VEINTE MIL LEGUAS DE VIAJE SUBMARINO

CAPÍTULO III

UN ISLOTE MOVEDIZO

Al oír este grito toda la tripulación corrió hacia el arponero. Se había dado la orden de parar, y la fragata ya no corría más que por inercia.

Era profunda la oscuridad, pero Ned Land no se había equivocado, y todos percibíamos el objeto que él indicaba con la mano.

A dos cables del "Abraham Líncoln" y de su aleta de estribor, el mar parecía estar alumbrado por debajo. No era un simple fenómeno de fosforescencia, ni podía haber equivocación. El monstruo, sumergido a algunos metros de la superficie de las aguas, proyectaba aquel resplandor que ya los informes de algunos capitanes habían mencionado. Aquella magnífica irradiación extendía su alcance a un inmenso óvalo, muy prolongado, en cuyo centro se condensaba un foco ardiente, con brillo insostenible, que se iba amortiguando hacia los extremos.

—No es más que una aglomeración de moléculas fosforescentes —exclamó uno de los oficiales.

—No, señor —repliqué—. Este resplandor es de naturaleza esencialmente eléctrica... Por otro lado, ¡mire! ¡Cambia de sitio, se mueve adelante, atrás, se lanza sobre nosotros!

Se prorrumpió en un grito general en la fragata.

—¡Silencio! —dijo el comandante Farragut—. ¡Timón a estribor con todo! ¡Máquina atrás!

Los marineros corrieron a la rueda del timón y los ingenieros a sus máquinas. El "Abraham Líncoln" viró rápidamente haciendo un semicírculo.

—¡Máquina para avante! —gritó el comandante Farragut.

Ejecutadas estas órdenes, la fragata trató de alejarse del foco luminoso, pero el ser sobrenatural se acercó con el doble de velocidad.

Estábamos mudos de asombro y temor. El animal se recreaba en atajarnos. Dio la vuelta a la fragata, que entonces corría a catorce nudos, y la envolvió en su polvo luminoso. Después se alejó dos o tres millas, dejando un rastro fosforescente. Súbitamente, desde los oscuros límites del horizonte el monstruo pareció tomar impulso y se lanzó sobre el "Abraham Líncoln" con asombrosa rapidez; se detuvo bruscamente a unos siete metros de su costado sin sumergirse pues su brillo no sufrió degradación alguna. Después apareció de nuevo al otro lado del buque. A cada momento podía ocurrir una colisión que hubiera sido fatal para nosotros.

Entretanto la fragata huía y no atacaba. Era perseguida en vez de perseguir, y así lo advertí al comandante Farragut. Su semblante revelaba entonces un indefinible asombro.

—Señor Aronnax — me respondió—, yo no sé qué es ese ser formidable con quien he de luchar, y no quiero exponer imprudentemente mi fragata en medio de esta oscuridad. Aguardemos el día y los papeles cambiarán.

—¿Y no tiene duda alguna sobre la naturaleza del animal?

—No, señor. Es evidentemente un narval gigantesco, pero también un narval eléctrico, y si posee dentro de sí una potencia fulminante, es con toda seguridad el animal más temible que ha formado el Creador. Por eso estaré en guardia.

Toda la tripulación estuvo en guardia durante la noche. Nadie pensó en dormir. No pudiendo el "Abraham Líncoln" competir en velocidad, había moderado su marcha y andaba a poco vapor. Por su parte el narval, imitando a la fragata, se dejaba mecer a merced de las olas y pareció decidido a no abandonar el teatro de la lucha.

Hacia medianoche, sin embargo, desapareció, se extinguió como si fuera una gran luciérnaga. Pero a la una menos siete minutos de la madrugada se oyó un potente silbido, semejante al que produce una columna de agua despedida con extrema violencia.

El comandante Farragut, Ned Land y yo estábamos sobre la toldilla, dirigiendo ávidas miradas a través de las profundas tinieblas.

—Ned Land —dijo el comandante— ¿has oído alguna vez rugir a las ballenas?

—Con frecuencia.

—Dime, ese sonido, ¿no es semejante al que producen los cetáceos cuando despiden el agua por el lomo?

—Idéntico, señor; pero éste es incomparablemente más fuerte.

