El Príncipe y el mendigo

16

La hora de la comida estaba próxima; curiosamente, la idea apenas inquietó a Tom. Las experiencias de la mañana habían aumentado su confianza: en cuatro días se había adaptado a la nueva situación mejor de lo que lo hubiese hecho una persona madura en un mes entero.

El salón de banquetes era una habitación espaciosa, con columnas doradas y con pinturas en el techo y en las paredes. En la puerta estaban los altos guardias de pie, rígidos como estatuas, vestidos costosamente y armados de lanzas. En la galería alta que rodeaba la habitación estaban los ciudadanos de ambos sexos. En una plataforma en medio del salón se ubicaba la mesa de Tom. Así relató la escena un cronista de la época:

"La ceremonia comienza cuando entran al salón dos caballeros, uno lleva una vara y otro un mantel que tienden sobre la mesa. En seguida se arrodillan cuatro veces, con extrema reverencia, y luego se retiran. Después entran otros dos, uno con la vara; el otro con un salero, un plato y el pan: cuando se han arrodillado igual que los anteriores y colocado sobre la mesa lo que traían, también se retiran con idénticas ceremonias; por último vienen dos nobles, ricamente vestidos, que se arrodillan y frotan la mesa con pan y sal con tanta reverencia como si el rey estuviese presente."

De pronto se oyó el toque de trompeta y el grito de: "¡Paso al rey!". Una brillante procesión ingresó lentamente al salón. Todos se levantaron de sus asientos y gritaron: "¡Dios Salve al Rey!".

Para Tom, que iba rodeado de nobles y de cincuenta Caballeros a Sueldo, todo aquello era hermoso. Preocupado sólo de admirar cada cosa que veía, logró conducirse bien y con gracia. De acuerdo a las instrucciones, respondía los saludos con leve inclinación de cabeza y con un cortés: "Gracias, mis buenas gentes".

Se sentó a la mesa sin quitarse el gorro, con toda naturalidad, pues comer con sombrero puesto era la única costumbre en que coincidían los reyes y los Canty.

Después, al son de una música alegre, entraron los lanceros de palacio, también vestidos con todo lujo, trayendo la comida en vajillas de plata. Estas fuentes eran recibidas por un caballero en el mismo orden y colocadas sobre la mesa, mientras el catador daba a cada guardia un bocado para que la probase, asegurándose de que no tuviera veneno.

Tom comió bien, pese a tener conciencia de que cientos de ojos lo miraban con gran interés. Terminó la comida sin un solo error, impecable y glorioso triunfo.

Cuando la comida terminó y Tom se marchaba con su comitiva y con los oídos llenos del agradable tronar de trompetas, tambores y aclamaciones, tuvo la sensación de que si comer en público era lo peor, estaría dispuesto a soportar la prueba varias veces al día, si ello le permitía librarse de algunas de las obligaciones más difíciles de su función real.

17

Miles Rendon caminó a toda prisa hacia Southwark, buscando al rey y a sus raptores. Por medio de averiguaciones pudo seguirles el rastro parte del camino, hasta que todos los indicios se acabaron. Rendon se dio cuenta, entonces, de que no sabía cómo continuar, pero durante todo el resto del día siguió en su empeño. Al llegar la noche estaba cansado, hambriento y frustrado. Se fue a la cama resuelto a hacer un registro de toda la ciudad al día siguiente. Antes de dormirse reflexionó sobre lo que haría el muchacho si lograba escaparse de las manos de su supuesto padre. Y llegó a la conclusión de que trataría de llegar a Hendon Hall, puesto que sabía que él, Hendon, iba camino a su casa y que era allí donde podía esperar encontrarlo. De modo que Miles decidió ponerse en camino y aprovechar de hacer averiguaciones durante el trayecto.

