DE LA TIERRA A LA LUNA

CAPITULO VIII

"TYCHO", Y POR LA VOLUNTAD DE DIOS

Cruzaron por encima del Polo Sur de la Luna como a eso de las seis de la tarde. La distancia que los separaba del satélite era de poco más de cincuenta kilómetros, es decir, la misma distancia que los había separado del Polo Norte. Una comprobación más de que el proyectil estaba siguiendo una curva elíptica.

Los viajeros saludaron con alegría el cruce del Polo Sur. Para ellos representaba abandonar la oscuridad de la noche espacial y sus consiguientes fríos. Ahora los alumbraba el Sol, el que además los calentaba con sus ardientes rayos, rayos que hicieron traspirar las paredes de metal y le dieron, de nuevo, su trasparencia original a los vidrios de los tragaluces. Barbicane se apresuró a disminuir el flujo de gas, como medida de economía. El aparato que les proporcionaba aire quedó con su consumo mínimo habitual.

—¡Qué buenos son estos rayos calórico! —exclamó Nicholl. ¡Los selenitas deben esperar con impaciencia la reaparición del Sol después de una noche tan larga!

—Sí —contestó Miguel, aspirando hondo aquel éter brillante—. Luz y calor constituyen la esencia de la vida.

Advirtieron entonces la tendencia de la base del proyectil a separarse ligeramente de la superficie lunar, lo que significaba que seguía una órbita elíptica bastante prolongada. Si desde este instante hubiera sido visible toda la Tierra, Barbicane y sus compañeros hubieran podido verla de nuevo, pero sumergida en la irradiación del Sol, permanecía absolutamente invisible. También les llamaba la atención otro espectáculo y era el que presentaba la región austral de la Luna, aproximada por sus anteojos a 560 metros. Por lo tanto, no se separaban de las lentes y anotaban todos los detalles de este extraño continente.

Los montes "Daerfel" y "Leibnitz" formaban dos grupos separados que se extendían muy próximos al polo Sur.

—Eso es nieve —exclamó Miguel.

—¿Nieve? —repitió Nicholl.

—¡Sí, Nicholl! Nieve, cuya superficie está profundamente helada. Observa cómo refleja los rayos luminosos. Las lavas petrificadas no producirían una refracción tan intensa. Por consiguiente existe agua y aire sobre la Luna; será poca cantidad si se quiere, pero el hecho es innegable.

Y en verdad, así era; y si Barbicane regresaba algún día a la Tierra podría confirmar con sus notas este hecho de tanta trascendencia.

"Daerfel" y "Leibnitz" eran montes que se elevaban en medio de llanuras de mediana extensión, limitadas por una sucesión indefinida de circos y de muros anulares. Estas dos cadenas son las únicas que se encuentran en la región de los circos. Relativamente poco accidentadas, proyectaban en varias direcciones algunos picos agudos cuya cima más elevada mide 7.603 metros.

Desde el proyectil se dominaba todo este conjunto y el relieve desaparecía en el intenso resplandor del disco Lunar. Los viajeros volvieron a ver el aspecto envejecido de los paisajes lunares faltos de tono, sin gradación en el colorido, sin los matices de sombras, rudamente blancos y negros, por falta de luz difusa. Sin embargo, la vista de este mundo desolado no dejaba de ser curioso por lo extraño del mismo. Cruzaban por encima de aquella caótica región como arrastrados por el soplo del huracán, viendo pasar las cimas bajo sus pies, observando las cavidades con ojos atentos, analizando cada pliegue, ojeando cada hondonada; subían a las murallas hurgando en aquellas simas misteriosas, pero sin encontrar vestigios ni de población, y sólo estratificaciones, arroyos de lava, derrames pulimentados como inmensos espejos que reflejaban los rayos del Sol con un brillo irresistible. Nada que indicara un mundo vivo, y allí las avalanchas rodaban desde la cima de las montañas para caer sin ruido en el fondo de los abismos. Tenían el movimiento, pero les faltaba aun el ruido.

