VEINTE MIL LEGUAS DE VIAJE SUBMARINO

SEGUNDA PARTE

CAPÍTULO XI

TIBURONES Y PERLAS

El 24 de enero, al amanecer; llegamos a la vista de la isla Keeling, famosa por sus plantaciones de magníficos cocoteros, que había sido visitada por Darwin y el capitán Fitz Roy. El "Nautilus" costeó a corta distancia los cantiles de aquella isla desierta, y extrajimos mediante las dragas numerosos ejemplares de pólipos y equinodermos, así como ciertos moluscos.

Bien pronto la isla de Keeling desApareció en el horizonte, y se tomó rumbo al Noroeste, hacia la pUnta de la península índica.

—¡Tierras civilizadas! —me dijo febrilmente Ned Land–! ¡Eso vale más que las islas de la Papuasia, donde hay más salvajes que venados! En esa tierra de las Indias, señor profesor; hay carreteras, ferrocarriles, ciudades inglesas, francesas y asiáticas. No se andan cinco millas sin encontrar un compatriota. ¿No será éste el momento favorable para dejar plantado al capitán Nemo?

—No, Land —le respondí con resuelto acentO—. Dejemos correr las cosas. El "Nautilus" se acerca a continentes habitados. Vuelve hacia Europa, y si allí nos lleva, veremos lo que podemos hacer y en qué ocasión. Por otra parte, no creo que el capitán Nemo nos permita ir a cazar sobre las costas de Maladar o de Coromandel como en los bosques de la Nueva Guinea.

—¿Y no podemos prescindir de su permiso?

—No —respondí en tono terminante.

Desde la isla de Keeling, nuestra marcha se fue amortiguando, haciéndose más caprichosa y llevándonos a grandes profundidades.

El 25 de enero, el océano estaba absolutamente desierto, y el "Nautilus" pasó el día sobre su superficie batiendo las aguas con su potente hélice, y lanzando los chorros de refrigeración de su maquinaria a gran altura. ¿Quién no le hubiera confundido entonces con un cetáceo gigantesco? Yo pasé las tres cuartas partes del día sobre la plataforma de cubierta contemplando el mar. Nada se divisó en el horizonte hasta las cuatro de la tarde, en que se dejó ver por un instante la arboladura de un vapor.

A las cinco de la tarde, antes del rápido crepúsculo que separa la noche del día en las zonas tropicales, quedamos Consejo y yo maravillados ante un espectáculo muy curioso. Un tropel de "argonautas" viajaba sobre la superficie del océano.

Estos graciosos moluscos nadaban hacia atrás por medio de su tubo locomotor; despidiendo el agua que absorben por delante. Es decir; son propulsados a reacción. De sus ocho tentáculos, seis delgados y largos flotan a modo de remos, mientras que los dos restantes, redondeados en forma de palmas, se elevan para recibir el viento, asemejándose a unas ligeras velas. Podía perfectamente notarse la concha en espiral elegante y ondulada de estos animales. Verdadero barco, en efecto, transporta al molusco que la ha producido, pero sin adherencia ninguna con él.

—El argonauta tiene la libertad de dejar su concha —dije a mi criado—, pero no la deja jamás.

—Exactamente como el capitán Nemo —respondió Consej—, y por eso hubiera hecho mejor en llamar a su nave el Argonauta.

El "Nautilus" navegó más de una hora entre aquella multitud de moluscos, y después no sé de qué espanto se vieron repentinamente sobrecogidos: como si hubiesen recibido una urgente señal, recogieron sus velas, replegaron sus brazos, contrajeron sus cuerpos e invirtieron la posición de sus conchas cambiando de centro de gravedad y desaparecieron bajo las aguas como una flota menuda pero innumerable. Esta evolución fue instantánea y ejecutada con más precisión y conjunto que la mejor maniobra de una escuadra.

En aquel momento llegó la noche casi de repente, y las oleadas, apenas movidas por la brisa, se tendieron apaciblemente bajo la línea de flotación del "Nautilus".

Al día siguiente, 26 de enero, cortábamos el Ecuador a los 82 grados del meridiano, y entrábamos en el hemisferio Norte.

Durante aquel día nos acompañó una formidable manada de tiburones. Estos poderosos animales se precipitaban frecuentemente sobre el cristal de la ventana con una violencia poco tranquilizadora. Ned Land quería subir a la superficie para arponear a aquellos monstruos. Pero el "Nautilus", aumentando su velocidad, dejó bien pronto atrás a los más veloces de aquello escualos.