Hacia las dos de la mañana el foco luminoso reapareció a cinco millas a barlovento del "Abraham Líncoln". A pesar de la distancia, a pesar del ruido del viento y del mar; se oían claramente los formidables aletazos que con su cola daba sobre las aguas y hasta su jadeante respiración.

Todos estuvieron alertos hasta el alba y se prepararon al combate. El segundo hizo cargar las ballestas que lanzan un arpón a una milla, y los cañones que arrojaban balas explosivas, cuya herida es mortal hasta para los animales más poderosos. Ned Land se había contentado con aguzar su arpón, arma terrible en su mano.

Con los primeros fulgores de la aurora desapareció el resplandor eléctrico del narval. A las siete ya era de día claro; pero una bruma matutina muy espesa estrechaba el horizonte.

A las ocho, la bruma se arremolinó sobre las aguas, y sus gruesas volutas se levantaron poco a poco. El horizonte se despejaba y purificaba a la vez. De repente, se escuchó, como la víspera, la voz de Ned Land.

—¡La cosa en cuestión, por babor a barlovento! —gritó el arponero.

Allí, a milla y media de la fragata, un cuerpo largo, negruzco, sobresalía un metro sobre las aguas. Su cola, agitada con violencia, producía un enorme remolino.

Una estela inmensa de resplandeciente blancura señalaba el paso del animal y describía una curva prolongada.

La fragata se acercó al cetáceo. Le examiné con serenidad. Calculé que su longitud no pasaba de los cien metros. En cuanto a su grueso, no podía apreciarlo bien; pero, en suma, el animal me pareció que en sus tres dimensiones tenía las proporciones de una ballena colosal.

Yo le observaba cuando los chorros de vapor y de agua fueron despedidos por sus espiráculos hasta una altura de cuarenta metros.

La tripulación aguardaba con impaciencia. El comandante mandó llamar al ingeniero.

—Tenemos suficiente presión? —preguntó el comandante.

—Sí, señor —respondió el ingeniero.

—¡Bien: forzar los fuegos, y a todo vapor!

Tres hurras acogieron esta orden. La hora del combate había llegado.

El "Abraham Líncoln", impulsado por su poderosa hélice, avanzó derecho sobre el animal. Éste lo dejó acercar indiferentemente a medio cable, y después, desdeñando sumergirse, tomó un corto andar de huida y se contentó con mantenerse a distancia.

Esta persecución se prolongó durante tres cuartos de hora, sin que la fragata lograse aproximarse ni dos metros al cetáceo.

El comandante Farragut se retorcía con furia su espesa perilla.

—¡Ned Land! —exclamó.

El canadiense acudió.

—¿Me aconseja todavía que eche mis botes a la mar?

—No, señor —respondió Ned Land—, porque ese animal no se dejaría coger.

—¿Qué hacemos entonces?

—Forzar el vapor si puede. En cuanto a mí, con su permiso señor; voy a instalarme en el bauprés, y si llegamos al alcance de arpón, arponearé.

—Anda, Ned Land— respondió el comandante Farragut—. ¡Ingeniero! —gritó—. ¡Aumente la presión!

Ned Land se fue a su puesto. Los fuegos se activaron; la hélice dio cuarenta y tres vueltas por minuto y el vapor se escapó por las válvulas. Echada la corredera, se reconoció que el "Abraham Líncoln" andaba a casi 18 nudos.

Pero el maldito animal corría también con la misma velocidad.

Durante una hora, la fragata siguió avanzando sin ganar un solo metro. Cundía entre la tripulación una ira sorda, y los marineros injuriaban al monstruo. El comandante Farragut llamó otra vez al ingeniero.

—¿Llegó al máximo de presión? —le preguntó.

—Sí, señor —respondió el ingeniero.

—¿Y las válvulas, están cargadas?

—A seis atmósferas y media.

—Cárguelas a diez.

Las válvulas se cargaron. Se atestaron los hornillos de carbón.

Se echó la corredera por segunda vez.

—¡Forzar los fuegos!

Habían logrado superar los 19 nudos.

El maquinista obedeció. Pero el misterioso cetáceo aumentó también su velocidad como burlándose de sus perseguidores.

Ned Land estaba en su puesto con el arpón en la mano. Algunas veces el animal nos dejó acercarnos.

