VEINTE MIL LEGUAS DE VIAJE SUBMARINO

CAPÍTULO IV

EN LAS ENTRAÑAS DE LA MÁQUINA

Al cerrarse la angosta puerta–trampa me vi envuelto en una profunda oscuridad. Sentí mis pies descalzos sobre los travesaños de una escala de hierro. Ned Land y Consejo, vigorosamente asidos, me seguían. En lo bajo de aquella escalera se abrió una puerta, que quedó inmediatamente cerrada sobre nosotros con sonoro estrépito.

Quedamos solos. Todo era absolutamente negro. Ned Land, enfurecido por aquel modo de tratarnos, dio libre curso a su indignación.

—¡Mil diantres! —exclamó—. A esta gente ya no les falta más que ser antropófagos. ¡Declaro que no seré comido sin protestar!

—Calma amigo Ned, calma —respondió tranquilamente Consejo—. No se acalore antes de tiempo. Todavía no estamos en el asador.

—En el asador, no —replicó el canadiense—; pero ciertamente que en el horno sí. Y está bastante oscuro. Por fortuna, no he soltado mi cuchillo, y veo bastante claro para servirme de él. El primero de estos bandidos que me ponga la mano...

—No irritarse, Ned —le dije—, y nada de inútiles violencias. ¿Quién sabe si nos están escuchando? ¡Procuremos, ante todo, saber dónde nos hallamos!

Caminé a tientas. A cinco pasos hallé una muralla de hierro hecha con planchas atornilladas. Después, al volverme, tropece con una mesa de madera, cerca de la cual estaban ordenados algunos banquillos. El piso estaba cubierto con una gruesa estera que amortiguaba el ruido de nuestros pasos. Las paredes lisas no presentaban puertas ni ventanas. Aquella cámara tendría unos veinte pies de largo por diez de ancho. En cuanto a su elevación, Ned Land, a pesar de su estatura, no pudo medirla.

Había pasado como media hora cuando súbitamente nuestros ojos pasaron de la extrema oscuridad a la luz más violenta. Nuestra cárcel se llenó de una luz tan viva, que no pude resistir de pronto su fulgor. Por su blancura e intensidad reconocí aquel alumbrado eléctrico que producía alrededor del barco submarino el magnifico fenómeno de fosforescencia que habíamos observado. Noté que el agente luminoso brotaba de un semiglobo opaco que sobresalía en la parte superior de la cámara.

Con esta nueva luz pude examinar los menores detalles. No contenía más que la mesa y cinco banquillos. La puerta, invisible, debía estar herméticamente cerrada. Ningún ruido llegaba a nuestros oídos. Pero el globo luminoso no se había encendido sin algún motivo.

No me equivocaba. Percibimos un ruido de cerrojos; la puerta se abrió y aparecieron dos hombres. Uno era de corta estatura, pero de músculos vigorosos, ancho de espaldas, robusto de miembros, de cabeza fuerte, cabellera abundante y negra, bigote poblado, mirada viva y penetrante.

Empleaba un idioma singular y absolutamente incomprensible. En el segundo desconocido reconocí sin vacilar cualidades dominantes. Su cabeza se destacaba notablemente sobre el arco formado por la línea de sus hombros, y sus ojos negros tenían una mirada de fría firmeza. Denotaba serenidad, energía, valor. Aquel hombre era altivo, su mirada firme parecía reflejar elevados pensamientos y todo el conjunto del semblante, resultaba de una franqueza indiscutible.

Me sentí tranquilizado con su presencia.

Yo no hubiera podido precisar si aquel personaje tenía treinta y cinco o cincuenta años. Su estatura era alta, su frente ancha, su nariz recta, su boca dibujada con perfección, sus manos finas, largas, dignas de servir a un alma apasionada. Aquel hombre constituía ciertamente el tipo más admirable que jamás he visto, y como detalle particular diría que sus ojos, algo separados uno del otro, tenían una agudeza extraordinaria. Esta facultad, según más tarde descubrí, estaba robustecida con un poder de visión superior todavía al de Ned Land.