Entretanto, el rufián que esperaba al mozo y al rey, no se les juntó, sino que les siguió en silencio: llevaba el brazo izquierdo en cabestrillo y un parche verde en el ojo izquierdo; cojeaba y se apoyaba en un bastón de roble. El joven condujo al rey por un tortuoso camino hasta que salieron fuera de la ciudad. El rey estaba ahora irritado y se negó a seguir caminando, pues consideraba que era Hendon quien debía salir a su encuentro. El joven le replicó:

—¿Te detendrás aquí cuando tu amigo yace herido en el bosque vecino? ¡Sea...!

El rey cambió al instante:

—¡Herido! ¿Y quién se ha atrevido a herirlo? ¡Indica el camino! ¡Rápido! ¿Así que herido, eh? ¡Ya se ha de arrepentir el causante, aunque sea el mismo hijo de un duque!

El camino fue recorrido con rapidez. Entraron al bosque y el mozo se fue guiando por señales que indicaban la dirección a seguir: trozos de trapo atados a la punta de ramas clavadas en el suelo. Más adelante llegaron a un lugar, donde se veían los restos de una granja y de un galpón en ruinas. Reinaba absoluto silencio. El joven entró al galpón, con el rey pegado atrás. ¡No había nadie allí! Echando una mirada de sospecha al joven, el rey preguntó:

—¿Dónde está?

Una risa burlona fue la respuesta. El rey, enfurecido, tomó un trozo de leña e iba a atacar al joven, cuando cayó en su oído una segunda risa de burla. Era el rufián cojo que los había seguido. Volviéndose hacia él, le dijo colérico el rey:

—¿Quién eres tú y qué tienes que hacer aquí?

—¡Basta de estupideces! —dijo el hombre— y cálmate. Cómo no vas a reconocer a tu propio padre.

—Tú no eres mi padre. Soy el rey. Si es que has escondido a mi servidor, tendrás que arrepentirte de lo que has hecho.

Con voz severa replicó John Canty:

—Sé que te has vuelto loco, y me repugna castigarte, pero deberé hacerlo si me provocas. Aquí tus locuras no hacen ningún mal, pero ten cuidado cuando cambiemos de alojamiento. Cometí un asesinato y ni tú ni yo podemos permanecer en casa. Mi nombre es ahora John Hobbs y el tuyo es Jack, no lo olvides. Y ahora, ¡habla! ¿Dónde está tu madre? ¿Y tus hermanas?

—No me molestes con esas adivinanzas —respondió el rey—. Mi madre ha muerto y mis hermanas están en palacio.

El joven, que andaba por allí cerca, se rió burlón y el rey lo hubiese atacado, pero Canty —o Hobbs como ahora se llamaba—se lo impidió:

—Por favor, Hugo, no lo molestes. Siéntate, Jack, y tranquilízate: te daré algo de comer.

Hobbs y Hugo se pusieron a hablar en voz baja y el rey se retiró hacia el otro extremo del galpón. Allí encontró el piso cubierto de paja, se tendió y pronto sus pensamientos se concentraron en la pérdida de su padre. El nombre de Enrique VIII era el de un ogro para todo el mundo, pero para este niño traía sólo sensaciones agradables. El recuerdo de cariñosas escenas entre su padre y él le sacaron abundantes lágrimas de dolor. Al atardecer, se sumió en un sueño tranquilo y reparador.

Después de un tiempo, sus sentidos se reavivaron un poco y sin abrir los ojos se preguntó vagamente dónde estaba y qué había sucedido. El golpeteo de la lluvia en el techo le trajo una confortable sensación de comodidad.

Sin embargo, todo ese bienestar fue roto por un coro de gritos y risotadas groseras. El rey se destapó la cabeza, miró y se encontró con un cuadro horrendo. Alrededor de una fogata, en el otro extremo del galpón, estaba el grupo más completo de rufianes de ambos sexos que jamás se hubiese visto: enormes sujetos, morenos por el sol, de cabellos largos y vestidos de harapos; también jóvenes, mendigos ciegos, lisiados, un calderero, un barbero, todos con sus herramientas de trabajo; mujeres jóvenes y viejas, atrevidas, groseras y mugrientas; finalmente, había tres bebés y un par de perros hambrientos.