—¡Le alcanzamos, le alcanzamos! —gritó el canadiense.

Pero cuando se disponía a herir. el cetáceo huía con una rapidez increíble. Y aun se permitía burlarse de la fragata, dando una vuelta alrededor de ella cuando más aprisa andaba. De todos los pechos brotó un grito de furor.

Llegó el mediodía; no estábamos más adelantados que a las ocho de la mañana.

El comandante Farragut se decidió entonces a emplear medios más directos.

—¡Ah! —exclamó—. Este animal corre más que el "Abraham Líncoln". ¡Vamos a ver si corre más que las balas cónicas! ¡Contramaestre, artilleros a la pieza de proa!

El cañón del castillo fue inmediatamente cargado y apuntado. El tiro salió, pero la bala pasó por encima del cetáceo, que estaba a media milla de distancia.

—¡Otro más diestro! —gritó el comandante—. ¡Tengo quinientos dólares para el que le atine a esa bestia infernal!

Un artillero de barba canosa, de ojo sereno y semblante frío, se acercó a la pieza, la puso en posición y apuntó mucho tiempo. Resonó una fuerte detonación, con la cual se mezclaron las exclamaciones de los tripulantes.

La bala dio en el blanco, hirió al cetáceo, pero no en ángulo recto, y se deslizó por su redondeada superficie, yendo a perderse a dos millas en el mar.

—¿Cómo es esto? —dijo el viejo artillero, iracundo—. ¡Ese bribón debe estar blindado con planchas de seis pulgadas!

—¡Maldición! —exclamó el comandante Farragut—. ¡Seguiré la persecución hasta que mi fragata estalle!

Pero transcurrieron las horas sin que diera señal alguna de fatiga.

El "Abraham Líncoln" luchó con admirable tenacidad. No calculo en menos de quinientos kilómetros la distancia que recorrió en esa jornada del 6 de noviembre. Pero llegó la noche, que envolvió con sus sombras las agitadas aguas del océano.

Yo creí que nuestra expedición había terminado ya, y que no volveríamos a ver al fantástico animal.

A las diez y cincuenta minutos de la noche, el fulgor eléctrico apareció de nuevo, a estribor de la fragata, tan puro, tan intenso como la noche anterior.

El narval parecía estar quieto. Tal vez fatigado de su jornada, estaba durmiendo, dejándose mecer por la ondulación de las aguas. Era una ocasión que el comandante Farragut decidió aprovechar.

Dio sus órdenes. El "Abraham Líncoln" se mantuvo a poco vapor, y avanzó cautelosamente para no despertar a su adversario. Ned Land se colocó de nuevo en el bauprés.

La fragata se acercó sin ruido, paró la máquina a doscientos metros del animal, y se deslizó por simple inercia.

Sobre el puente reinaba un silencio profundo. No estábamos a cien pasos del foco ardiente, cuyo brillo crecía y deslumbraba la vista.

Inclinado sobre la proa del buque, Ned Land, agarrado con una mano del bauprés, blandía en la otra su terrible arpón. Apenas le separaban diez metros del animal inmóvil.

De pronto su brazo se distendió violentamente y arrojó el arpón. Oí el choque sonoro del arma, que parecía haber herido un cuerpo duro.

El eléctrico resplandor se apagó bruscamente y dos enormes mangas de agua cayeron sobre la cubierta derribando a los hombres y rompiendo el maderamen.

Se produjo una colisión tremenda y yo salí disparado por encima de la borda. Caí al mar como un muñeco despatarrado.

Me hundí primero unos siete metros de profundidad, pero, como soy buen nadador; aquella zambullida no me hizo perder la cabeza. Dos vigorosas brazadas me elevaron a la superficie del mar.

Busqué con la vista la fragata ¿Habían advertido mi desaparición?

Las tinieblas eran muy profundas. Divisé una masa negra que desaparecía por el Este. Era la fragata. Yo estaba perdido.

—¡Socorro, socorro! —grité, nadando con desesperada fuerza.

La ropa estorbaba mis movimientos. ¡Me ahogaba!

—¡Socorro! —fue el último grito que di.

Se me llenó la boca de agua y me sentí arrastrado al abismo...

De pronto se sentí asido por una mano vigorosa que me levantó a la superficie y escuché decir a mi oído:

—Si el señor quiere tomarse la molestia de apoyarse en mi hombro, nadará mucho mejor.

