La isla del tesoro

CAPÍTULO XIX.

JIM HAWKINS REANUDA EL RELATO:

LA GUARNICIÓN EN EL FORTÍN

En cuanto Benn Gunn vio la bandera, se paró en seco, me tomó del brazo y se sentó.

—Seguro que son tus amigos —dijo entonces.

—Más posible es que sean los amotinados —respondí yo.

—¿En un lugar como éste? —exclamó—. Aquí nadie pone los pies, excepto la gente aventurera. Si hubiera sido Silver, hubiera izado el pabellón negro con la calavera. De esto no me cabe duda. Así que es seguro que son tus amigos. Se han intercambiado algunos disparos y éstos han llevado la mejor parte. Y aquí están ahora, en el viejo fortín de Flint. ¡Buena cabeza tenía Flint! De no ser por su afición al ron, nadie hubiera podido hacerle sombra. A nadie tenía miedo, excepto a Silver. Sí, a Silver correspondía tal merced.

—Bueno —dije yo—, tal vez sea así; razón de más para que corra a unirme a ellos.

—No, muchacho —respondió Ben—; eres un buen chico, si no me equivoco, pero en el fondo sólo eres eso. Ben Gunn es persona astuta. Ni el aroma del ron me induciría a meterme ahí dentro. Al menos, mientras no haya visto a tu caballero y no haya obtenido su promesa formal. No olvides lo que te he dicho: "Más confianza, mucha más confianza..." Eso es lo que tienes que decirle —y me pellizcó por tercera vez con aire de complicidad—. Y cuando necesitéis a Ben Gunn, ya sabes dónde encontrarme, Jim. Donde estaba hoy. Y el que venga que lleve algo blanco en la mano y venga solo. Dirás que Ben Gunn tiene buenas razones para exigir que así sea.

—Bueno —dije—, creo que lo entiendo bien. Tenéis algo que proponer y deseáis ver al hacendado o al doctor y estaréis donde yo os he encontrado. ¿Esto es todo?

—Falta el cuándo —contestó é1—. Entre el mediodía, a la hora del sol, y la media tarde.

—Bueno —dije yo— ¿puedo irme ya?

—¿No te olvidarás de nada? —me preguntó con ansiedad—. "Mucha más confianza y tiene sus razones", les dirás tú. "Sus razones", eso es lo principal, de hombre a hombre. Pues bien —me dijo, reteniéndome otra vez—, ahora puedes irte, Jim. Jim, ¿verdad que si te encontraras con Silver no venderías a Ben Gunn? ¿Verdad que no hablarías aunque te torturaran? ¡No, no! Y si esos piratas acamparan en la costa, Jim, ¿qué dirías si mañana por la mañana hubiera otras viudas?

Fue interrumpido por una violenta detonación y una bala cayó, rompiendo las ramas, para ir a incrustarse en la arena a menos de cien varas del lugar donde conversábamos. Un instante después los dos nos pusimos a correr a toda velocidad cada cual por su lado.

Durante más de una hora, frecuentes detonaciones sacudieron la isla entera, y las balas iban a estrellarse entre la espesura del boscaje. Yo corría de escondrijo en escondrijo, constantemente perseguido, o así al menos me lo figuraba, por aquellos terribles proyectiles. Sin embargo, hacia el final del bombardeo, sin atreverme todavía a aventurarme en la dirección del fortín, donde las balas solían caer con mayor frecuencia, comencé a mi manera a recobrar todo mi ánimo. Y después de un largo rodeo por la parte del este repté con cautela bajo los árboles de las orillas.

El sol estaba ya en el horizonte y la brisa que venía del mar movía las hojas de los árboles y rizaba la superficie gris de la bahía. La marea estaba en su punto bajo y grandes espacios arenosos quedaban al descubierto. Después del calor reinante a lo largo de aquella jornada, el viento se me infiltraba a través del chaquetón.