Había caído la noche, la pandilla empezaba una orgía y un jarro de alcohol pasaba de boca en boca. En eso, un grito unánime pidió: ¡ Una canción! ¡Que Murciélago y Punto–y–Raya canten...!

Se levantó uno de los ciegos —un falso ciego en realidad— y un cojo —falso también— y cantaron una cancioncita pegajosa, haciendo coro toda la banda con un griterío que hizo temblar hasta el techo.

Al canto siguió la conversación, donde se hizo evidente que "John Hobbs" no era un recluta reciente. Canty les contó que "por accidente" había dado muerte a un hombre, un sacerdote, por lo que fue unánimemente aplaudido. Los viejos conocidos le daban jubilosa bienvenida y los nuevos se enorgullecían de estrechar su mano. Al preguntarle por qué se había mantenido tanto tiempo lejos de ellos, contestó:

—Londres es mejor que el campo y más seguro en estos últimos años. Estaba resuelto a no aventurarme nunca más en el campo, pero el accidente alteró ese plan.

Cuando preguntó de cuántos miembros se componía la banda, el Rizador, que era el jefe, le respondió que la integraban veinticinco hombres —ladrones, mendigos y vagabundos— y que se dirigían hacia el este.

—No veo a "Lobanillo", ¿dónde está?

—Fue muerto en una pelea este verano.

—Lo siento de veras, era un hombre capaz y valiente.

—¡Ya lo creo que sí! La Negra Bess, su "vallecillo", está todavía con nosotros: muchacha excelente, nunca la he visto borracha más de cuatro días a la semana.

—Una linda moza, la recuerdo bien. La madre era una bruja de un carácter de todos los demonios, ¡pero de inteligencia poco común!

—Por eso la perdimos. Su don de la quiromancia y de la adivinación le valió el nombre de bruja y la ley la asó a fuego lento hasta matarla. Pero con cuánta valentía hizo frente a su destino: maldijo a la multitud que la miraba mientras se iba quemando. Ese arte, ¡ay!, murió con ella —dijo el Rizador, suspirando.

Un abatimiento general se apoderó de todos por un rato, pues ni siquiera estos rufianes carecen de sentimientos. Un buen trago devolvió pronto a los llorones su buen humor.

—¿Le ha ido mal a algún otro de nuestros amigos? —preguntó después Hobbs.

—A algunos, sí. Especialmente a los pequeños agricultores, dejados en el mundo sin amparo y hambrientos, pues fueron despojados de sus granjas para convertirlas en pastoreos de ovejas. Se pusieron a mendigar y fueron castigados: primero azotados, luego apedreados, después se les cortó una oreja, luego les marcaron la cara con un hierro al rojo y finalmente fueron vendidos como esclavos. Si huían eran perseguidos y ahorcados. Todo eso por mendigar, ¿y qué otra cosa podían hacer los pobres diablos? ¡Adelantaos Patán, Burns y Hodge: mostrad vuestros adornos!

Los nombrados por Rizador se quitaron sus harapos, mostrando la espalda con viejas marcas de látigo. Uno se levantó el pelo y mostró el lugar donde había estado su oreja izquierda; otro mostró una marca de fuego en el hombro —la letra "V' '— y una oreja mutilada, y un tercero relató lo siguiente:

