DE LA TIERRA A LA LUNA

CAPÍTULO VII

La fundición del cañón

Durante todo el tiempo que se invirtió en la operación de la zanja, simultáneamente se llevaron adelante con suma rapidez los trabajos preparatorios de la fundición. Una persona extraña que, sin estar en antecedentes, hubiese llegado de improviso a Stone’s Hill, hubiera quedado atónita ante el espectáculo que se ofrecía a sus ojos.

A seiscientos metros de la zanja se levantaban 1.200 hornos de reverbero, de casi doscientos metros de ancho cada uno, circularmente situados alrededor de la zanja misma, que era su punto central, separados uno de otro por un intervalo de un metro. Los 1.200 hornos formaban una línea cercana a los tres kilómetros. Estaban todos calcados sobre el mismo modelo, con una alta chimenea cuadrangular, y producían un efecto singular.

Soberbia le parecía a J. T. Maston aquella disposición arquitectónica, que le recordaba los monumentos de Washington. Para él no había nada más bello, ni aun en Grecia, donde, según él mismo confesaba, no había estado nunca.

Antes de ser embarcado para Tampa, el mineral de hierro que se usaría era sometido a los altos hornos de Goldspring y puesto en contacto con carbón y silicio y elevado a una alta temperatura, siendo transformado en hierro dulce, y después de esta primera operación, se dirigía el metal a Stone's Hill.

Es fácil comprender que mil doscientos hornos no eran un exceso para derretir a un mismo tiempo 68.000 toneladas de hierro. Cada horno podía contener cerca de 50.000 kilos de metal, y todos estaban construidos y dispuestos según el mismo modelo.

El aparato para caldear y la chimenea se hallaban en los dos extremos del horno, el cual se calentaba por igual en toda su extensión. Los hornillos, hechos de tierra refractaria, constaban de una reja donde se colocaba el carbón de piedra, y un crisol donde se ponían las barras que debían fundirse. El suelo de este crisol, inclinado en ángulo de veinticinco grados, permitía al metal derretido verterse hacia los depósitos de recepción, de los cuales partían doce arroyos divergentes que desaguaban en el pozo central.

Después de finalizar las obras de albañilería, Barbicane ordenó la construcción del molde interior. La cuestión era levantar en el centro del pozo, siguiendo su eje, un cilindro de treinta metros de altura y tres metros de diámetro, que llenase exactamente el espacio reservado al alma del ""Columbiad"". Este cilindro debía componerse de una mezcla de tierra arcillosa y arena, a la que añadían heno y paja. El intervalo que quedase entre el molde de la obra de fábrica, debía llenarlo el metal derretido para formar las paredes del cañón, de un grosor de dos metros.

Para mantener equilibrado el cilindro fue necesario reforzarlo con armadura de hierro y sujetarlo a trechos por medio de puntales transversales que iban desde él a las paredes del pozo. Estas traviesas, después de la fundición, quedaban formando cuerpo común con el cañón mismo, sin que éste sufriese por esta interposición menoscabo alguno.

El 8 de julio, al terminarse esta operación, podía procederse de inmediato a la fundición, y se fijó ésta para el día siguiente.

—Será una gran fiesta el acto de la fundición –dijo J. T. Maston a su amigo Barbicane.

—Indudablemente –respondió Barbicane–, pero no será fiesta pública.

—¡Cómo! ¿No se recibirá a ningún visitante?

—No cometeré semejante error; Maston; la fundición del "Columbiad" es una operación delicada que puede también ser peligrosa, y prefiero que se ejecute a puerta cerrada. Al dispararse el proyectil, toleraremos todo el bullicio que se quiera, pero no antes.

Efectivamente, la operación podía dar origen a peligros imprevistos, y, además, una gran afluencia de espectadores estorbaría tal vez para conjurar una catástrofe. Convenía mucho conservar la libertad de movimiento. A sí es que a nadie se permitió entrar en el recinto, a excepción de una delegación de miembros del Club del Cañón, que se había trasladado a Tampa.

Figuraban entre ella el entusiasta Bilby, Tom Hunter, el coronel Blomsberry, el mayor Elphiston, el general Morgan y otros, para quienes la fundición del "Columbiad" era una cuestión personal.

J. T. Maston se convirtió espontáneamente en su cicerone; no omitió ningún pormenor; les condujo a todas partes, a los almacenes, a los talleres, a las máquinas, y les obligó a visitar uno tras otro, no obstante ser perfectamente iguales, los mil doscientos hornos. Al efectuar la visita número mil doscientas, estaban agotados.