El 27 de enero, a la entrada del golfo de Bengala, tropezamos varias veces con un espectáculo siniestro y repugnante: decenas de cadáveres que sobrenadaban, y que debían ser de fallecidos en las ciudades indias, arrojados al Ganges y acarreados por este río mar adentro.

Los buitres no habían concluido de devorarlos,pero no faltaban los tiburones para ayudarlos en esa lúgubre tarea.

Hacia las siete de la tarde, el "Nautilus", sumergido a medias, navegó entre un mar que parecía de leche. Todo el cielo, aunque alumbrado por la radiación sideral, parecía negro por contraste con la blancura de las aguas.

Consejo me preguntaba las causas de tan singular fenómeno.

—Esto es lo que se llama un "mar de leche"; vasta extensión de olas blancas que suele verse en las costas de Amboina y en estos parajes.

—¿Pero puede decirme el señor cuál es la causa de este efecto? Supongo que el agua no se habrá cambiado en leche.

—No, muchacho. Esa blancura es debida a miríadas de animalillos luminosos, gelatinosos y sin color; delgados como un pelo, y cuya longitud no excede de la quinta parte de un milímetro. Algunos de estos infusorios están adheridos unos con otros, formando unas cadenas que llegan a medir muchos kilómetros.

—¿Muchos kilómetros? —exclamó Consejo, atónito.

—Sí, muchacho, y no trates de calcular el número de ellos, porque no lo conseguirías, Ciertos navegantes han recorrido sobre estos mares de leche más de cuarenta millas, es decir; unos setenta y cinco kilómetros. ¡Y nadie sabe aún por qué lo hacen!

Alrededor de medianoche el mar recobró súbitamente su matiz ordinario; pero detrás de nosotros, hasta los límites del horizonte, el cielo, reflejando la blancura de las aguas, pareció durante mucho tiempo bañado por los fulgores difusos de una aurora boreal.

Volvimos a ver tierra al mediodía del veintiocho de febrero. El "Nautilus" subió a la superficie del mar; estando todavía a menos de 10 grados de latitud Norte, y se halló a la vista de una tierra a ocho millas por el Oeste. Divisé, primero, una aglomeración de montañas de unos ochocientos metros de elevación poco más o menos, y de formas muy caprichosas. Después de tomado el punto bajé al salón, y por el mapa reconocí que estábamos ante la isla de Ceilán.

El capitán Nemo y su segundo aparecieron entonces. Dirigió una mirada al mapa, y después me dijo:

—La tierra de Ceilán es célebre por sus bancos de perlas. ¿Le gustaría visitar alguno de ellos?

—¡Claro que sí, capitán!

—Pues bien, será cosa muy fácil; sólo que, si bien veremos las pesquerías, no veremos los pescadores. La temporada de explotación no ha comenzado todavía.

El capitán dijo algunas palabras a su segundo, que en seguida salió. Rápidamente el manómetro indicó que estábamos a una profundidad de diez metros.

—Doctor Aronnax —me dijo el capitán Nemo—, se pescan perlas en el golfo de Bengala, en el mar de las Indias, en los del Japón y de la China, en los de la América Meridional, en el golfo de Panamá y en el de California; pero las mejores perlas se obtienen en Ceilán. Llegamos demasiado pronto, porque los pescadores no acuden sino en marzo. Alrededor de trescientos barcos se entregan durante treinta días a esta lucrativa explotación de los tesoros del mar. A propósito, señor Aronnax, ¿no le dan miedo los tiburones?

—Tengo que confesarle, capitán, que no estoy muy familiarizado con esa clase de peces.

—Nosotros —replicó Nemo—, estamos acostumbrados a verlos, y con el tiempo ya se acostumbrará también usted. Por cierto que iremos armados, y quizá podamos cazar por el camino algún escualo. Es una caza muy interesante. Con que, hasta mañana, señor Aronnax, y muy de madrugada.

Después de decirme esto el capitán Nemo abandonó el salón.