"Yo soy Patán, anteriormente granjero próspero, con amante esposa e hijos. Ahora es bien diferente: mi condición, mi oficio, mi mujer e hijos ya no están..., quizás estén en el cielo, quizás en el sitio opuesto; pero bendito sea Dios: ¡No están en Inglaterra! Mi buena madre cuidaba enfermos; uno murió y el médico no supo de qué, así que quemaron a mi madre por bruja mientras mis hijos miraban gimiendo. ¡La ley inglesa! ¡Todos juntos, bebamos por la ley inglesa que libró a mi madre del infierno inglés! ¡Gracias, compañeros, gracias! Mendigué de casa en casa con mi mujer y mis niños hambrientos, pero en Inglaterra es delito tener hambre, de modo que nos arrojaron a las ciudades a fuerza de azotes. Bebed todos otra vez por la ley inglesa... Pronto le llegó la liberación a mi María: yace en el cementerio. ¿Y los niños? Bueno, mientras íbamos de pueblo en pueblo, ellos morían de hambre. Volví a mendigar y lo que obtuve fue el cepo y perder una oreja, ¡miren! Pedí otra vez..., y me cortaron la otra. Otra vez a mendigar y fui vendido como ESCLAVO. Aquí tengo la "E", marcada a hierro caliente en mi cara. ¡Un ESCLAVO inglés!

"Me he escapado y cuando me encuentren, ¡me colgarán! ¡Que la maldición del cielo caiga sobre la ley del país que así lo ordena!".

En eso una voz sonora atravesó el galpón:

—¡No te colgarán... y éste es el día en que esa ley llegue a su fin!

Al volverse, todos divisaron al pequeño rey.

—¿Quién es? ¿Quién eres tú, monigote? —preguntaron.

De pie, sin la menor confusión, el chico respondió con dignidad principesca:

—Soy Eduardo, rey de Inglaterra.

Una explosión de risa vino después, en parte de burla, en parte de agrado por la excelente broma. El rey se sintió herido y dijo con severidad:

—¡Vagabundos sin modales! ¿Es ése vuestro reconocimiento por la gracia real que os he prometido?

Dijo más, pero todo se perdió en un torbellino de risas. Por sobre aquella bulla, "John Hobbs" al fin pudo hacerse oír:

—Compañeros, se trata de mi hijo, un loco de remate... Él cree en realidad que es rey.

—Y lo soy —dijo Eduardo—, como lo vas a saber para tu desgracia a su debido tiempo. Has confesado un asesinato y colgarás de una cuerda por ello.

—Tú me traicionarías... Si logro ponerte la mano encima...

—¡Vamos, vamos! —dijo interponiéndose el corpulento Rizador y golpeando a Hobbs. Y dirigiéndose a Su Majestad, le expresó:

—No debes amenazar a tus compañeros, muchacho. Sé rey si eso te place, pero no cauces daño a nadie. Otra cosa: olvida el título que has pronunciado, pues eso significa traición. Nosotros somos malos hombres, pero no hay ninguno traidor a su rey. Tenemos corazones leales y amantes. Fíjate... ¡Ahora, todos juntos!: ¡Viva Eduardo, rey de Inglaterra!

La pandilla respondió con tal entusiasmo que el galpón vibró con aquel ¡viva! El rostro del rey se iluminó de gusto y dijo con seria sencillez:

—Os doy las gracias, mis buenas gentes.

Nuevas convulsiones de risa hubo entre la concurrencia. Cuando volvió algo de calma, el Rizador dijo con firmeza:

—¡Basta, muchacho! Complace tu fantasía, pero escoge algún otro título, no el de nuestro rey.

El calderero saltó a gritos con una sugerencia:

—¡Fu–Fu I, rey de los Bobos!

El título gustó; todas las gargantas lanzaron el grito de: "¡Viva Fu–Fu I, rey de los Bobos!", seguido de burlas, rechiflas y carcajadas.

—¡Coronadlo!

—¡Ponedle el manto!

—¡Pasadle el cetro!

—¡Sentadlo en el trono!

Otros veinte gritos estallaron y, antes de que se diera cuenta Eduardo, ya estaba coronado con una palangana de lata, con una frazada rotosa por manto, entronizado sobre un barril y con el hierro de soldar del calderero, por cetro. Todos se arrojaron al suelo de rodillas a su alrededor y elevaron un coro de lamentos irónicos.