La "Hispaniola" estaba aún donde habíamos anclado, pero, claro está, era la bandera negra de la piratería la que ondeaba en el palo mayor. Cuando la estaba mirando hubo un nuevo resplandor rojizo seguido de otra detonación que repitió el eco. Una vez más una bala pasó silbando por el aire. Fue la última.

Por un momento permanecí observando el bullicio que se produjo después del cañonazo. Unos hombres se ocupaban en demoler a hachazos algo que no percibía, en la orilla, cerca del fortín: era nuestro pequeño bote, como supe más tarde. A lo lejos, cerca de la desembocadura del río, una gran fogata iluminaba los árboles, y entre aquel paraje y la nave iba y venía uno de los botes de los piratas. Los hombres que yo había visto tan hoscos cantaban como niños manejando los remos. Pero en sus voces había algo disonante que hacía pensar en el ron.

Al fin creí que podría volver al fortín. Yo me encontraba muy lejos, hacia la parte de abajo en la franja de arena que rodea la bahía al este y que con la marea baja se une a la Isla del Esqueleto. Cuando me alcé vi, a alguna distancia de esta franja y elevándose por encima de los matorrales, un peñasco aislado, bastante alto y de una blancura singular. Pensé que tal vez fuera aquél el peñasco blanco acerca del cual Ben Gunn me dijo que un día u otro, si necesitábamos una embarcación, podría encontrarla.

Después, bordeando el boscaje, alcancé el fortín por la parte de atrás y fui calurosamente acogido por los míos.

Pronto referí toda mi historia y pude echar una mirada en torno mío. La casa, la techumbre, las paredes y el suelo estaban hechos con troncos de abetos mal aserrados. El suelo o piso estaba a un pie y medio por encima de la arena. Delante de la puerta había un porche, y bajo ese porche una fuente surgía en un pilón artificial de características bien insólitas: no era ni más ni menos que el gran caldero de un barco al que se había desfondado y sumergido en la arena hasta la altura de la "línea de flotación", como solía decir el capitán.

Poca cosa había fuera de la construcción misma de la casa, pero en un rincón había una losa de piedra, puesta ahí a manera de chimenea. y una vieja cesta de hierro enmohecido destinada a contener la lumbre.

En las pendientes del montículo y dentro de la fortificación, los árboles habían sido talados para construir el fortín, y por los tocones podíamos adivinar la importancia y abundancia del bosque abatido. En gran parte el terreno había sido erosionado por la lluvia y se había desplazado a falta de un sostén natural. Solamente por donde bajaba el arroyuelo que salía de la caldera existían un grueso tapiz de musgo, algunos helechos y varias plantas trepadoras que sobresalían por su verde color sobre el fondo arenoso. Cerca del fortín —demasiado cerca para sus medios defensivos, al parecer de mis compañeros— crecía el boscaje, alto y tupido, formado de abetos por el lado de tierra y con un considerable número de encinas verdes por el lado próximo al mar.

La fría brisa del atardecer, de la que ya he hablado, se filtraba entre los intersticios de nuestro tosco habitáculo y espolvoreaba el piso con una lluvia de fina arena. Teníamos arena en los ojos, arena en la boca, arena en nuestros alimentos, arena en el agua del manantial, y hasta en el fondo de la caldera, como gachas a punto de cocer. La chimenea consistía, ni más ni menos, en un agujero cuadrado fabricado en el techo, y una mínima parte del humo salía por aquel sitio. El resto flotaba por el interior de la casa, nos escocía la vista y nos obligaba a toser.

Añadid a todas estas circunstancias la de que Gray, nuestro recluta más reciente, tenía el rostro envuelto en un cuidadoso vendaje,pues había resultado herido al escapar de los bandidos, y que Redruth seguía todavía allí, cerca de la pared, tieso y rígido bajo la bandera británica.

