DE LA TIERRA A LA LUNA

CAPITULO III

A VELOCIDAD INSUFICIENTE

La primera noche transcurrió sin ningún incidente digno de mencionar, en el entendido de que se emplee aquí le palabra "noche" en un sentido particular, porque la posición del proyectil, en su relación con el Sol, no cambiaba y desde un punto de vista astronómico, en la parte inferior del proyectil era siempre de día, mientras que en la parte superior era de noche. En lo que al presente relato se refiere, esas dos palabras, "día" y "noche" se refieren al tiempo que transcurre entre el amanecer y la puesta del Sol en la tierra y no a otra cosa.

En cuanto a los viajeros, su sueño fue mucho más tranquilo. La velocidad del proyectil, pese a ser enorme, no se notaba; más bien parecía flotar en el espacio enteramente inmóvil.

Barbicane y sus compañeros encerrados en el proyectil podían creerse en reposo absoluto, y el efecto habría sido el mismo aunque se hallaran en lo exterior. A no ser por la Luna, que aumentaba en volumen delante de ellos, y por la Tierra, que disminuía detrás, podían jurar que flotaban en la más completa inmovilidad.

Un ruido alegre, pero inesperado en la mañana del 3 de diciembre, les despertó: era el canto de un gallo. Miguel Ardán, que despertó el primero, trepó hasta lo alto del proyectil y cerró una caja entreabierta.

—¿Quieres callar? —dijo en voz baja—. ¡Este animal va a hacer fracasar mis proyectos!

Sin embargo, Nicholl y Barbicane se habían despertado también.

—¿Qué es eso? ¿Un gallo aquí? —dijo Nicholl.

—No, amigos míos —respondió Miguel—, soy yo, que he querido despertarlos con ese canto campestre.

Y lanzó un sonoro quiquiriquí del más arrogante gallo.

Los dos americanos no pudieron menos que reír.

—Vaya una habilidad —dijo Nicholl, mirando a su compañero con aire perspicaz.

—¿Sabes, Barbicane, en qué he estado pensando toda la noche? —dijo Miguel, cambiando de conversación.

—No —respondió el presidente.

—En nuestros amigos de Cambridge; ya debes haber observado que soy completamente ignorante en las cosas matemáticas, por lo cual me es imposible adivinar cómo nuestros sabios del Observatorio han podido calcular la velocidad que debería llevar el proyectil al salir del "Columbiad" para dirigirse a la Luna.

—Querrás decir —replicó Barbicane— para llegar a ese punto donde se equilibran y anulan las atracciones terrestre y lunar, porque desde ese punto, situado aproximadamente a los nueve décimos del trayecto, el proyectil caerá en la Luna simplemente en virtud de su peso.

—Me alegro muchísimo —respondió Miguel—, pero, lo repito, ¿cómo se ha podido calcular la velocidad inicial?

—Nada más fácil —respondió Barbicane.

—¿Has podido tú hacer el cálculo? —preguntó Miguel Ardán.

—Sin duda —respondió Barbicane—; y ahora lo he estado recalculando y he descubierto que...

—¿Qué pasa? —preguntó sorprendido Miguel Ardán.

—¿Qué pasa? Pasa que el Observatorio de Cambridge nos ha dicho que bastaba conseguir una velocidad inicial de once mil metros por segundo y...

—¿Y qué? —preguntó Nicholl.

—¡Que partimos con una velocidad insuficiente, pues se necesitaba una velocidad de dieciséis mil quinientos setenta y seis metros por segundo!

—¡Lo que significa...

—¡Que no llegaremos al punto de equilibrio!

—¡Santo Dios!

—Ni siquiera a la mitad del camino.

—¡Mil rayos! —exclamó Miguel Ardán, saltando como si el proyectil estuviera a punto de chocar con el globo terrestre.

—¡Y caeremos otra vez en la Tierra!

Le revelación cayó como un rayo en el círculo de los tres viajeros, quienes se miraban en silencio. Habían pasado las horas y nadie pensaba en comer. Barbicane observaba a través del cristal, con los dientes apretados, las cejas contraídas y los puños cerrados convulsivamente; la vista perdida en el espacio. Nicholl no se cansaba de repasar los cálculos.

De repente, el capitán hizo una reflexión que se dirigía a Barbicane.

—¡Sin embargo —dijo—, son las siete de la mañana; hace treinta y dos horas que partimos; hemos recorrido más de la mitad de nuestro trayecto, y no caemos, que yo sepa!