El proceso de la fundición debía ejecutarse a las doce en punto del día. El día anterior se habían preocupado principalmente en cargar cada uno de los hornos con sesenta mil kilos de barras de metal, colocadas de manera que dejasen algunos huecos para que el aire inflamado pudiese circular entre ellas libremente.

Desde la madrugada, empezaron las chimeneas a vomitar en la atmósfera sus torrentes de llamas, y agitaban la tierra sordas trepidaciones. Había que quemar tantos kilos de carbón de piedra cuantos eran los kilos de metal que había que fundir. Había, pues, sesenta mil kilos de carbón que proyectaban delante del disco del sol un denso cortinaje de humo negro.

La alta temperatura no tardó en hacerse insoportable en aquel círculo de hornos cuyos ronquidos parecían retumbos de trueno, aumentando el estrépito poderosos ventiladores que en su continuo soplo saturaban de oxígeno todos aquellos focos candentes.

El buen éxito de la operación de la fundición dependía en gran parte de la rapidez con que se la condujese. A una señal dada, que consistía en un cañonazo, todos los hornos a la vez debían abrir paso al hierro derretido y vaciarse enteramente.

Después de tomadas estas disposiciones, maestros y trabajadores aguardaron el momento fijado, con mucha impaciencia y también con cierta zozobra. No había nadie en el recinto, y cada maestro fundidor ocupaba su puesto cerca de los agujeros por donde debía salir el metal licuado.

Los miembros del Club contemplaban la operación desde una prominencia cercana, teniendo delante un cañón, pronto a ser disparado a una señal del ingeniero.

Faltando algunos minutos para las doce, empezó el metal a formar gotas que se iban dilatando; se fueron llenando poco a poco los receptáculos, y cuando el hierro se hubo derretido enteramente, se le dejó reposar un poco con el fin de facilitar la separación de las sustancias heterogéneas.

Al dar las doce, sonó un cañonazo, perdiéndose en el aire como un relámpago su resplandor momentáneo. Mil doscientas aberturas se destaparon a la vez, mil doscientas serpientes de fuego se arrastraron hacia el pozo central, desenrollando sus anillos candentes. Al llegar al pozo, se precipitaron a una profundidad de trescientos metros con espantoso estrépito.

El espectáculo era conmovedor y magnífico. La tierra temblaba y las olas de metal hirviente, lanzando al cielo torbellinos de humo, volatilizaban al mismo tiempo la humedad del molde y la arrojaban por los respiraderos del muro de piedra bajo la forma de impenetrables vapores. Aquellas nubes ficticias, subiendo hacia el cenit a una altura de mil metros desenvolvían sus densas espirales.

Un seminola nativo más allá de los límites del horizonte, hubiera creído en la formación de un nuevo cráter en las entrañas de Florida y, sin embargo, aquello no era una erupción, ni una tromba, ni una tempestad, ni una lucha de elementos, ni ninguno de los fenómenos terribles que es capaz de producir la naturaleza. ¡No! El hombre había creado aquellos vapores rojizos, aquellas llamas gigantescas dignas de un volcán, aquellas trepidaciones análogas a los sacudimientos de un terremoto, aquellos mugidos rivales de los huracanes y las borrascas, y era su mano la que precipitaba en un abismo abierto por ella toda un catarata de humeante metal derretido.

El capitán Nicholl se vio obligado a pagar la segunda parte de la apuesta.

Cuando el cañón estuvo solidificado, el presidente del Club, con la casi totalidad de los socios, cenó en una recámara a trescientos metros bajo tierra.

Los brindis por el ""Columbiad"", el gigantesco cañón construido y oculto por la colina, se sucedieron sin interrupción.

J. T. Maston estaba fuera de sí; gesticulaba, hablaba, comía y bebía sin cesar.

—Ni por todo el oro del mundo cedería ahora mi puesto de secretario del Club –decía a cada momento.

Los trabajos proseguían a todo ritmo. Se había dado comienzo al pulido del cañón hasta que tanto interior como exteriormente estuvo bruñido.

El día 22 de septiembre, menos de un año después de la famosa comunicación de Barbicane, el ingente monstruo, rigurosamente calibrado y dotado de una velocidad matemática comprobada por medio de instrumentos de precisión, estuvo en disposición de funcionar.

J. T. Maston deliraba de alegría, mientras la cólera del capitán Nicholl alcanzaba cotas muy altas.

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