que necesitaban era una buena centinela y los víveres suficientes. De no sufrir un ataque por sorpresa, podían resistir hasta a un regimiento entero.

Lo que particularmente despertó mi imaginación fue la fuente. En efecto, a pesar de que teníamos en la cámara de la "Hispaniola" buen pertrecho de armas y municiones, así como víveres en abundancia, amén de buenos vinos, nos habíamos olvidado de algo tan sustancial como es el agua. Estaba yo reflexionando sobre eso cuando sobre toda la isla oí resonar el grito de un hombre herido de muerte. Conocía de cerca la muerte violenta —en otros tiempos serví bajo el mando de su alteza real el duque de Cumberland y fui herido en Fontenoy—, pero al escuchar aquel gemido se me detuvo el pulso y comenzó luego a latirme con inusitada energía. "Jim Hawkins ha muerto": ése fue mi primer pensamiento.

No sirve de poco haber sido en otros tiempos un soldado veterano, pero todavía más útil es haber sido doctor. En nuestro oficio no se tolera ninguna vacilación. Así es que al instante me decidí, y sin perder tiempo regresé a la playa y salté a bordo del chinchorro.

Por fortuna, Hunter manejaba bien los remos. Nos deslizábamos casi por encima del agua. En un momento me encontré de nuevo a bordo de la goleta.

Como era natural, todos mis compañeros estaban inquietos. El bueno del hacendado, pálido como la cera, estaba sentado, reflexionando sobre los peligros que nos había hecho correr. Y uno de los seis hombres del castillo de proa no parecía tener mucho mejor aspecto.

—Ése es un hombre —dijo el capitán Smollett, señalándole con la cabeza— novato en estas lides. Cuando oyó aquel grito, doctor, estuvo a punto de sufrir un desmayo. Con un empujoncito que le demos, lo tendremos de nuestra parte.

Le expliqué mi proyecto al capitán y entre los dos establecimos los pormenores de su realización.

Al viejo Redruth lo apostamos en la crujía, entre la cámara y el castillo de proa, con tres o cuatro mosquetes cargados y un colchón protector. Hunter condujo el bote hasta la curvatura de popa y Joyce y yo nos pusimos a la tarea de cargarlo con los toneles de la pólvora, los mosquetes, los sacos de galleta, los barriles de tocino, una reserva de coñac y mi inapreciable botiquín de medicamentos.

Mientras tanto, el hacendado y el capitán permanecieron en cubierta. Este último llamó al contramaestre, que era el principal de a bordo.

—Señor Hands —le dijo—, aquí nos tenéis a dos de nosotros con un par de pistolas cada uno. Cualquiera de vosotros que haga el menor gesto o señal, puede darse por muerto.

Bien sorprendidos se quedaron, y tras una breve consulta fueron bajando uno a uno al rancho de la marinería, imaginándose, sin duda, que nos podrían sorprender por la espalda. Pero cuando vieron a Redruth esperándolos en la crujía retrocedieron inmediatamente y una cabeza asomó de nuevo sobre cubierta.

—¡Abajo, perro! —gritó el capitán.

Y la cabeza se esfumó otra vez, y por un tiempo aquellos seis marineros de agua dulce no volvieron a dar otra señal de vida.

Mientras, echándolo todo como nos venía a la mano, logramos llenar el bote. Joyce y yo salimos por la porta de popa y otra vez nos dirigimos hacia la costa tan de prisa como los remos nos lo permitían.

Este segundo viaje aumentó todavía más la alarma de los vigías situados en la costa. Otra vez cesó la tonada del "Lillibullero" y, justo antes de que los perdiéramos de vista detrás de la pequeña punta, uno de ellos se adentró en tierra y se desvaneció. A punto estuve de cambiar el proyecto inicial para destruir los dos botes, pero tenía miedo de que Silver y los otros no estuvieran lejos. Todo podía perderse definitivamente por tratar de hacer demasiado.

Pronto atracamos en el mismo lugar de antes y nos pusimos a trasladar las provisiones al fortín. Los tres realizamos el primer viaje bien cargados y arrojamos nuestras reservas por encima de la empalizada. Luego, dejando a Joyce para custodiarlas —un hombre solo, aunque con media docena de mosquetes para defenderse—, Hunter y yo regresamos al chinchorro para volver a cargarlo. Así lo hicimos, sin darnos una pausa para descansar, hasta que trasladamos todo lo necesario, dejando a los dos servidores que se acomodaran en el fortín; y yo, con todas mis energías, volví de nuevo a la "Hispaniola".

El hecho de que nos arriesgáramos a llevar un segundo cargamento puede parecer más audaz de lo que en realidad fue la operación. Nuestros enemigos nos aventajaban en número, pero por nuestra parte los superábamos en el armamento de que disponíamos. Ninguno de los marineros que habían desembarcado llevaba un mosquete, y, antes de que los tuviéramos al alcance de un tiro de pistola, nos jactábamos de que éramos capaces de dejar a una media docena de ellos fuera de combate.

El hacendado estaba esperándome en la porta de popa, otra vez en plena forma. Cogió el cabo que le lancé, lo ató bien presto y los dos comenzamos a cargar el chinchorro a toda prisa. Tocino, pólvora y galletas fueron los artículos que introdujimos en él, con un solo mosquete y un cuchillo para cada uno de nosotros, esto es, el hacendado, Redruth, el capitán y yo. El resto de las armas y de la pólvora que quedaba lo arrojamos, por encima de la borda, a dos brazas y media de profundidad, de manera que veíamos relumbrar el acero a la luz del sol sobre un fondo de fina arena.

Ya la marea comenzaba a descender, y la nave había empezado a dar vueltas sobre su ancla. Oíanse voces que gritaban del lado de los botes, y aunque aquello nos tranquilizaba sobre la suerte que hubieran podido correr Hunter y Joyce, que estaban situados más hacia la parte este, el hecho nos incitó a apresurarnos un poco más.

Redruth abandonó su posición en la crujía y se dejó caer en el bote, que luego condujimos hacia el lado de popa a fin de poder recoger al capitán.

—¡Eh, muchachos! —gritó éste—. ¿Podéis oírme bien?

No hubo respuesta del castillo de proa.

—A ti te hablo, Abraham Gray, sólo a ti.

Tampoco hubo respuesta.

—Gray —repitió el capitán, con voz un poco más baja—, abandono esta nave y te ordeno que sigas a tu capitán. Sé que eres un hombre honrado y que nada tienes que ver con esos desalmados. Tengo el reloj en la mano. Te concedo treinta segundos para que te unas a nosotros.

Hubo otra pausa.

—¡Vamos, amigo! —prosiguió el capitán—, no te hagas esperar. Me estoy jugando la vida, y la de estos caballeros que me acompañan, a cada segundo que pasa.

Luego se produjo un ruido de lucha, de golpes entrecruzados, y Abraham Gray apareció con una cuchillada en la mejilla. Fue corriendo hacia el capitán igual que un perro acude a la llamada del amo.

—Estoy con vos, capitán —dijo.

Un momento después él y el propio capitán se nos habían incorporado en el bote y sin más demora nos alejamos de la "Híspaniola".

Habíamos abandonado la nave, pero no habíamos llegado aún al fortín.

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