Ambos desconocidos, cubiertos con boinas de piel de nutria y calzados con botas de foca, llevaban trajes de un tejido particular; elástico, que dejaban gran libertad de movimiento.

El más alto, sin duda el jefe, nos examinó con suma atención sin pronunciar una palabra. Volviéndose después a su compañero, conversó con él en una lengua que no pude comprender. Era un idioma sonoro, armonioso, flexible, cuyas vocales parecían sometidas a una acentuación muy variada.

El otro respondió con un cabeceo desdeñoso, y añadió dos o tres palabras perfectamente incomprensibles. Después pareció interrogarme y la situación se hizo bastante incómoda.

—Cuente el señor, de todos modos, nuestra historia —me dijo Consejo—. Estos señores comprenderán quizá algunas palabras.

Empecé la relación de nuestras aventuras. Dije nuestros nombres.

El hombre de ojos serenos me escuchó tranquilamente, y con urbanidad. Pero nada en su fisonomía indicaba que hubiese comprendido mi historia. Cuando acabé, no pronunció una sola palabra.

—Le toca a usted —dije al arponero—. Use el mejor inglés que jamás haya hablado y veamos si tiene más suerte que yo.

Ned no se hizo rogar, y repitió mi relación. El canadiense se quejó amargamente y preguntó en virtud de qué ley se le retenía. Por último, dio a entender que nos moríamos de hambre, lo cual era perfectamente cierto.

Con gran asombro suyo, el arponero no fue mejor comprendido que yo. Nuestros visitantes permanecieron impasibles.

Muy turbado, Consejo me dijo:

—Si el señor me autoriza para ello, yo referiré los sucesos en alemán.

Y Consejo, con su voz tranquila, refirió por vez tercera las diferentes peripecias de nuestra historia. Pero la lengua alemana tampoco tuvo éxito alguno.

Por último, exasperado ya, emprendí la relación de nuestra aventura en latín, igual resultado en negativo.

Ambos desconocidos dijeron algo en su lengua imcomprensible, y se retiraron sin habernos dirigido siquiera uno de esos ademanes tranquilizadores que se emplean en todos los países del mundo. La puerta volvió a cerrarse.

—¡Esto es una infamia! —exclamó Ned Land—. ¡Cómo! ¿Se habla en francés, inglés, alemán, latín a esos pícaros, y ninguno de ellos tiene la cortesía de responder?

—Calma, Ned —dije al fogoso arponero—, a nada conduce la ira.

—Pero sabe, señor profesor —repuso su irascible compañero—, ¡podemos morir de hambre en esta jaula de hierro!

—No hay que desesperarse —dije a los otros—. Nos hemos hallado en trances peores. Hagan el favor de aguardar para formarnos una opinión sobre el jefe de este barco.

—Mi opinión ya está formada —dijo Ned Land—. Son unos bribones.

—Bien ¿pero de qué país?

—Del país de los bribones.

—Ese país no está en el mapamundi, Ned. Sin embargo, me inclinaría a suponer que el jefe y su segundo han nacido en latitudes bajas. Hay en ellos algo de meridional. En cuanto a su lengua, es absolutamente incomprensible.

—Ese es el inconveniente de no saber todos los idiomas —respondió Consejo—, o la desventaja de no existir una lengua única.

—Lo cual no serviría para nada —respondió Ned Land—. ¿No ven que esa gente tiene un idioma suyo, inventado para hacer desesperar a unos hombres que piden de comer? Pero en todos los pueblos del mundo, el abrir la boca, mover las quijadas, el chasquear los dientes y los labios, ¿no son cosas comprensibles?

Al decir esto, la puerta se abrió. Un mozo entró trayendo ropas, chaquetas y pantalones hechos con una tela cuya especie no conocí. Nos vestimos aprisa.