Agarré con una mano el brazo de mi fiel Consejo.

—¡Tú! —le dije—. Tú.

—Yo mismo —respondió Consejo—, y a las órdenes del señor.

—¿Te arrojó al mar el choque?

—No, señor; pero estando al servicio de usted le he seguido.

Esto le pareció muy natural al digno mozo.

—¿Y la fragata? —pregunté.

—¡La fragata! —respondió Consejo, volviéndose de espaldas—. Creo que hará muy bien el señor en no contar con ella.

—¿Qué dices?

—Que en el momento de arrojarme al mar oí que los timoneles gritaban: "¡La hélice y el timón, fracturados!"

—¿Fracturados?

—Sí, por el diente del monstruo. Es la única avería que, a mi entender; ha sufrido el "Abraham Líncoln"; pero, desgraciadamente para nosotros, ya no se puede gobernar.

—¡Entonces estamos perdidos!

—Tal vez —respondió con sosiego Consejo—. Sin embargo, todavía podemos disponer de algunas horas.

La imperturbable sangre fría de Consejo me dio ánimo; pero estorbado por la ropa tenía gran dificultad para sostenerme. Consejo lo advirtió.

—Permítame el señor que lo ayude a desnudarse.

Y pasando su navaja abierta por dentro de mi traje, lo rasgó de arriba con gesto rápido. Después me lo quitó prestamente.

A mi vez, presté igual servicio a Consejo, y proseguimos nadando uno junto al otro.

Pero nuestra situación continuó siendo terrible. Careciendo de timón, la fragata no podía volver para buscarnos. No podíamos, por lo tanto, contar más que con los botes.

Ante la situación, Consejo formó su plan con frialdad: Debíamos turnarnos. Mientras uno, echado de espaldas, permanecería quieto con los brazos cruzados y las piernas tendidas, el otro nadaría empujándole. Relevándonos, podíamos resistir a nado durante algunas horas, y quizás hasta el amanecer.

El choque de la fragata contra el cetáceo había sido a eso de las once de la noche. Contaba yo, pues, con ocho horas de natación hasta la salida del sol.

Hacia la una de la madrugada me sentí extraordinariamente cansado. Se apoderó de mis miembros una serie de violentos calambres. Consejo tuvo que sostenerme, quedándole el cuidado exclusivo de nuestra salvación.

Al poco rato comprendí que el pobre mozo estaba jadeante y que ya no podría resistir mucho tiempo.

—¡Déjame! —le dije—. ¡Sálvese quien pueda!

—¿Abandonar a mi señor? ¡Nunca! Cuento con ahogarnos juntos.

La luna surgió en ese momento por entre los bordes de una espesa nube que el viento empujaba hacia el Este; el mar chispeó bajo sus rayos, y esta luz benéfica reanimó nuestras fuerzas. Logré levantar mi cabeza. Divisé la fragata. Hallábase a unos diez kilómetros y sólo formaba una masa sombría que apenas podía distinguir ¡Pero no se veían botes!

Quise gritar. Mas mis labios entumecidos no dejaron pasar sonido alguno. Consejo pudo articular algunas palabras, y entendí que trataba de gritar.

—¡Socorro! ¡Socorro!

Me pareció que un grito respondía al de Consejo.

—¿Has oído?

—¡Si, sí!

Y Consejo logró lanzar al espacio un grito desesperado. Esta vez no había error posible. Una voz humana respondió a la nuestra.

Consejo hizo un esfuerzo supremo. Se apoyó en mi hombro; se levantó a medias fuera del agua y volvió a caer rendido.

—¿Qué has visto?

—He visto... —murmuró—. He visto... Pero no hablemos..., conservemos todas nuestras fuerzas.

Fue entonces que me vino a la imaginación la idea del monstruo.. ¡Sin embargo, aquella voz que habíamos oído!...

Entre tanto, Consejo seguía remolcándome. Levantaba a veces la cabeza, miraba adelante y daba un grito al cual respondía una voz cada vez más cercana. Yo apenas le oía. Mis fuerzas estaban agotadas. Un frío mortal se apoderaba de mi. Levanté la cabeza por última vez, y después me sumergí.

