La isla del tesoro

CAPÍTULO XXVII.

DOBLONES DE A OCHO

Debido a la inclinación del navío, los mástiles pendían lejos sobre el agua, y desde mi lugar en la cruceta sólo tenía debajo de mí la superficie de la bahía. Hands, que no había subido tan alto, se encontraba más próximo al barco, y cayó entre donde yo estaba y el empalletado. Sólo una vez apareció sobre las aguas entre un torbellino de sangre y espuma, y luego se hundió de nuevo para no volver a salir a flote nunca más. Cuando el agua recobró su transparencia, lo pude contemplar hecho un ovillo sobre la arena clara y fina, en la sombra proyectada por el navío. Dos o tres peces rozaron su cuerpo. A veces, debido a las ondulaciones del agua, parecía moverse ligeramente, como si intentara levantarse. Pero bien muerto estaba, ahogado y acribillado de balas simultáneamente, y su cuerpo ya no serviría para otra cosa que para alimentar a los peces en aquel mismo lugar donde había planeado acabar conmigo.

No bien me hube hecho cargo de tal realidad, cuando comencé a sentirme enfermo de cansancio y horror. La sangre fluía a chorros por mi espalda y mi pecho. El puñal me quemaba igual que un hierro candente en el sitio donde se me había incrustado para dejarme clavado en el mástil. Sin embargo, estos sufrimientos reales no eran lo que más me torturaba, pues creía poder soportarlos sin dar un gemido. Estaba aterrorizado por la idea del vértigo y por el temor de caer desde el perroquete en aquella agua verde e inmóvil, junto al cadáver del timonel.

Me agarré con las dos manos hasta que las uñas me hicieron daño y cerré los ojos para no ver el peligro que corría. Poco a poco recobré el sentido, mi pulso recuperó su ritmo normal y volví a sentirme sereno.

Lo primero que se me ocurrió fue arrancarme el puñal, pero, ya fuera porque estaba demasiado adentro, ya porque no tenía el suficiente ánimo, renuncie a hacerlo con un violento temblor. Lo curioso es que este temblor fue lo que me dejó libre. De hecho, el puñal había estado bien a punto de alcanzarme y sólo me retenía una delgada tira de piel que acababa de desgarrarse. En verdad que la sangre brotó aun con mas fuerza, pero yo estaba ya libre, y sólo mi chaqueta y mi camisa permanecían prendidas al mástil.

De una sacudida me desgajé del todo y volví a bajar a cubierta por los obenques de estribor. Conmocionado como me hallaba, por nada en el mundo me hubiera aventurado de nuevo sobre los obenques de babor, de donde Israel acababa de caer.

Una vez abajo hice lo que pude por aliviar mi herida. Era dolorosa y la sangre corría sin interrupción, pero no era profunda ni peligrosa, y tampoco me estorbaba mucho al mover yo el brazo. Luego miré en torno mío y, como la goleta era ahora en cierto modo propiedad mía, pensé librarla de su último pasajero, el muerto O'Brien.

Había caído, como ya he dicho, contra las amuradas, donde yacía igual que un monstruoso maniquí de tamaño natural, pero de colores y formas bien lejanos de los que reviste la vida. En la posición en que estaba podía fácilmente conseguir deshacerme de él, y como el hábito de las aventuras trágicas me había casi purgado de todo temor a los muertos, lo tomé por la cintura y, como si se tratara de un vulgar saco de afrecho, lo eché balanceándolo por la borda. Dio una brusca zambullida y el gorro rojo flotó sobre el agua. Pude ver a O'Brien al lado de Israel. Los dos cadáveres oscilaban juntos con los movimientos del agua. O'Brien, aunque todavía joven, era muy calvo. Yacía allí, con su redonda cabeza, entre las piernas del hombre que lo había matado. Y los rápidos peces evolucionaban caprichosamente por encima de ellos.