Con reiteradas observaciones Barbicane demostró que los relieves de los bordes del disco, aunque sometidos a fuerzas diferentes de las de la región central, presentaban una conformación pareja.

Como quiera que fuese, en su estado actual era un mundo imagen de la muerte, sin que fuese posible afirmar que alguna vez lo hubiese animado la vida.

Sin embargo, Miguel Ardán creyó distinguir una aglomeración de ruinas, que señaló a Barbicane, situada hacia el paralelo 93 grados de longitud. Aquella aglomeración de piedras colocadas con bastante regularidad parecía una extensa fortaleza, dominando una de las vastas hendiduras que habían servido de lecho a los ríos de los tiempos prehistóricos. No muy lejos se elevaba a 5.646 metros la montaña anular de "Short", igual al "Cáucaso" asiático.

Miguel Ardán, con su pasión acostumbrada, sostenía "la evidencia de una fortaleza". Por debajo se distinguía lo que semejaba las murallas desmanteladas de la ciudad; más allá, la bóveda aún intacta de un pórtico; por ahí, dos o tres columnas inclinadas sobre su base; más allá, una sucesión de curvaturas que debían haber contenido los canales de un acueducto; en otra parte, los pilares hundidos de un frente gigantesco construido sobre el espesor de una hendidura. Miguel Ardán veía todo esto con tanta alucinación en la mirada, a través de un anteojo tan fantástico, que no podía menos que desconfiarse de sus observaciones Y, sin embargo, ¿quién se atrevería a afirmar que el simpático joven no había visto realmente lo que sus dos compañeros se negaban a ver?

En esos momentos no cabía una discusión ociosa. La ciudad selenita, real o irreal, había desaparecido ya. La distancia del proyectil al disco lunar continuaba aumentando y los detalles del suelo se perdían, confundiéndose. Sólo los relieves de los circos, de los cráteres, de las llanuras, continuaban percibiéndose con claridad.

Hacia la izquierda se dibujaba en ese momento uno de los más bellos circos de la orografía lunar, sin duda, lo más curioso de aquel continente. Era el monte "Newton", que Barbicane reconoció sin dificultad, consultando su mapa selenita. "Newton" forma un cráter anular, cuyas paredes, de 7.264 metros de altura, parecían gigantescas.

Barbicane señaló a sus compañeros el hecho que la altura de aquella montaña en relación a la llanura vecina estaba lejos de igualar a la profundidad de su cráter. El enorme orificio del cráter era imposible de medir, y formaba un abismo sombrío, cuyo fondo jamás era iluminado por los rayos solares.

—"Newton" —dijo Barbicane— es el tipo más perfecto de esas montañas anulares; en la Tierra no se conocen. Su existencia en la Luna prueba que la formación de aquel planeta, por enfriamiento, se debió a causas violentas; porque, mientras los relieves adquirían grandes alturas al impulso de los fuegos interiores, el fondo se retiraba mucho más abajo del nivel lunar.

—No lo discuto —contestó Miguel Ardán.

Pasado el monte "Newton" el proyectil se hallaba exactamente sobre la montaña anular de "Moret". Luego siguió desde lejos las cumbres de "Blancanus", y a eso de las siete y media de la noche, llagaba al cráter de "Clavius".

Este circo es uno de los más notables del disco.

Su altura se calcula en unos 7.091 metros. Los viajeros situados a unos cuatrocientos kilómetros, que se reducían a cuatro en los anteojos, pudieron admirar el conjunto de aquel extenso cráter.

—Los volcanes terrestres —dijo Barbicane— no son más que ratoneras en comparación con los de la Luna. El cráter más ancho de la Tierra mide diez kilómetros de diámetro. ¿Cómo comparar esas medidas con las de "Clavius", que vemos en este momento?

—¿Qué ancho tiene? —preguntó el capitán Nicholl.

—Doscientos veintisiete kilómetros —respondió Barbicane—. Es el circo más importante de la Luna, aunque muchos otros miden doscientos, ciento cincuenta o cien kilómetros.