Entre tanto, el criado, había dispuesto la mesa, poniendo tres cubiertos.

Los platos, cada uno con una tapa de plata, fueron colocados sobre el mantel, y nos sentamos a la mesa. No había ni pan ni vino. El agua era fresca y clara, pero no más que agua, lo cual no agradó a Ned Land. Entre los manjares que nos sirvieron, reconocí diversos pescados primorosamente aderezados, pero no pude conocer otros platos, ni determinar a qué reino vegetal o animal pertenecía su contenido. En cuanto al servicio de mesa, era elegante y de un gusto perfecto. Cada objeto, cuchillo, tenedor; cuchara, plato, tenía una letra "N" rodeada de una divisa, y cuyo fascímil es el siguiente: "el que se mueve dentro de lo que se mueve".

Esta divisa se aplicaba perfectamente al aparato submarino, con la condición de traducir la preposición "in" como "dentro" y no como "sobre". La letra N era, sin duda, la inicial del nombre del personaje enigmático que mandaba en el fondo de los mares.

Consejo y Ned no hacían tantas reflexiones. Devoraban, y no tardé en imitarlos. Satisfecho nuestro apetito, se dejó imperiosamente sentir la necesidad del sueño.

Mis dos compañeros se tendieron sobre la alfombra de la cámara y quedaron bien pronto sumidos en el sueño más feliz.

Por mi parte, yo cedí con menos facilidad a la necesidad de dormir. En mi ánimo pesaban demasiados pensamientos y eran demasiadas también las imágenes que mantenían mis párpados entreabiertos. Yo sentía, o más bien creía sentir; que el aparato descendía hacia las capas más hondas del mar. Yo entreveía en aquellos misteriosos abismos todo un mundo de animales desconocidos. Luego mi cerebro se fue aquietando, en un vago sopor, y quedé entregado a un profundo sueño.

Yo fui el último en dormirme y el primero en despertar. Mis compañeros permanecían tendidos como masas inertes.

Entre tanto, el criado, aprovechándose de nuestro sueño, había levantado la mesa.

Yo sentía una opresión singular en el pecho. Aunque ancha la celda, era evidente que habíamos consumido en gran parte el oxígeno que contenía.

Con este motivo se me ocurrió preguntarme: ¿Qué procedimiento seguían aquí? ¿Obtendrían el aire por medios químicos? ¿Se limitaban tan sólo a almacenar el aire, comprimido a altas presiones en receptáculos convenientes, y a distribuirlo luego según las necesidades de la tripulación?

De pronto me sentí refrescado por una corriente de aire puro y perfumado con emanaciones salinas. Era la brisa del mar; vivificante y cargado de yodo. Al mismo tiempo sentí una oscilación, un movimiento de amplitud regular y perfectamente comprensible. El barco, acababa de subir a la superficie del océano, para respirar igual que las ballenas.

Después de respirar el aire fresco con todos mis pulmones, busqué el conducto que le daba paso. Sobre la puerta había un orificio de ventilación que dejaba pasar una fresca columna de aire, renovándose así la empobrecida atmósfera de la celda.

Ned y Consejo se despertaron al mismo tiempo. Se restregaron los ojos, se desperezaron, y se pusieron de pie en un instante.

—¿Ha dormido bien el señor? —preguntó Consejo con su urbanidad cotidiana.

—Muy bien, muchacho —respondí—, ¿Y usted, maestro Ned Land?

—¡Como un leño, señor profesor! Pero no sé si me engaño; me parece que respiro cierta brisa de mar.

Referí al canadiense lo que había pasado durante su sueño.

—Bien —dijo—. Eso explica perfectamente aquellos mugidos que oíamos cuando el supuesto narval se hallaba a la vista del "Abraham Líncoln".

—Tengo un hambre endiablada —dijo el arponero— ¿No piensa darnos más de comer?