Pero fue el calderero quien causó sensación esa noche. Arrodillado, fingió besar el pie del rey, pero fue rechazado de un puntapié. Pidió entonces un trapo y se tapó con éste la parte golpeada de su cara por el pie real, diciendo que no debía tocarla ni siquiera el aire y que después haría fortuna mostrándola por cien chelines. Estuvo tan matadoramente gracioso que fue la admiración de toda aquella chusma sarnosa.

De los ojos del monarca brotaban lágrimas de vergüenza e indignación. Pensaba: "¡No podrían ser más crueles si hubiera cometido una gran injusticia con ellos. Y, sin embargo, lo único que he hecho es portarme bien con ellos, y así me pagan!"

18

Los vagabundos emprendieron la marcha hacia el amanecer. Amenazaba lluvia, había barro y hacía frío, de modo que la alegría dejó de estar presente en el grupo. Ninguno estaba de buen humor y todos tenían sed.

"Jack" quedó bajo la custodia de Hugo, por instrucción del Rizador, quien también ordenó a John Canty que no lo molestase. Y a Hugo le dijo que no fuese demasiado áspero con el muchacho.

Después de un rato, el tiempo mejoró un poco y la pandilla cesó de temblar y se puso cada vez más alegre. Muchos hicieron bromas e insultaron a la gente que pasaba. Era evidente el temor que inspiraban a su paso: robaban ropas de las cercas a plena vista de sus dueños y sin que nadie protestara.

Más tarde, invadieron una granja pequeña y se instalaron como en su casa, mientras el pobre granjero, temblando, vaciaba su despensa para ofrecerles desayuno. En tanto, la dueña de casa y sus hijas les servían la comida, los vagabundos les daban golpecitos en el mentón haciendo chistes groseros. Luego arrojaron huesos y verduras al granjero y a sus hijos, aplaudiendo si alguien daba en el blanco. Cuando por fin se despidieron, amenazaron con volver y pegar fuego a la casa con todos sus habitantes si los denunciaban.

Alrededor del mediodía, la pandilla hizo alto en los suburbios de una aldea. Luego de una hora de descanso, el grupo se dispersó para entrar por diversos sitios a la aldea a ejercer sus oficios. "Jack" fue con Hugo. Mientras vagaban de aquí para allá, Hugo dijo:

—No veo nada para robar. Pediremos limosna.

—¡Pediremos...! Eso si que es bueno. Practica tu oficio... Es digno de ti. Pero en cuanto a mí, no voy, por cierto, a mendigar.

—¿Que tú no vas a mendigar? —preguntó Hugo, mirando al rey con sorpresa—. Por favor, ¿me quieres decir desde cuándo te has reformado?

—¿Qué quieres decir con eso?

—¿Que qué quiero decir? ¿Acaso no has mendigado por las calles de Londres toda tu vida?

—¿Yo...?, ¡idiota!

—Tu padre dice que siempre has pedido limosna. Quizás te atrevas a afirmar que mentía —dijo Hugo, mofándose.

—¿Ése que tú llamas mi padre? Pues sí, mentía.

—Vamos, no juegues a hacerte el loco hasta ese extremo, compañero. Si le cuento esto a tu padre, te va a dar una buena...

—Ahórrate la molestia. Se lo diré yo.

—Me gusta tu carácter, eso sí, pero no admiro tu criterio. ¡Pero veamos! Ya que se te ocurre renunciar a pedir... ¿Qué haremos?

Con impaciencia contestó el rey:

—Termina de una vez... ¡Me aburres!

Enojado, Hugo replicó:

—¡Vamos, compañero! No quieres mendigar, no quieres robar. ¡Sea! Pero harás de señuelo mientras yo pido.