—¡Amigos míos! —exclamó Miguel—. ¿Se figuran lo que debía ser este apacible astro de la noche cuando esos cráteres, henchidos de truenos, vomitaban torrentes de lava, granizadas de piedras, nubes de humo y llamas? ¡Qué espectáculo tan prodigioso entonces y ahora, qué decadencia! La Luna no es ya más que el seco cascarón de un fuego artificial, cuyos cohetes, petardos, serpentinas y soles, después de brillar resplandecientes, no han dejado más que recortaduras de cartón. ¿Cómo encontrar la causa y la razón de los cataclismos?

Barbicane no escuchaba estos delirios poéticos de Miguel Ardán; contemplaba el interior de "Clavius", formado por anchas montañas en su espesor de varios kilómetros. En el fondo de su inmensa cavidad se veía un centenar de pequeños cráteres apagados, y que agujereaban el suelo convirtiéndolo en una verdadera espumadera, sobre un pico de unos mil quinientos metros.

Un aspecto de desolación completa presentaba la llanura. Nada tan árido como aquellos relieves, ni tan triste como aquellas montañas. No parecía sino que el satélite había reventado por aquel sitio.

El proyectil seguía su curva y aquel caos no cambiaba. Sin interrupción se sucedían los circos y las montañas desplomadas; nada de llanuras ni de mares; aquella era una Suiza o una Noruega intermitente. Pero en el centro de aquella región escabrosa, en su punto culminante, se levantaba la montaña más espléndida y deslumbradora del disco lunar: "Tycho", en la que la posteridad conservará siempre el nombre del ilustre astrónomo danés.

"Tycho" forma una concentración luminosa tan intensa, que los habitantes de la Tierra pueden verla sin anteojos, por más que se hallen a 450 mil kilómetros de distancia. Imagínense cuál sería su intensidad a los ojos de observadores situados a 677 kilómetros solamente.

La distancia que separaba a los viajeros de las cimas anulares de "Tycho" no era tan grande que no pudieran apreciar los principales detalles. Sobre el terraplén que formaba el circuito de "Tycho", se apoyan las montañas formando taludes interiores y exteriores a manera de gigantescas terrazas que parecían elevarse 100 a 130 metros más al Oeste que al Este. Ningún sistema de fortificaciones terrestres podía compararse con aquella fortificación natural. Una ciudad edificada en el fondo de aquella cavidad habría sido absolutamente inexpugnable.

—¡Ah! —exclamó Miguel Ardán entusiasmado ante aquella perspectiva—. ¡Qué grandiosa ciudad podría construirse en ese anillo de montañas! ¡Ciudad de las miserias humanas! ¡Cómo vivirían ahí tranquilos y aislados, todos esos misántropos, todos esos que detestan a la humanidad y repugnan la vida social!

—¿Todos? ¡No cabrían ahí! —respondió sencillamente Barbicane.

La posición del proyectil respecto de la Luna, visto por los tragaluces, se había modificado ligeramente y en ese momento su fondo se hallaba mirando la esfera terrestre. No dejó de sorprender a Barbicane este cambio, porque si el proyectil debía continuar gravitando en torno del satélite siguiendo una órbita elíptica, ¿por qué no volvía su parte pesada hacia la Luna, como ésta hace con la Tierra? En esto había de nuevo un punto difícil de aclarar.

El estudio determinado de la marcha del proyectil decía que al separarse de la Luna seguía una curva idéntica a la que había trazado al acercarse. Describía una elipse muy prolongada, que se extendía probablemente hasta el punto de atracción igual, de equilibrio, donde se neutralizan las fuerzas de la Tierra y de su satélite.

Barbicane dedujo acertadamente este efecto de los hechos observados, y sus amigos estuvieron de acuerdo con el. Inmediatamente empezaron a lloverle las preguntas.

—¿Qué nos sucederá —preguntó Miguel Ardán— cuando volvamos a ese punto muerto?