Barbicane no respondió; pero después de echar una rápida mirada al capitán, tomó un compás que le servía para medir la distancia angular del globo terrestre; en seguida, a través del cristal inferior, hizo una observación muy precisa sobre la inmovilidad aparente del proyectil. Luego se levantó y enjugando el sudor que bañaba su frente, trazó algunas cifras en el papel. Nicholl comprendía que el presidente quería deducir de la medida del diámetro terrestre la distancia del proyectil a la Tierra y lo miraba con extrema ansiedad.

—No —exclamó Barbicane al cabo de algunos instantes—, no caemos. Nos hallemos ya a más de doscientos veinticinco mil kilómetros de la Tierra. Hemos pasado ya del punto donde debía detenerse el proyectil. Seguimos avanzando.

—¿Por qué no habíamos de salir adelante? —dijo Miguel Ardán—. ¿Por qué no hemos de llegar? ¡Nos hemos lanzado; no tenemos obstáculos delante! ¿Por qué nuestro proyectil no he de llegar al punto adonde ha sido dirigido?

—Llegará —dijo Barbicane.

En aquel momento, "Diana" se mezcló en la conversación, lanzando un sonoro ladrido; la pobre pedía su almuerzo.

—¡Ah! —dijo Miguel Ardán—. Con las discusiones, nos olvidamos de "Diana" y de "Satélite".

Inmediatamente le sirvieron un excelente almuerzo a la perra, que lo devoró con gran apetito.

—Ahora se me ocurre —decía Miguel—, que deberíamos haber hecho de este proyectil una segunda Arca de Noé y llevar a la Luna una pareja de cada especie de animales domésticos.

—Es posible —replicó Barbicane—, pero hubiere faltado espacio.

—¡Vaya! —dijo el otro, estrechándose un poco.

—La verdad es —respondió Nicholl— que el buey, la vaca, el toro, el caballo, todos estos rumiantes, nos hubieran sido muy útiles en la Luna. Por desgracia, este cohete no podía convertirse en cuadra ni establo.

En ese momento, Ardán, que se había inclinado hacia el rincón donde estaba "Satélite", se levantó diciendo:

—Señor, "Satélite" ya no está enfermo.

—¡Ah! —dijo Nicholl.

—No —prosiguió Miguel—; está muerto.

—Se nos presenta una complicación —dijo Barbicane—. No podremos conservar el cadáver del perro.

—Desde luego —replicó Nicholl—. Pero los tragaluces están provistos de bisagras; podríamos abrirlos y arrojar el cadáver al espacio.

Tras breves instantes de reflexión, dijo el presidente:

—Lo haremos así, pero adoptando las debidas precauciones, para perder la menor cantidad posible del aire que encierra el proyectil.

Se descorrió el cristal y, con toda rapidez, se arrojó al animal. La prueba sirvió para demostrarles que, en adelante, podrían arrojar sin temor los residuos del vagón.

El día 3 pasó sin suceso alguno digno de anotarse y Barbicane pudo convencerse de que el proyectil continuaba con velocidad decreciente su marcha hacia el disco lunar

El 4 de diciembre, no habían transcurrido más de cinco horas y cuarenta minutos sobre la medida del tiempo calculado para la duración del viaje del proyectil, pero de hecho se hallaban ya casi en siete décimas partes de su travesía. El fenómeno se debía al decrecimiento regular de su velocidad.

Esa mañana, cuanto miraron hacia la Tierra por el cristal interior, ésta se vio apenas como una mancha oscura en medio de los rayos solares. A las doce de la noche siguiente, se vería como la Luna nueva, mientras que la Luna estaría llena. Encima de ellos, el astro de la noche se aproximaba más y más a la línea seguida por el proyectil. Todo indicaba que debían encontrarse en la hora prefijada.

Mirando la bóveda negra que les envolvía, la vieron tachonada de estrellas brillantes que se desplazaban lentamente. Su tamaño aparente no parecía haber experimentado ninguna modificación; el Sol y las estrellas se veían tal cual se ven desde la Tierra. La Luna, en cambio, se veía mucho más grande, pero los anteojos que llevaban los viajeros no les permitieron observar aún ninguna de sus particularidades topográficas o geológicas.

El tiempo transcurría lentamente en el interior de la nave y los navegantes charlaban. Barbicane y Nicholl, siempre serios; Miguel Ardán, siempre con sus bromas originales. Mientras almorzaban, se le ocurrió a este último precisamente una pregunta acerca del proyectil, que provocó de parte de Barbicane una respuesta curiosa y digna de referirse.

Suponiendo que el proyectil se hubiera visto detenido de repente cuando se hallaba todavía animado de su velocidad inicial, Miguel Ardán pretendía saber qué consecuencias hubiera tenido aquella detención súbita.