El rey iba a responder cuando Hugo le dijo, interrumpiéndolo:

—¡Calla...! Ahí viene uno de rostro bondadoso. Me echaré al suelo con un ataque. Cuando el desconocido acuda, tírate de rodillas, simula llorar como si te doliera terriblemente el estómago y di: "¡Oh, señor! Es mi pobre hermano. En nombre de Dios, echa una mirada misericordiosa a este desgraciado, abandonado y enfermo. Otorga un penique a un señalado de Dios, dispuesto a morir". Y ten buen cuidado de seguir gimiendo y no pares hasta que tengamos su penique. ¡No tendrás que arrepentirte! Y Hugo empezó inmediatamente a lamentarse, retorciéndose y revolcándose en el polvo.

—¡Oh, Dios mío! —exclamó el bondadoso desconocido—. ¡Pobrecito, cómo sufre! ¡Ea! Déjame ayudarte.

—¡Oh, no, noble señor! Dios premie su caballerosidad, pero me dan dolores crueles si me tocan cuando estoy atacado así. Mi hermano puede contarle cuánto sufro. ¡Un penique, querido señor, para comprar algo que comer...!

—¡Te daré tres, infortunada criatura...! —y buscó en su bolsillo—. ¡Vamos, pobrecito muchacho! ¡Tómalos! Ahora, tú, muchacho, ayúdame a llevar a tu hermano hasta aquella casa, donde...

—No soy su hermano —dijo el rey.

—¿Qué dices? ¿Que no eres su hermano?

—¡Oídlo! —gimió Hugo—. ¡Niega a su propio hermano!

—Muchacho, ¡qué vergüenza...! Si no es tu hermano, ¿quién es entonces?

—¡Un mendigo y un ladrón! Te ha sacado una limosna y además te ha robado dinero del bolsillo. Si quieres hacer una curación milagrosa, dale con el bastón y confía en que la Providencia hará el resto.

Pero Hugo no esperó: en un minuto huía como el viento con el caballero tras de sí. El rey huyó en dirección opuesta y no aflojó el paso hasta quedar fuera de peligro. Pronto dejó atrás la aldea y siguió caminando con toda la agilidad que pudo, durante varias horas; mientras, nerviosamente, vigilaba por si lo perseguían. Cuando se sintió seguro se dio cuenta de que tenía hambre y que estaba cansado. Se detuvo en una granja pero en cuanto fue a hablar lo despacharon sin la menor consideración: los harapos que vestía estaban en su contra.

Herido e indignado, continuó vagando. Pero el hambre domina el orgullo y al anochecer hizo una nueva tentativa, pero le fue peor aún pues hasta lo amenazaron con arrestarlo por vagancia.

Llegó la fría noche y seguía andando, porque cada vez que se sentaba a descansar el frío le penetraba hasta los huesos. Sus sensaciones, en medio de la noche, le resultaban nuevas y extrañas. Las voces que oía y las difusas figuras que apenas distinguía, le hacían estremecer; el parpadeo de una luz, el tintineo de una campana, el mugido de unos rebaños, el ladrido de un perro, le llegaban como señales lejanas y vagas, dando al pequeño rey la sensación de que estaba completamente alejado de la vida, en medio de una soledad absoluta.

Siguió su camino a tropezones, fascinado y sobresaltado por cada ruido. De pronto divisó la luz de una linterna. Esperó en la oscuridad y alcanzó a distinguir la puerta abierta de un galpón. Esperó otro rato: le dio frío estar quieto, y el galpón se veía tan hospitalario, que se decidió: rápido y furtivo, comenzaba a cruzar el umbral cuando oyó voces tras él. Como una flecha se ocultó dentro del galpón. Dos campesinos entraron con la linterna y se pusieron a trabajar. El rey aprovechó la luz para observar el lugar. Se propuso llegar a una especie de establo, al otro extremo del galpón, apenas estuviese solo. También tomó nota de la ubicación de unas mantas para caballo, con la intención de ponerlas al servicio de la corona de Inglaterra por una noche.