—¡Eso es una incógnita! —respondió Barbicane.

—Pero supongo que se podrían formular hipótesis.

>—Sólo dos —respondió secamente Barbicane—. O la velocidad del proyectil será insuficiente en ese momento y permanecerá eternamente inmóvil en aquella línea de doble atracción...

—Sea cual fuere —interrumpió Miguel— prefiero la otra hipótesis.

—... o su velocidad será suficiente —continuó Barbicane— y seguirá su derrotero elíptico para gravitar eternamente alrededor del astro de la noche.

—Opción poco consoladora —dijo Miguel—. Pasar al estado de humildes servidores de una Luna que estamos acostumbrados a considerar como sierva nuestra. ¡Vaya un porvenir que nos aguarda!

Ni Barbicane ni Nicholl dijeron nada.

—¿Se quedan callados?—siguió preguntando Miguel, impaciente.

—No hay nada que responder —dijo Nicholl.

—¿Ni nada que intentar?

—No —respondió Barbicane—. ¿Pretenderías luchar contra lo imposible?

—¿Por qué no? ¿Un francés y dos americanos han de retroceder ante semejante palabra?

—Pero ¿qué quieres hacer?

—Dominar este movimiento que nos arrastra.

—¿Dominarlo?

—Sí —repitió Miguel, animándose—, controlarlo, contenerlo o modificarlo, utilizarlo, en fin, para el logro de nuestros proyectos.

—¿Y cómo?

—¡Eso les toca resolver a ustedes! Si los artilleros no son dueños de sus proyectiles, no son tales artilleros... ¡Si el proyectil manda al artillero, es preciso meter a éste en el cañón en lugar de aquél! ¡Vaya unos sabios! Ahora no saben qué hacer, después de haberme inducido...

—¿Inducido? —exclamaron a un tiempo Nicholl y Barbicane—. ¿Qué quieres decir?

—¡No andemos con recriminaciones! —dijo Miguel—. ¡No me quejo! El paseo es de mi gusto y el proyectil también. Pero me parece que debemos hacer cuanto sea humanamente posible para caer en alguna parte, ya que no caemos en la Luna.

—Nosotros no deseamos otra cosa, Miguel —respondió Barbicane—, pero carecemos de recursos para conseguirlo.

—¿No podemos modificar el movimiento del proyectil?

—No.

—¿Ni disminuir su velocidad?

—No.

—¿Ni aun aligerándolo como se aligera un barco demasiado cargado?

—¿Qué quieres botar? —respondió Nicholl—. No tenemos lastre a bordo; además, me parece que el proyectil aligerado marcharía más a prisa.

—Más despacio —dijo Miguel.

—Más aprisa —replicó Nicholl.

—Ni más aprisa ni más despacio —terció Barbicane, para poner en paz a sus amigos—, porque flotamos en el vacío, donde no se puede tener en cuenta el peso específico.

—Pues bien —exclamó Miguel en tono decisivo—, entonces sólo nos queda una cosa que hacer.

—¿Cuál? —pregunto Nicholl.

—¡Almorzar! —respondió, imperturbable, el audaz francés, que en los momentos de apuro siempre acababa de este modo.

Eran las dos de la mañana, pero la hora importaba poco para almorzar. Miguel sirvió su comida habitual terminada por una excelente botella sacada de la bodega secreta. Si no brotaban las ideas en sus cerebros ahora pensó, había que desconfiar del Chambertin 1863.

Terminada la comida comenzaron de nuevo las observaciones. En torno del proyectil, a invariable distancia, los objetos arrojados afuera. Era indudable entonces que el proyectil no había atravesado atmósfera alguna en su movimiento de traslación alrededor de la Luna, porque de no ser así, el peso especifico de aquellos objetos habría modificado su marcha relativa.

Nada había que ver por la parte del esferoide terrestre. La Tierra no llevaba más que un día de su primer cuarto; había sido nueva la víspera a medianoche, y debía pasar dos días antes de que se dibujase su primer segmento luminoso viniendo a servir de reloj a los selenitas, puesto que en su movimiento de rotación cada uno de sus puntos pasa veinticuatro horas después por el mismo meridiano de la Luna.