—Pero yo no sé —respondió Barbicane—, cómo podía detenerse el proyectil.

—Supongámoslo—respondió Miguel.

—Pero si no se puede suponer —replicó el práctico Barbicane—, a no ser que le hubiese faltado la fuerza impulsiva, en cuyo caso su velocidad habría disminuido poco a poco y no de repente.

—Supongamos que hubiera tropezado con algún cuerpo en el espacio.

—¿Cómo cuál?

—Como el enorme bólido que encontramos, por ejemplo.

—Entonces —terció Nicholl—, el proyectil se hubiera hecho mil pedazos, y nosotros con él.

—Algo más que eso —añadió Barbicane—, hubiéramos sido abrasados vivos.

—¡Abrasados! —exclamó Miguel—. ¡Vaya! Casi siento que no haya ocurrido, por verlo. Y, hablando de otra cosa, ¿qué hora es?

—Las tres —respondió Nicholl.

—¡Cómo se pasa el tiempo en las conversaciones de sabios como nosotros! —dijo Miguel Ardán.

Y mientras hablaba, se encaramó hasta la bóveda del proyectil, "para observar mejor la Luna", según dijo. En tanto, sus compañeros examinaban el espacio por el cristal inferior; sin advertir nada digno de notarse. Cuando Miguel bajó de sus alturas, se acercó a un tragaluz lateral y, de repente, lanzó una exclamación de sorpresa.

—¿Qué sucede? —preguntó Barbicane.

El presidente se acercó al cristal y percibió una especie de saco aplanado que flotaba en el exterior; a pocos metros del proyectil. Parecía que estaba inmóvil como éste, y, por consiguiente, debía suponerse que se hallaba animado del mismo movimiento ascensional.

—¿Qué fardo será ése? —repetía Miguel Ardán—. ¿Será algún corpúsculo de esos que vagan en el espacio, que ha sido retenido por la atracción de nuestro proyectil y que irá a acompañarlo hasta la Luna?

—Lo que no comprendo —respondió Nicholl —es cómo el peso específico de ese cuerpo, que seguramente es muy inferior al del proyectil, le permite sostenerse a su mismo nivel.

—Amigo Nicholl —respondió Barbicane después de reflexionar un instante—, no sé qué objeto de ése, pero sé perfectamente por que se mantiene junto al proyectil.

—¿Por qué?

—Muy sencillo, querido capitán; porque flotamos en el vacío, donde los cuerpos caen o se mueven, que es lo mismo, con velocidad igual, cualesquiera sean su forma y volumen. El aire es el que, por su resistencia, da origen a las diferencias de peso. Cuando por medio de la máquina neumática se hace el vacío en un tubo, los objetos que se han puesto dentro, pajas o plomos, caen todos con igual rapidez. Aquí, en el espacio, la misma causa produce idéntico efecto.

—Es cierto —dijo Nicholl—, y todo cuanto arrojemos fuera del proyectil, le acompañará en su viaje a la Luna.

—¡Ah! ¡Qué necios fuimos! —exclamó Miguel.

—¿Por qué nos tratas de necios? —preguntó Barbicane.

—Porque podíamos haber llenado el proyectil de objetos útiles, como libros, instrumentos, herramientas, etcétera. ¡Los hubiéramos echado fuera, y todo nos hubiera seguido! Pero ahora se me ocurre otra cosa. ¿No podríamos salir nosotros también y lanzarnos al espacio por uno de esos tragaluces? ¡Qué placer tan nuevo debe de ser encontrarse suspendido en el éter; mucho más cómodo que el ave que necesita mover las alas para desplazarse!

—Es verdad —dijo Barbicane—, pero ¿cómo nos arreglaríamos para respirar?

—¡Maldito aire que falta en tan buena ocasión!

—Y si no faltara, amigo Miguel, como tu densidad es inferior a la del proyectil, te quedarías atrás en un momento.

—¿Y es forzoso permanecer encerrados en el proyectil?

—No hay más remedio.

—¡Ah! —exclamó Miguel dando un grito.

—¿Qué te pasa? —preguntó Nicholl.

—¡Ya sé lo que es ese supuesto bólido! ¡No es un asteroide, ni un fragmento de planeta!

—¿Qué es, entonces —preguntó Barbicane.

—¡Nuestro pobre perro, el marido de "Diana"!

En efecto, aquel objeto deforme, imposible de reconocer; reducido a la nada, era el cadáver de "Satélite", aplastado como una bota vacía, y que subía por el espacio obedeciendo al movimiento del proyectil.

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