—Amigo Land, hay que conformarse con el reglamento de a bordo, y supongo que nuestro estómago adelanta al reloj del cocinero.

—Vamos, señor Aronnax, con franqueza. ¿Cree usted que nos van a tener mucho tiempo en esta caja de hierro?

—Supongo que la casualidad nos ha hecho dueños de un secreto importante —contesté— Ahora bien, si la tripulación de este barco tiene interés en guardarlo, creo que nuestra existencia está muy comprometida.

—A no ser que nos reclute para la tripulación —dijo Consejo—, y nos guarde así...

—Hasta el momento —replicó Ned Land— en que alguna fragata, más rápida o más hábil que el "Abraham Líncoln" se apodere de este nido de filibusteros, y nos mande a respirar por última vez a la punta de su verga mayor.

—Bien pensado, Land —dije yo—. Pero todavía no nos han hecho proposiciones. Aguardemos, y no hagamos nada, puesto que nada hay que hacer.

—Al contrario, señor profesor —respondió el arponero, que no quería abandonar la discusión—, debemos hacer algo.

—¿Y qué, señor Land?

—Escaparnos.

—Escaparse de una cárcel terrestre suele ser dificil; pero de una cárcel submarina, eso me parece absolutamente impracticable.

—Vamos, amigo Ned —dijo Consejo—; ¿qué responderá a la objeción del señor?

El arponero, visiblemente contrariado, callaba. Una fuga, en las condiciones en que la casualidad nos había colocado, era absolutamente imposible. Pero un canadiense es medio francés, y Ned Land lo demostró bien con su pregunta.

—Así, pues, señor Aronnax —repuso después de algunos momentos de meditación—, ¿no adivina lo que deben hacer unas personas que no pueden escaparse de la cárcel?

—No, amigo mío.

—Pues es muy sencillo: apoderarse de ella, después de haber echado fuera a los carceleros, llaveros o guardas —añadió Ned Land.

—¡Cómo! ¿apoderarnos de este barco?

—Exactamente eso —respondió el canadiense.

—Es imposible.

—¿Por qué, señor? Puede darse una ocasión favorable, y no veo qué es lo que podría impedirnos aprovecharla. Si no son más que unos veinte hombres a bordo de la máquina, supongo que no nos harán retroceder.

Era mejor admitir la suposición del arponero que contradecirla. Así es que me limité a responder:

—Dejemos venir las circunstancias, Land. ¡Ya veremos! pero hasta entonces le ruego que tenga paciencia. No será acalorándonos como conseguiremos ocasiones favorables. Prométame, pues, no encolerizarse demasiado.

—Lo prometo, señor profesor— respondió Ned Land en tono que no inspiraba mucha confianza.

Y en seguida quedó suspendida la conversación. Cada uno se sumió en sus propios pensamientos.

Yo, por mi parte, comprendí que las ideas de Ned se iban agriando con reflexiones que acudían a su cerebro. Oía yo los juramentos que se producían en el fondo de su garganta, adquiriendo carácter amenazador. Se levantaba, se movía como fiera enjaulada, golpeaba las paredes con los pies y con los puños. El tiempo iba pasando, el hambre se dejaba sentir con fuerza y esta vez el criado no venía.

Consejo permanecía sereno.

En aquel. momento se sintió un ruido exterior y sonaron pasos en el suelo de metal. Los cerrojos fueron descorridos, la puerta se abrió, y apareció el criado.

Antes de poder hacer el menor movimiento para impedirlo, el canadiense se había arrojado sobre aquel desgraciado y, derribándole, lo tenía agarrado por la garganta. El mozo se ahogaba bajo la presión de aquellos potentes dedos.

Consejo procuraba sacar de las manos del arponero a la víctima medio estrangulada, y yo iba añadir mis esfuerzos a los suyos, cuando de pronto quedé paralizado por estas palabras pronunciadas en francés:

—Calma, señor Land, y usted señor profesor, tenga la bondad de escucharme.

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