El espectáculo era diferente por el lado de la Luna; el astro brillaba con todos sus resplandores, en medio de un sinnúmero de constelaciones cuya claridad no empañaban sus rayos. En su disco, las llanuras empezaban a verse ya con ese tinte oscuro que se ve desde la Tierra. El resto del nimbo permanecía brillante, y en medio de su brillantez general "Tycho" se destacaba como un Sol.

No había manera para que Barbicane pudiera apreciar la velocidad del proyectil, pero el razonamiento le demostraba que aquella velocidad debía disminuir de modo uniforme de acuerdo con las leyes de la mecánica racional.

Admitiendo que el proyectil describiera una órbita alrededor de la Luna, esta órbita sería necesariamente elíptica. La ciencia sostiene que debe ser así. Ningún móvil circulando en torno de un cuerpo atrayente falta a esa ley. Todas las órbitas descritas en el espacio son elípticas, las de los satélites alrededor de los planetas, las de los planetas alrededor del Sol, la del Sol alrededor del astro desconocido que le sirve de centro. ¿Qué razón había para que el proyectil del Club del Cañón dejara de seguir esta disposición natural?.

Considerando que en las órbitas elípticas el cuerpo atrayente ocupa siempre uno de los focos de la elipse, el satélite en un momento se encuentra más cerca y en otro momento más lejos del astro en cuyo derredor gravita. Cuando la Tierra está más próxima al Sol, se halla en su perihelio, y cuando más lejana, en su afelio. Si se habla de la Luna, está más cerca de la Tierra en su perigeo, y más lejos, en su apogeo.

Usando términos análogos que pueden enriquecer la lengua de los astrónomos, si el proyectil permanecía en estado de satélite de la Luna, se debería decir que se hallaba en su "aposelenio", cuando estuviera más lejos y en su "periselenio" cuando estuviera más cerca del astro de la noche.

El proyectil debía llegar a su máximo de velocidad en este último caso y en el primer caso, quedarse en el mínimo. Ahora marchaba indudablemente hacia su punto aposelénico, y Barbicane pensaba con razón que su velocidad decrecía hasta ese punto, para aumentar de nuevo a medida que volviera a acercarse a la Luna. Y la velocidad llegaría a ser nula, si aquel punto se confundía con el de las atracciones equidistantes.

Las consecuencias de aquellas diferentes situaciones eran evidentemente estudiadas por Barbicane y trataba de averiguar el partido que podría sacar de cada una de ellas, cuando fue interrumpido en sus meditaciones por un grito de Miguel Ardán.

—¡Por Dios! —exclamó Miguel—. ¡Hay que confesar que somos tontos rematados!

—No digo que no —respondió Barbicane—. Pero, ¿por qué?

—Porque tenemos un medio muy sencillo de retardar esa velocidad que nos aleja de la Luna, y no lo usamos.

—¿A qué te refieres?

—¡A la fuerza de retroceso de nuestros cohetes!

—¡Es verdad que no henos pensado en esa fuerza —respondió Barbicane—, pero la utilizaremos ahora!

—¿Cuándo?—pregunto Miguel.

—Cuando llegue el momento oportuno. Observen, amigos míos, que en la posición actual del proyectil, posición oblicua todavía respecto del disco lunar, nuestros cohetes, modificando su dirección, podrían apartarlo en vez de aproximarlo a la Luna. Ahora bien, ¿ustedes quieren llegar a la Luna?

—¡Por supuesto! —respondió Miguel.

—Espera, entonces. Por efecto de una influencia inexplicable, el proyectil tiende a volver su fondo hacia la Tierra. Es probable que en el punto de atracción igual su vértice cónico se dirija enteramente hacia la Luna. En aquel momento se puede esperar que su velocidad sea nula. Ése será el momento de actuar, y bajo el impulso de nuestros cohetes, quizá podremos provocar una caída directa a la superficie del disco lunar;

—¡Bravo! —dijo Miguel.