Ahora estaba solo a bordo. La marea acababa de cambiar. El sol estaba ya tan próximo a su declinar, que la sombra de los pinos de la costa del oeste llegaba hasta el fondeadero y se recortaba en la cubierta. La brisa de la tarde se había levantado, y aunque el lugar estuviera protegido por la colina, con sus dos cimas, del lado este, el cordaje rechinaba dulcemente y las velas colgantes se balanceaban de acá para allá.

Me di cuenta del peligro que corría el navío. Arrié pronto los foques y los dejé revueltos en cubierta. Más trabajo me costó maniobrar con la vela mayor.

Naturalmente, cuando la goleta se tumbó de costado, la botavara se había escurrido más allá de la borda, y un pie o dos de vela estaban bajo el agua. Pensaba que aquello sólo acrecentaba el peligro, pero era tal la tensión, que tenía miedo de intervenir. Finalmente, corté las drizas con mi cuchillo. El pico de la cangreja cayó en seguida y un gran balón de vela flotó en el agua. Pero luego me esforcé en vano: no hubo manera de mover la cargadera y tuve que darme por satisfecho. En cuanto al resto, la "Hispaniola" debía ponerse en manos de la fortuna, igual que yo.

Durante este tiempo, la sombra había invadido ya todo el fondeadero. Recuerdo que los últimos rayos de luz caían entre los árboles, brillantes como joyeles sobre el tapiz florido del barco naufragado. Comenzaba a hacer frío, la marea descendía rápidamente y la goleta se inclinaba cada vez más de costado.

Me fui hacia la proa y desde ella me asomé. El agua parecía poco profunda, y empuñando con las dos manos la amarrada, cortada para más seguridad, me dejé caer poco a poco por encima de la borda. El agua me llegaba justo a la cintura, la arena era firme y cubierta de arrugas, y yo chapoteé alegremente hasta la orilla, dejando la "Hispaniola" tumbada de lado, su vela mayor flotando sobre la bahía. En el mismo momento el sol se puso del todo y el viento comenzó a silbar en el crepúsculo, agitando las cimas de los árboles.

En resumidas cuentas, mi aventura en el mar se había terminado y no volvía con las manos vacías. La goleta estaba ahí, fuera del alcance de los filibusteros y dispuesta a recibir a nuestros propios hombres para aparejar. Nada más urgente tenía por hacer que volver al fortín para envanecerme de mis éxitos. Acaso se me censurara un poco por mi huida, pero la captura de la "Hispaniola" era una respuesta nada despreciable, y esperaba que el propio capitán Smollett reconociera que no había perdido el tiempo.

Ya de mejor humor, busqué el camino del fortín y de mis compañeros. Recordé que la más occidental de las corrientes de agua que desembocan en la Bahía del capitán Kidd descendía de la colina de las dos cimas situada a mi izquierda, y encaminé mis pasos en aquella dirección para poder cruzar el riachuelo antes de que me fuera imposible vadearlo. El bosque era practicable fácilmente, y bordeando las estribaciones interiores, pronto contorneé la colina. Poco después atravesaba el riachuelo, cuyas aguas me llegaban hasta la pantorrilla.

Esto me condujo hacia las cercanías del lugar donde me había encontrado con Ben Gunn, el cimarrón, y entonces anduve con mayor prudencia, vigilando por todos lados. El crepúsculo tocaba casi a su fin, y como fuera a salir entre los dos picos percibí un resplandor vacilante y saqué la conclusión de que el hombre de la isla estaba preparándose la cena ante un fuego. Sin embargo, en seguida me extrañé del poco cuidado que ponía en ocultarse. Pues, si yo podía percibir aquella luz, ¿no podía verla también el propio Silver, que acampaba en la orilla del cenegal?

La noche iba adensándose. Apenas podía guiarme vagamente; la doble colina estaba detrás de mí y El Catalejo, a mi derecha, se difuminaba rápidamente. Había pocas estrellas, y éstas apenas brillaban. En las bajas tierras por las que yo andaba, no cesaba de dar tropezones con los matorrales y rodar en agujeros de arenas.

De pronto un resplandor difuso se extendió alrededor de mí. Alcé los ojos. Pálidos rayos se habían encendido en la cima de El Catalejo, y poco después vi un enorme disco plateado surgir por detrás de los árboles: la luna se había levantado.