En aquel momento tropecé con un cuerpo duro y me agarré a él.

Luego sentí que me sacaban a la superficie, aspiré el aire con ansiedad y me desmayé...

No tardé en recobrar los sentidos, gracias a unas vigorosas fricciones. Entreabrí los ojos...

—¡Consejo! —dije en voz baja.

—¿Ha llamado el señor? —respondió.

Entonces, a los últimos rayos de la luna que desaparecía en el horizonte, percibí una figura que no era la de Consejo, y al momento la reconocí.

—¡Ned! —exclamé.

—¡En persona! —respondió el canadiense.

—¿Usted también cayó al mar?

—Sí, señor profesor; pero casi inmediatamente conseguí apoyar pie sobre un islote flotante.

—¡Un islote!

—O, por mejor decir; sobre el narval gigante, en persona.

—No le entiendo...

—Sólo que he comprendido en seguida por qué mi arpón y no pudo herirle y rebotó sobre su pellejo.

—¿Por qué, Ned, por qué?

—Es porque esta fiera, señor profesor, tiene un blindaje de acero.

Las últimas palabras del canadiense había producido una claridad súbita en mis ideas. Me incorporé rápidamente sobre el objeto medio sumergido que nos servía de refugio. Lo golpeé con el pie, era indudablemente un cuerpo duro, impenetrable.

El oscuro lomo que me sostenía era liso, bruñido ¡estaba construido con planchas remachadas!

El animal, el monstruo, que había trastornado la imaginación de los marinos de ambos hemisferios era un fenómeno más asombroso todavía: era hijo de la mano del hombre.

Estábamos tendidos sobre el lomo de una especie de barco submarino que presentaba la forma de un inmenso pez de acero.

—Pero entonces —dije— este aparato posee un mecanismo de locomoción una máquina muy potente y una tripulación para maniobrarlo.

—Ciertamente que sí —respondió el arponero—, y, sin embargo, hace tres horas que habito esta isla flotante sin que dé señales de vida.

—¿Esta embarcación no se ha movido?

—No, señor Aronnax; flota a merced de las olas, pero no se mueve.

—Sin embargo, hemos tenido pruebas de que está dotada de gran velocidad. Y como se necesitaba una máquina para producir este movimiento y un maquinista para dirigirla, infierno... que estamos salvados.

—¡Hum! —exclamó Ned Land en tono de duda. Entonces, como si alguien hubiera querido confirmar mis palabras, se oyó cierto ruido por la parte posterior que sobresalía un metro y medio de las aguas y la isla se puso en movimiento. Por fortuna, su velocidad no era excesiva.

—Mientras navegue horizontalmente —repuso Ned Land— nada tengo que decir; pero si tiene el capricho de sumergirse, ¡no doy dos pesos por mi pellejo! Era urgente conseguir comunicarnos con los seres encerrados en el interior. Busqué una abertura o una boca de entrada; pero las líneas de pernos, sólidamente remachadas sobre la juntura de las chapas, eran rectas y uniformes.

El misterioso aparato comenzó a acelerar a eso de las cuatro de la mañana. Resistíamos con dificultad a esta fatigosa marcha cuando las olas nos azotaban. Afortunadamente, Ned halló bajo sus manos una ancha argolla fijada en la parte superior del lomo de acero, y conseguimos aferrarnos a ella con solidez.

Transcurrió por último aquella larga noche. Varias veces me pareció escuchar sonidos vagos y una especie de armonía causada por lejanos acordes. ¿Cuál era, el misterio de aquella navegación submarina?

El día apareció. Las brumas de la mañana nos envolvían, pero no tardaron en desvanecerse. Iba yo a examinar con atención el casco superior; especie de plataforma horizontal, cuando sentí que el aparato se sumergía.

—¡Eh, mil diablos! —exclamó Ned Land hiriendo con el pie la sonora chapa—. ¡Abran, navegantes poco hospitalarios!

El movimiento de inmersión cesó. De pronto, en el interior del barco resonó un ruido de herrajes. Se levantó una escotilla que no habíamos visto; un hombre apareció, dio un grito singular, y desapareció en seguida.

Algunos instantes después, ocho fornidos mocetones con el rostro cubierto aparecieron silenciosamente y nos hicieron entrar en la formidable máquina.

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