—Eso no lo hicimos ni podíamos hacerlo al pasar la primera vez por el punto muerto, en razón a que el proyectil se hallaba animado todavía de una velocidad demasiado grande.

—Muy bien razonado —dijo Nicholl.

—Esperemos con paciencia —prosiguió Barbicane—. Pongamos de nuestra parte todas las probabilidades, y después de haber desesperado tanto, empiezo a creer que lograremos nuestro objeto.

Esta conclusión mereció los aplausos de Miguel Ardán. Ninguno de aquellos tres locos se acordaba ya de que la Luna no estaba habitada, ni que era inhabitable; lejos de eso, iban a hacer todos los esfuerzos posibles por llegar a ella.

Faltaba sólo resolver un problema. ¿En qué momento llegaría el proyectil al punto de atracción igual en que los viajeros se jugarían el todo por el todo?

Barbicane sólo necesitaba consultar sus notas para calcular este momento. Hecho esto, supo que faltaban veintidós horas, si la marcha del proyectil no sufría alteración, para llegar al punto esperado.

Los cohetes habían sido dispuestos ya con anterioridad para debilitar la caída del proyectil sobre la Luna, y ahora los audaces viajeros iban a emplearlos para producir un efecto enteramente contrario. Como quiera que fuese, estaban dispuestos y no tenían más que esperar el momento de prenderles fuego.

—Ya que no hay nada que hacer —dijo Nicholl—, voy a proponer una cosa.

—¿Qué cosa? —preguntó Barbicane.

—Propongo dormir.

—¡Vaya una idea! —exclamó Miguel Ardán.

—Hace cuarenta horas que no hemos pegado los ojos —dijo Nicholl—. Unas cuantas horas de sueño nos devolverán nuestras fuerzas.

—Me opongo —replicó Miguel.

—Bueno —prosiguió Nicholl—, que cada cual haga lo que le plazca; por mi parte, me voy a dormir.

Y tendiéndose en un diván, no tardó en roncar profundamente.

—Nicholl es un hombre con sentido común —dijo al poco rato Barbicane—. Voy a seguir su ejemplo.

Y a los pocos instantes le imitaba.

—No se puede negar —dijo Miguel cuando se vio solo— que estos hombres prácticos suelen tener buenas ocurrencias.

Y extendiendo sus piernas y cruzando sus brazos detrás de la cabeza, se durmió también. Pero a las siete de la mañana ya estaban otra vez en pie.

El proyectil continuaba alejándose de la Luna e inclinando más y más hacia ella su parte cónica. Este fenómeno le resultaba inexplicable pero servía perfectamente a los planes de Barbicane.

Faltaban diecisiete horas para que llegara el momento de actuar. El día se hizo largo. Por más animosos que fueran los viajeros, se sentían vivamente agitados al acercarse el instante que debía decidirlo todo: su caída hacia la Luna o su eterno encadenamiento en una órbita inmutable.

A veces cruzaban rápidamente por su imaginación los recuerdos de la Tierra, y se figuraba ver a sus amigos del Club del Cañón, especialmente al más querido de todos: J. T. Maston. En aquel momento, el respetable secretario debía estar ocupando su puesto en las montañas Rocosas. ¿Qué pensará cuando viese el proyectil en el espejo de su gigantesco telescopio? ¡Después de verlo desaparecer detrás del polo Norte! ¡Se había convertido en un satélite de un satélite! ¿Habría lanzado J. T. Maston por el mundo esta inesperada noticia? ¿Debía ser éste el desenlace de tan gran empresa?

Sin incidente alguno el día pasó, y llegó la medianoche terrestre. Iba a comenzar el 8 de diciembre; dentro de una hora debían llegar al punto de atracción igual; ¿Qué velocidad llevaba entonces al proyectil? No se podía calcular. Pero ningún error podía inutilizar los cálculos de Barbicane: a la una de la mañana la velocidad debía ser y sería nula.