Me quedé pensando y no me sentía muy dichoso. Cazar nutrias en los bosques submarinos, como lo hicimos antes en la isla Crespo, pase. Pero correr por el fondo del mar; con la certeza de encontrar tiburones es otra cosa. Sé muy bien que en ciertos países, los negros no vacilan en atacar al tiburón con un puñal en la mano derecha y un lazo en la otra. Pero tampoco ignoro que muchos no salen vivos de la lucha. Por otra parte, no soy un negro y aun cuando lo fuera, creo que una ligera vacilación por mi parte estaría justificada.

Y los tiburones asaltaban mi imaginación, ante la cual aparecían aquellas terribles mandíbulas armadas con múltiples filas de dientes, y capaces de partir a un hombre en dos mitades.

En aquel momento Consejo y el canadiense entraron con rostro sereno y alegre.

—Por cierto —me dijo Ned Land— que ese amigo suyo, él capitán Nemo, que mil diablos lleven, acaba de hacernos una proposición muy amable.

—¡Ah! Con que ya lo saben..

—Con permiso del señor —respondió Consejo—, el jefe del "Nautilus" nos ha convidado a visitar mañana, en compañía del señor, las magníficas pesquerías de Ceilán. Lo ha hecho con muy buenos modos y cual cumplido caballero.

—¿Pero no les ha dicho más que eso?

—Nada, señor; sólo que ya le había hablado a usted también de este paseo.

Decididamente, el capitán Nemo había creído inútil el hablar de tiburones a mis compañeros. Yo los miré con turbada vista, y como si les faltase ya algún miembro.

¿Debía decirles algo? Me pareció que sí, pero no sabía por dónde empezar.

—Señor —me dijo Consejo—, ¿podremos conocer pormenores sobre la pesca de las perlas?

—¿Sobre la pesca, precisamente —pregunté—, o sobre los incidentes que...?

—Sobre la pesca —respondió el canadiense—, y le pediría, primeoó, que comience por hacerme el favor de decirme lo que es una perla.

—Todos los moluscos que producen nácar pueden producir perlas, pero el único que produce auténticas joyas es la ostra perlífera, la preciosa pintadina —expliqué—. La perla no es otra cosa que una concreción nacarada dispuesta en forma globulosa. Unas veces se encuentra adherida a la concha; otras veces se halla incrustada en los pliegues del animal, en cuyo caso está suelta, pero siempre contiene un núcleo duro, sea un óvulo estéril, o un grano de arena, alrededor del cual la materia nacarada se deposita sucesivamente durante varios años por capas delgadas y concéntricas.

—¿Se encuentran muchas perlas en una misma ostra? —preguntó Consejo.

—Sí, muchacho. Hay ciertas pintadinas que constituyen un verdadero joyero. Se ha citado una, pero lo dudo, que contenía ciento cincuenta tiburones.

—¡Ciento cincuenta tiburones! —exclamó Ned Land.

—¿He dicho tiburones? —repuse vivamente—. ¡Quiero decir ciento cincuenta perlas! Tiburones no tendría sentido alguno...

—Pero —añadió Consejo, fijándose en la parte instructiva del asunto—, ¿es peligrosa esa pesca de las perlas?

—No —me apresuré a responder—, sobre todo cuando se toman ciertas precauciones.

—¿Y qué es lo que se arriesga en este oficio? —dijo Ned Land—. ¿El tragar algunas bocanadas de agua salada?

—Nada más que eso, Ned; pero a propósito —exclamé, procurando tomar el mismo tono indiferente y sereno del capitán Nemo—, ¿le tienen miedo a los tiburones?

—¡Yo —respondió el canadiense—, un arponero de profesión! Mi oficio consiste en burlarme de ellos.

—¡No se trata —añadí— de arponearlos, levantarlos a bordo de un buque, cortarles la cola a hachazos, abrirles el abdomen, sacarles el corazón y tirarlo al mar!

—¿Entonces se trata de...?

—Sí, precisamente.

—¿En el agua?

—En el agua.

—¡Qué, demontres!... llevando un buen arpón, algo se podría hacer! Ya saben que esos tiburones son unos animales bastante mal formados. Es preciso que se ponga de una manera especial para zamparnos, y entre tanto...

Ned Land tenía una manera de pronunciar la palabra zampar que daba escalofríos.

—Y bien, tú, Consejo, ¿Qué piensas de los tiburones?

—Yo —dijo Consejo— seré franco...

—Enhorabuena.

—Si el señor arrostra los tiburones, no veo motivo para que su fiel criado no lo haga también en su compañía.

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