Los peones terminaron su trabajo y se marcharon, cerrando la puerta y llevándose la linterna. El rey se encaminó a tientas hacia las mantas, las recogió y se dirigió al establo. Se hizo una cama con dos de las mantas, cubriéndose con las otras dos. Era ahora un monarca feliz aunque las mantas eran viejas y livianas, además de despedir un sofocante olor a caballo.

Tanto sueño tenía el rey que pronto empezó a dormitar. Estaba a punto de quedar profundamente dormido cuando sintió que algo lo tocaba. Se despertó de inmediato. El horror de ese contacto en la oscuridad le paralizó el corazón. Inmóvil, se quedó escuchando. Pero no hubo ningún ruido. Durante largo rato continuó atento: la quietud y el silencio reinante lo ayudaron a adormecerse otra vez. De pronto, de nuevo aquel misterioso roce. Sintió espanto por esa presencia silenciosa e invisible. ¿Qué hacer? ¿Abandonar el alojamiento? Huir, pero ¿a dónde? No podía dejar el galpón, pero era intolerable la idea de estar a ciegas dentro de cuatro paredes con aquel fantasma. ¿Qué le quedaba por hacer? ¡Ah! ¡Estirar la mano y salir al encuentro de aquello!.

Era fácil pensarlo, pero difícil reunir valor para probarlo. Tres veces estiró la mano un poquito en la oscuridad..., para volverla a recoger anhelante, porque estaba seguro de que ya lo encontraba. La cuarta vez, tentó algo más lejos y la mano rozó algo suave y caliente. Eso casi lo petrificó de miedo e imaginó que no era otra cosa que un cadáver, recién muerto y aún caliente. Decidió mantenerse inmóvil, pero la curiosidad humana es poderosa: no pasó mucho rato sin que su mano temblorosa volviera a explorar. Primero encontró una mata de pelo largo. Se estremeció, pero siguió y encontró lo que parecía una soga calientita; siguiendo en esa dirección se encontró ¡con un inocente becerro!, pues no se trataba de una cuerda, sino de la cola de un ternero.

El rey se avergonzó sinceramente por haber temido a un ternero, aunque en esos tiempos de supersticiones cualquier niño se hubiera comportado igual.

No sólo estuvo el rey encantado de comprobar que se trataba de un ternero sino también de tener compañía, pues se había sentido tan desamparado que le era grata la cercanía de ese animal. Fue reconfortante la sensación de estar por fin junto a una criatura que por lo menos tenía corazón blando y espíritu suave. Resolvió, pues, hacer a un lado cuestiones de rango y hacerse amigo del ternero.

Cuando le acariciaba el lomo pensó en que este becerro podía ser utilizado para algo más. Arregló de nuevo su cama extendiéndola junto al animal; luego se acomodó junto a su lomo, se tapó con las mantas y en dos minutos estuvo tan abrigado como siempre lo había estado en los lechos del palacio de Westminster.

Luego tuvo pensamientos gratos y la vida tomó aspecto más alegre. Se encontraba libre de la servidumbre y del delito, libre de la compañía de bandidos; estaba abrigado, tenía techo. En una palabra: estaba contento. Incluso el viento nocturno que golpeaba los costados del viejo galpón haciéndolo temblar era para el rey verdadera música. Se acurrucó más junto a su amigo y pronto fue cayendo dichoso en un sopor profundo y sin sueños, lleno de paz y serenidad. Los perros aullaban, mugían las vacas, los vientos siguieron rugiendo, mientras la lluvia se estrellaba con fuerza en el techo. Pero el rey de Inglaterra siguió durmiendo igual que el ternero que, como toda criatura sencilla, no se inquietaba fácilmente ni por las tormentas ni por estar durmiendo junto a su Majestad.

Materias