De habernos podido quedar mano sobre mano, nos hubiéramos sumergido en la mayor desesperación, pero el capitán Smollett no era persona dispuesta a tolerar tales estados de ánimo. Nos hizo llamar y repartió entre nosotros los turnos de guardia. Por un lado estábamos el doctor, Gray y yo, y por el otro el hacendado, Hunter y Joyce. A pesar de toda nuestra fatiga, a dos de nosotros les fue designada la tarea de ir por leña, otros dos se encargaron de cavar la fosa para Redruth, el doctor fue nombrado cocinero y a mí se me encargó la vigilancia de la puerta de entrada. El capitán iba de uno a otro animándonos y socorriéndonos en caso necesario.

De vez en cuando el doctor acudía a airearse a la puerta para librarse de la humareda que lo cegaba, y en cada ocasión me decía alguna cosa.

—Ese Smollett —me dijo entre otras cosas— es mejor que yo. Y, al decir esto, Jim, digo mucho.

Otra vez permaneció callado un momento. Luego inclinó la cabeza y me miró.

—¿Este Ben Gunn es un hombre como los demás? —me preguntó.

—No lo sé —le dije—; quizá esté un poco chiflado.

—De esto no cabe duda —respondió el doctor—. Un hombre que se ha pasado tres años mordiéndose las uñas en una isla desierta, Jim, no puede ser muy normal. Eso sería contrario a la naturaleza humana. ¿Era queso lo que quería?

—Sí, señor, queso.

—Pues bien, Jim —me dijo—, verás de qué sirve ser un tanto frugal. ¿Te has fijado en mi caja de rapé? Seguro que jamás me habrás visto tomar un poquito, y es que en esa caja llevo un pedazo de queso de Parma, hecho en Italia y de gran valor nutritivo. Puedes dárselo a Ben Gunn, muchacho.

Antes de ponernos a cenar, enterramos al pobre Tom en la arena y nos quedamos unos momentos alrededor de su tumba, todos descubiertos, la cabeza expuesta al viento. Dentro de la casa se había amontonado una buena cantidad de leña, pero a juicio del capitán no era aún bastante, por lo que nos dijo que al día siguiente debíamos ponernos a la tarea con más ánimos. Una vez hubimos comido nuestro tocino y cada uno de nosotros hubo bebido un buen vaso de aguardiente, los tres se reunieron en un rincón para examinar nuestra situación.

Parece que no sabían muy bien lo que podía hacerse. Teníamos tan pocas provisiones, que el hambre nos obligaría a capitular mucho antes de que llegara la nave de socorro. Nuestra única esperanza era declarar una guerra sin cuartel a los bandidos hasta que arriaran su bandera o huyeran en la "Hispaniola". De diecinueve que fueron, ya sólo quedaban quince, y entre éstos había dos heridos, uno de ellos de gravedad (el que había sido alcanzado junto al cañón), si no estaba muerto. Cada vez que tuviéramos ocasión de hacer fuego, había que aprovecharla, preocupándonos al propio tiempo por conservar nuestras vidas con la mayor prudencia. Además, contábamos con dos poderosos aliados: el ron y el clima.

Por lo que toca al primero, aunque distantes cerca de media milla de donde estaban los amotinados, muchas veces pudimos oír en medio de la noche los alborotos y los cantos que provocaba. En cuanto al segundo, el doctor apostaba su peluca a que, habiéndose establecido en la ciénaga y sin contar con medicamentos de ningún género, antes de una semana la mitad de los filibusteros no se tendrían en pie.

—Y entonces —añadió—, si no nos han matado antes, se considerarán bien felices por huir en la goleta. Siempre es un barco, e imagino que con él reemprenderán su vida de piratas.

—¡La primera nave que yo habré perdido! —se lamentó el capitán Smollett.

Como ya os lo podéis figurar, yo estaba muerto de cansancio, y cuando me hube acostado, tras mucho ir y venir, me dormí como un tronco.

Los otros habían tenido tiempo para desayunar y para doblar la leña amontonada, cuando me despertaron varias voces que gritaban. "¡Bandera blanca!", oí que decían. Y luego, un momento después, alguien gritó con asombro: "¡Es Silver en persona!" Di un brinco y, restregándome los ojos, corrí hacia una de las aspilleras.

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