El punto de detención del proyectil en la línea neutral debía coincidir, además, con otro fenómeno: en aquel punto en que se anulaban las dos atracciones, terrestre y lunar, los objetos no pesarían, repitiéndose el singular fenómeno que tanto había sorprendido ya una vez a Barbicane y a sus compañeros. En aquel momento preciso sería menester entrar en acción.

El vértice cónico del proyectil se hallaba ya sensiblemente vuelto hacia el disco lunar, y la posición permitía utilizar perfectamente todo el retroceso producido por el empuje de los cohetes. Las probabilidades se tornaban favorables para los viajeros. Si la velocidad del proyectil quedaba enteramente anulada en aquel punto muerto, bastaría un pequeño movimiento hacia la Luna, por ligero que fuera, para determinar su caída.

—La una menos cinco minutos —anunció el capitán Nicholl.

—Todo está dispuesto —dijo Miguel Ardán, acercando una mecha preparada a la llama de gas.

—¡Espera! —dijo Barbicane, que tenía en la mano su cronómetro.

La gravedad no se sentía en aquel momento, y los viajeros percibían en sí mismos aquella completa desaparición. Estaban próximos al punto neutro, si no en el mismo.

—¡La una! —dijo Barbicane.

Miguel aplicó la mecha inflamada a un aparato que ponía en comunicación instantánea a los cohetes. No se oyó ninguna detonación en la parte exterior, donde faltaba el aire. Pero por los tragaluces, Barbicane vio un fogonazo prolongado que se extinguió poco a poco. El proyectil sufrió una sacudida que se percibió con toda claridad en su interior. Los tres amigos miraban, escuchaban sin hablar, respirando apenas; podían oírse los latidos de sus corazones en medio de aquel silencio absoluto.

—¿Caemos? —preguntó por último Miguel Ardán.

—No —respondió Nicholl—, puesto que el fondo del proyectil no se vuelve hacia el disco Lunar.

Barbicane, separándose del cristal del tragaluz, se volvió en ese momento hacia sus compañeros, los cuales le vieron terriblemente pálido, con la frente arrugada y los labios contraídos.

—¡Caemos! —dijo.

—¡Ah! —exclamó Miguel Ardán—. ¿Hacia la Luna?

—¡Hacia la Tierra! —respondió Barbicane.

—¡Demonios! —exclamó Miguel Ardán, y añadió luego, filosóficamente—: ¡Bueno! ¡Al entrar en el proyectil pensábamos que no sería fácil salir de él!

En efecto, la espantosa caída había comenzado. La velocidad que conservaba el proyectil lo había llevado más allá del punto muerto sin que pudiera impedirlo la explosión de los cohetes. Aquella velocidad que, a la ida, había arrastrado al proyectil fuera de la línea neutra, lo arrastraba también de vuelta. La física exigía que, su órbita elíptica, volviera a recorrer todos los puntos por donde había pasado antes.

Era una caída terrible, desde una altura de 352 mil kilómetros y que ningún muelle ni resorte podía amortiguar. ¡Con arreglo a las leyes de la balística el proyectil debía dar en la Tierra con una velocidad de doscientos sesenta mil kilómetros.

—¡Estamos perdidos! —dijo fríamente Nicholl.

—Pues bien, si morimos —respondió Barbicane con una especie de vehemencia religiosa—, el resultado de nuestro viaje será mucho mayor de lo que pensábamos. ¡Dios mismo nos dirá su secreto! ¡En la otra vida, el alma no necesitará máquinas ni aparatos para saberlo todo! ¡Se identificará con la sabiduría eterna!

—¡En todo caso —replicó Miguel Ardán—, el otro mundo, todo entero, bien puede consolarnos de la pérdida de ese astro infinito que se llama Luna!

Barbicane cruzó los brazos sobre el pecho con un ademán de sublime resignación.

—¡Hágase la voluntad de Dios! —dijo.

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