Guiado por esa luz, apresuré el fin de mi viaje, y ya andando, ya corriendo, cada vez más impaciente, fui aproximándome al fortín. Sin embargo, cuando atravesé el bosque que tenía delante, fui lo bastante prudente para demorar el paso que traía. Que mis propios amigos me mataran por equivocación hubiera sido un triste final de mis aventuras.

La luna iniciaba su ascensión. Su luz caía esparcida, en manchas, a través de las partes más abiertas del bosque. Y justo delante de mí un fulgor de un color particular apareció entre los árboles. Era de un rojo vivo y de vez en cuando se oscurecía como los tizones de una hoguera que se extingue.

Me era imposible advertir de qué se trataba.

Finalmente llegué a la linde del calvero. La extremidad oeste estaba ya bañada en luz lunar. El resto, incluido el fortín, estaba todavía en la sombra, sólo cruzada por anchas franjas de luz plateada. Del otro lado de la casa, un gran fuego se consumía, y la inmóvil y roja reverberación de sus brasas vivas contrastaba con la blanca claridad de la luna. Nada se movía. Fuera del canto de la brisa, todo estaba callado.

Me detuve muy asombrado y tal vez un tanto angustiado. No era costumbre nuestra hacer grandes fuegos. Las órdenes del capitán, por el contrario, eran que ahorráramos la leña. Y comencé a temer que no hubiera ocurrido una desgracia durante mi ausencia.

Me deslicé por la extremidad este, andando por la sombra, y en un lugar propicio, donde la oscuridad era más profunda, escalé la empalizada.

Para mayor seguridad, avanzaba a gatas y reptaba sin hacer ruido hacia el ángulo de la casa. De pronto experimenté un enorme alivio. En sí, no es un sonido agradable, y en otros tiempos solía quejarme de él, pero esta vez el roncar en coro de mis amigos me pareció como si escuchara una bella música. El grito marinero de la centinela, aquel espléndido "¡Todo bien!", nunca sonó más dulce en mis oídos.

Sin embargo, una cosa era segura: montaban muy mala guardia. Si Silver y sus compañeros hubieran caído entonces sobre ellos, ninguno hubiera vuelto a ver la luz del amanecer. "Estas son las consecuencias —pensé para mí— de tener herido al capitán". Volví a reprocharme de nuevo el haberlos abandonado cuando tan poco numerosos eran.

No obstante, ya había llegado yo a la puerta. Todo estaba a oscuras dentro y nada podía distinguirse. En cuanto a los ruidos, se oía el ronquido regular de los durmientes y como un crujido y pequeños golpes secos del todo incomprensibles para mí.

Con los brazos por delante, me introduje en el interior con el propósito de ir a acostarme en mi sitio y divertirme un buen rato (me reía ya por adelantado) con la cara que iban a poner todos cuando me descubrieran a la mañana siguiente.

Mi pie tropezó con algo que se dobló: era la pierna de uno de los que dormían. Se volvió gruñendo, pero sin despertarse.

Y entonces, de repente, una voz estridente chilló en las tinieblas.

—¡Doblones de a ocho, doblones, doblones de a ocho! ¡Doblones, doblones! —y así sin parar, sin cambio ni mudanza, igual que una carraca.

¡El loro verde de Silver, el "capitán Flint"! Era a él a quien yo había oído picotear una corteza, el que cuidaba de la guardia mejor que nadie y anunciaba mi llegada con su eterna cantinela.

No tuve tiempo de recobrarme. A los gritos agudos del loro, los durmientes se habían despertado y puestos en pie. Con un tremendo juramento, la voz de Silver se dejó oír:

—¿Quién va ahí?

Quise huir, pero tropecé violentamente con alguien, retrocedí y caí en brazos de un segundo individuo que los cerró sólidamente y me tuvo así cogido.

—Trae una antorcha, Dick —ordenó Silver, cuando mi captura quedó asegurada.

Y uno de los hombres salió de la casa para volver casi inmediatamente con una tea encendida.

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